Bien. Prosigamos con la política totalitaria franquista.
En el mensaje anterior hacíamos referencia a la política masificadora de la Seguridad Social. En este caso vamos a referirnos a la política de inflación llevada a cabo así como su efecto masificador en la comunidad política española. Para ello vamos a reproducir la siguiente Ponencia desarrollada ante el Pleno de Académicos de Número de la Real de Jurisprudencia y Legislación el 20 de enero de 1975 por Juan Vallet de Goytisolo, y publicada en la revista Verbo en su número 165-166.
Como en el caso anterior, mi opinión sobre el problema y la solución a la inflación son mejor explicados en el análisis económico de C.H.Douglas, pero los síntomas y efectos desastrosos que produjo la inflación en los españoles durante el franquismo son perfectamente señalados por Juan Vallet en su Ponencia.
REPERCUSIONES DE LA INFLACION EN LO RÚSTICO Y EN LO URBANO, EN LO INDUSTRIAL Y EN LO AGRARIO
POR JUAN VALLET DE GOYTISOLO
1. La prudencia, según Santo Tomás de Aquino (en su respuesta del a 1, q 47, II.- 11.) recoge de San Isidoro de Sevilla, consiste en ver de lejos, en ser perspicaz y prever «con certeza a través de la incertidumbre de los sucesos”.
No se trata, pues, de ser cauto, astuto, parsimonioso, componedor, pastelero, ni de saber salir del paso sorteando los problemas inmediatos..., sino de ser sagaz en la observación de la realidad, en captar la concatenación de causas y efectos, con visión larga y profunda, de modo tal que permita prever lo más conveniente para el bien común, que es la materia de la prudencia política.
En este somero estudio, consistente en repasar los hechos mirando hacia atrás, nuestro cometido es mucho más modesto, pues no tratamos de prever, sino de conocer, a través de lo ya ocurrido, observando las causas de los efectos ya producidos y cotejándolos con las pasadas previsiones —acertadas o equivocadas— e imprevisiones. Nuestra labor va a ser meramente empírica. Trataremos de operar como si fuéramos biólogos sociales, tomando específicamente como campo de experiencias el realmente comprendido por nuestros recuerdos, vividos en los últimos treinta y cinco años, dato que aproximadamente viene a coincidir con el tiempo transcurrido desde que concluimos nuestra licenciatura.
2. Notemos antes que, como ha subrayado Louis Salleron («Toujours l'inflation», en Itinéraires, 150, febrero 1971), una de las características del proceso inflacionario consiste en que destruye y transfiere para construir. Es cierto —como dice este sagaz economista— que la vida económica, como todo otro aspecto de la vida, es siempre destrucción con vistas a la construcción, siempre es consumo con vistas a la producción; pero mientras en la vida normal hay un ritmo y una proporción entre los aspectos destrucción y construcción, consumo y producción, toda proporción queda rota y desquiciada en los períodos inflacionarios.
Naturalmente, esa mayor destrucción es una deseconomía que fuerza una nueva, mayor, más rápida y más costosa construcción., que, a su vez, acelera el ritmo inflacionario en una articulación cada vez más difícil de dominar y, por ello, más tendente a la caída, provocando un alud.
Ese desequilibrio produce, a su vez, otro desequilibrio por las transferencias de riqueza a que da lugar. También Salleron lo ha subrayado.
«Las transferencias de riqueza continúan. Del pequeño al grande. Del más débil al más fuerte. Del individuo al grupo, y del grupo al Estado. No hay más que un automatismo: el de la construcción de Leviatán, que sorbe la sangre y la médula a todas las células vivas de todas las libertades”.
«La inflación destruye el capital de los individuos, de las familias, de las asociaciones, de las pequeñas y medianas empresas, para construir el capital del monstruo totalitario, que, armado de sus ordenadores, somete y planifica, atornillando la carne y el espíritu de la humanidad.»
Aquí no vamos a profundizar acerca de ese evidente influjo de la inflación en la destrucción de las libertades y, paradójicamente a la vez, en la hipertrofia del gran capitalismo financiero y en el desarrollo del socialismo, ya sea en beneficio del llamado capitalismo monopolista de Estado o de la lenta pero implacable transformación del Estado en capitalista único, que acapara así todos los poderes sociales: político, económico y cultural.
Tampoco insistiremos —ya lo hicimos otras veces, la primera hace casi quince años— en la antítesis de la inflación con la justicia. Durante la inflación se produce un forcejeo entre los distintos sectores sociales y entre los diferentes individuos, en el cual todos tratan de transferir a otros los efectos dañinos de la inflación, como ocurre en el juego de la mona con la carta de este nombre. El enriquecimiento y el empobrecimiento ya no depende del trabajo productivo y del ahorro, sino de la habilidad en este juego. Así se modifican todas las reglas de la moral en lo económico y, en general, en lo social, hasta llevar poco a poco a la pérdida de todo sentido moral y de lo objetivamente justo.
Vamos a limitarnos tan sólo a registrar las transferencias de riqueza, operadas por la inflación y por sus pseudorremedios, de unos sectores a otros y observar sus consecuencias sociales.
3. En el siglo XIV, Nicolás Oresmio, al proclamar la necesidad de que el valor de la moneda se mantuviera estable y la ilicitud de su alteración, que implicaba una inicua redistribución de la riqueza, salvó de esa ilicitud el caso de guerra.
