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Tema: La Filosofía Política de Álvaro D´Ors (Frederick D. Wilhelmsen)

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    La Filosofía Política de Álvaro D´Ors (Frederick D. Wilhelmsen)

    Fuente: DIGITUM. Depósito Digital Institucional de la Universidad de Murcia.


    GLOSSAE. REVISTA DE HISTORIA DEL DERECHO EUROPEO 4 (1992)

    Instituto de Derecho Común, Universidad de Murcia


    LA FILOSOFIA POLITICA DE ÁLVARO D'ORS*

    FREDERICK D. WILHELMSEN**


    El protagonista de este ensayo, don Álvaro d`Ors, es casi totalmente desconocido en el mundo académico americano, exceptuando un pequeño grupo de especialistas en Derecho romano. Aunque es autor de más de una docena de libros y de varios cientos de artículos1, prácticamente nada de sus escritos ha sido traducido al inglés. En los departamentos de Literatura española en esta nación, el nombre d'Ors evoca a su ilustre padre, Eugenio d'Ors, que expuso brillantemente una visión clásica y mediterránea de la vida española como representante de una generación de escritores que florecen en los años previos a la Cruzada española contra el comunismo. Pero la autoridad de su hijo, don Álvaro, es reconocida en los ambientes más selectos de la jurisprudencia del continente europeo. Es citado por doquier en artículos científicos que abarcan desde el Derecho romano hasta la moderna teoría constitucional. En la propia Roma es una leyenda.

    Individuo totalmente universitario, casi como tipo quintaesencial, sus estudios son interrumpidos por la Guerra civil cuando se alista como voluntario carlista. Ganada la guerra en 1939, d'Ors vuelve a la vida universitaria y nunca ha dejado la academia en su larga y distinguida carrera, primero en la Universidad de Santiago de Compostela y luego en la Universidad de Navarra. A sus setenta y tres años de edad al escribir este ensayo, todavía dedica tiempo diariamente a la Universidad de Navarra donde ha vivido la mayor parte de su carrera académica como profesor de Derecho romano y director de la Biblioteca. Su jubilación formal hace unos años fue celebrada con la publicación de unos estudios en su honor (cit. supra), una amplia Festschrift, así como la aparición de varios estudios dedicados total o parcialmente por sus agradecidos discípulos.

    El fallecido Willmoore Kendall observó hace años algo «singularmente nuevo» –me lo expresó así personalmente– en la mente de d'Ors que lo hacía no sólo erudito en materias relativas al Derecho romano, sino un filósofo político original. Kendall había muerto años antes que el pensamiento del profesor español floreciera del todo. De nuevo, en nuestro país, M. E. Bradford ha admirado mucho tiempo a d'Ors y hace poco he descubierto que d'Ors recomienda hoy a sus amigos y discípulos el libro de Bradford, A Better Guide than Reason. D'Ors admite generosamente su deuda con el alemán Karl Schmitt, «que con tanta sagacidad ha infiltrado en la interpretación de los hechos políticos que constituyen la historia un punto de vista jurídico»2. Pero d'Ors no es en modo alguno acrítico para con Schmitt.

    Estoy personalmente convencido de que Álvaro d'Ors se cuenta entre la aproximadamente media docena de filósofos políticos de este siglo. Sus especulaciones son tan originales como las de Leo Strauss y Eric Voegelin, por mencionar los dos filósofos políticos contemporáneos más conocidos en este país. Al escribir esta introducción al pensamiento de d'Ors espero que su obra será vertida pronto al inglés y tendrá la oportunidad de competir en un mercado intelectual dominado progresivamente por la lengua inglesa.

    Una característica del pensamiento de d'Ors es su recelo respecto a lo puramente abstracto y la preferencia por lo concretamente jurídico, por los derechos interpretados por los jueces que buscan «lo justo» en las contingencias de la existencia humana. Mas este énfasis no es en modo alguno monolítico. Los asuntos sobre los que ha escrito son desconcertantes en su complejidad analógica: las diferencias entre Grecia y Roma se encuentran en las diferencias entre una sociedad marinera y otra ligada a la tierra; el agudo antagonismo entre el Estado moderno y otras formas políticas en las que los hombres han vivido sus formas asociativas; los papeles del Imperio y de la Iglesia en la historia occidental; la inocente pero incipiente secularización implícita en el nacimiento del Derecho internacional de Francisco de Vitoria; el Imperio económico y la imposibilidad de un Estado mundial. . . y la lista puede seguir.

    Don Álvaro ha expresado su convicción, en su más reciente libro, de que toda la filosofía es, en el fondo, metafísica. Según su parecer es así como debería ser. El propio d'Ors no es un metafísico ni jamás ha pretendido serlo. Pero una cosa es ser un metafísico profesional y otra distinta –más importante, en un análisis último– tener un asidero metafísico en el mundo. «En el pensamiento jurídico y político hay que buscar la ley primigenia de toda institución, el etymos nomos podríamos decir, que nos aclare la íntima necesidad que justifica el desarrollo histórico de aquella institución»3. D'Ors se adhiere a una comprensión totalmente realista del mundo y en el ensayo que sigue he señalado un número de temas que dominan su pensamiento. Algunos de ellos revelan un realismo que es casi brutal como ponen de relieve sus reflexiones sobre la violencia.


    VIOLENCIA

    Por mucho que nos retrotraigamos en la historia escrita del hombre, por muy remotos que se encuentren sus restos arqueológicos y numismáticos, siempre encontramos en el origen de su narración algún acto de violencia. Alguien puede ser tentado a hallar en d'Ors un moderno Hobbes en forma hispana aunque, concedida la semejanza, haya una diferencia crucial. Hobbes postula una jungla de la que el hombre emerge en la sociedad, pero d'Ors nunca habla de tal jungla anterior a la historia política. Miremos donde miremos, por mucho que nos retrotraigamos en la aventura de cualquier raza o comunidad, siempre descubrimos algún orden político más antiguo que es expelido, ordinariamente con la espada, dando lugar a un nuevo orden de cosas4. El postulado de Hobbes acerca de una jungla precivilizada es una hipótesis propia de un estudioso carente de prueba histórica pertinente para apoyarla. Si nos mantenemos en los confines de la historia, una sociedad da paso a otra y lo hace con violencia: el nuevo orden usurpa al viejo. Esta observación va unida a la insistencia del profesor d'Ors en que la violencia no es un epifenómeno en la teoría política: la violencia es constitutiva. La violencia, incluida la guerra, son consustanciales con la vida del hombre en la historia. Nuestro autor ni deplora ni se regocija en esta verdad. La acepta simplemente como unida a la vida humana que conocemos desde que los documentos humanos muestran la marcha del hombre a través de los tiempos.

    El vocablo violencia sugiere, en la lengua española, fuerza física. (También en inglés). Pero la palabra latina violencia procede de vis o fuerza. Todo poder político garantiza el orden y cuanto más poderosa es la forma de gobierno, hay más orden. De ahí que la libertad del súbdito se alcance mejor cuando el poder sea fuerte, capaz de actividad violenta contra cualquier amenaza al orden. Una forma de gobierno débil ofrece un orden empobrecido y escasa esperanza contra el caos5. En consecuencia, el origen violento del poder político se prolonga en la preservación del orden. El enemigo del caos, por lo tanto, se ha alojado en el poder político que –el lector perdonará la tautología– es verdaderamente poderoso. (El que suscribe recuerda una observación proferida por Thomas Molnar cuando Washington ardía a finales de los sesenta. Al cruzar una calle en un barrio ardiendo, Molnar me dice: «Escapé de la tiranía comunista cuando vine de Hungría pero, al menos, teníamos allí orden comunista lo cual es mejor que la inexistencia de orden»). D'Ors dice lo mismo en varios de sus escritos. Sin orden no hay justicia y el orden, tanto en su constitución primitiva como en su mantenimiento actual, se apoya en la violencia. Retiremos la policía y se colapsará la sociedad. Mi tesis de que d'Ors, en su realismo, es totalmente asentimental encuentra aquí confirmación y aclaración. Es posible que el difunto Yves Simon podría haber añadido como addendum a la aseveración de Álvaro d`Ors, que en momentos de colapso total en una sociedad podemos hallar frecuentemente islas de individuos virtuosos que nunca volverán al salvajismo6. Mas la excepción de Simon no hace más que reafirmar la tesis de d'Ors.

    La violencia evoca la guerra, tanto exterior contra el enemigo de fuera, e interior contra la traición. Un compromiso universal pacifista, según don Álvaro, es una actitud contradictoria adoptada contra las exigencias de la propia naturaleza humana. Descubre, incidentalmente, que se trata de una observación etiquetadora del «imperialismo» norteamericano, una guerra contra todas las guerras. Agotados todos los medios pacíficos para dirimir discrepancias serias, el único recurso es la guerra o la rendición al adversario que es, simplemente, una guerra perdida, incluso sin derramamiento de sangre. Proscribir la guerra es, en sí mismo, un acto de guerra contra todos y cada uno de los litigantes. La tesis anti-guerra, que aborrece toda violencia, es una contradicción in terminis. El realismo de d`Ors es severo en cuanto suprime todo sentimentalismo y magulla todos los tendones de la sensibilidad liberal.


