El carlismo no es una negación
El constitutivo formal del carlismo es un principio interno, íntimo, de esa compleja realidad política formada por los carlistas de todo tiempo y no, como muchos han querido insinuar o afirmar, algo externo, negativo, meramente reactivo.
Si el carlismo fuera y hubiera sido mera reacción negativa frente a las evolutivas formas de la revolución en la historia contemporánea de las Españas, su realidad sería meramente secundaria y carecería estrictamente hablando de una “esencia” propia, puesto que en cuanto mero movimiento reactivo habría venido a aglutinar a un variado abanico de fuerzas opuestas en distinta medida y por diferentes razones a un mismo enemigo común, auténtico protagonista de la Historia. Como consecuencia, el carlismo vendría a ser un mero “efecto colateral” del verdadero principio activo de la Historia, encarnado éste en la ideología liberal (revolucionaria) y en esa medida, el carlismo habría acompañado al impulso liberal, tan sólo durante un período inicial y como mera resistencia de un medio inerte que está destinada a disolverse y a desaparecer una vez que el liberalismo hubiera tomado plena posesión de la historia, cosa que para muchos ya ha sucedido. Para quienes así piensan, semejante expediente da suficiente razón de lo que, según se vea, es la desaparición del carlismo o su relativa invisibilidad actual.
La realidad es muy distinta.
El carlismo no es, ante todo y de ninguna manera, un movimiento reactivo ni por lo tanto subordinado, sino algo netamente afirmativo, con un modo de ser esencialmente no dependiente de sus enemigos externos. sólo accidentalmente la realidad que venía existiendo con unos caracteres esencialmente idénticos (el llamado realismo), y en relación a los sucesos en torno a 1833, muta de nombre y adquiere algunos nuevos caracteres, en ningún caso esenciales.
El carlismo es una visión de la sociedad que no pretendía ensayarse a la contra, sino que es la decantación histórica de una forma de vida social –una doctrina social– ensayada, vivida (ya como tesis, ya antítesis, ya como hipótesis) durante dieciocho siglos de cristianismo. El carlismo –también el carlismo ante litteram, el realismo del primer tercio del siglo XIX– era nada más que esa doctrina social de la iglesia aplicada a los pueblos que constituyen las Españas y vivificada en las instituciones que concretamente esa experiencia de siglos había creativamente generado para canalizar una vida social efectiva y eficaz; para alcanzar un bien común agibile: agible, práctico, histórico.
Todo eso se traducía en un principio también práctico: para defender la esencia doctrinal, inmutable, la filosofía social que emana del Evangelio, se trataba de defender sus concreciones históricas y propias, no esenciales. las formas accidentales y de suyo mudables de traducción histórica de esa doctrina social, se convierten, a la inversa, en valladares defensivos de la esencia de esa doctrina. Para defender lo esencial, en tiempos de desolación, suele convenir enrocarse en lo accidental. Recordemos una vez más que “accidental”, en ningún caso es igual a “prescindible” o “irrelevante”.
La fuerza reactiva no era, pues, el carlismo. la reacción era el liberalismo, no sólo en España, sino en lo que se venía en denominar Europa sobre todo tras la paz de Westfalia.
Para ensayarse, el liberalismo necesitaba reaccionar, destruir las formas tradicionales cristianas de vida social. El liberalismo era y es la aplicación de un sueño abstracto que se rebelaba contra las formas sociales (en muchos casos ya decadentes y necesitadas de revitalización) concretamente vividas en lo que fue la Cristiandad.
Una libertad abstracta, irreal, infinita, urgente y soñada, roussoniana, se oponía reactivamente a unas libertades concretas, efectivas, limitadas, históricas, paridas en el transcurrir de un tiempo despacioso y cristiano.
La libertad abstracta, en su espiritualizada y gélida pureza, motejaba de esclavitud a las libertades concretas, cálidas de vida y necesariamente modestas, por reales. Y para mejor imponerse, la gran fuerza del liberalismo, la demagogia, manipula el lenguaje desde el comienzo: los pacíficos poseedores de sus tradicionales libertades (nada idílicas, pero bien tangibles) son los reaccionarios, los serviles, mientras que la fuerza que ha de conducir a las masas a una libertad soñada, mágica y utópica es el liberalismo, curso tan repentino como inexorable de la Historia, de modo que quien se oponga a él será considerado el gran negador.
J.A.U.
(en El carlismo de los navarros)
El brigante: El carlismo no es una negación
De la Guerra de la Independencia al Carlismo
Una revisión de las tendencias políticas actuantes
Miguel Ayuso
La historiografía liberal fue la primera en apoderarse del 2 de mayo, en el cuadro de la llamada (no de modo totalmente inocuo) “guerra de la Independencia”. Don Federico Suárez Verdeguer realizó en los últimos años cuarenta y primeros cincuenta una profunda revisión de la historia contemporánea española que resulta oportuno recordar aquí.
La interpretación dominante de la crisis política del antiguo régimen y los balbuceos del régimen liberal, esto es, el período que se extiende entre 1800 y 1840, hasta entonces había venido tocada por la limitación sectaria de las fuentes, excluidas las no liberales, y por la repetición acrítica de las mismas. Siendo grave la primera de las deficiencias, la más nociva con todo era la segunda. Pues hubiera bastado la reflexión problemática a partir de las fuentes de parte comúnmente utilizadas para que hubieran emergido netas las contradicciones, en suma, las falsedades.