En esta situación nos hallábamos después de nuestra guerra de liberación, y esa primera marea inflacionaria nos ofrece las primeras experiencias, matizadas por las circunstancias especiales, internas y externas, que la acompañaron y la consiguiente falta de oro, de divisas y de capacidad exportadora.
Los remedios empleados fueron las tasas de precios, de alquileres, de los cánones arrendaticios, la intervención de ciertos productos, de las importaciones y exportaciones, y el trato fiscal de los beneficios extraordinarios.
El estraperlo sorteó la tasa y el racionamiento de los productos alimenticios, y el dinero afluyó a los labradores. En cambio, fue efectiva la tasa de los cánones de los arrendamientos. La concurrencia de ambos fenómenos llevó a que muchos arrendatarios compraran las tierras que cultivaban e incluso otras de cultivadores menos fuertes. Sin embargo, es de notar que este fenómeno se produjo más allí donde la propiedad se hallaba ya dividida que en las regiones de latifundios en las que abundaba más el peonaje, y aun en aquellas, como consecuencia, a veces la propiedad se dividió en exceso, o los labradores fuertes dejaron sin tierras a los más débiles, que no pudieron pujar para su compra el precio ofrecido por aquéllos.
En la industria en un mercado intervenido, la tasas de precios y el estraperlo se contrapusieron de tal modo que su choque produjo una honda transformación con el carácter empresarial. Quien más tarde fue ministro y presidente del Consejo Nacional de Economía, Pedro Gual Víllalbí, lo explicó con referencia al empresario catalán.
«... hemos vivido una época de economía convulsa, los negocios se hacían a trompicones; además, en negocios de grandes cantidades había que moverse mucho y con riesgo. Los negocios se hacían teniendo que considerar la legislación que había enfrente, con tasas, racionamientos, fiscalías, sanciones. Esto operaba tanto en la concepción, en la mentalidad del empresario catalán, que éste se encontró con este dilema: tenía que renunciar a sus ideas y hasta claudicar en su moral, o su negocio iba a sucumbir, porque el comercio de estraperlo era fatal. Hay una consideración que nos la hemos de hacer todos, que es una lección histórica, fatal.»
Ello dio lugar a que varios empresarios de solera acabaran vendiendo sus fábricas a sus mismos encargados o gerentes, enriquecidos por el estraperlo efectuado por su cuenta y riesgo, o que aquéllos dejasen la dirección a la generación joven.
«En Cataluña, la expresión de "gerente joven" —sigue Gual Villalbí— tiene un significado y llegaba o iba en camino de tener una consistencia. Le» gerentes jóvenes se reunían., celebraban sus cenas, y así se iba constituyendo un cuerpo de gerentes jóvenes. El gerente joven, naturalmente, era el adecuado para llevar las empresas en nuestros días, pues aportaba a ellas el desenfado de la juventud y también, los atrevimientos consiguientes.
»Por estas razones, el empresario joven, el gerente joven, ha ido tomando una personalidad, y se fue haciendo un modo especial de conducir los negocios. Se ganaba en una hora lo que antes se ganaba en un año, y ante la evidencia de esto hubo de claudicar el empresario viejo. Esto hizo perder, en parte, en bastante parte, el espíritu
de prudencia, de cautela y el modo tradicional de conducir los negocios, que se han ido desvaneciendo.»
4. Quienes pagaron realmente la inflación fueron los jubilados y los pensionistas, en general, y también los propietarios de fincas arrendadas o alquiladas, que sufrieron la congelación de sus alquileres y cánones arrendaticios. Es especialmente revelador seguir el hilo de consecuencias que de las medidas antiinflacionarias desgranaron. Tratando de sintetizarlas y ordenarlas, podemos señalar como más destacadas:
a) La formación de un falso derecho (siguiendo la terminología que Rueff aplica a los surgidos del desorden causado de consumo por la inflación y por las medidas tendentes a frenar sus efectos sin atacar a sus causas) de los arrendatarios e inquilinos, derivado
del hecho de que el arrendamiento quedó convertido en el derecho de gozar de la vivienda o local por menos renta de la que conmutativamente le correspondería. Falso derecho cuantitativamente valorable por la diferencia existente entre el valor en uso de la vivienda o el local arrendado y el importe del alquiler tasado; y bajo otro aspecto, por la capitalización de esta diferencia. La primera diferencia provocó los subarriendos y convivencias, autorizados o disimulados, y la segunda, los traspasos y cesiones, aceptados o no, y las primas a la propiedad o a los administradores venales para que los consintiesen, y, además, invitó a conservar la vivienda alquilada o el local arrendado fingiendo ocuparlo, aunque no se necesite, cuando la ocupación es exigida para conservar el derecho, del que ya sólo interesa ese «falso derecho», correspondiente a aquella disparidad entre el valor de su uso y el montante de su contraprestación.
b) La desaparición del interés del propietario por conservar en buen estado los edificios arrendados, pues su «negocio» (identificado con su liberación de los «falsos derechos» de los arrendatarios) consiste en que la casa resulte ruinosa, especialmente si la regulación urbanística le permite edificar mayor volumen y, aún más, si la valoración fiscal del solar le impulsa a lograr la efectividad de ese valor. De esta última circunstancia hemos visto desgranarse consecuencias lamentables, como la pérdida para Madrid de uno de los más bellos paseos de Europa, el de la Castellana. No es preciso hablar de los edificios en ruina, ni de algunas catástrofes originadas al derrumbarse.