    TRADICIÓN

    Un segundo ejemplo del realismo «orsiano»7 es su enseñanza sobre la autoridad del derecho tradicional. (Postpongo hasta más tarde la elaboración de d'Ors sobre el concepto de autoridad y uso aquí el término como es usualmente entendido en la conversación inglesa). Ni difiere mucho de Cicerón, los escolásticos y la tradición del Common Law de la experiencia inglesa, ni invierte mucho tiempo –en lo que a mí se me alcanza– en extenderse sobre esta herencia clásica y escolástica. Don Álvaro, sin embargo, se aparta netamente del «romanticismo» (es el término que usa) de los siglos XIX y XX que considera la tradición como algo que crece lentamente y colectivamente a partir de un pasado «orgánico»8. D'Ors insiste en que no hay actos colectivos. El «organicismo» es un mito reforzado por el desprecio hegeliano para con la persona humana. Toda tradición tuvo su origen, su principium, en algún ser humano concreto. Pudo ser algún tabernero hace tiempo olvidado. Lo que llegaría a ser una tradición viva arraiga en una autoridad personal aceptada, tarde o temprano, por una determinada comunidad. Cualquier otra actitud implica personificar la sociedad y convertir una relación en una sustancia humana. Las tradiciones crecen pero esta ampliación histórica nunca es el resultado de un Zeitgeist (espíritu del tiempo): es una acumulación que tiene lugar en individuos cuya autoridad vino a ser aceptada por el cuerpo político. Si fuera posible rastrear un modo de vida tradicional, se hallaría en sus orígenes a algún sabio profiriendo una verdad, práctica o especulativa, una verdad escuchada y aceptada por una comunidad. Cualquier otra cosa es idealismo o romanticismo con lo que d'Ors nada tendrá que ver.

    El realismo9 de d'Ors va unido a su insistencia sobre la importancia de los orígenes de todas las instituciones políticas. Nuestro autor, como jurista, está perspicazmente interesado en las formas jurídicas pero como filósofo político añade a estas consideraciones la nota de la causalidad eficiente. Todas las formas políticas y jurídicas nacen de unos orígenes que configuran su desarrollo ulterior10.

    Como verificación de lo expuesto aduzco aquí la teoría orsiana de la legitimidad11.


    LEGITIMIDAD

    El lector observará cómo don Álvaro pasa de los datos históricos a los principios teoréticos capaces de iluminarlos y vuelve luego de nuevo de los teoréticos para su verificación en la realidad política. Al actuar así don Álvaro practica lo que considera su profesión: la de un hermeneuta.

    La legitimidad, enseña nuestro autor, emergió con vigor para perturbar al Occidente como resultado de la incuestionable legalidad impuesta por la revolución francesa, una red de legislación unívoca dirigida a abarcar todos los aspectos de la existencia humana aun cuando aplanó y suprimió cualquier diversidad, una legalidad en afilado contraste con la más antigua legitimidad dinástica de la casa de Francia, muerta en el asesinato legal del rey y la reina. La legalidad mató a la legitimidad en la guillotina. Weber era un filósofo político que, con denuedo, trató de disociar el concepto de legitimidad de las consideraciones dinásticas; d'Ors indica que el propio Kelsen intentó reducir la legitimidad a la legalidad12. Pero, añade d'Ors, si la legitimidad se equipara a la legalidad, el primer término queda vacío de cualquier interés filosófico. Pierde cualquier precisión de significado que pudiera haber tenido. De hecho –de nuevo el realismo orsiano– «todo gobierno auténticamente democrático prescinde de la legitimidad»13. Weber, a su vez, vuelve a tomar en consideración la idea de legitimidad distinguiendo tres tipos: la legitimidad carismática que es la que funda el poder personal de quien goza de un prestigio cuasi-sagrado; la legitimidad tradicional que depende del refrendo constante del tiempo (la legitimidad dinástica sería una especie dentro de este género); y la legitimidad racional que no es más que otro modo de expresar la legalidad democrática de Kelsen. La única legitimidad no legal o pre-legal que resta al hombre occidental una vez desprendido de la Revelación divina y de la autoridad sagrada de la Tradición que en ella se basa, era una legitimidad putativa relacionada con el Derecho natural. Baste lo dicho respecto a la tesis de Weber.

    En la práctica, sin embargo –indica d'Ors– esto significa ordinariamente que cuando a una ley positiva escrita en los libros se le opone el pueblo (o una minoría o mayoría significativa), apelan a la «legitimidad» de lo que desean contra la ley actual positiva a la que se oponen. Este es el significado de los llamados «intereses o aspiraciones legítimas». La legitimación queda reducida así a abolir una ley anterior e imponer una nueva, frecuentemente con medios democráticos. De ahí se sigue que si el pueblo se adhiere a una ley o a un sistema jurídico, la ley o el sistema es legítimo. Si el pueblo se opone a esa ley o sistema, ambos pierden su legitimidad. En ambos casos la legitimidad queda reducida a la voluntad de la mayoría y se disuelve cualquier distinción posible entre legitimidad y legalidad democrática. ¿Qué le ocurre entonces, pongamos por caso, a la diferencia entre un hijo legítimo y uno ilegítimo? ¿Se resuelve el asunto por la voluntad de los padres o por la de la sociedad? ¡Y es verdad manifiesta que la ley revolucionaria mató al rey legítimo! Incluso los revolucionarios franceses (gloso aquí el texto) admitían que Luis XVI había sido su legítimo rey. Al deponerlo y ejecutarlo abolieron su legitimidad y, de este modo, la legitimidad queda absorbida en la legalidad. Mejor aún, la legitimidad cesó de existir. La ejecución de la una por la otra era una manera tortuosa de admitir que no son identificables.

    D'Ors intenta salir de esta espesura indicando que hoy, à la Weber, la apelación a un Derecho natural supra-legal asume frecuentemente la forma de una apelación a la Declaración de los Derechos humanos (i. e. la promulgada por las Naciones Unidas) que se entiende ser superior a cualquier ley positiva. Pero esta legitimación putativa va contra los presupuestos básicos del Estado moderno: el Estado es soberano y en su esencia está concentrada una identidad de potestad y autoridad. Si el Estado se somete en serio, no sólo ceremonialmente, a alguna ley anterior y superior a él mismo, el Estado abdica de su pretensión a la soberanía. Subyace, así pues, una ambigüedad en el núcleo de la moderna experiencia política. La Unión Soviética y otros regímenes totalitarios firmaron la carta de las Naciones Unidas y siguieron violando los Derechos humanos de todas las maneras posibles. ¿Y qué podemos pensar, entonces, de aquellos estados soberanos que han cumplido, más o menos, la Carta? ¿La cumplen porque quieren? Si así fuere, pueden no hacerlo, a su voluntad. De modo que la supuesta legitimidad de la Declaración de los Derechos humanos o del Derecho natural se funda en la voluntad del Estado soberano y, en consecuencia, ya no es una ley anterior a la legalidad positiva que se presume ser su legitimación.

    Miremos por doquier y la legitimidad es engullida en la voluntad política. D'Ors añade que por encima y detrás de esas anomalías subsiste la singularidad de un Derecho natural flotando en el aire, una serie de abstracciones que ni se conocen a sí mismas ni pueden interpretarse a sí mismas porque la ley, al no ser una persona, nada puede interpretar. Las abstracciones no pueden juzgar. El lector notará aquí el profundo disgusto de nuestro autor por todas las cosas platónicas. El Derecho natural precisa de una interpretación autoritativa. Por definición, la interpretación reclama un intérprete que no es el derecho mismo.

    Cuando la Cristiandad era lo que era y antes de convertirse en el Occidente o Europa el intérprete era el magisterio de la Iglesia, una voz docente por encima de cualquier poder político y poseedora de la revelación de Dios. El Derecho natural forma parte del Derecho divino y la revelación de ese derecho fue hecha por Dios mediante su Iglesia. El Derecho natural es legitimado no en sí mismo sino en su Autor. La propia etimología de auctoritas evoca un auctor. No sorprende que d'Ors, posiblemente el más prestigioso cultivador vivo del Derecho Romano, es frecuentemente seguido hasta este punto y luego es abandonado. Su ortodoxia es demasiado rica para la agostada intelectualidad secularizada de hoy. Algunos intelectuales españoles se me han quejado de que, en este punto, el católico en d'Ors engulle al jurista. Queda fuera del propósito de este estudio un análisis de la queja, pero el dilema que don Álvaro plantea está cargado de lógica implacable: a menos que el derecho sea legitimado fuera de sí mismo, queda reducido en última instancia a la voluntad del Estado soberano, lo que conduce implacablemente a un positivismo cuya salvaje crueldad ha embelesado a este siglo, el más infeliz de todos.

    Concluye, por tanto, el profesor d'Ors que ni el concepto ni la realidad de la legitimidad tienen sentido en una democracia liberal. Usando la Iglesia como paradigma, nuestro autor añade al magisterio la tradición viva que respira vida en cualquier pueblo. Concibe la tradición –mejor aún, las tradiciones, porque el concepto es analógico– como una mezcla feliz de derechos y tradiciones:

    Constitucional en este contexto no quiere decir, está claro, la legalidad de una constitución escrita, sino la auténtica manera de ser de cada pueblo según la persistencia de su Tradición: en otras palabras, la ley y la costumbre de los antepasados conservadas por las sucesivas generaciones... De esta suerte, junto a la naturalidad de la ley divina se impone la naturalidad de la propia Tradición... pues la ley natural se nos presenta siempre como un límite, y ésta otra, la ley de la Tradición, como más positiva ...14.


    Esta perspectiva hace inteligible la oposición contemporánea, experimentada por doquier en Occidente, entre la legalidad positiva que colisiona frecuentemente con la ley natural y la divina. D'Ors cita como ejemplo la legislación concerniente al divorcio y, especialmente, al aborto. El Estado puede legalizar ambos pero no puede legitimar al uno ni al otro. El cristiano, podría añadir yo, vive así en una intolerable tensión entre las leyes que no puede aceptar como legítimas y sus propias decisiones morales sobre estos asuntos, de modo que lo convierten con frecuencia en un proscrito en su propia nación.

