Fuente: El Pensamiento de la Nación, 2 de Septiembre de 1846, páginas 1 – 6.





Hemos recibido el artículo del Sr. Don Jaime Balmes correspondiente al número de hoy. Este artículo, fechado en Vich el día 27 de agosto, trata de la cuestión de casamiento de la Reina. Pero como después de este día se ha publicado el documento en que S.M. manifiesta su determinación de contraer matrimonio con su primo el infante D. Francisco de Asís María, no nos decidimos a insertarlo, a pesar de que tenemos la convicción de que en justicia no hallaría ningún entorpecimiento por parte de la autoridad, porque brillan en todo él las dotes naturales de su ilustrado autor; severidad de lógica en las ideas; expresión verídica de los hechos; templanza y moderación en el lenguaje. Nuestros suscriptores no extrañarán, pues, esta precaución aconsejada por las actuales circunstancias.

Para suplir esta falta, reproducimos el que el Sr. Balmes, publicó en el año de 1843, en la Sociedad [1] con el título de Todavía hay tiempos peores que los de revolución, que no dudamos será leído con interés, porque si se atiende a que lo escrito por el autor hace tres años es lo que pasa en la actualidad, este artículo más que un pronóstico es una historia.




TODAVIA HAY PEORES TIEMPOS QUE LOS DE REVOLUCIÓN.


Extraña paradoja les parecerá a no pocos, proposición tan peregrina; recio se les hará de creer que la revolución, hija de la corrupción y del error, terrible personificación de la fuerza levantada contra la ley, no traiga consigo el peor de los tiempos, y que no sea su época la más calamitosa que pasar pueda sobre una sociedad. Ella destruye todo lo existente, amontona escombros y ruinas, relaja los vínculos sociales y domésticos, rompe los lazos políticos, acostumbra a la insurrección, mina la disciplina de los ejércitos, esparce abundante semilla de inmoralidad, sume a los pueblos en el caos más espantoso: ¿pueden acaso darse mayores males? ¿es posible concebir otro tiempo en que los pueblos sufran mayores calamidades, y en que se reúnan más causas para preparar nuevas desventuras en lo venidero?

Es cierto que las épocas de revolución son las más estrepitosas; es verdad que los daños producidos por ella, se hacen sentir con gran fuerza, se ofrecen de bulto a los ojos de todos, se hacen palpables a todas las manos: no hay familia que no llore sensibles pérdidas, ora de fortuna, ora de personas queridas que perecieron en los vaivenes de los disturbios civiles o en las sangrientas refriegas de fratricidas luchas; no hay clase, no hay interés, no hay opinión que no haya sufrido contradicciones, persecuciones, desastres; no hay pueblo que no haya presenciado escandalosas escenas, y tal vez dolorosas catástrofes; cual furibunda Medea la revolución anda esparciendo en todas direcciones los miembros de sus propios hijos; y experimentan sus furores tanto sus amigos como sus enemigos: los despojos, la proscripción y el cadalso, no respetan clase ni personas.

Por esta causa al salir los pueblos de esa época turbulenta y azarosa, al entrar en un régimen legal, al ver establecido un gobierno templado y suave, abominan del tiempo pasado, detestan hasta el nombre de lo que tantos males les acarreara, no alcanzan a comprender cómo bajo un sistema regular, sometido a las leyes, bonancible, sosegado y tranquilo, sea dable que sufran mayores quebrantos que durante la revolución; y sin embargo nada hay más cierto: las revoluciones de los pueblos son enfermedades agudas que consigo traen exaltación, fiebre, delirio, pero toda enfermedad proviene de causas que afectaron y desarreglaron la organización, y acontece muy a menudo que un errado plan de convalecencia al paso que aparenta restablecer la salud y las fuerzas, mina sordamente la existencia del enfermo conduciéndole a la muerte por halagüeños caminos.

Sí, éste es el peligro que amenaza a los pueblos después de la revolución, éste es el mal que ha caído y pesa todavía sobre la Francia, éste es el mal que se columbra en el porvenir de la agitada España, éste es el mal que difícilmente evitaremos, si no cuidamos de ponernos luego en vigilante guarda.