c) Durante bastantes años su repercusión en un alarmante descenso de la construcción (luego veremos cómo y a qué costa se logró salir de ese impase).
d) En definitiva, la tendencia a la desaparición del inquilinato, no sólo en las nuevas edificaciones, sino también en las de renta antigua, que fueron vendiéndose por pisos.
e) Y, a la vez, la deficiente construcción de las nuevas viviendas, que ya no se edifican como antes, como inversión duradera donde colocar lo ahorrado, sino como un negocio rápido. No interesa la solidez de la construcción, que otrora pensaba legarse a los nietos, sino su inmediata venta con la máxima ganancia. El índice de duración de los edificios nuevos lógicamente sufre reducción, a la par que la, falta de reparaciones en las casas antiguas, por unos propietarios a quienes no rinden, ha de repercutir también en que su duración se reduzca. Así se incuba un nuevo problema, que es endosado a las generaciones inmediatas.
5. Podríamos seguir enumerando consecuencias en lo industrial y en lo agrario, en lo urbano y en lo rústico, de esa primera etapa de la inflación, pero sólo enumeraremos la secuela que tuvo en la financiación del crédito correspondiente a la construcción, a las mejoras agrícolas y el equipamiento industrial Dejaron de interesar al público las cédulas hipotecarias, que por su renta fija y valor nominal sufren radicalmente la inflación. Primero se obligó a Montepíos y Mutualidades a que acudiesen a suscribirlas. Por fin las tuvo que asumir el Estado o impuso su suscripción forzosa, oficial u oficiosamente, a Bancos o Cajas de Ahorro, o bien estimuló la inversión privada mediante exenciones fiscales importantes.
Como epílogo de esa primera fase, interesa destacar que fue enorme la carestía de viviendas sufrida, especialmente en las grandes capitales, y la consecuente necesidad de promover la construcción de viviendas económicas, forzó la intervención del Estado y la habilitación del crédito preciso para ello, que, en contrapartida, sirvió de dispositivo para la explosión de la segunda etapa inflacionaria.
El Estado moderno se considera con capacidad y fuerzas suficientes y con la debida competencia para acometer, con medidas di-rectas o indirectas, toda clase de empresas, y entre ellas, sin duda, el de nivelar la oferta de viviendas con su demanda. Así el presupuesto se grava notablemente o aumenta extraordinariamente la emisión de cédulas para la construcción —de suscripción más o menos forzosa a través del ahorro privado depositado en cuentas corrientes o libretas de ahorro—. De este modo resulta siempre más difícil la estabilización monetaria, y las consecuencias de lesas medidas las sufre con mayor dureza el sector privado propiamente dicho, al restarle posibles
medios.
Si la inflación y la tasa de los alquileres arruinó a un estamento social, el de los caseros, pertenecientes a la conservadora clase media, en cambio, la intervención del Estado, estimulando la construcción con primas, préstamos a bajo interés y largo plazo, con exención de impuestos, ha enriquecido a otros en forma económicamente más gravosa a la nación y en proporción muy superior al beneficio que fue concedido a los antiguos inquilinos con el establecimiento de la tasa.
Por otra parte, la promoción y la protección estatal se verifican a ráfagas, por razones de oportunidad, que hieren la justicia. En efecto: El país se halla dividido, en virtud de esa protección, en unos propietarios duramente gravados por la contribución urbana y arbitrios municipales y en otros beneficiados en el 90%. Unos constructores disponen no sólo de las bonificaciones, sino del crédito a bajo interés y largo plazo, y otros se hallan completamente desprovistos de protección oficial, siendo así que en ocasiones tal diferencia de trato no depende sino de una pequeña distancia topográfica o de una insignificante diferencia cronológica. ¿Se ha pensado en que, aparte de la protección a las viviendas más modestas, sería tal vez mejor que el Municipio emplease en la urbanización muchas plusvalías, que pierde con las bonificaciones, y en que la protección de las nuevas construcciones no rigurosamente sociales fuese menor, pero indiscriminada, como la vieja Ley del Ensanche enseñaba?
Pero los dos más grandes peligros que pueden resultar de la intervención estatal, que, por otra parte, llega a ser necesaria en esa materia, son los siguientes:
1.º Que los ciudadanos se habitúen a no realizar esfuerzo importante alguno sin la orientación y ayuda del Estado y consideren normal que éste les facilite gratuitamente el capital que necesiten para construir o adquirir su propia morada.
2.º Que las medidas estatales que acompañan a la promoción o protección de viviendas beneficiosas para los sectores de la población económicamente más necesitados, al propio tiempo, les someten a éstos, a tan alto grado de dependencia de los poderes públicos, que plantea un grave problema político si los beneficiarios llegan a ser la mayoría de la población. El precio consiste en la pérdida de la libertad. Así Sauvy ha observado que en Francia:
«Si se penetra más profundamente en los arcanos de la legislación y de los reglamentos, se observa que los principales esfuerzos se han desplegada no tanto en favor de la construcción de viviendas como contra la construcción juzgada no ortodoxa.» Siempre, plutôt mourir selon les règles que d'en rechapper contre les règles.