    Don Álvaro descubre el núcleo ontológico de la legitimidad en un principio de su origen. Del modo más profundo el principio original es la paternidad. Dios es el Padre de la ley natural lo mismo que es el Padre de todos nosotros. Incluso en países con escasa o ninguna tradición monárquica, descubrimos la legitimidad en la familia, el origen legítimo del que provienen los hijos legítimos. La legitimidad familiar es la fuente primaria de toda legitimidad y la que precede, insiste d'Ors, a toda legalidad. Ninguna ley positiva crea un matrimonio: se crea un matrimonio por las promesas intercambiadas entre dos personas en la presencia de Dios. Lo mejor que la legalidad puede hacer aquí es reconocer una situación preexistente en cuanto a las consecuencias jurídicas o efectos que de ella derivan.

    En un brillante ensayo publicado en 1959, Forma de gobierno y legitimidad familiar, d'Ors aborda un tópico muy antiguo y clásico: las formas de gobierno. Advirtiendo que el asunto parece haber perdido interés en nuestro tiempo, insistía d'Ors en que esta pérdida de interés se debe, al menos parcialmente, a la defectuosa formulación griega de los asuntos implicados. La división tripartita original de las formas políticas en monarquía, aristocracia y democracia era meramente numérica. D'Ors descubre su más temprana formulación en Heródoto. El diálogo discurre entre los persas, uno de los cuales defiende la democracia, otro la aristocracia y Darío la monarquía15. Según nuestro exégeta, el texto sugiere que la división tripartita existía antes del siglo V a. C. pero su fuente original se ha perdido. Superficial en su desarrollo, el diálogo insinúa ya la subsiguiente división de las formas de gobierno entre las formas puras y las corrompidas.

    Rastreando la doctrina desde Jenofonte a Platón, d'Ors considera el mito platónico que hablaba de la época de Cronos cuando los hombres eran gobernados por los dioses. Pero Zeus hace girar la tierra en sentido contrario, desbarató aquel orden y los hombres hubieron de gobernarse por sí mismos. Según Platón, el mejor gobierno sería el del sabio. Añade d'Ors: «Platón piensa, naturalmente, en sí mismo»16. Tal gobierno de uno no precisaría ni del consentimiento de los gobernados ni la pauta de las leyes.

    A esta idea básica corresponde la República platónica, utópico arquetipo de una ciudad perfecta, estrictamente jerarquizada, en régimen de comunismo matrimonial y dominical para las clases altas, cerrada al exterior –es interesante la prohibición de viajar y, en todo caso, la prohibición de alabar dentro lo que se ha visto fuera– y culturalmente hieratizada por una educación oficial y una religión oficial atenazantes17.


    Platón, por supuesto, sabía que tal política era inviable en la práctica y quedó simplemente como un enlace entre el gobierno de los dioses y el gobierno de los hombres. No deben gobernar los propios hombres, sino las leyes, los nomoi que, a su vez, han de estar por encima de toda voluntad personal. La división tripartita se duplica ahora. Son gobiernos corruptos –tiranía, oligarquía, mala democracia– aquéllos que violan o prescinden de la ley ya que los individuos depravados que gobiernan lo hacen en servicio de sus propios deseos. Para Platón, el consentimiento de los gobernados para con su gobierno no es la característica de la monarquía, la aristocracia y la democracia. La legalidad es lo que separa a los gobiernos relativamente buenos de sus opuestos. Podríamos añadir a las observaciones de d'Ors que una característica de la política de Platón es la supresión de todos los factores extrajurídicos en el cuerpo político: e. gr. la supresión de la familia.

    Aristóteles no altera significativamente la división en seis de los gobiernos pero la afina rebajando la importancia de la legalidad y dando énfasis a la alianza de los buenos gobernantes con el interés o el bienestar de toda la comunidad. Hecho esto, la división tripartita tradicional pierde todo interés para Aristóteles que introduce, quizá por vez primera en la teoría occidental, la lucha de clases como definitiva para entender la vida política. La codicia de los ricos y la envidia de los pobres sólo puede ser mitigada por algún tipo de constitución o politeia mixta y la mayor parte de la Política de Aristóteles es un libro de remedios para conjurar las revoluciones provocadas por factores económicos.

    El arrinconamiento por Aristóteles de la división tripartita tradicional de las formas políticas es análoga, dice d'Ors, a la falta contemporánea de interés en dicho asunto –de ahí que d'Ors acuse tanto a Aristóteles como a la modernidad de indolencia intelectual en este asunto: pereza intelectual18. D'Ors ya estaba convencido en este momento bastante temprano del desarrollo de su propio pensamiento de que la doctrina antigua contenía en sí misma un germen de verdad, «un auténtico etymos nomos para la ciencia política de todos los tiempos»19.

    Insiste paradójicamente d'Ors en que la distinción de las formas corrompidas correlativas es una corrupción del esquema genuino. El injerto de criterios morales –como el de gobierno altruista y egoísta– es extrínseco al asunto. Es igualmente defectuoso el gobierno aritmético por muchos o pocos porque «una observación ajustada a la realidad lleva a la conclusión de que todo gobierno está en las manos de unos pocos, lo que supondría generalizar indebidamente el concepto de aristocracia u oligocracia»20.

    Luego de estas consideraciones históricas, d'Ors profiere su propia tesis: lo que tiene virtud más perdurable en la división tripartita tradicional se apoya en el criterio de la legitimidad del poder en relación con la estructura familiar descubierta en toda sociedad gobernada.

    Aunque el tema parece haber enmudecido en el texto, d`Ors va a dar validez a la antigua doctrina introduciendo una nueva teoría de la representación política. Una sociedad compuesta básicamente de individuos aislados con poca o ninguna tradición familiar se representa a sí misma en una democracia liberal: un individuo, un voto. Una sociedad dividida en una mayoría de individuos cuyas familias no cuentan social o políticamente, familias con escaso o ningún peso en la vida social, y una minoría aristocrática basada en familias distinguidas por sus nombres familiares, se representa naturalmente a sí misma en una república aristocrática. D'Ors encuentra aquí un modelo en la República romana con sus clases patricia y plebeya. Ello no significa que un plebeyo no pueda lograr la preeminencia política pero cuando la logra no es el representante de una familia. Este punto se demuestra fácilmente en la experiencia americana: un Kennedy es elegido porque es un Kennedy, el vástago de una familia ilustre. Un Dukakis llega a ser gobernador de un Estado y candidato para la presidencia (de los Estados Unidos) por ser quien es, no por su familia. Las dinastías emergen frecuentemente en las democracias liberales porque la estructura familiar de las mismas no ha eliminado todavía las pretensiones aristocráticas y, por lo tanto, familiares. El parangón de d'Ors es Roma. Podríamos añadir también el ejemplo de Inglaterra en las últimas centurias. Un Churchill alcanza la preeminencia porque es un Marlborough. Un Disraeli la alcanza por ser quien es. Que ambos fueran brillantes carece de relevancia. El senador Kennedy (Edward) no es individuo especialmente brillante y ni siquiera sus amigos lo discutirían. Pero representa a una familia ilustre y este es un billete o entrada para ser admitido en el poder político americano. Una sociedad en la que cada familia es una dinastía en sí misma se representa naturalmente a sí misma en una monarquía dinástica. La legalidad domina la democracia, la legalidad equilibrada por la legitimidad caracteriza a la aristocracia; y la legitimidad como previa a y legitimadora de la legalidad caracteriza a la monarquía. La monarquía supone el gobierno, no de un pueblo por un rey, sino de un conjunto de familias por una familia. El profesor añade, en un sabio aparte, que un signo del individualismo democrático es su ataque permanente a las diferencias entre hijos legítimos e ilegítimos, su intento de equiparar legalmente a unos y otros. No por caridad afectuosa para con estos jóvenes desgraciados sino por resentimiento contra la familia como institución incapaz de hallarse realmente «en casa» en una sociedad que sólo reconoce jurídicamente la existencia del individuo solitario. Añadiría, como deducción propia de lo que precede: donde la familia carece de representación política, la monarquía es una forma innatural de gobierno, la superimposición de una momia dinástica coronada sobre un cuerpo extraño a su esencia. Donde los padres son reyes en sus propias familias, uno de ellos –un rey dinástico– es el padre de todos los padres. El cambio de paternidad no preocupará lo más mínimo al profesor Álvaro d´Ors. En efecto su adhesión al ideal monárquico carlista donde el rey reina y gobierna y su desprecio por la monarquía constitucional liberal europea contemporánea es eco fiel de una teoría que es totalmente filosófica. El concepto de república no es lo contrapuesto a monarquía. Ha habido repúblicas de transición y monarquías de transición. El enemigo de la monarquía legítima es la monarquía ilegítima, la usurpación en el sentido estricto del término.

    D'Ors indica que las consideraciones morales de Aristóteles para distinguir la tiranía de la monarquía no afectan al núcleo del problema. Un tirano, de facto, puede gobernar bien y un buen rey dinástico puede gobernar deficientemente. La diferencia formal entre ambos ha de ser buscada en otra parte, en el origen de su poder. El rey legítimo hereda de su padre lo mismo que el hijo legítimo hereda del suyo. Cuando los acontecimientos van mal para el rey legítimo –lo mismo que para el padre legítimo de cualquier familia honrada– los suyos se unen más aún en torno a él. Luis XIV tenía su espalda contra la pared cuando los ejércitos de la alianza continental amenazan penetrar profundamente en Francia a menos que retirase la pretensión de su nieto al trono de España. El rey francés convoca un consejo de los de sangre real para asesorarle en cuanto a su deber. Cuando los cañones tronaban y Marlborough estaba a sus puertas, Luis olvida sus pretensiones absolutistas y recuerda que su poder se fundaba no en sí mismo sino en su familia. D'Ors suele indicar que luego de la derrota de Austerlitz, el emperador de Austria Francisco II es vitoreado en Viena por el pueblo pero que el mismo emperador se inquiría si la misma recepción habría sido tributada a Napoleón en París en el supuesto de haber perdido una batalla tan crucial. El tirano ejerce un poder que no le ha sido transmitido. Nada hay tras él. Ha de ir de victoria en victoria o morir. Podemos aducir aquí como prueba a Adolfo Hitler.

