Quisiera reproducir unos párrafos del libro "Mundo histórico y Reino de Dios" de Francisco Canals Vidal, a propósito de un minidebate que hubo en otro hilo que abrí sobre el tema de la televisión. Estuve en un principio tentado de titular aquel hilo: "La televisión no es en sí misma mala", que era una de las conclusiones a las que llegaba el artículo que allí se reproducía.
Hoy en día pienso que muchos católicos (no sólo conservadores sino también tradicionalistas) tienden a pensar que las cosas nacidas dentro del mundo moderno son en sí mismas malas por el hecho de haber nacido en el seno de dicho mundo. Evidentemente todos ven que el espíritu que anima el mundo moderno no es bueno por no ser católico (y tienen razón en ello), pero eso no quiere decir que sean malos los avances que en todas las ramas de las ciencias tanto naturales como humanas se hayan realmente dado en beneficio de los seres humanos.
Me refiero a los avances técnicos o de ingeniería que favorecen el proceso productivo que libera al hombre del trabajo humano pesado, así como el uso de fuentes de energía alternativas a la humana o animal; el sistema financiero fiduciario que sustituye al sistema de oro-plata o de trueque; la posibilidad de un gobierno o poder político mundial que favorezca la paz internacional; la mayor difusión en las comunicaciones por los periódicos, televisión, Internet; la mejoría en la intercomunicación personal a través de los distintos aparatos: telegrafía, teléfono, móviles, smartphones, tablets; mejoría en la rapidez de los desplazamientos: trenes, coches, aviones, etc...; Todas estas cosas no son en sí mismas malas.
Sin embargo pensamos que forman un todo indisoluble con el espíritu anticatólico que ha estado animando, en la mayor parte de los casos, la invención y uso de todas estas cosas a lo largo de lo que llamamos periodo de apostasía o del mundo moderno en el que venimos enfrascados en los últimos siglos. Y eso es un error que induce a muchos católicos a practicar cierto comunitarismo autoexcluyente de la vida normal en la cual se encuentran todas estas nuevas cosas que no son en sí mismas malas. Este comunitarismo autoexcluyente de la vida social no sólo se da en los grupos católicos conservadores (neomovimientos o neorrealidades eclesiales) sino que también entre los tradicionalistas.
A mí me parece que entre los españoles no se ha dado de manera extensa ese peligroso comunitarismo, gracias a Dios; ni siquiera entre los conservadores hemos llegado a esos excesos que se dan en otros países como Francia o los Estados Unidos, en el que los tradicionalistas han abandonado ya casi toda esperanza de reconquistar el poder político y tienen poca influencia social y se autorecluyen en sus propios grupos para no "contaminarse" con el ambiente apóstata reinante. Pero debemos tener cuidado que no nos pase a los españoles lo mismo. Ya lo advertía don Jose Miguel Gambra (actual Jefe Delegado del Regente legítimo español Don Enrique de Borbón) en un artículo suyo, referente al ámbito de lo político, en la revista Verbo:
"Pero, aún hay otra postura, a mi entender errada y poco denunciada, que no se da ya entre los seguidores del progresismo eclesiástico, más o menos virulento, sino entre los mismos tradicionalistas. Ese error se produce por creer que la patria se extiende sólo hasta donde llega, de hecho, la comunidad de fines conforme a la doctrina cristiana.
Me explico: para algunos sólo pertenecemos a la comunidad de quienes admitimos las doctrinas tradicionalistas y, por ello, tratan de vivir en el seno de las pequeñas sociedades tradicionalistas, con la sana intención de preservarse a sí mismos, y a sus familiares, del contagio del mundo hostil al cristianismo en que vivimos. Están dispuestos a emigrar, si las cosas se ponen feas en España, y sólo pretenden del resto de sus semejantes, definitivamente perdidos a sus ojos, que respeten su comunidad, sin considerarse obligados, en modo alguno, a defender la sociedad en que hemos nacido. En otras palabras, hay numerosos tradicionalistas que vienen a mantener, en la práctica y sin saberlo, la doctrina del comunitarismo, que es, a la postre, una forma de liberalismo bastante cómoda. No deben olvidar, sin embargo, que quien quiere salvar su alma la perderá.