6. Llegamos a 1959 con la convicción de que era precisa la estabilización. Algo antes, en Francia, Jacques Rueff había orientado y realizado esa política, de la que además era su apóstol, defendiéndola en escritos y conferencias, como la que pronunció el 8 de abril
de 1959 en la Casa Sindical de Madrid, con el título «El franco y Francia a partir de la reforma financiera de 1958». Esa inquietud nos llevó a estudiar el tema desde el punto de vista jurídico, que desarrollamos en octubre de i960 en el Discurso de Apertura de aquel año judicial en la Audiencia territorial de Las Palmas y, más ampliamente, en Revista Jurídica de Cataluña del mismo mes, con el título «La antítesis inflación-justicia».
Pero, tras la estabilización, no se hizo esperar, con el impulso del desarrolla apresurada y la ola turística, con el ingreso de divisas que habían de ser traducidas en moneda circulante, una nueva etapa inflacionaria, de cuyos beneficios hemos gozado en las capitales, pero de cuyas consecuencias dañinas ha venido sufriendo nuestra agricultura,
mientras nosotros sólo las comenzamos a notar.
Repitamos lo observado al principio. Toda construcción acelerada implica destrucción y transferencias, aceleradas también, que actúan a la vez como causas y efectos de una inflación, formando con ella un. conglomerado, o un círculo vicioso, risueño al principio, pero trágico al final.
Perdonad que me refiera, otra vez, al «Cuento chino» que a mediados del siglo XIX Federico Bastiat incluyó en Sophismes économiques, como ilustración frapante. Narraba el autor que un emperador chino ordenó cegar el canal que unía las grandes ciudades de Tchin y Tchan y construir, a una distancia de treinta kilómetros, una carretera paralela al antiguo cauce. Al poco tiempo, en torno a la carretera comenzaron a surgir fondas, hoteles, talleres, comercios y sucesivamente se construyeron pueblos y después ciudades. ¡La sabiduría del emperador fue por todos admirada y loada! Hasta que pudo advertirse que lo ocurrido se había reducido a consumar un traslado de riqueza y de la vida misma, que había existido en torno al canal, a los bordes de la carretera que le sustituyó como medio de comunicación. Y, aún, con todos los inconvenientes humanos y el consiguiente gasto que todo traslado significa.
El finado Raymond Berrurier, notario francés, alcalde que fue de Mesnil Saint Denis, secretario de la Sección francesa del Consejo de Municipios de Europa y vicepresidente de la Asociación de Alcaldes de Francia, en la comunicación, que presentó al Congreso de Alcaldes de Francia de noviembre de 1966, observaba que muy a menudo, en las comarcas «donde se esperaba el nacimiento de 'polos de desarrollo', aparecían, por el contrario, áreas de depresión, porque los pueblos ya existentes absorbían para su provecho propio todos los beneficios circundantes, produciendo inmensas áreas de depresión en toda Francia». Y así, concluía, «la dulce Francia, cuya riqueza, armonía y equilibrio han sido durante largo tiempo la envidia del mundo entero, ha sido revuelta por un desequilibrio ruinoso entre las ciudades superpobladas y las campiñas exangües».
Especialmente, ese fenómeno vacía el campo, falto de protección, que ve a sus antiguos pobladores marchar a la ciudad como obreros de industrias protegidas, mientras las tierras quedan incultas y poco después invadidas de maleza.
Se producen verdaderas deportaciones económicas y social, provocadas por la aceleración de la expansión industrial y por la disminución del bienestar agrario, frenado mediante importaciones de choque, dirigidas a impedir que el alza de los precios agrícolas sea paralelo a la subida de los salarios y precios industriales.
Esta transferencia del campo a la ciudad y a las nuevas industrias y construcciones, y en ayudas a éstas de lo descapitalizado en las aniquiladas, que es proyectada en forma precipitada y suele realizarse demasiado velozmente, va inevitablemente vinculada a un proceso inflacionario.
No afirmamos en modo alguno, como hoy suele asegurarse, que no es posible el desarrollo sin inflación. Esto no es cierto. Se tienen evidentes pruebas de la contrario. Jesús Prados Arrarte, en su reciente libro La inflación, recuerda algunas. En el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda los precios cayeron desde 1870 a 1895, pero el producto nacional bruto subió más en este período que en el siguiente 1895-1913, con los precios en alza. En U. S. A., el decenio que en relación al anterior acusó el máximo aumento per capita de dicho producto fue el 1879-1888, ya que creció en un 50,6 %, mientras bajaron los precios un 19,5 %. Después de la Segunda Guerra Mundial, Alemania Federal y Japón consiguieron los máximos índices de desarrollo con precios relativamente constantes, mientras muchos países iberoamericanos, que han utilizado deliberadamente la inflación como instrumento del desarrollo, han visto que el índice de éste se les reducía en relación al alcanzado en períodos anteriores.
No afirmamos, ni podemos afirmar, pues, que necesariamente haya correlatividad entre desarrollo natural y sólido con la inflación. Lo que decimos es que ese tipo acelerado y destructor de desarrollo forzado sí que va siempre ligado a la inflación, hasta que finalmente va siendo asfixiado por ella.