    Por cierto que, de hecho, toda dinastía, en su origen, es impuesta por la fuerza, pero su legitimación no depende del fundador sino de sus descendientes que heredan.

    La virtud de un rey no está en ser uno, sino en ser legítimo, en ser la suprema personificación viviente y perdurable de toda lealtad y de toda legitimidad21.


    De ahí que la distinción tripartita clásica, aunque deficientemente articulada por los griegos, contenga en sí misma una serie de principios de verdad perdurable para la filosofía política. Incluso están insinuados, insiste d'Ors, en las propias palabras griegas usadas para designar las tres formas de gobierno.

    Cracia, como en la democracia o en la auto-cracia del tirano, o en la aristocracia, quiere decir simplemente el hecho del poder político; arquía, en cambio, es cabalmente el poder originario, es decir, la legitimidad familiar. Así, en la monarquía, el poder de la familia real; así también en la oligarquía, el poder de las familias con abolengo22.


    El tratamiento orsiano del tema de la legitimidad es un ejemplo admirable de su genio para manejar consideraciones filosóficas con sus encarnaciones históricas que incluyen, aunque no sean agotados por él, el propio lenguaje que usamos al discutir materias políticas.


    AUTORIDAD Y POTESTAD

    En sus Ensayos de teoría política, d'Ors concluye un largo estudio sobre la legitimidad con una advertencia: no confundir legitimidad con autoridad. Las autoridades no son legítimas ni ilegítimas. Los adjetivos corresponden a los poderes. Tendemos a confundir el concepto de autoridad con el de potestad por varias razones. La dificultad para verter la palabra latina auctoritas en una palabra griega comparable y la ausencia en griego de cualquier palabra que corresponda exactamente a la romana auctoritas oscureció los conceptos y tendió a convertir lo auténtico, authenticum, en el sentido de una autoridad superior. Ello degenera en aceptar como una autoridad cualquier poder superior23. De ahí que quien era un poder delegado tendiera a considerarlo como proveniente de una autoridad superior. Así, el policía se refiere a su autoridad como algo que le ha sido delegado.

    Gusta d'Ors de recordar al crítico literario que reventó un teatro de Madrid, perturbando la sala entera, gritando que la pieza era un desastre. Cuando abordado por la policía insistiendo que era la autoridad pública y no podía permitir esta perturbación del orden, el crítico insistía ¡que no!, él era la autoridad en materia de teatro, ¡estaba en lo cierto! ¡El era la autoridad! La policía erraba: ellos no tenían autoridad, pero tenían potestad para hacer cumplir el orden y, por lo tanto, para expulsarlo del teatro.

    ¿En qué consiste, entonces, la distinción entre potestad y autoridad? Arribamos aquí a lo más original y ciertamente a la clave de la teoría política orsiana. Refinada, corregida y ampliada a través de unos cuarenta años de vida intelectual24, la teoría de d'Ors madura lentamente, incluso tímidamente conforme corregía, enmendaba, afinaba. Henri Bergson escribió que cuando dos intuiciones se cruzan en la mente de un pensador, ha nacido una nueva filosofía. Las dos nociones que se cruzan, podríamos decir que chocan, en el pensamiento del profesor d'Ors son las de potestad y autoridad.

    Como indica y aclara este estudio, d'Ors comienza frecuentemente con las raíces históricas o etimológicas; a veces comienza en los inicios, en los principios consustanciales a la naturaleza humana. Al elaborar su doctrina de la potestad-autoridad, d'Ors da por aceptada la verdad de que el alma humana tiene dos facultades, entendimiento y voluntad. Lo cual sitúa firmemente a don Álvaro en la amplia tradición clásica y cristiana de la que es uno de sus recientes representantes. El profesor no se detiene para demostrar esta verdad. Cabe presumir que dicha defensa compete al metafísico. D'Ors, no obstante, usa y aclara constantemente esta división de facultades. Corresponde a la facultad del entendimiento el conocimiento, la ciencia y, a veces, la sabiduría. A la facultad de la voluntad corresponde la potestad, frecuentemente el ejercicio de la libertad. Es propio del entendimiento, por lo tanto, saber y sólo saber; la inteligencia nada hace; simplemente, entiende lo que ha de ser entendido. Es propio de la voluntad hacer, actuar; la voluntad en cuanto tal no entiende nada, desea, manda25. En la vida, sin embargo, estas dos facultades cooperan y sin esa cooperación la inteligencia no produciría fruto y la voluntad sería ciega.

    Hasta aquí, por tanto, nada que no fuera bien sabido y expresado en la amplia tradición clásica y escolástica que d'Ors hereda, como los demás, del pasado. Pero el teórico español añade ahora lo siguiente: el entendimiento responde a las preguntas que le plantea la voluntad; la voluntad, a su vez, pregunta a la inteligencia sobre lo que debe ser hecho. El que entiende responde; el que puede actuar, pregunta.

    «Pregunta el que puede; responde el que sabe»26. En los inicios del desarrollo de esta dualidad de conceptos que reflejan una dualidad en la naturaleza humana, d'Ors tendía a ligar entendimiento con verdad y verdad con autoridad: quien posee alguna verdad –o cuerpo de verdades– acerca de algún asunto determinado del ser. Si yo quisiera conocer algo acerca de esa dimensión determinada y definida de lo real, preguntaría al sabio, al sapiens, al experto. En lenguaje ordinario, recurro a la autoridad. Don Rafael Domingo, al resumir la enseñanza de d`Ors en este punto, indica como don Álvaro retrotrae el concepto de autoridad a sus raíces romanas27. El término latino augeo denota la idea de expandir, añadir a, ayudar, ampliar, llenar lo que aún no está lleno. Lo que es llenado es alguna potestad o potestas que pregunta al que posee la autoridad, «conoce la verdad».

    La estructura ontológica es fácilmente identificable en la vida diaria. Cuando estoy enfermo, consulto a un médico, una autoridad en materia de salud. Mi poder de seguir su consejo sigue libre. No hay libertad en la autoridad, sólo en la potestad. La autoridad, así, responde a la potestad y esto es cierto no sólo en los pormenores triviales de la vida diaria sino también en toda la gama de la existencia social y política.

    Cuando la potestad y la autoridad son socialmente reconocidas, son formalmente constitutivas de la vida política colectiva. El profesor d'Ors advierte que, con gran frecuencia, la autoridad de un individuo sólo llega a ser reconocida después de su muerte; lo cual ocurre de vez en cuando respecto a adelantos realizados en las ciencias y siempre en el caso de doctores sin empleo pero con aspiraciones. La propia sociedad debe confirmar la autoridad reconociéndola públicamente. Afinando su idea, d'Ors distingue a veces el mero saber de la autoridad, restringiendo la segunda noción a la verdad, al conocimiento, elevado por la sociedad ante sí misma28. Se encuentra entre sus modelos el Senado romano durante el pleno apogeo de la República. Privado de potestad, el Senado era consultado por los instrumentos del poder político en cuanto a qué debe hacerse, cuál es la verdad (con más frecuencia práctica que especulativa) respecto a una u otra posibilidad de acción. Ante un tribunal, el testigo, testis, tiene una autoridad sobre los hechos en un litigio admitido por el tribunal. Con la edad, el conocimiento asume con frecuencia el carácter de sabiduría y la sociedad suele reconocer la autoridad del prudente: auctoritas prudentium.

    D'Ors distingue cuidadosamente la autoridad del prestigio, una característica con la que suele identificarse la autoridad. Un profesor de universidad que hace su trabajo con descuido carecerá de prestigio pero todavía goza de autoridad. El prestigio es moral, un reconocimiento de la virtud, mientras que la autoridad concierne al saber, pero a un saber socialmente reconocido. Un saber no reconocido no es operativo. Alguien debe reconocer que yo sé algo; de otro modo no me pregunta y yo no puedo responderle. De ahí que el saber no reconocido no responda y lo que distingue a la autoridad es que responde a preguntas que le plantean quienes tienen potestad. Como queda indicado, en los asuntos de la vida diaria, la tesis orsiana parece casi evidente por sí misma. Un saber que no es buscado, que es desconocido o no reconocido, es estéril, violando así la propia comunicabilidad que va unida al saber humano. A la luz de la distinción de d'Ors entre el saber reconocido y el no reconocido, aparece realzada la tragedia del sabio olvidado o ignorado. Parecería que todo saber tiende a convertirse en autoridad y cuando no ocurre así –lo cual es frecuente en la vida– alguna violación ontológica ha herido a la persona de que se trate.

    El género en este contexto es reconocimiento social que se bifurca en dos especies, potestad y autoridad. Si una posesión no reconocida de saber carece de autoridad, un poder no reconocido carece asimismo de potestas. Poder, en el sentido de mera fuerza, lo es sin delegación. El matón de la aldea tiene fuerza pero nadie se la ha otorgado. Genuinamente, el poder político es siempre recibido, delegado, nunca originario salvo el poder de Dios. Detrás de todo poder político en la tierra hay alguna fuente que otorga el poder, en último término Dios pero, próximamente, un conjunto de factores operativos en el seno de una sociedad; i. e. una constitución escrita o no escrita, una tradición viva que incorpora usos y leyes, privilegios y derechos (fueros en el contexto español), etc.

