UN MENSAJE SIN RESPUESTA (ABC, 22 de Agosto de 1975)
Esto sigue siendo el Alzamiento Nacional del 18 de Julio de 1936, cuyo profundo significado se fue desdibujando a lo largo de la guerra, bajo la presión de circunstancias ajenas a los móviles y fuerzas que lo hicieron necesario.
En el proceso iniciado entonces, estamos inmersos todavía y lo seguiremos estando mientras no afrontemos los planteamientos exigidos por una conmoción que sacudió todos nuestros sistemas de convivencia, desde los religiosos a los sociales y políticos, dejándonos a la intemperie de instituciones que no hemos acertado a crear o a recrear y que no podemos importar de quienes padecen la misma carencia de ellas.
Porque somos tan radicalmente Europea como cualquier otro de sus pueblos, vivimos sus crisis y sus triunfos y asumimos su defensa en más de una ocasión: frente a la invasión mahometana, que nos dejó en prenda de reconciliación las maravillas de la Alhambra y el Generalife, entre otras; más tarde en Lepanto, salvando el mar de nuestra civilización; después en Bailén y en nuestra lucha por la independencia, al enfrentarnos con las ideologías que a cambio de vagas declaraciones de «principios» crearon unos estados omnipotentes que condenaron a la desaparición a las libertades concretas y a las auténticas soberanías sociales en que se habían formado y habían vivido sus pueblos.
Este planteamiento de la guerra española, desvelado o no para los que la hicieron inevitable y la protagonizaron, es el que explica su enorme repercusión y el juicio que mereció a Gabriel Marcel, cuando decía que no fue una guerra civil, sino la primera internacional propiamente dicha.
La restauración de la convivencia nacional no puede olvidarla, sin exponerse a reincidir en las situaciones que la hicieron inevitable. Y a olvidarla equivaldría el cerrar los ojos al proceso que nos condujo a ella; o, lo que es lo mismo, a incurrir en el error de fiarlo todo a unos poderes, cada vez más cargados de funciones y más acaparadores de recursos, cuya conquista y posesión se convirtió en objetivo de todos los «partidos» que se fueron creando, con la consigna común de la conquista del Estado.
Como otras guerras de reconquista, de independencia o civiles, ésta convocó a todos los españoles bajo la bandera que se impuso desde los primeros momentos: la de la liberación. No para imponerles el imperio de un partido o la sumisión de sus gentes al poder del nuevo Estado, creado por los vencedores.
El periódico de París «Le Jour» de 17 de diciembre de 1936, reconocía su carácter: «El frente popular habla de un pronunciamiento militar. Pero se trata de un movimiento nacional con la alianza del Ejército, en el que ha tenido que apoyarse. El general Mola no se hubiera lanzado a semejante aventura si no hubiera contado con el concurso de cinco mil requetés».
La liberación fue el gran mensaje de nuestra contienda, como lo fueron para el 2 de mayo la independencia y para Covadonga la Reconquista.
La conquista del Estado, objetivo de los movimientos totalitarios, no podía ser el nuestro, sino a condición de reducirlo a su propios límites y hacer de él la garantía de las legítimas libertades a que los pueblos tienen derecho irrenunciable. Cuando las administraciones de los Estados lo hacen todo y disponen de todo no hay libertades efectivas, ni por tanto creaciones fecundas.
El ciudadano, dijo Anouill, «en una tiranía o en una democracia, sólo participa realmente en la política por el aplauso o la crítica al gobernante; de esas migajas se nutre el protagonismo de las gentes de la masa». Pero, como advirtió Rof Carballo, el hombre es más importante que la Historia misma y volverá a situarse delante de ella.
La crisis de nuestra civilización es una misma cosa que la crisis del Estado que, bajo el imperio intelectual de Rousseau, Napoleón impuso a los pueblos de Europa y éstos llevaron al resto del mundo.
La reconquista de las libertades efectivas de los pueblos no está ni en los partidos de la democracia inorgánica, ni en el «partido único» con que quisieron corregir sus fallos los sistemas totalitarios. La democracia que impera en Europa, y a la que ahora queremos recurrir para redimirnos de estigmas totalitarios, no reconoció lo que había de auténtico y universal en nuestra victoria, por no haber acertado nuestro sistema político a proclamar los derechos de nuestra sociedad y dar vida a las instituciones de su específica soberanía.
Hoy, quizá, como ayer decía Ortega, «los españoles han mejorado fabulosamente en los últimos veinte o treinta años; pero España es más fantasma que nunca». No cabe su ser real en los estrechos límites de uno o de los varios partidos que se puedan organizar para alternar en el gobierno del Estado.
En un reciente estudio que el secretario general del Centro, Robert Schuman, publicó en «Le Monde» de 10 del pasado mes de mayo, comenzaba diciendo: «Un cuarto de siglo, después del lanzamiento del “Plan Schuman”, Europa se encuentra más lejos de lo que podíamos esperar de alcanzar la unidad que en él se preconizaba. A pesar de que dentro de tres años contará con un Parlamento, elegido por sufragio, como signo irreemplazable de la legitimidad popular y de poseer en Bruselas un aparato de Gobierno, capaz de traducir en hechos la decisiones de un ejecutivo naciente».
Una vez más, situaciones paralelas plantean los mismos problemas. España y Europa, buscan su unidad y su armonía y descubren la insuficiencia de los planteamientos. El remedio no podemos encontrarlo en los otros países de Europa. Está en nosotros mismos.
La democracia, régimen de los vencedores en las dos guerras mundiales, no acertó a devolver a los pueblos ni su personalidad frente al Estado, ni su directa y auténtica soberanía social, raíz de su libertad y garantía de sus derechos y al absorber el Estado muchas de sus funciones, abandonó a los pueblos a sus poder creciente, e hizo de su conquista, el objeto máximo de sus aspiraciones, y de su posesión, la única o principal garantía de sus derechos.
Los poderes absolutos de los Estados totalitarios, de uno u otro signo, fueron la consecuencia inevitable. La unidad y libertad de las colectividades humanas quedó amenazada, cuando más se invocaba. Una rebelión contra este proceso fue la guerra de España, que por eso se llamó de Liberación.
Su objetivo fundamental no podía ser la conquista del Estado, sino la liberación de los pueblos de donde salieron espontáneamente la mayoría de sus voluntarios, y la restitución a la sociedad de sus libertades y derechos de soberanía, en las que se había formado a lo largo de los siglos. Esta era la bandera de la fuerza más inequívocamente española que la inició, desde los hontanares de sus regiones más amantes de su libertad y a la vez más españolas.
Este su mensaje, que espera contestación.
José María Arauz de Robles
Fuente: HEMEROTECA ABC
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