7. Aparte de lo expuesto, la inflación en el ámbito industrial tiene como inevitables consecuencias el desgaste y la malinversión de capital. Lo primero, porque, al estar valorado el capital en moneda sana, fácilmente los beneficios, obtenidos en moneda inflacionaria, parecen mayores si no se advierte que las sumas destinadas a amortización
y previsión no han de calcularse con relación a las cifras que fueron contabilizadas en moneda sana, sino traduciéndolas a su equivalencia con la de curso actual, tal vez incluso a la que se calcula para el momento en que se haya de reponer o de hacerse efectiva la previsión.
La malinversión es una consecuencia: en primer lugar, del aumento ocasional de consumo, producido por la inflación, y de la creencia en que este mayor consumo será permanente, y, en segundo lugar, de que, en cambio, se resta este capital de fabricaciones que tienen asegurado un necesario consumo real, pero que durante la inflación resultan menos rentables por sufrir implacablemente los efectos de las medidas antiinflacionarias adoptadas por el Gobierno. Así ocurre que industrias que realmente debieran haber crecido pueden quedar estacionarias, decrecer e incluso arruinarse, por haberse descapitalizado; mientras tanto se producía afluencia de capital hacia producciones de menos interés para los consumidores, o simplemente marginales en momentos de normalidad monetaria.
El fenómeno ha sido subrayado por Luis Olariaga: «Sacar obreros de la agricultura para incrementar el peonaje de industrias que sólo transitoriamente pueden mantenerse sin periclitar, no puede entusiasmar a ningún economista. Al ingeniero, al político, al sociólogo, puede bastarles con organizar empresas, con establecer industrias, con hacer cosas que se vean; mas para que el economista pueda dar su beneplácito es menester que las empresas que se crean tengan utilidad cierta para la defensa o para la vida económica del país, o arrojen productos exportables o prometan un rendimiento estable y ofrezcan con ello seguridades de perduración a las empresas. Lo demás es, sencillamente, amontonar cargas públicas en el asilo presupuestario estatal.»
Pero, además, hay otro hecho que no es posible olvidar:
Los bienes que existen en la tierra no son patrimonios de una sola generación. Tenemos verdaderos deberes con nuestros hijos, tanto mayores cuanto mayor sea el patrimonio que nos hayan legado nuestros padres.
La justicia conmutativa tiene en este aspecto una dimensión intertemporal.
Y, en este sentido, es evidente: a) que la inflación consume el ahorro líquido de las generaciones anteriores en proporción a la dimensión de la inflación producida (el ahorro pierde poder de in-versión al desvalorizarse con la inflación, y, en consecuencia, la gente va acostumbrándose a no ahorrar), y b) que, al producir descapitalización y malinversión de capitales, es natural que gravará terriblemente a las futuras generaciones, que tendrán que luchar para recuperarlo. Rueff lo ha dicho lapidariamente. «La inflación no sólo destruye el presente, sino el porvenir, cuya fuente ciega...»
De la inflación sólo se sale mediante la1 austeridad, a través de un período de deflación o cayendo en la catástrofe y, en todo caso, la generación que haya gozado en la euforia de los primeros años de la inflación habrá dilatado su problema, endosándoselo a la nueva generación, empobrecida en igual medida que la descapitalización o inflación sufrida.
No se olvide que la inflación indefinida es imposible, porque produce un movimento autodestructor.
La nueva generación pagará con su trabajo y sufrirá con su sacrificio lo que la anterior despilfarró, descapitalizó y malinvirtió. Después de haber escuchado hasta la saciedad la vanagloria de sus gobernantes, que presumían de haber elevado el nivel de vida, terminará dándose cuenta de que todo fue ficticio y que no hizo más que gastar los ahorros de las generaciones anteriores y empeñar e hipotecar a las siguientes.
Unos gobernantes con medidas dolorosas y antipopulares purgarán y harán purgar los éxitos ficticios de que se vanagloriaron sus antecesores, que los habrán obtenido a costa de la inflación.
El canciller federal Erhard fue rotundo al respecto: «La inflación nos viene sobre nosotros como una maldición o un hado trágico; es siempre una política desaprensiva o criminal la que la provoca.» Tiende a sustituir la seguridad familiar por la seguridad
social, consiguiendo, por lo menos, destruir la primera, pero sin alcanzar la segunda en forma efectiva, sino tan sólo de un modo ilusorio.
8. Pero veamos, al menos panorámicamente, algunos de los efectos mas visibles de la más fuerte y voluminosa transferencia operada en nuestro país en esa tercera etapa de inflación, en la que todavía vivimos, ahora cuando ya palpamos sus consecuencias dañinas, incluso en sectores que al principio resultaron beneficiados por ella.
Santiago Carrillo (Demain l'Espagne, pag. 184) no disimula cuan favorable resulta para el cambio político1, propugnado por el P.C., el empobrecimiento relativo sufrido por los campesinos, que durante la República se hallaban «bajo la influencia de la reacción»;
«Hoy han llegado a ser muy pobres, viven en condiciones peores que los obreros. Con diez vacas, hoy, se gana menos que un obrero industrial. Hay descapitalización en el campo en beneficio de la industria...» «Esta masa campesina, que en tiempo pasado representaba la base de sostén de las fuerzas de derecha en el campo, está en trance de convertirse en fuerza de apoyo de la democracia» (en el sentido, naturalmente, que se asigna a esta, palabra en. términos del P.C.).