    Pero mientras que el poder es siempre delegado y puede ser delegado de nuevo en una escala descendiente de instituciones políticas, la autoridad nunca es delegada. Al no haber sido recibida, la autoridad es adquirida y, subsiguientemente, es socialmente reconocida. La Universidad no me delega mi autoridad como profesor de filosofía: la Universidad reconoce esa autoridad al contratarme. La causalidad es mutua. Yo no puedo, insiste nuestro autor, delegar un saber y, en consecuencia, mi autoridad. Si falto a una clase, alguien puede sustituirme pero no le delego mi autoridad. En cuanto sustituto entra en la clase con su propia autoridad aunque sólo dure un día. Si bien unidas en cuanto a su reconocimiento social, auctoritas y potestas se distinguen no solamente por la característica de responder y preguntar sino también por la nota de no delegabilidad y delegabilidad. Estas son, en la terminología de Aristóteles (raramente usada por d'Ors) propiedades de la esencia a que nos referimos.

    La confusión de autoridad y potestad ha penetrado en la estructura de muchas lenguas occidentales, incluido el inglés. Mientras que la esencia de la autoridad queda bien atestiguada en frases como me dirijo a la autoridad cuando pregunto sobre mi salud, mi automóvil, mis obligaciones morales, mis declaraciones de impuestos, el término se usa deficientemente en frases ceremoniales como «En virtud de la autoridad con que he sido investido, yo, alcalde de esta ciudad, os nombro primer concejal». Es del todo obvio que usamos la palabra autoridad equívocamente: conferir es una cosa; aconsejar otra distinta. El alcalde tiene la potestad de designar a este funcionario, un poder que le ha sido delegado por el poder superior que fuere, en el que se apoya su cargo político y, en una serie en cascada de actos, delega su poder al primer concejal para ejercer algunas actividades concretas en la ciudad. El poder del alcalde le ha sido investido, es decir conferido por un poder más amplio y fundamental. Mas la autoridad no puede ser investida, insiste nuestro autor. La autoridad sólo puede ser reconocida y el reconocimiento no es un acto de conferir u otorgar. Una vez reconocida, la autoridad es tenida en cuenta en cuanto responde a quienes tienen potestad. Ni doy autoridad a un individuo ni autoridad alguna puede dar nada salvo su saber. Estas distinciones están finamente desvaídas en el lenguaje ordinario y, a veces, se han desvanecido del todo. Indica d'Ors con frecuencia que la tradición escriturística heredada de los hebreos, la tradición filosófica de los griegos y la jurídica de los romanos, no se transfieren fácilmente a otra pero las tres son la verdadera esencia de nuestra herencia común. Las proposiciones de d'Ors han de ser entendidas como juicios equilibrados que han de ser tomados en un sentido relativo. El reconocimiento social no ha de ser, nunca lo es prácticamente, unívocamente monolítico, totalitario o mayoritario. Mi autoridad como profesor universitario no precisa ser reconocida por la ciudad que circunda a mi Universidad. La autoridad de un científico no precisa ser reconocida por el diario dominical. Una y otra ni reconocen ni dejan de reconocer las autoridades de que hablamos porque caen fuera del ámbito de las verdades que encarnan. Según cabe presumir una cosa es saber que alguien es una autoridad y otra ser capaz de preguntar a dicha autoridad. La señal de la potestad, como queda dicho, «es su capacidad para actuar a la luz de preguntas inteligentes planteadas a quienes tienen autoridad».

    Si potestas y auctoritas van unidas en cuanto reconocidas socialmente, también lo van en ser personales. D'Ors insiste –esto es crucial para toda su tesis– que no hay poder ni autoridades impersonales. Esa convicción se retrotrae a su concepción realista del ser humano. Sólo los seres individuales tienen inteligencia y voluntad; dado que la autoridad y la potestad son extensiones de estas facultades, se sigue que ambas son ejercicio de agentes humanos.

    Insiste don Álvaro en que la autoridad, propiamente entendida, está totalmente privada de potestad. De ahí que la expresión autoridad moral sea una tautología. Toda autoridad es moral si entendemos por moral aquello que se contrapone a poderoso. D'Ors emplea raramente la distinción escolástica entre el poder y sus dos instrumentos, la persuasión y la fuerza, pero en su pensamiento nada encuentro hostil a esta concepción. La autoridad, si entiendo correctamente a d'Ors, ni persuade ni fuerza: declara la verdad cuando es preguntada por la potestad competente para hacerlo.

    En un interesante ensayo dedicado a la función del profesor universitario, El profeor29, d'Ors desarrolla lo que podríamos llamar un caso-prueba de su teoría. El catedrático –equivalente español aproximado a nuestro full professor norteamericano– tiene licencia de la Universidad para enseñar su disciplina. Esta licencia es el reconocimiento social que sella su saber con la autoridad. Mas si toda autoridad responde y toda potestad pregunta ¿cuál es la potestas que corresponde a la auctoritas del profesor? Responde d'Ors, sin dudar, que la potestad es aquí el estudiante. El estudiante, al matricularse en la Universidad, tiene la potestad de recibir una educación y esta potestad es socialmente reconocida. Al iniciar su vida universitaria –su carrera, como dicen los españoles– sólo puede formular preguntas muy generales. Estas preguntas se agudizan, son más afinadamente expresadas, conforme el estudiante es introducido gradualmente en la disciplina de que se trate. Aunque el profesor pueda formular preguntas a los estudiantes, lo hace únicamente para que el estudiante sea capaz de formular preguntas cada vez más precisas y profundas al profesor.

    La autoridad de los profesores tiene su correspondiente potestad en el cuerpo estudiantil. Para d`Ors, la administración de la Universidad es una extensión del poder del cuerpo estudiantil. Dirige o debería dirigir las doxai de Parménides de la vida académica y no debería hacer otra cosa. Lo mejor que un rector puede hacer, de acuerdo con d'Ors, es pronunciar su discurso inaugural al comienzo del año escolar y permanecer callado después. La teoría de d'Ors parecerá caótica a los académicos y administradores norteamericanos pero su sobresalto es, simplemente, un testimonio a favor de la verdad según la cual la confusión entre autoridad y potestad está tan imbuida en la vida occidental que su adecuada separación que asegura la libertad del profesor ha de parecer, sin duda, como un caos. Hay una cualidad radical en el tradicionalismo de don Álvaro que considera a la universidad liberal producida por la modernidad como una violación intolerable de la libertad intelectual en la clase. Como en un aparte, d'Ors indica la tentación de los profesores en convertirse a sí mismos en administradores y advierte que las tareas administrativas han de ser asumidas a regañadientes por ellos y sólo por ciertos períodos de tiempo. Pertenecen a la administración un racimo de pericias que son antitéticas a las que caracterizan al individuo dedicado a la sabiduría. El orgullo implícito en la autoridad anhelando convertirse en potestad –en este caso potestad nimia– es tan vieja como la República de Platón.

    Saber no es poder y la insistencia de Bacon en que lo es, señala el comienzo de la tecnologización –del saber que se ha convertido hoy en gobierno de tecnócratas.

    El tema lleva a d'Ors a comentar la cuestión de la libertad académica. Lo que ha de ser enseñado compete a la Universidad como tal y a sus patrocinadores; en el caso de una Universidad Católica, el magisterio de la Iglesia será la guía y el límite. Pero este asunto es raramente tratado por nuestro autor. Está más interesado en la que llama la libertad formal del profesor para enseñar como lo estime adecuado sin interferencia exterior. Si el profesor es la autoridad, la interferencia exterior, administrativa o de otro tipo, son una violación de su libertad. La imposición de lecturas y de textos por los departamentos son perfectamente adecuadas para enseñar a niños pero, a nivel universitario, son una violación de la propia esencia de la autoridad profesoral.

    Resumiendo lo que he calificado como caso prueba, la transformación gradual del profesor en funcionario de un Estado que prepara a los estudiantes para asumir sus papeles en la sociedad ha desdibujado su papel esencial como voz autorizada de un saber y, con frecuencia, de una sabiduría.

    En sus Doce proposiciones sobre el poder30, el profesor d'Ors habla de una pluralidad de potestades organizadas jerárquicamente que participan todas en una función directiva o de guía de un gobierno cuyo mismo nombre proviene del timonel de un barco31. Cuando la potestad del gobierno que implica la aceptación social de los gobernados es meramente convencional y sujeta a cambio constante, tenemos delante un poder o potestas democrático. Este, como queda indicado antes, es exclusivamente legalista y sólo presupone una sociedad compuesta por individuos32. «En la medida en que la potestad deriva de una exigencia natural tradicionalmente impuesta que no depende de la convención actual del grupo, se manifiesta este como una comunidad, y se rige fundamentalmente por el principio de la legitimidad... ». «El reconocimiento social del poder, que lo convierte en potestad, depende de la convicción expresada por su saber socialmente reconocido que se llama autoridad»33. La multiplicación de poderes en el seno de una sociedad, tendentes todos los gobiernos al bienestar social del individuo armonizado por una o más de las formas de gobierno clásicas o, presumiblemente, por sus muchas combinaciones, abre la puerta al papel crucial del famoso principio de subsidiariedad, «el primer principio de la organización social según la doctrina católica»34.