No es para una nación el mayor de los infortunios el que por algún tiempo se vierta en los campos de batalla la sangre de sus hijos: después de guerras formidables que diezmaron la juventud levántanse a veces los pueblos con mayores fuerzas, con más vigor y lozanía. Así el adalid que ha tomado parte en cien batallas, que ha derramado a menudo su sangre en peligrosas refriegas, blande el acero con tanto más brío y energía cuanto mayores son las cicatrices de la mano que lo empuña y del brazo que lo esgrime.

No es tampoco el mayor infortunio de una nación, el que haya venido al suelo un sistema político, y que desmontada e inutilizada la antigua máquina del estado, sea preciso echar mano de otra más adaptada a las circunstancias, más propia para el objeto a que se destina; Dios no ha dejado tan infecunda la sociedad que no sea capaz de gobernarse sino por medio y bajo un sistema; la razón, la historia y la experiencia nos están enseñando, que salvos los principios tutelares de que en ninguna situación se desentiende impunemente la humanidad, son varias las combinaciones que pueden idearse para establecer un gobierno que afiance el orden, proteja los intereses públicos, y labre la prosperidad y ventura de los pueblos.

No es para una nación el mayor de los infortunios, el que en medio de las revueltas y azares de una época tormentosa hayan salido gravemente vulnerados respetables intereses materiales, ni que algunos de estos hayan sido destruidos en su totalidad. En la vida, en las fuerzas de las naciones, entran ciertamente los intereses materiales; pero rara vez acontece que la pérdida o la desaparición de algunos de ellos acarreen la ruina de la sociedad. Ésta, como el individuo, no vive de sólo pan; si no satisface sus necesidades materiales de una manera acude a ellas de otra; el antiguo vacío se llena con algún medio de nueva invención; el tiempo cuida de revelar los defectos del sistema que se ha sustituido al anterior; la experiencia va amaestrando en su manejo, hasta que al fin se llega a desenvolver y regularizar lo que en un principio se presentaba cual embrión informe y monstruoso. La misma injusticia de las antiguas destrucciones va borrándose de la memoria a medida que el tiempo transcurre; las avenencias y las transacciones van legitimando más o menos el nuevo orden de cosas, hasta que vienen los siglos con su prescripción, con aquella prescripción que no necesita de la autoridad de las leyes, sino que está dictada por el buen sentido del humano linaje y justificada por la aquiescencia de todos los pueblos.

Grandes son los infortunios que acabamos de indicar; entráñanse en ellos irritantes injusticias, escándalos feos y repugnantes, inmoralidades asquerosas, vilezas, manejos, corrupción y todo lo más detestable que abortar puede sobre la tierra el genio del mal; pero sobre estos infortunios hay todavía otros mayores, sobre tan terribles males hay otros todavía más terribles. Y son esos males, cuando la vida intelectual y moral de los pueblos es atacada en su misma raíz, cuando en medio de las delicias de la paz, de la prosperidad de los intereses materiales, y de la engañosa ilusión producida por un facticio aumento de las fuerzas del estado, se destruyen las creencias religiosas, se extravían las ideas morales, se enervan los ánimos con voluptuosos goces, se nutre un desmedido orgullo, se fomenta la vanidad, aflojándose de esta suerte todos los lazos sociales y domésticos, entronizando el culto de los intereses materiales, divinizando el vicio con la prostitución de las bellas artes, sustituyendo a la virtud el egoísmo, a los sentimientos nobles y elevados la mezquindad y villanía de pasiones astutas y rastreras.

