Apuntes para la Historia (VI)
[Las partes del texto subrayadas no son mías, sino que así aparecen en el documento original]
Fuente: Montejurra, Número 47, Julio-Agosto 1969, páginas 6 – 7.
Por Manuel Fal Conde
MONARQUÍA ESPAÑOLA
En números anteriores de MONTEJURRA hemos demostrado que la Monarquía, nuestra Monarquía, estaba implícita en la gloriosa gesta del Alzamiento, por nuestra exigencia de la bandera bicolor, por la subsistencia, pese a tantas resistencias, de nuestro expresivismo trilema Dios, Patria y Rey, exultado en los más ardorosos vítores y por la presencia viva y fecunda de Don Alfonso Carlos y de Don Javier.
Fuera de la Comunión, la Monarquía del 14 de abril, la que había caído como dijo quien podía decirlo, como la cáscara que se desprende de la fruta madura, estaba tan ausente de la vida nacional, que cuando a las seis semanas de esa fecha, Luca de Tena visitó en Londres al Rey Alfonso XIII –a las seis semanas era el primer monárquico que se acercaba al atribulado señor– éste le recomendó que exhortara a sus leales a la aceptación sincera de la República y servicio del gobierno en cuanto reclamara el interés de la Patria.
Era la posición ideológica de aquel su discurso en Zamora que en esa misma visita de Luca de Tena evocó y ratificó: «¿Monarquía? ¿República? Lo que importa es España».
Sentido agnóstico de un escepticismo desolador que quiso infundir en Don Jaime, en sus negociaciones de aquel pacto pocos días anteriores de la muerte del segundo, y que Don Alfonso Carlos desaprobó y no quiso suscribir.
Tan presente estaba, fuera del carlismo, la accidentalidad de las formas de gobierno que en las primeras proclamas de los generales en el Alzamiento, sus bandos de guerra, terminaban con aquel insincero «viva la República» que podían tener justificación suficiente en razones diplomáticas o de estrategia política; pero a los primeros requetés sonaban a blasfemia.
Las mismas razones, cara a las Potencias, cara al sector republicano cuyos destacados elementos, Melquíades Álvarez, Salazar Alonso, por ejemplo, estaban perseguidos; cara, quizás más determinadamente que a ninguna otra circunstancia, al auxilio alemán, explica que no se admitiera la presencia en filas de Don Juan, de Don Javier, de otros Príncipes, como la de Don Alfonso de Borbón y Borbón, capitán efectivo del Ejército, cuya falta no hemos leído que se justificara y no hay derecho a imputarla a torcida voluntad.
Y había además otra razón, la más poderosa y humana, la de hondo y sano patriotismo. Tal era la de que los Generales en su mayor parte, y no era cosa de medir calidades, se hubieran opuesto a todo sentido monárquico porque no podían tener del mismo otra comprensión que la de la Monarquía representada por Don Alfonso XIII, con sus enormes errores en la política africana –Annual– y en cuyo rechazo, algunos se habían afiliado a la República.
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Acabamos de ver cómo los órganos más autorizados, y de la forma más pomposa y majestática, se han declarado por el Jefe del Estado en las Cortes, y éstas han aclamado ardientemente, si bien que su proclamación está condicionada suspensivamente –Dios le dé amplia dilación– a la muerte de Franco: «LA MONARQUÍA DEL 18 DE JULIO».
Esa gloriosa gesta del 18 de julio no es una mera adjetivación posesiva, «monarquía del», ni siquiera adjetivo demostrativo, como los cañones del Regente Cardenal Cisneros, frente a la nobleza levantisca: «estos son mis poderes». No, este sentido demostrativo hubiera podido invocarlo un Rey que hubiera hecho la guerra ganándola: «mi guerra, mi victoria». No hubo Rey en la guerra y cuantos la hicieron fue con renuncia a pasar factura, que explicábamos en artículo anterior.
La Monarquía del 18 de julio contiene una adjetivación, más sustancial, más tocante a la esencia, a la naturaleza del régimen monárquico, porque es calificativa o cualificativa, en una palabra, definitiva.
Todos esos caracteres en larga descripción, católica, tradicional, popular, representativa, compendiados en este hermoso slogan: «la del 18 de julio».
Distinto es, sin embargo, el ángulo de visión de ese signo 18 de julio en su dinámica temporal, julio del 36, guerra y postguerra, hasta el momento actual, al que, con mirada retrospectiva y ya histórica, se tenga ahora de aquella empresa.
El carlismo acudió y tomó parte en su iniciativa, otra guerra carlista más, esta última sin Rey porque el suyo dispuso que, si el Ejército se sublevaba contra la República concurriéramos a ella habidas elementales cautelas, pero sin aspiración alguna partidista.