Al lado de este hecho, las grandes ciudades crecen aceleradamente, multiplicándose los problemas de todo orden —polución, congestión de la circulación, delincuencia, drogas, etc.—, que inevitablemente provocan estas aglomeraciones, mientras el campo se despuebla, abandonándose los lugares, comenzando por los más agrestes. La multiplicación de incendios, la proliferación de los lobos y la irrupción de perros asilvestrados no son temas ajenos a este abandono. Se produce o aumenta la carestía de algunos productos que antes eran excedentarios... Hace poco se ha firmado con Fidel Castro un acuerdo comercial y crediticio, ventajoso para Cuba, a fin de poder adquirir
azúcar a precio más de cuatro veces más caro —sin contar el coste del transporte trasatlántico— del que hundió nuestra producción remolachera, antes sobrante.
Sin embargo, pesé a todos sus graves inconvenientes y peligros, hay una razón política que, hoy por hoy, hace casi, imposible el cese del crecimiento de las grandes ciudades. El bienestar de éstas preocupa más que el de los campos, aldeas y pueblos, aunque éstos representen la salud del país, mientras las grandes ciudades sean su enfermedad. La ciudad es el escaparate en el que se exhibe toda la obra de gobierno, contiene una masa capaz de alterar el orden público mucho más que todas las dispersas familias campesinas, y reúne unos intereses creados que forman núcleos de presión importantes.
Spengler (Años decisivos, § 16) señaló ya que en 1850, al suprimirse los derechos de importación del trigo, se sacrificó el labrador al obrero. Y Henry Coston (Les technocrates et la sinarcbie, capítulo V., in fine) subraya que en Francia, con referencia al Plan Hirsh, se afirmó que la elevación de la renta nacional no debía quedar neutralizada con un alza de los precios agrícolas. Así el labrador es sacrificado al industrial, al comerciante y al financiero.
Si se defienden con aranceles los productos industriales y se frena, pese a la depreciación de la moneda, el incremento de los precios de los productos agrícolas mediante importaciones de choque y si en contraste se favorece la subida de los sueldos en las empresas ciudadanas, el campo seguirá desangrándose y su sangre poblará los suburbios de las ciudades donde el emigrante piensa hallar otras posibilidades. Si
los líquidos de las explotaciones agrarias se incrementan y se prodigan las exenciones a las construcciones urbanas, el campo seguirá vaciándose y las ciudades creciendo. Si..., etc.
El campo se descapitaliza, la agricultura rinde al cultivador menos que cualquier otra actividad; y, para declararlo viable o marginal, su productividad se calcula en dinero al precio de venta de sus productos; no, como sería lo correcto, en calorías suficientes para alimentar una familia. ¡Los tecnócratas han calculado el mínimo óptimo de habitantes que el campo debe contener para que sus productos sean congruentemente rentables a los campesinos a la par que su precio resulta el mínimo para la población urbana, sin pararse a pensar que con igual razón aquéllos podrían pretender que el sector terciario se redujera también al mínimo y su productividad fuese la máxima, para que los impuestos y los costos de los servicios les repercutieran a los labradores lo míenos posible. Pero la mentalidad urbana predominante piensa en el campo como un lugar de recreo, propio, para veranear, cazar, hacer urbanizaciones, montar paradores... ¡Hasta que vuelvan, los tiempos de vacas flacas!
La inflación se halla íntimamente ligada a este fenómeno de transferencia de riquezas y hombres del campo a la ciudad, junto al que actúa como causa y corno consecuencia, en un endiablado círculo vicioso. Los problemas de la ciudad —vivienda, transportes, paro,
en especial— piden como solución fácil, aunque momentánea, el recurso a la inflación; los remedios empleados, para que ésta no produzca el alza de los artículos alimenticios, empobrecen y despueblan el campo, y, mientras éste se despuebla, crece la ciudad y se reproducen ampliados sus problemas.
Estos no se resuelven curando el pus de los suburbios si con ello se aumenta la hinchazón enfermiza de la ciudad. La curación sólo podría lograrse si se evitara el desequilibrio ciudad-campo y se lograse el mantenimiento de su estabilidad, lo cual, como condición imprescindible, requiere moneda estable que excluya las consecuencias
que inevitablemente dimanan de los pseudorremedios de la inflación.
9. Lo cierto es que en cuanto nos encaramos con el tema de las viviendas urbanas de renta o precio asequibles a la masa trabajadora, en momentos de inflación y de crecimiento vertiginoso de las ciudades, los problemas van saliendo, como las cerezas de los cestos, arrastrando otros: La vivienda económica requiere sudo barato, y la carestía de los solares, se dice, es fruto de la especulación del suelo. A veces quienes más insisten en el tema son los mismos que tratarán de lucrase después con la especulación inmobiliaria, consistente en beneficiarse en la venta de las edificaciones por la circunstancia de haberlas construido en sudo que fue comprado barato.