    Este principio cuando es desarrollado por los Papas León XIII y Pío XI concebía al Estado moderno devolviendo a la sociedad aquellos organismos autónomos que el Estado había debilitado durante cuatro siglos de modernidad. Los documentos papales tienden a hablar de un movimiento descendente en el que el Estado se descargue a sí mismo de esta usurpación. En una forma de gobierno no estatista, sin embargo, el movimiento sería ascendente, desde la entidad menos poderosa o inferior hasta la más elevada. Nuestro autor entiende la subsidiariedad como abarcando una síntesis de libertad y caridad. Libertad: toda institución social ha de ejercer su propia libertad para conseguir los fines que le son consustanciales. Cuando la institución de que se trate sea capaz de alcanzar objetivos, ha de ser dejada sola por todas las demás entidades sociales y políticas, presumiblemente más altas y más poderosas. Caridad: cuando una institución –familia, municipio, etc.– es simplemente incapaz de cumplir sus propios fines, entonces el organismo más próximo a ella en cuanto a superioridad debe ayudar a la inferior. Pero, advierte d'Ors, este principio es frecuentemente malentendido incluso por quienes creen apoyarlo. La subsidiariedad tiene poco que ver con la eficiencia técnica. Un grupo social superior puede ser capaz de hacer el trabajo de un grupo o persona inferior de modo más eficiente, de un modo técnicamente superior, pero esta consideración no justifica la interferencia. ¡Si la sociedad inferior alcanza sus objetivos, incluso de manera poco sistemática y a troche y moche, hay que dejarla sola! No hay que violar su libertad. (Me viene a la memoria la encantadora Schlamperei (amable negligencia) vienesa y la chanza de Chesterton de que alguien sería capaz de hacer el amor a mi mujer mejor que yo, pero ello no es razón para que lo haga). Únicamente una seria quiebra de la institución de que se trate justifica la intervención de un órgano social más elevado. Es interesante que d'Ors considere esto como un acto de caridad. La caridad, a su vez, no debe ser confundida con la ingerencia de tecnócratas entrometidos. Toda política es una red de poderes menores de una potestas superior que es el gobierno par excellence. Cuando el poder, advierte d'Ors, es confundido con la autoridad, la autoridad cesa como freno o límite del poder sobre el que se supone ha de actuar. La autoridad, pues, no sólo responde sino que sus respuestas funcionan también como limitaciones, especificaciones, del alcance de la actividad del poder. Aun cuando nuestro autor admite que, en ocasiones, la potestad y la autoridad pueden residir en la misma persona (lo admite más bien con nerviosismo) insiste en que no deben hacerlo en la misma dimensión de lo real.

    D'Ors enseña, por tanto, como queda indicado a lo largo de este estudio, que la relación autoridad-potestad es plenamente natural, arraigada en las dos facultades espirituales del intelecto y la voluntad. No obstante ello, la naturaleza humana existe en un estado caído y lo que es perfectamente natural, normal, aparece con frecuencia nebuloso en la existencia histórica.


    EL DESDIBUJAMIENTO DE LA AUTORIDAD Y LA POTESTAD

    La filosofía política –hablo en nombre propio por un momento– es una tensión vivida por un individuo que es tentado, al menos potencialmente, hacia la praxis política por un lado y hacia la pura especulación metafísica por otro. Su éxito como filósofo político se mide con frecuencia por su habilidad para vivir en esta tensión, no cediendo ni a una ni a otra de las tentaciones. Su especulación ha de trascender la realidad histórica pero ha de asumir su punto de partida desde la historia y ser capaz de esclarecerla. Como ejemplos clásicos, podemos traer a colación las especulaciones de Platón y de Aristóteles sobre la polis griega y las de Cicerón sobre la República romana.

    Hablando como filósofo tomista, podría señalar que, desde un punto de vista epistemológico el asunto puede ser aclarado en los términos de dualidad que hay en todos los juicios: mientras que la cosa entendida, con frecuencia una complejidad histórica separada en juicios previos, desempeña el papel de objeto, esa cosa es entendida en términos de predicados universales35. Estas formalidades, estas inteligibilidades, son descubiertas primero y predicadas después de las cosas mismas. Cuando la cosa, la res, es política, la res publica, entonces la mente está ocupada en un asunto que se mueve en el tiempo histórico. De ahí que la filosofía política manifieste siempre una realidad histórica y singular entendida en términos de verdades objetivas. Esta scientia está ocupada en verdades objetivas descubiertas en alguna existencia histórica. Si no fuere así trataríamos de ideología, no de filosofía.

    El arco completo de la enseñanza de Álvaro d'Ors sobre filosofía política me lleva a pensar que podría estar de acuerdo con la definición que Yves Simon da de ideología: una filosofía elaborada para defender una postura política concreta. El marxismo viene enseguida a mi mente. La cuidadosa distinción de d'Ors entre su obra científica y sus escritos ocasionales en defensa de la política tradicionalista o carlista indica que la distinción entre ideología y filosofía política siempre ha actuado en su pensamiento. D'Ors es casi único en los círculos académicos españoles en cuanto a esta severa objetividad intelectual. Es bastante común en la España de hoy usar un puesto universitario como escabel hacia el poder político. Don Álvaro jamás ha sido ministro de gobierno alguno ni candidato para un puesto político. En un sentido profundo es una encarnación viva de su propia insistencia según la cual la autoridad nunca manda, sólo responde y aconseja. La teoría de d'Ors sobre la autoridad y la potestad debe hacer la historia inteligible trascendiendo simultáneamente cualquier momento concreto de la misma. He indicado que don Álvaro descubre filosóficamente y, en consecuencia, como algo natural, la polaridad autoridad-potestad. Procedamos ahora a considerar cómo sitúa estas inteligibilidades en la existencia histórica. Como jurista experto en Derecho romano y Filosofía jurídica no nos sorprende que d'Ors extraiga de la experiencia romana la teoría que ha elaborado a lo largo de una vida dedicada a la especulación. Expresado con mayor exactitud: la teoría emerge de su concreción histórica. Una especie de inducción aristotélica actúa en el pensamiento del teórico español.

    El ejemplo más primitivo de la distinción entre autoridad y potestad, en nuestra civilización, yace en los remotos orígenes del orden romano. El colegio de los augures que lee los signos de la voluntad de los dioses en el vuelo de las aves y en otros fenómenos naturales, era consultado por los reyes, depositarios del poder político. En este alba de nuestro patrimonio histórico estaba ya presente una conciencia viva de que el poder político debe responder ante algo que estaba detrás de él36. La autoridad sagrada de los augures y el poder político de los reyes se mezclaban en una especie de unidad feliz en este nacimiento de Roma. La militarización gradual y, por tanto, la secularización del poder real en el período etrusco despoja a los reyes de la autoridad augural. La tradición romana, al encontrar su plena justificación gracias a una especie de lógica elaborada en la alquimia del tiempo, marca gradualmente con una aprobación colectiva la distinción entre el que tiene potestad y el que tiene autoridad, entre el que manda y el que autoriza. Alcanzando su apoteosis en el período brillante de la República romana, la autoridad aparecía centrada en el Senado y operaba como un freno efectivo sobre el poder de los magistrados al mismo tiempo que servía como faro que guiaba sus decisiones. La auctoritas del Senado controlaba moralmente el imperium del poder ejecutivo. El cometido del anterior colegio augural se amplía por la algún tanto más reciente autoridad del Senado. Los magistrados que preguntaban acerca de lo que debían hacer y el Senado, respondiendo con su sabiduría, formaban una cristalización de la relación permanente y natural que hay entre la voluntad y el intelecto37.

    Una confusión muy temprana de la distinción potestad-autoridad puede ser descubierto en la sustitución gradual de los augures por los harúspices que predecían el futuro y leían los presagios de los dioses según se lo ordenaban los magistrados. Los harúspices se convierten en funcionarios del poder político, individuos subordinados a los magistrados, a los generales y a otros a quienes pertenecía el poder del orden político romano. Atentos al favor de sus clientes, leían con frecuencia los presagios de los tiempos tal como querían sus amos. Cicerón dice de ellos que eran «impostores que nada tenían que ver con los verdaderos augures». En esto, como en otros muchos casos, Cicerón lamentaba la desaparición del orden antiguo. Así pues, el declive de la autoridad sagrada de los augures, como hemos dicho, cede el paso a una autoridad más secular, la del Senado. La independencia del Senado, cubierto al principio con una autoridad a la que apelaba el poder político, es amenazada por primera vez por Octavio César Augusto, que desdibuja más aún la distinción potestad-autoridad. En la época media y tardía del Imperio el Senado había perdido prácticamente su verdadera autoridad aunque el poder de la tradición romana era tan robusto que la ficción de un Senado independiente se mantiene hasta los últimos días del Imperio.

    La antigua y muy natural distinción entre potestad y autoridad renace en la tradición medieval cuando el poder real es contrapesado por la autoridad papal. Una inauguración38 viva del poder político por la autoridad eclesiástica era la coronación imperial a manos del Papa, acto que comienza cuando León III corona a Carlomagno emperador en la Navidad del año 800. El Estado moderno, creación de la monarquía francesa cuyo apologeta es Bodino, identifica efectivamente la autoridad con el poder político a fines del Renacimiento y en los primeros decenios de la época moderna. La pérdida de la autoridad divina independiente aparece dramáticamente escenificada por Napoléon cuando toma la corona de manos de Pío VII, la corona con que el Papa iba a coronar al propio Napoleón, autorizando así, inaugurando el nuevo Imperio, bendiciéndolo con su autoridad. Napoléon se corona a sí mismo. Me atrevo a imaginar que don Álvaro estaría de acuerdo conmigo en que era mejor así: el Papa se lava sus manos, aunque involuntariamente, de los horrores que seguirían a la coronación de Napoleón. Al coronarse a sí mismo, Napoleón mostraba al mundo lo que ya sabía: Roma no tiene ya más autoridad en los asuntos de Estado en lo que antes había sido una comunidad cristiana de naciones. La voluntad del príncipe era la última palabra en asuntos políticos. Que la Revolución francesa convierta la voluntad del príncipe en voluntad de la mayoría es simplemente una rúbrica democrática a un documento redactado desde hacía mucho tiempo. Napoleón es el primer soldado de la Revolución. El hombre occidental ha sufrido las consecuencias de esta abominación en el totalitarismo de nuestro siglo.