Es muy terrible que terminada la desastrosa revolución que nos agita y atormenta, entremos en una era que se apellidará de regeneración, en la cual se mostrará de una parte recelosa esquivez con respecto a las doctrinas demasiado populares, y de otra mucha prevención contra las reacciones que tiendan a resucitar los principios y sistemas antiguos. La alianza del orden con la libertad será la bella fórmula en que se compendiará el pensamiento dominante: nada de anarquía, se dirá, nada de exageraciones democráticas, nada tampoco de despotismo, nada de superstición, nada de pretensiones fanáticas. Fuerza en el gobierno, vigor en la administración, centralización de todos los ramos; pero libertad en las ideas, indulgencia en las costumbres. Vigilante inspección sobre la enseñanza, pero completa tolerancia y disimulo en todo lo que dimane del excesivo celo por la ilustración y el adelanto. Protección a la Iglesia, pero protección desconfiada, suspicaz, que se alarme fácilmente por la firmeza de un párroco o la pastoral de un prelado; protección que haga respetar los templos, pero que procuren cerrar en ellos la religión, de suerte que no salga de allí, y no alcance a ejercer influencia sobre la sociedad; permisión de defender el dogma y la moral contra sus enemigos, pero dignidad y severidad contra los que se atrevan a revelar malas tendencias del gobierno, pésimo influjo de altos magistrados, aviesas miras de un plan de instrucción, abusos de profesores que propinen funestas doctrinas a la juventud. Así con pocos años de paz y de orden se cambiarán radicalmente las ideas, se modificará el carácter nacional, y la España adelantada y culta conservará apenas un recuerdo de lo que fuera en tiempo de nuestros antepasados.

Es menester no hacerse ilusiones, es preciso no haber visto las cosas y tener escaso conocimiento de los hombres, para no columbrar que nos amenaza tan triste porvenir; es necesario no haber observado la influencia que de un siglo a esta parte ha ejercido la Francia sobre nosotros, para no conjeturar la que andará ejerciendo en lo venidero; y a nadie se oculta que el sistema de gobierno que acabamos de describir, es el que prevalece entre nuestros vecinos. Hay empero entre la Francia y la España una diferencia profunda, y es, que el indicado sistema es allí la expresión bastante fiel de la sociedad, cuando aquí fuera una importación exótica que se hallaría en abierta oposición con las ideas, las costumbres, los hábitos de la inmensa mayoría de la nación. Allí la sociedad es escéptica, aquí es católica; allí están volcanizadas muchas cabezas con las teorías democráticas, aquí conservan todavía profundo arraigo los principios monárquicos; allí las costumbres han sido afectadas y modificadas en sentido popular por una revolución imponente y aterradora, que a vuelta de injusticias, de crímenes y catástrofes, trajo al fin la gloria militar y la organización administrativa, aquí una revolución miserable y raquítica, inaugurada con intrigas y desmanes, continuada con despreciables motines, sostenida en su término por un poder militar incalificable, ha producido una fuerte reacción en los espíritus, ha hecho desertar de la nueva bandera a muchos incautos que en ella se afiliaran de buena fe; resultando que la generalidad de los hombres honrados, y no pequeña parte de los más entendidos, contemplan ora con indignación, ora con desdeñosa sonrisa, esas impotentes tentativas, esos estériles ensayos, con que se obstinan algunos en conducir la nación por caminos que ella aborrece a un estado que detesta. Malo como es el sistema seguido en Francia, quizás sea ahora el único posible, porque dudamos que tuviese probabilidad de triunfo ni mucho menos de duración, cuanto tendiese por medios violentos a dar ascendiente y preponderancia a las sanas doctrinas; pero aquí tan lejos estamos de hallarnos en tan deplorable situación, que muy al contrario, si algo ha de encontrar poderosa resistencia, y dar tal vez lugar a choques y conflictos, será el intento de plantear en nuestro suelo el sistema francés.

Y cuando esto decimos, no se nos oculta que en una nación vieja, y que por añadidura ha sido trabajada por largos años de guerra extranjera e intestina, y por interminable serie de revueltas, debe de haber mucho que reformar, que corregir y ordenar; no se nos oculta que el siglo XIX es muy diferente de los anteriores, que es otra la situación de Europa, que no es el mismo el curso de las ideas, que se han variado sobremanera las costumbres, y que por fin, el pueblo español de hoy no es el de Felipe II, ni tampoco el de Carlos III, ni aun el de 1808; sabemos que el tiempo ha ejercido también sobre nosotros su influencia modificadora, que no han pasado en vano las revoluciones, que no han circulado sin producir su fruto los libros modernos, que no han dejado de afectar el carácter nacional la prensa y la tribuna, y que por fin el aliento del siglo que se nos está comunicando incesantemente por infinitos conductos ha descompuesto en parte la fuerte contextura que dieran a la nación las instituciones antiguas: nada de esto ignoramos, y por lo mismo estamos muy lejos de soñar en tiempos que pasaron ya; conocemos que hay nuevas necesidades y que es preciso satisfacerlas; que hay nuevos bienes que no debemos desdeñar; que hay nuevos males por ahora indestructibles que es preciso tolerar; pero creemos que una conducta prudente y templada, que procure armonizarlo todo del mejor modo posible, nada tiene que ver con un sistema funesto, intolerante con el bien, indulgente con el mal, con un sistema en que para nada se aprovecharían los restos de nuestra antigua civilización, en la cual, digan lo que quieran la ignorancia y la mala fe, no deja de encontrarse mucho de útil y de admirable.