Es maravilla ver cómo muchos católicos puntillosos, incapaces de matar una mosca o robar un céntimo, fieles cumplidores de sus deberes de estado y de sus deberes religiosos, no mueven un dedo, no dan un euro, no se molestan en lo más mínimo por la patria, en estas horas negras por las que atraviesa; con lo cual cometen, a mi juicio, un pecado de omisión semejante al de abandonar a los padres en los momentos de necesidad. Peor incluso, según muchos, porque, como dice Aristóteles, “la ciudad es anterior por naturaleza a la familia y a cada uno de nosotros”."
Bueno. Después de la pequeña introducción anterior, dejo el texto de Francisco Canals Vidal.
“Mundo histórico y Reino de Dios”. Francisco Canals Vidal. Págs. 38 a 42.
El hombre no puede ser orientado a la felicidad y perfeccionado en su virtud si se cierra a la aspiración a lo eterno. Si meditamos esto podemos entender mejor ciertas afirmaciones sorprendentes de san Agustín, que parecen paradójicas pero que, en realidad, son muy sencillas si se piensan en esta perspectiva de la fe, del pecado y de la vocación del redimido por el Mediador entre Dios y los hombres, que es Jesucristo.
San Agustín dice: “La ciudad terrena ama bienes, sobre todo la paz. Y no hay que decir que no son bienes los que ama la ciudad terrena, porque ella misma es, en el género de las cosas humanas, lo más excelente que hay en el mundo” (1). San Agustín señala que la ciudad terrena, que termina en el infierno, es lo más excelente que hay en el mundo: la está definiendo como sociedad humana, como vida pública y colectiva de la humanidad que busca la paz. Luego, ¿es malo el Estado, es mala la política o la paz humana? Porque si san Agustín afirma que esta paz es amada por la ciudad terrena y que el hijo de la ciudad celeste la comparte y participa de la paz de Babilonia, y no dice que sea mala, es porque ama la ciudad terrena. ¿En qué quedamos, entonces? La respuesta es sencilla y san Agustín la expone de forma muy intuitiva comentando el pasaje del Génesis que sigue a la tragedia entre Abel y Caín (en el cual ve el primer capítulo del despliegue histórico de las dos ciudades): “Los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eran muy bellas y se casaron con ellas”. Y explica que así comenzaron los hijos de Dios a ser infieles a Dios. ¿Es que san Agustín afirma que todas las mujeres son constitutivamente malas? ¿O atribuye a las mujeres los males que han hecho los varones en la historia? No, simplemente toma un texto de la Biblia para hacer una reflexión.
Después de recordarnos que el mal no es esencia o naturaleza alguna -ni en el mundo cósmico ni en el mundo humano-, sino que es una privación, en un sujeto bueno, de la plenitud a la que por su naturaleza está destinado, agrega que “el mal daña”. Si el mal tuviese una esencia en sí mismo y hubiese bien y mal, como hay entendimiento y voluntad, razón y sensibilidad, cuerpo y alma u hombres y mujeres, el mal no haría ningún daño porque estaría en el mundo, que es donde le tocaría estar. El mal no puede ser un elemento del mundo, ni histórico ni natural. El mal daña. Y para dañar tiene que ser privativo. Santo Tomás sistematizó esta enseñanza agustiniana. En terminología tomista, el sujeto del mal es un sujeto bueno y el mal como tal no es fin y no atrae sino por razón del bien. El mal no tiene causa eficiente ni es causa final, ni tiene sujeto, sino que desintegra un sujeto porque accidentalmente obra de una forma privada del orden debido en la totalidad del dinamismo a que está destinado.
Dice san Agustín que no es ningún mal la belleza de las mujeres. Tampoco es ningún mal el oro. El mal está en la avaricia, en la lujuria, el adulterio y la fornicación. El mal no está en la belleza. Ahora podemos entender por qué razón se puede definir la ciudad terrena como se la define, y explicar por qué va al infierno la ciudad terrena cerrada en la paz de la Tierra.
Cuando se dice que la ciencia hincha, ¿qué se quiere decir?, ¿aquello que alguna apologética beata formulaba como “mucha ciencia lleva a Dios y poca ciencia aparta de Dios”? Esto es una tontería. Si la ciencia es verdadera y genial, como no haya humildad, aparta más de Dios que la ciencia pequeña de un bachiller. Porque la riqueza que hace soberbio no es ningún mal en sí. Pero aquella riqueza creada por un hombre creativo de la industria ensoberbece si no hay humildad. ¡Hasta la virtud condena si no dan gracias a Dios! Pues, podríamos preguntarnos, ¿qué mal tenían los pelagianos que eran gente penitente y austera? Es posible que no cometieran pecados contra la segunda tabla, sino sólo contra la primera: no amaban a Dios sobre todas las cosas porque tomaban su bien hasta regatear la gracia redentora de Cristo. Al hombre le puede hacer soberbio la “verdadera virtud”, que no es verdadera porque es soberbia; sólo es verdadera virtud cuando es humilde.