    La usual división de poderes liberal en tres era una táctica para evitar la tiranía y asegurar la libertad del súbdito. D'Ors indica que la división de Montesquieu nunca ha funcionado. Mucho antes que don Álvaro, Donoso Cortés indicaba que la supuesta división tripartita en Inglaterra, el ejemplo quintaesencial citado por Montesquieu, enmascaraba la verdad39. Desde la sucesión protestante en 1688, el poder en Inglaterra reside en el Parlamento y en ningún otro lugar. El Parlamento, hasta hace muy poco, ha sido el representante de una amplia aristocracia basada sobre el saqueo de las tierras pertenecientes a los monasterios y esa clase ha gobernado al Reino Unido durante más de cuatrocientos años. El profesor d'Ors señala el fallo esencial en la división liberal tripartita de poderes. Si el poder está dividido en tres de modo que uno o dos de esos poderes puedan controlar las excesivas usurpaciones del tercero, dicho poder –sea legislativo, judicial o ejecutivo– es no sólo lo que es como poder constituido sino además una autoridad sobre los poderes vecinos que pretende juzgar. D'Ors no suscribe exactamente la insistencia de Donoso para el que el poder político es necesariamente uno limitado subsiguientemente por un conjunto de jerarquías, autoridades. Pero, una vez más, d'Ors tampoco rechaza exactamente la tesis. La ignora en gran medida porque su foco se encuentra en otra parte: lo innatural de cualquier poder que se confunda con la autoridad. En breve: el profesor no objeta tanto a que los poderes sean tripartitos como a su presunta capacidad para controlar o limitar las usurpaciones de un poder sobre las otras ramas del gobierno. La tripartición del poder político confunde simplemente el mismo problema que encontramos cuando cualquier poder, sea uno o muchos, es idénticamente una autoridad. Este presupuesto del Estado moderno reduce toda autoridad a alguna autoridad-potestad unívocamente concebidas, el príncipe o la voluntad del pueblo. En efecto, d'Ors lee lo que Polibio explica de la constitución de la República romana como el malentendido por parte de un griego de algo que era quintaesencialmente romano: los poderes romanos no se controlaban uno a otro; eran controlados por autoridades, principalmente por la del Senado que carecía de poder.

    La insistencia de Donoso Cortés acerca de la unidad del poder puede, quizá, ser explicada de acuerdo con la metafísica tomista del ser. El poder ha de estar en la dimensión de la existencia; el poder es un poder ejercer. En Dios, el poder va unido al ser, pero no podemos descubrir en parte alguna –dentro del propio ser– alguna especificación o determinación del poder. Esta especificación, que en sí misma es algún tipo de limitación, debe provenir de un principio no idéntico al poder: i. e. el orden de la esencia o la determinación de la existencia. Un poder ilimitado, que no sea Dios, es una monstruosidad metafísica. Don Álvaro d'Ors, manteniendo con Donoso pero independientemente de la especulación de éste, que el poder no puede ser especificado procediendo de él mismo, no ve dificultad para hablar de muchos poderes en un orden decreciente de delegación. Estos poderes responden a las autoridades porque preguntan qué debe hacerse. De este modo, la dualidad de don Álvaro potestad-autoridad corresponde también a la dualidad de Sto. Tomás esse-esencia. Una esencia determina, limita y especifica el acto de existir, al igual que la autoridad determina, limita y especifica al poder. La diferencia entre Donoso y d'Ors en este asunto nada tiene que ver con si el poder es siempre determinado por un principio que no sea él mismo, las jerarquías en Donoso y las autoridades en don Álvaro. La diferencia parecería estar –mi sugerencia es provisional– en la insistencia de Donoso en que el poder no sólo es unitario sino que sólo hay un poder unitario en el orden político. Nada encuentro en el profesor d'Ors que corresponda a esa proposición. El poder es siempre delegado de alguna fuente primaria, pero hay muchos poderes. Los muchos ejemplos de don Álvaro son tomados de situaciones constitucionales españolas y otras europeas, pero su teoría es igualmente aplicable a los Estados Unidos de América.

    En esta nación, el poder judicial intentó asumir las prerrogativas del legislativo durante muchos años durante el dominio del llamado Tribunal Supremo de Warren. Todo género de política social, alguna beneficiosa y otra posiblemente no, fue judicialmente legislada sin consideración a la rama legislativa del gobierno y, con gran frecuencia, sin tener para nada en cuenta la voluntad de los respectivos Estados que forman la Unión Americana. Más recientemente el Congreso se ha constituido a sí mismo como la autoridad acerca del comportamiento del presidente y «sus hombres». En el momento de redactar este escrito el propio Congreso, que es el depositario esencial del poder político norteamericano, ha asumido la función de autoridad en un intento de vigilar su propia conducta. El Congreso obligó a dimitir al Speaker of the House por un supuesto uso inadecuado de fondos acopiados para su reelección. Retrocediendo un tanto en la historia podríamos recordar la experiencia política del rey Jorge III en Inglaterra, que no estaba satisfecho, según parece, de ser un mero servidor de la clase aristocrática a la que su casa debía el trono. Privado de poder político pero provisto, como administrador ejecutivo, de una inmensa riqueza financiera, el rey trató de comprar al Parlamento, depositario del poder en Inglaterra. Su experimento fracasó porque la influencia, sea regia o de otra especie, es una cosa y el poder es otra totalmente distinta. Jorge III no era lo que llamamos hoy en los Estados Unidos un lobbyist rico, sino un lobbyist que fracasó.

    La confusión subsiguiente ha sido siempre intolerable porque ninguna de las tres ramas del gobierno puede reivindicar una autoridad independiente. El resultado en estas últimas generaciones ha sido una creciente tecnologización del gobierno en la que el poder político se ha visto constreñido a recurrir a la autoridad de sus propios técnicos. El poder, en nuestros Estados modernos, tiende inexorablemente hacia la tecnocracia. El orden natural de las cosas ha sido invertido. La prudencia política, gnome, es la prudencia para gobernar. Pero la empresa gubernamental es tan vasta que no hay individuo ni corporación capaz de gobernar sin consejo, la prudencia conocida como eubulia. La sabiduría propia del poder político incluye la sagacidad necesaria para escoger sabiamente a los asesores. Pero estos consejeros, poseedores de conocimientos y, en consecuencia, de alguna autoridad, no deben gobernar. Su función debería ser netamente restringida a responder cuestiones que les planteara el poder político de que se trate. De hecho, sin embargo, el poder va escapándose inadvertidamente del gobierno y la política sigue de manera creciente los dictados de la eficacia y la posibilidad técnica. ¡Un astronauta norteamericano dijo a un periodista que le preguntó por qué vamos a la luna, que vamos allí porque podemos ir! Esta es una respuesta técnica a una pregunta política prudencial que confunde las cosas. La posibilidad técnica, atestiguada por una autoridad técnica, se ha convertido en un dictado político.

    D'Ors indica frecuentemente que esta confusión entre la prudencia política y la prudencia técnica es una espada de dos filos. O bien la autoridad tiende hacia el poder (como en la situación universitaria en que los profesores apetecen los puestos administrativos) o bien el poder sueña en convertirse a sí mismo en autoridad como en el Estado moderno. La primera tentación es platónica; la segunda baconiana. Cuando el sabio, aunque sólo lo sea en computadores y curvas estadísticas, se viste con el manto del poder político, la libertad es destruida. Cuando las matemáticas se tornan política, la política tiende a demostrar en lugar de a juzgar. No hay libertad en la demostración científica. La libertad es consustancial con el poder pero con un poder que no sólo consulta a autoridades más altas tales como la Iglesia sino también a autoridades inferiores que gozan de conocimientos técnicos. La política no debe ser absorbida en unas ni en otras. Por el contrario, la absorción de las técnicas por el poder político viola la naturaleza de las últimas. En estos tiempos, sin embargo, los harúspices devoran como caníbales al poder que les ha engendrado. Esta es la esencia de la tecnocracia.

    Esta confusión de los cometidos de la autoridad y la potestad se complementa con una ulterior confusión observada por el profesor d'Ors. Como queda dicho, d'Ors mantiene que la autoridad no tiene nada que ver esencialmente con la legitimidad. Las autoridades no son legítimas ni ilegítimas. Mientras la legitimidad es heredada –repitamos la tesis– la autoridad es la adquisición de un saber que llega a ser socialmente reconocido. Hablando estrictamente nadie puede ser leal a una autoridad salvo a la autoridad de Dios. La lealtad evoca un deseo de obedecer. La obediencia pertenece a la voluntad y de ahí que resida en el área de la potestad. Queda bien aclarado por la patria potestas40. El hijo es leal a su padre aunque su padre fuere un perfecto demente, privado por ello de cualquier autoridad. La lealtad, así, pertenece más propiamente a la legitimidad. El tema se embrolla cuando la lealtad se agrega a la legalidad. La lealtad es una dimensión natural de la naturaleza humana y pertenece a las personas. En el orden político estas personas están legitimadas en su poder, su potestas. Toda ley es general, abstracta y tiende –aunque con frecuencia confusamente– a la universalidad. Ningún individuo puede ser leal a una abstracción aunque lo intente. La lealtad, por lo tanto, sigue una jerarquía descendente de delegación. El individuo obedece a las leyes pero no se adhiere a ellas con la lealtad que un soldado tiene para con su jefe.