Aquí se busca un nuevo «chivo expiatorio». Si antes oíamos hablar continuamente de los abusos de los caseros o lo leíamos en letras de molde, hoy se hace correr la tinta o desahogar la boca hablando de la especulación del suelo. Al atacarla, se pretende a la vez —consciente o inconscientemente— que con el debe inflacionario carguen los propietarios de terrenos. No se tiene en cuanta que a muchos de ellos el crecimiento
urbano les ha destruido su paz o su modo de vivir, transformando sus tierras hasta ahora de cultivo en solares potenciales, motivo por el cual no sólo dejan de ser labradores, sino que o bien aceptan ser convertidos en presa de los verdaderos especuladores o, en otro caso, son presentados como enemigos del bien público si resisten las ofertas de éstos o recurren contra los planes urbanísticos proyectados. Se trata de pagarles con precios de ayer lo que luego se intentará vender con precios de mañana, que tal vez serán compensados a los futuros compradores con primas o bonificaciones que, a su vez, deberán ser enjugadas con una nueva inflación. Subrayemos, con François Saint-Pierre («Maîtrise des sols ou maîtrise des homes ?», en Aide au logement, 134, mayo 1974), que los verdaderos especuladores son quienes, anticipadamente bien informados del volumen edificable, fijado en una zona por el organismo estatal competente, compran terrenos agrícolas que casualmente (?) serán pronto urbanizados.
Hace años nos referimos a dos remedios generalmente propuestos para impedir la especulación del suelo. No vamos a repetir su enumeración ni su crítica. Sólo añadiremos unos párrafos del referido artículo de François Saint-Pierre, en los cuales analiza la conocida propuesta de estatizar o municipalizar el suelo, que luego los organismos adecuados adjudicarían a los particulares en exclusivo uso para la construcción efectuable conforme al específico destino de lo edificado. Habla de Francia y señala los previsibles resultados de esa fórmula: «Sólo los amiguetes podrían construir, mientras los otros no obtendrían los terrenos necesarios. Y si los distribuidores quisieran dar una razón, les resultaría muy sencillo decir a los demás: "Bien quisiera daros un terreno, pero no hay para todos." Con la atribución de los terrenos se recibiría la indicación de concertar la construcción con tal empresa o de encargarla a tal arquitecto, cosa que ya ocurre con las peticiones de autorización para construir; es decir, que las empresas no gratas quebrarían y los arquitectos independientes no podrían subsistir. Y, aún, en caso de no haber alojamiento para todos, sólo quienes se conformaran con la voluntad de los mandamases podrían obtener un techo para sus hijos. La esclavitud se reinstauraría poco a poco, comenzando por los más pobres.»
10. Nosotros repetiremos cuáles creemos que son los remedios posibles y eficaces.
Previamente recordemos que aquellos remedios de la inflación que, para paliar sus efectos en cuanto perjudican a las masas ciudadanas, frenan la subida de los productos alimenticios, dan lugar a que se despueblen los campos, y hacen huir a emigrantes hacia las ciudades, mientras que por los efectos expansivos, propios de la misma inflación
que no son frenados, estas ciudades crecen y se extienden. Esto ya de por sí hace subir la demanda de solares, tanto y tan rápidamente como se prevé que será aquella expansión. Por ello, como no es posible eliminar los efectos sin erradicar sus causas, si verdaderamente quiere resolverse el problema, hay que atajar al fenómeno actual que concentra la población del país en los grandes núcleos urbanos y hay que atacarlos en sus mismas raíces.
En primer lugar, es preciso, nada más, pero nada menos, mantener estable el valor de la moneda. Como ha observado Sauvy: «A falta de moneda metálica, a falta de moneda de papel sólidamente sostenida, los particulares buscan, muy naturalmente, otra sustancia y
la hallan en la piedra.» Si la mala moneda desplaza del mercado a la buena, el papel inflacionario hace fluir los ahorros hacia los terrenos.
No se trata sino de una aplicación de la ley de Gresham: la moneda mala quita siempre el puesta a la buena. Cuando toda la moneda es mala, la moneda buena es sustituida por otros bienes que asumen su función de ahorro. La tierra, que sustituye al metal precioso
y más aun si está urbanizada (que equivale a moneda de metal acuñada), tiende a servir de ahorro, en general más para evitar que lo ahorrado sufra los efectos de la depreciación de la moneda oficial que propiamente para especular.
Se dirá que también cabe equilibrar con la moneda desvalorizada los terrenos no edificados, despreciándolos, a su vez, con impuestos que agoten su valor o que lo reduzcan paralelamente. De conseguirse, nos tememos, que el fracaso sería mayor. Si no se hallaran otros sustitutivos de la moneda buena, el hombre dejaría de ahorrar, de prever, de ser responsable de su futuro y del de sus hijos. El Estado tendría que ahorrar por todos, que financiarlo todo, que ser responsable por todos; y todos seríamos esclavos de quienes asumieran las palancas de mando de ese Estado que se ocuparía de todo. Dependeríamos de ellos como el ganado de sus pastores y estaríamos guardados por sus guardianes como el rebaño por sus perros. En el mejor de los casos, podríamos aspirar a ser ganado bien alimentado, bien cuidado y bien educado. Tenemos ya muestras en diversas partes del mundo...