Si un estoico conseguía la apatheia y se libraba de las tentaciones del epicúreo, siendo soberbio, vivía según la carne tal vez más gravemente que el epicúreo. Esto es lo que quiere decir san Agustín. Y si un sabio de este siglo no es llevado por su sabiduría a adorar a Dios porque no ha sabido, en su sabiduría, descubrir con “verdadero y sentido conocimiento”, como decía san Ignacio, su nada, su dependencia, su indigencia, su llamada a la disponibilidad al don de Dios; este sabio, cuanto más fuerte, más experimentado en las cosas humanas, más prudente gobernante, más eficaz político y más grande científico sea, más riesgo tendrá de caer en la soberbia. No se condenará por la ciencia, ni por el poder, ni por la riqueza, sino por el orgullo. Nadie se ha condenado porque su amante fuese muy guapa; se ha condenado porque ha tenido amante en lugar de esposa o porque en la vanidad de la riqueza de su familia ha olvidado el fervor cristiano.
Más adelante veremos cómo el palacio de Versalles lo construyó Luis XIV no para la reina María Teresa, sino para sus “queridas”. Los historiadores monárquicos franceses confiesan esta verdad digna de ser meditada. De Versalles no podemos decir que sea feo; al contrario artísticamente es admirable. Pero lo hizo la corona francesa gastando muchísimo dinero para las “queridas”, unas cuantas amantes sucesivas, de Luis XIV. No hay que negar la belleza de aquéllas amantes ni la gran cultura que tenían, porque en Francia, los que pertenecían al “Gran mundo”, hablaban muy bien y tenían una inmensa cultura literaria, e incluso humanista. Pero la misma grandeza y seducción que ejercía tanta belleza y cultura, tanto más fácilmente les tentaba a quedarse instalados en ellas. Así el hombre, por conseguir mucha ciencia matemática, física, metafísica, histórica o teológica, puede instalarse fácilmente en el orgullo. Luego no hay belleza, ni riqueza, ni técnica, ni filosofía, ni ciencia, ni cultura, en sí buena ni mala.
Un hombre con vocación apostólica, tal vez de vida consagrada, podría llegar a abandonar el fervor religioso, incluso la práctica como católico, tal vez por culpa de un doctorado que emprendiera obedeciendo a sus superiores y con una finalidad apostólica: poder ser profesor en un colegio o poder escribir en las revistas de una orden religiosa. ¿Es que sería malo que fuese doctor en filosofía? No, sería un bien. Tan bueno sería, que por él podría dejar la vida religiosa. Esto, que ha sucedido a más de un alma, es algo trágico que nos puede ayudar a reflexionar.
No cabe esperar que aquellas cosas, por cuyo amor podemos ser debilitados en nuestra entrega fiel como ciudadanos de la ciudad celeste, sean algo malo. Basta que nos atraigan. Si nos atraen es en cuanto que son buenas. Nadie adopta una falsa filosofía por ser falsa, sino por tener buena parte de verdad y una gran fuerza expresiva, que es lo que la hace peligrosa.
Cualquier criatura nos puede apartar de Dios; pero el problema no radica en ella, sino en nosotros; en el desorden de nuestro amor. San Agustín repetidas veces afirma que lo que aparta de Dios no es la belleza de las mujeres, sino la lujuria que está en el corazón del hombre; no es la riqueza, sino la avaricia que está en el egoísmo del hombre; no es la alabanza humana, sino la vanagloria al poner en ella el corazón. Es justo alabar lo loable. Y hay una virtud que regula la manera de hacer las cosas de forma que merezcan ser alabadas: la magnanimidad. Según Santo Tomás, esta virtud está integrada en la vida cristiana. No obstante, hacer las cosas para buscar la gloria de los hombres es una de las dimensiones del fariseísmo.
(1) San Agustín, Ciudad de Dios, XV, 4.
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