Pero, escaló las más penosas cotas en las vanguardias y prestó los más claros servicios de aportación doctrinal a los poderes constituidos.
Así cuando el 10 de marzo de 1939, alboreándose ya el ansiado final de la Cruzada, creímos llegado el momento de brindar al Jefe del Estado un cuerpo de doctrina, lo hicimos en escrito a mi nombre y con mi firma, acompañado de un amplio estudio político.
Nada me obligaba a presentarlo por medio de los carlistas que habían aceptado cargos en el secretariado de la Unificación, porque Don Javier había declarado en la comida del 3 de diciembre de 1937, día de su santo y víspera del acto inaugural del Consejo Nacional de FET de las JONS en las Huelgas, que él no los expulsaba sino que eran ellos quienes se habían separado de nuestra disciplina.
Don Javier había autorizado a formar parte de ese Consejo, para que la negativa colectiva no significara desacato al Generalísimo, a sólo dos, Don José María Valiente y Don Joaquín Baleztena.
Pero, respetuosa y correctamente, presenté esos escritos por mano del secretario de dicho secretariado, que como secretario político despachaba con el Caudillo. Me refiero, y con recuerdo cordial y sincero, a Don Ladislao López Basa, que los presentó a Franco y con él departió largos ratos en distintos días sobre cuanto en los documentos doctrinales se le exponía.
Publicados por el Centro Tradicionalista de Buenos Aires, corrieron profusamente en un folleto de 120 páginas bajo este título: «EL PENSAMIENTO CARLISTA SOBRE CUESTIONES DE ACTUALIDAD».
Su capítulo II se rotula así: «Bosquejo de la futura organización política española inspirada en los principios tradicionales».
Y el apartado V, «LA MONARQUÍA ESPAÑOLA» lleva este enunciado:
«Llegado el momento oportuno, el Estado deberá organizarse bajo un régimen de Monarquía Tradicional, católica, templada, legítima, hereditaria y genuinamente popular».
Este enunciado se desarrolla a continuación en las páginas 56 y 57 del folleto, que para más fiel comunicación a los lectores reproducimos en cliché:
Consideraciones generales
Contra la afirmación, arbitraria y capciosa por demás, de la indiferencia de las formas de gobierno, teoría que tantos y tan gravísimos daños ha acarreado, y en la imposibilidad de vivir en normalidad y seguridad sin una forma concreta y definida de régimen político, el Estado ha de aceptar aquélla en que coinciden los dictados de la ciencia política y el testimonio de la Historia, afirmando que, por su origen eminentemente popular, por su profundo arraigo e identificación completa con la vida toda de España durante más de quince siglos de su Historia, como encarnación de la justicia, defensa y amparo de todas las clases sociales, en especial de las más humildes y desvalidas, como representación de la continuidad y legitimidad del Poder, como lazo de unión entre todos los pueblos y regiones españolas, centro del amor y confianza de tantas generaciones, la Monarquía es consubstancial a la unidad y grandeza de España, y en su consecuencia, llegado el momento oportuno, el Estado deberá organizarse bajo un régimen de Monarquía tradicional; católica, templada, legítima, hereditaria y genuinamente popular.
Esta Monarquía, como templada y popular, es opuesta al absolutismo. Aquellos dos caracteres los logra mediante contenciones o limitaciones orgánicas que encuentra el Rey en el ejercicio de la soberanía y que arrancan, unas de la Ley moral y superior, que actúa constantemente sobre la conciencia del Monarca de consuno con su propio interés, el cual le impulsa a obrar justamente para no enajenarse las simpatías del pueblo, tanto hacia él como hacia sus sucesores, encontrando los dictados de aquella Ley cauce para llegar al Monarca en la institución de los Consejos; y nacen las otras limitaciones, de la soberanía social traducida en las autarquías naturales que comprenden todos los derechos sociales y que a su vez se encuentran representadas en las respectivas Instituciones.
No es el Rey señor de vidas y haciendas, ni tiene en este régimen facultad ni posibilidad de trastornar la realidad social y nacional, creada y desenvuelta en el transcurso del tiempo por la actividad vital del pueblo. Lo primero lo hacía el absolutismo cesarista, y lo segundo, el absolutismo parlamentario; pero no lo puede hacer el Rey en nuestro régimen tradicional porque, merced a sus Instituciones, se convierte en realidad aquello de nuestras Leyes de Partidas, de que “no son los pueblos para los Reyes, sino los Reyes para los pueblos”.