11. La privación, incluso potencial, de los instrumentos precisos para que su iniciativa pueda desarrollarse acaba desvalorizando al hombre. Elias Canetti (Masse et puissance, Gallimard, 1966, págs. 194 y sigs.) ha observado la correlación entre inflación monetaria y la masificación del hombre, y entre la concurrente desvalorización de éste y la del dinero.
«Tal vez se vacile en atribuir al dinero, cuyo valor es fijado arbitrariamente por los hombres, efectos generadores de las masas que sobrepasan en mucho su propio destino y que tienen algo de absurdo y de infinitamente humillante.» Con la inflación, el individuo «ha perdido su solidez y sus límites; es diferente en cada instante. Ya no es como una persona; ya carece de toda especie de dureza. Tiene cada vez menos valor...». «Se puede observar en la inflación una algarabía de devaluación en la cual los hombres y la unidad monetaria se confunden del modo más extraño. Son intercambiables...» «Y todos juntos están, entregados a ese mal dinero, y todos juntos también se sienten, como él, sin valor.»
¿Puede salirse de la inflación sin caer en la esclavitud, cuando el hombre está masificado?
El proceso comienza cuando se confunde el significado del bien común, y se le orienta; hacia fabricar más para tener más, en lugar de dirigirlo a ser mejores. Entonces las obras se consideran primero que el hombre. Lo que es para el hombre preocupa más de lo que es el hombre. En seguida surgen los aprendices de brujo que, queriendo edificar la ciudad ideal, la utopía, comienzan a construir la torre de Babel. Para conseguirlo es preciso falsear todos los valores y, naturalmente, también la moneda. Luego bastante será lograr dejarse llevar por la riada sin ahogarse. Los remedios, en general, lo van evitando, pero agravan la situación. Aún se piensa que del nuevo diluvio podemos salvarnos haciendo más alta la torre de Babel, es decir, ensanchando las urbes y volcando en ellas cada vez más dinero, aunque más despreciado, y concentrando más hombres fugitivos del campo, al que siempre más duramente se le echa en cara su retraso y lo arcaico de sus estructuras, lejanas al ritmo trepidante de los motores.
12. En la depreciación del hombre, que la inflación produce, tal vez lo más grave es su pérdida del sentido real de la justicia, que se sustituye por imágenes utópicas, incompatibles con la naturaleza real del hombre. Perdónenme que, para concluir, repita dos párrafos que consigné hacia el final de mi estudio «La antítesis inflación-justicia».
«En el precio que por la inflación debe pagar la sociedad al Estado, tal vez la prestación más grave sea la imposibilidad de justicia en materia económica...
»Cierto que hoy nos hallamos en un mundo que pretende supeditar el derecho y la justicia a la efectividad y la eficacia (añadamos que incluso llega a confundirlas). Pero precisamente contra este criterio debemos luchar. La técnica ha de estar al servicio del hombre y de sus fines, no viceversa. Conviene recordar aquel fragmento del diálogo Gorgias, en que Platón nos relata la réplica de Sócrates a su positivista contradictor Calicrates, cuando éste exaltaba a Temístocles, Cimón y Pericles: 'Ellos han engrandecido el Estado, proclaman los atenienses} pero no ven que este engrandecimiento no es más que una hinchazón, un tumor lleno de pobredumhre, porque de una manera descabellada estos antiguos políticos han llenado la ciudad de puertos, arsenales, murallas, tributos, y otras necedades semejantes, sin conseguir la \templanza y la justicia.'»
Conviene recordar que la historia nos enseña que, después, también. se arruinó Atenas y que perdió su libertad por muchos siglos...
De nada sirve que la sociedad se enriquezca si el hombre se desvaloriza. Su bienestar, su paz material, su cultura, incluso, resultarán efímeros si se desvaloriza su templanza, su fortaleza y su sentido real de la justicia, aunque la culpa arranque de que haya fallado la prudencia (en el sentido clásico del término) de los gobernantes en el momento en que pareció alcanzarse el apogeo. ¿Habrá, ahora, sucedido esto a escala mundial?
Como nuevos Prometeos, hemos querido robar el fuego a la Divinidad, pero no hemos hecho sino algo parecido a lo que Goethe narra, en Fausto —de aquel pobre diablo al que se le convirtieron en escarabajos las cuentas del collar que había tomado como perlas—, preanunciándonos así nuestra decepción final, tras el engaño de la euforia que en sus comienzos nos había hecho sentir la inflación, cuando Mefistófeles, disfrazado de bufón del rey, había ido convirtiendo todo lo que tocaba en oro, ficticio al fin.
APOSTILLA
Cuando leímos esta comunicación en el Pleno de Académicos numerarios, nos hallábamos en España en la enumerada como tercera ola inflacionaria a partir de nuestra posguerra. Hoy, tres años más tarde, sin haber remitido aquélla, nos hallamos en una cuarta, que parece mucho mayor, y en plena stagflation. ¿Qué sector pagará ahora los vidrios rotos de la inflación, aparte de pensionistas y aseguradas? ¿Quedará quebrantada la industria que en las fases anteriores se desarrolló? ¿Es de prever, especialmente, un trasvase del sector privado d sector público, por las consiguientes municipalizaciones o nacionalizaciones de empresas ahogadas por los precios políticos impuestos? Lo indudable es que la fuerza revolucionaria de la inflación resulta evidente en todos sus aspectos.
Fuente: FUNDACIÓN SPEIRO
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