El empeño de fundir de nuevo la nación entera como arrojándola en un crisol, ha perdido y desacreditado a la revolución, y perderá y desacreditará a cuantos se obstinen en tan errada conducta. Si quien la adoptase fuese un gobierno regular, establecido sólidamente, y que por un concurso de circunstancias contase con muchos elementos de fuerzas, sería su acción mucho más dañosa que no la de la revolución; pero también abrigamos la esperanza de que se estrellaría contra los obstáculos que en abundancia le suscitaran las creencias religiosas y las costumbres públicas, apoyadas y robustecidas por ese buen sentido que es uno de los caracteres que distinguen a esta gran nación. Sin embargo, bueno es que todos los hombres de sanas ideas, de intención recta y de corazón honrado y amante de su patria, estén prevenidos contra el riesgo que acabamos de indicar; es preciso que los elementos de bien que tanto abundan en nuestro suelo, se pongan en vivo movimiento, que se acerquen y combinen acertadamente para formar una masa compacta, en torno de la cual se agrupen todas las fuerzas para resistir a su debido tiempo y en el terreno de la justicia y de la ley, a los ataques que disfrazado de mil maneras no dejará de dirigirnos el genio del mal.

La instrucción y la educación son los dos ramos que conviene no perder nunca de vista para no permitir que el impuro aliento de la corrupción y del error extravíe entendimientos desprevenidos y mancille corazones inocentes. Conviene mantenerse en vigilante guarda contra las innovaciones, que si fueren malas, serán tanto más dañosas, cuanto más fuerte sea el gobierno que las introduzca y más regular y ordenada la acción con que se las plantee y fomente.

Este cuidado y vigilancia imponen obligaciones gloriosas, pero pesadas; porque los que se propongan resistir al mal, es necesario que conozcan el bien; y no el bien en su aislamiento, en su naturaleza absoluta e independiente, en su generalidad abstracta y vaga, sino en su forma aplicable a las circunstancias, adaptada a las necesidades de la época, acomodada al espíritu del siglo, en armonía con las costumbres dominantes; conviene no dejar a los adversarios el pretexto de que se trata de combatir la ilustración y el adelanto por medio de declamaciones ignorantes y fanáticas; conviene que los sostenedores de la religión y de los sanos principios en materias políticas, se presenten a los ojos del público con el prestigio que siempre acompaña al verdadero saber, y que en ofreciéndose la oportunidad, puedan dar a sus adversarios lecciones severas, mostrándoles que también se hallan los buenos a la altura de los conocimientos de la época; que cuando aprueban, no es por una deferencia ciega, ni por una parcialidad interesada; que cuando condenan, no es por falta de conocimiento de causa, no es por ignorancia, no es por rencorosa malicia, sino a impulsos de convicciones profundas, a la luz de abundante doctrina. De esta suerte se ha de conquistar un puesto aventajado en la opinión pública; de esta suerte se han de rechazar las calumnias de los enemigos y desvanecer las preocupaciones de los ilusos; así, y sólo así, se alcanza influencia legítima en los negocios públicos, se adquiere el derecho de amonestar a los gobernantes con decorosa firmeza; así, y sólo así, se logra que en circunstancias críticas, en momentos peligrosos, preste atento oído la nación a una voz independiente que clama por el bien público, que señala los escollos en que corre a zozobrar la nave del Estado; así, y sólo así, se obtiene que un grito de alerta dado con imponente osadía, pare el brazo levantado ya y pronto a descargar el golpe, y haga retroceder a los gobernantes que se empeñaran en caminos de perdición.
J. B.




[1] La Sociedad, revista religiosa, filosófica, política y literaria por D. Jaime Balmes. Barcelona.– 1843.