El orden político monárquico español se funda sobre dos bases, en las que se resuelven todas las dificultades de las situaciones políticas modernas, se superan sus realizaciones y se alcanza la superior armonía entre la sociedad y el Estado. Son éstas: de una parte, el Poder político, uno, indivisible y soberano, encarnado en el Rey y ejercido, con los más prudentes asesoramientos, por los órganos permanentes y necesarios de gobierno, que sirven las distintas funciones de la soberanía; y, de otra, la Representación, reflejo fiel en las Cortes orgánicas, de sus regiones, de sus municipios y de todas sus clases, fuerzas y actividades, la cual ilustra y refuerza con su presencia y voluntad las decisiones del poder político, hace llegar al mismo la voz auténtica de las necesidades y deseos de la sociedad entera, le da o le niega los medios y recursos para las empresas políticas, e incorpora el pueblo en su totalidad al Estado.
No es, pues, la Monarquía que preconizamos una sola Institución: la del Rey, sino un sistema maravilloso de Instituciones, trabadas entre sí con vínculos muy sólidos, y que pueden reducirse fundamentalmente a las siguientes:
1. El Rey.
2. Los Consejos.
3. Las Cortes.
4. Los Ministros o Secretarios de despacho.
5. Los órganos regionales.
6. Los Municipios.
7. Los gremios.
A ninguna de estas Instituciones cabe desechar por rancia y anticuada: todas y cada una son susceptibles de nueva y vigorosa vida, con la adaptación necesaria a las realidades presentes, formando con todas ellas la armadura del Estado Español de la post-guerra. No se trata de exhumar cosas muertas y caducas; de todas ellas han llegado hasta nosotros restos, reliquias de su primitiva vitalidad y fuerza; y todas tuvieron, y tienen aún, hondas raíces en el subsuelo nacional, que hay que descubrir, sanear y fortalecer para que vuelvan a darnos espléndidos brotes y frutos copiosos para la vida feliz de España.
Tan amargo el recuerdo que había dejado la Monarquía constitucional y tan irresistible la opresión republicano-socialista, que ciertamente se puede decir que el 18 de julio no debe nada al pasado. «De abajo nada» decía aquel farmacéutico –¡pobres los beneméritos farmacéuticos satirizados!– que había perdido la fe en los medicamentos de su botica. De abajo nada. Del pasado nada.
Aún es poco. Porque a ese pasado había que extirparlo como a las fibrosidades del cáncer. Del pasado, nada. Pero en el pasado existía España, antes señora, luego esclava. Habían periclitado los reyes que sintieran lo que Carlos VII declaraba como primeras palabras, como saludo a los españoles en su manifiesto de 21 de abril de 1872: la obligación del Rey es morir por su pueblo o salvarle.
Existía ese pueblo y en defecto del tal Rey el Ejército, el Ejército que se conservó digno de español, asumió esa obligación: morir o salvarle. Y a costa del millón o algo menos de muertos, se le salvó.
Pues bien, la forma política, su forma substancial, de ese pueblo fue siempre la Monarquía y desde que se logró la unidad nacional se consumó la unidad monárquica. Ésa tenía que ser la Monarquía del 18 de julio.
Unos encumbrados excarlistas han pronunciado por TV –el más poderoso cloroformizador del pueblo– que estamos ante el acontecimiento de una Monarquía nueva. ¿Monarquía nueva? ¿Sin la patina venerable de los siglos? Porque los siglos en el transcurrir de las instituciones, en el juego regular autoridad y representación, lo bueno se consolida, lo imperfecto se depura, porque sólo el transcurrir de generaciones experimenta que el fin para el que Dios creó la sociedad e instituyó el poder es el bien común. El mismo sol que depura las aguas corrientes corrompe las estancadas. Porque aquéllas son corrientes entre las genuinas representaciones sociales y éstas quedan inmovilistas entre organismos autoritarios. Aquello es la Tradición. Y ésa es otra nota calificativa de la Monarquía Tradicional que no pretenderemos signifique tradicionalista, porque no es acepción de partido, sino consustancialidad nacional.
Una Monarquía nueva me huele a laboratorio, a fabricación casera o industrial pero artificiosa y convencional.
La Monarquía del 18 de julio es la misma, auténtica genuina e imprescriptible Monarquía nacional española. Solera pura. Sin Química.
Estructura funcional, no vestidura de temporada como las Repúblicas. Los franceses ya van por la quinta.
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Harina de otro costal es esa reiteración de las fórmulas restauradoras de las dinastías al modo que en 1869 ó 1876, todavía en germinación y compromiso sucesorio, salvo posible revocación, para ese día que quiera Dios dilatar, repetimos.
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