INSULARIDAD Y TRADICIÓN


INSULARIDAD Y TRADICIÓN

Manuel Fernández Espinosa


No ha pasado desapercibido a las mentes más lúcidas, pero tal vez sea oportuno insistir. Las sociedades isleñas no son como las sociedades continentales.


A menudo, el hombre continental muestra una ingenua seguridad en la firmeza del continente sobre el que pisa. Eso lo dispone, incluso muy alegremente, a creer que no hay problemas de espacio: "Ancha es Castilla" -se dice el continental. Y en la confianza que deposita en la enorme anchura del espacio sobre el que hace su vida se figura que hay sitio para todos, que todo puede ser contenido, que siempre se puede hacer lugar, para vivir en vecindad con lo que se tercie. En virtud de la superstición en las inexhaustas capacidades que otorga el generoso espacio donde lo parieron y lleva su vida (como puede y le dejan), el hombre continental consiente las inmigraciones y las acoge, si no es que -por el indoctrinamiento mediático- incluso las celebra y las apoya, viendo como positivo la mezcla, aunque sea explosiva. En su pasividad o en su activa complicidad con todo lo que permite que entre en su continente, el hombre continental nunca barrunta los cambios que eso puede provocar. Y cuando acuerda, ya puede ser tarde.


Las sociedades insulares son más reacias a los cambios. Pensemos en naciones como Inglaterra que, hasta hace unas décadas, ha gozado de un aristocrático aislamiento y que todavía amaga un mohín a todo lo que le viene de la Europa continental. Otra isla, tan simpática para los españoles, como Japón es buen ejemplo también de lo que vengo diciendo: hasta la llamada Era Meiji (1868), Japón permaneció nirvanáticamente aislado, como oliéndose lo que le podría venir de fuera. Y hoy hemos leído que Jónas Guðmundsson (buen nombre para un ballenero el de Jonás), comisario islandés a la sazón, ha degorado felizmente una ley que data del año 1615 y que permitía asesinar a marinos vascos, por considerarlos invasores. Con todo y con ello, un vasco salvó el pellejo en aquella jornada. Lógicamente, haremos bien en suponer que muchos vascos han ido a Islandia desde 1615 a esta parte, sin que ello le costara la vida a ningún vizcaíno. Pero, el hecho es que la ley, siglos después, estaba todavía vigente. Fenónemos así, además de ser anecdóticos, ponen sobre la mesa la personalidad de un pueblo.


Islandia conserva celosamente sus tradiciones: la lengua islandesa se resiste a evolucionar y permanece prácticamente en el siglo XII, salvando cambios fonéticos, por lo que los islandeses todavía pueden leer las Eddas y sagas en su lengua original, con menos dificultad que nosotros el Cantar del Mio Cid. Y lo que más honra a este país es que, maguer presionen los nuevos medios de comunicación de masas, el islandés evita a toda costa los préstamos extranjeros, con lo que mantiene a raya la introducción en su léxico de extranjerismos. Los neologismos para nuevos aparatos (teléfono, ordenador...) no han sido aceptados pasivamente, sino que, formándolos con su propio acervo lingüístico, han creado sus neologismos islandeses.


La técnica uniformadora y globalizante podrá infiltrarse en las islas, pero siempre es confortante saber que todavía hay insulares, de esos que, como apuntó Julio Camba, por estar convencidos de ser isleños, practicaban una política isleña: "El mundo cambiaba, y ellos seguían lo mismo". Y es que los que mejor podemos entender a los insulares somos los peninsulares, doblemente amenazados por lo que entra por el litoral y por el Itsmo.

RAIGAMBRE