Frente a la presentación corriente de un realismo (luego convertido en carlismo) sinónimo de absolutismo, conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno, y un liberalismo identificado con todos los bienes, sin sombra alguna de mal, el sabio historiador descubrió por el contrario la existencia de tres actitudes, descritas inicialmente como conservadora, innovadora y renovadora.
Tales etiquetas por el momento no responden tanto a los nombres con que son conocidas en los manuales de historia, sino más bien a una percepción de las tendencias fluidas que se encontraban en la sociedad española. Veámoslo un poco más por menudo.
En primer lugar puede aislarse un grupo humano de acuerdo conscientemente con la gobernación borbónica de finales del XVIII. Grupo reducido, pero selecto, integrado en buena parte por el alto clero y la nobleza cortesana, ha sido ganado por los ideales de la Ilustración. Regalistas en materia religiosa, centralistas en cuanto a la política territorial, indiferentes a las (decadentes) instituciones representativas tradicionales, que ven como una rémora o un residuo del pasado caduco. Cuando decimos conservador, pues, estamos diciéndolo en el sentido de conservación de un antiguo régimen ahormado por un absolutismo monárquico devenido en despotismo ilustrado.
Las otras dos actitudes, por contra, se presentan inicialmente acomunadas por las ansias de reforma, pero ahí terminan sus semejanzas, abriéndose en cambio las radicales diferencias.
Porque el reformismo sólo implica un deseo de cambio, que puede encaminarse hacia senderos no sólo diversos sino aún divergentes. Eso es lo que ocurrió. Pues la denominada innovadora buscó la salida a la evidente crisis en la cancelación de la situación presente a comienzos de siglo, sí, pero también en la de la tradición española de la que ésta era desleída heredera. Grupo igualmente reducido, sus fuentes probablemente no eran tan distantes de las del grupo precedente, pero se iban a encaminar más resueltamente a atajar la coyuntura. En tal sentido, eran igualmente regalistas (cuando no directamente anticristianos) y centralistas, y en cuanto a la representación postulaban una representación nacional diferente radicalmente de la estamental hasta entonces vigente, aunque (como ha quedado dicho) decadente. Son los que podríamos apodar de liberales.
La actitud renovadora, por su parte, no dejaba de ser leal al Rey, aunque coexistiendo con una difusa crítica a su gobierno.
Católicos sinceros, amantes de los fueros y libertades locales y ligados a las instituciones tradicionales en que se basaba la vieja representación, puede decirse que la mayor parte de la población, con mayor o menor conciencia y vigor, pero en todo caso, engrosaba este grupo, que fue conocido como realista y que fue el que concluyó en el carlismo.
La anterior presentación, por escueta que haya sido, rompe la bipolaridad absolutismo (al que se adscribe al carlismo) y liberalismo, cargado éste con todas las valencias positivas mientras que se atribuyen a aquél todas las negativas.
Para empezar muestra una mayor proximidad entre absolutismo y liberalismo que la que estamos acostumbrados a encontrar, así como distingue el realismo netamente de los anteriores. Que entre absolutismo y liberalismo se da una íntima continuidad no es ningún secreto desde que Tocqueville lo hubiera tematizado para Francia. Desde un ángulo teorético está igualmente bien asentado que el esquema de Locke o Rousseau, al que se acogen hasta el día de hoy todos los liberales que en el mundo han sido, respectivamente en su versión inglesa o francesa, no son en el fondo sino revisiones del de Hobbes, padre de la ciencia política moderna y forjador del Leviatán del Estado moderno, nacido con las monarquías absolutas.
Pero es que en la historia hallamos constatación de tales nexos. Ciñéndonos tan sólo a la de España, en el período crucial de la guerra contra Napoleón, en primer lugar, es de observar la naturaleza religiosa y patriótica (en sentido tradicional) que la anima, inscribible por lo mismo en el seno espiritual del “realismo”, mientras que liberales y absolutistas o son “afrancesados” o (como escribiera Menéndez Pelayo) sólo por una “loable inconsecuencia” dejaron de afrancesarse.
Pero sobre todo, en segundo término, es en la llamada significativamente por los liberales “década ominosa” cuando encontramos una evidencia aún más contundente: pues mientras en apariencia los liberales están siendo perseguidos, los absolutistas están sentando las bases del régimen liberal, a comenzar por la reforma administrativa, militar y hacendística, pero sobre todo con el golpe de estado legislativo que abrió la sucesión femenina, instrumental a la instauración del nuevo régimen. Por algo puede haberse dicho que éste debe más a la “década ominosa” que al “trienio liberal”, esto es a un período considerado absolutista que a otro que encarna el liberalismo más extremo.
Para seguir con la singularidad de un realismo, eminentemente popular y al inicio principalmente espontáneo y no formalizado, pero que pronto hallamos cuajado doctrinalmente en el “Manifiesto de los persas”, de 1814, contrafigura de la Constitución doceañista, y movilizado militarmente en 1820, contra el trienio, en lo que Rafael Gambra llamó “la primera guerra civil de España”, para postular decididamente a Don Carlos contra Fernando VII a partir del “Manifiesto de la federación de realistas puros” en 1827 (en plena “década ominosa”, nueva anomalía carente de sentido en la lectura heredada) y terminar propiamente en el carlismo en 1833 a la muerte del Rey Fernando, una vez intentada la usurpación luego consumada.
Más allá de la falta de depuración de algunos conceptos (la profundización de la teorización tradicionalista se ha ido produciendo conforme iba debilitándose la vivencia), el tradicionalismo político español está en pie con el lema “Dios, Patria, Rey”, que más adelante se perfeccionaría en “Dios, Patria, Fueros, Rey”.
Visto en: LA COMEDIA HUMANA
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