    La teoría orsiana es comprobada por su autor en sus especulaciones históricas sobre la experiencia romana, pero su tesis, para lograr el rango de teoría política, ha de aplicarse también a situaciones históricas que no ha comprobado personalmente. Sugiero que la reciente historia americana convalida estas proposiciones del intelectual español. Los Estados Unidos de América no eran, en sus inicios, una República liberal. Los Estados Unidos, en sus inicios eran una República aristocrática que admitía en su constitución algunos principios democráticos y monárquicos. Desde el presidente Jackson y, definitivamente, desde la Guerra civil, la República americana ha avanzado hacia una República democrática. Crecientemente democrática en los últimos decenios, la política americana vive hoy en una tensión, incluso en una hostilidad, entre las más antiguas formalidades aristocráticas y monárquicas y las más recientes incursiones democráticas. Las pretensiones presidenciales alcanzan su apoteosis en los primeros años de la administración de Richard Nixon y la frase «una presidencia imperial» se oía por doquier. Estas pretensiones fueron eficazmente desacreditadas a consecuencia del escándalo de Watergate. La nación conoció enseguida aquello en lo que había insistido continuamente Willmoore Kendall: ¡el espectro de la llamada presidencia imperial era una impostura! El poder de esta nación reside efectivamente en el Congreso; dicho poder se adormece en ocasiones, pero es siempre allí donde ha de despertar de su sueño como si fuera un león recostado. Nixon dimitió.

    No obstante ello, la Constitución ha investido a la presidencia con todas las funciones ejecutivas. Como es una persona, el presidente americano ha reunido en tomo a él a un cuerpo cada vez más amplio de funcionarios que estiman –acertada o erróneamente, constitucionalmente o no– que su lealtad es para con el jefe. (Una anécdota podría ser ilustrativa de este punto: cuando preguntaron al presidente Kennedy cuál era su pieza musical favorita, respondió Hail to the Chief, que se interpreta con frecuencia cuando el presidente hace alguna entrada ceremonial). Al ejercitar sus varias funciones políticas delegadas a ellos por el presidente, estos leales servidores –«Los hombres del presidente» fueron denominados por un famoso libro con ese título– habían otorgado su lealtad al hombre, al jefe. Y habían tendido a hacerlo por encima de cualquier adhesión que hubieren dado a la legalidad escrita impuesta por el Congreso.

    La distinción orsiana entre la lealtad personal a los superiores por individuos con poder delegado y el imperativo abstracto de la ley no podía quedar ilustrada con mayor viveza. En una democracia pura de talante liberal no existen papeles ni para la legitimidad ni para su respuesta en la lealtad. Pero los Estados Unidos de América no son una democracia pura. El presidente es elegido democráticamente (de hecho aunque no en teoría: el colegio electoral es una momia aristocrática, una cáscara), pero su elección es independiente de la suerte de su partido. A diferencia de la mayoría de las democracias europeas, el presidente americano no es seleccionado por un parlamento dominado por el partido al que pertenece. Puede ganar en las urnas y su partido puede perder. Esto, por supuesto, es lo ocurrido en los últimos cuarenta años: un presidente republicano y un Congreso demócrata. Elegido popularmente, el presidente es investido con unas funciones y algunos atributos que recuerdan los de un rey medieval. En un régimen en el cual una presidencia casi monárquica cuadra frente a un Congreso potencialmente hostil y democráticamente elegido, depositario del poder último, la colisión entre legitimidad y lealtad es ya una posibilidad estructural. Desde un punto de vista puramente formal, abstracción hecha de los asuntos substantivos a que nos referimos, el actual presidente americano puede ser comparado con los reyes ingleses Carlos I y II, incluso Jacobo II, cuando estos últimos afrontaban un Parlamento hostil. Al igual que los reyes ingleses buscaban en el pasado un poder antiguo que por entonces ya había escapado de sus manos, el presidente americano mira en el pasado –su tradición es, obviamente, más breve– la presidencia imperial de Franklin Roosevelt. Al igual que aquellos personajes regios con sus mantos de púrpura amonestaban desde el trono al Parlamento para que cumpliera sus deberes en pro del bien común, el presidente Bush alecciona al Congreso respecto a sus deberes. La única senda abierta a los Estuardos, muertos hace tanto tiempo y a los muy vivos presidentes americanos es la inmensa influencia de sus cargos, su capacidad para comprar, halagar y amenazar con su política hasta convertirla en legislación. Tanto en la antigua política inglesa como en su contemporánea americana, el poder reside en un cuerpo legislativo que no sólo es la fuente de la legalidad sino también el que tiene las cuerdas de la bolsa del dinero. La ambigüedad es patente: el presidente de los Estados Unidos está sometido a la ley pero es el jefe, especialmente el comandante en jefe de las Fuerzas armadas; y este último atributo no es ceremonial como en algunos Estados europeos: es efectivo, real.

    Don Álvaro d'Ors escribió, bastante al principio de su carrera académica, un notable ensayo titulado Silent leges inter arma41. Dado que se ha referido a él en sus escritos posteriores, está claro que d'Ors lo considera importante para entender su filosofía política. «Las leyes, entre las armas, callan». La frase es de Cicerón. D'Ors pregunta retóricamente qué ha de hacer un individuo, de noche, si unos ladrones lo abordan en un camino oscuro. No puede llamar a la policía, representante del poder político. No puede disuadir a sus asaltantes de sus criminales intenciones. No permitirá que lo asesinen. Tiene un arma y la usa. Ninguna ley le autoriza a hacerlo. Más aún, la ley insiste en que nadie puede asumir la función de policía o magistrado. Pero dispara porque es autorizado por una ley superior, la defensa propia. Lo mismo ocurre en la guerra: las leyes callan cuando suenan las armas. La propia lentitud y solemnidad, los gestos retóricos de los abogados, la cuidadosa meticulosidad con que las leyes son escritas, la fronda de excepciones y distinciones, todo esto es barrido cuando el enemigo trepa por las murallas de la ciudad doblegada al pillaje y sometida a una voluntad ajena.

    Callan las leyes cuando el Estado es impotente ante la amenaza contra un individuo; callan las leyes ante la amenaza contra el Estado: legítima defensa en uno y otro caso: pública aquí, privada allí. En ambos casos el Estado hace crisis y sus leyes se inhiben ante una ley natural fundada en el instinto de conservación. Callan las leyes porque falta la vigencia de una organización estatal capaz.42



    Algo parecido motivó a «The President's Men» en la crisis del Irangate. No habían aprendido nada del Watergate. La paz formal entre las naciones reconocida por el Congreso no fue óbice para su idea de que los Estados Unidos estaban en guerra con el comunismo internacional en Nicaragua. Estimaron –no se trata ahora de si correcta o incorrectamente– que ponían en práctica la voluntad del jefe. Después de todo, Ronald Reagan había censurado desde hacía tiempo la victoria sandinista en Nicaragua y la había declarado amenaza potencial a la seguridad de los Estados Unidos. Pero las leyes impedían a las armas alcanzar la victoria que estos hombre pensaban ganar. El teniente coronel North, el vicealmirante Poindexter y los demás burlaron la ley al apoyar a los contras, luchadores de la libertad en la jungla de la frontera de Nicaragua. De hecho, violaron la ley por lealtad al comandante en jefe y a su obligación de proteger la nación de todo enemigo, interior y exterior.

    El asunto del Irangate es una prueba de laboratorio verificadora de la tesis de d'Ors, una «idea ejemplar» aristotélica en la que la inteligibilidad de la tesis del profesor puede ser leída y convalidada43. El presidente dirige constitucionalmente la política exterior pero el Congreso pone límites legalmente a dicha dirección. Los soldados del Irangate, la mayoría de los cuales eran guerreros profesionales y al menos uno de ellos con importantes condecoraciones por heroísmo en combate, llevaron a cabo lo que entendían que era la vigorosa política exterior anticomunista del presidente Reagan en América Central. Otorgan su lealtad a su comandante en jefe, como la espada de un soldado. Pero esta lealtad era ilegal. El hecho de que la legalidad prevaleciera sobre la lealtad es una prueba viva de cuanto han avanzado los Estados Unidos por la senda de una democracia pura. La lealtad y su lazo correspondiente con la legitimidad es un factor declinante en la política americana.

    Don Álvaro d'Ors no es un moralista. Es un filósofo político. Su oficio, como diría modestamente, no es el del ético. De ahí que el lector deba ponderar lo que escribo sobre el escándalo del Irangate en términos de teoría política, no en términos de constitucionalidad ni de cualquier respuesta moral que se derive de ello. Los hombres del Irangate actúan naturalmente pero la naturalidad de su acción es ilegal. Legitimidad y lealtad son factores ontológicos anteriores a la legalidad pero la legalidad puede proscribirlos. Si bien las consideraciones morales sean radicalmente diferentes, las situaciones tratadas aquí no son formalmente distintas de la insistencia del gobierno comunista chino en que los hijos han de denunciar a sus padres a los comisarios cuando los padres muestren escaso entusiasmo por el régimen que allí impera. Si los jóvenes son leales a sus padres actúan ilegalmente pero lo hacen naturalmente a causa de la lealtad. Si traicionan a sus padres, actúan legalmente pero anaturalmente. El derecho positivo no puede crear la legitimidad mediante leyes; la ley o reconoce el principio preexistente de legitimidad o lo niega. North y sus compañeros actuaron naturalmente como se supone que los soldados han de actuar: obedecían –o creían obedecer– a sus superiores en una cadena de mando. Su conducta puede ser considerada favorable o desfavorablemente dependiendo de las convicciones existenciales de uno, pero su conducta no puede calificarse como anatural. ¡Este es el modo de actuar de los soldados! Sus actuaciones siguieron una determinada curva inscrita en la misma naturaleza humana. Si hubo aberración en su modus operandi, ha de ser buscada en la constitucionalidad y no en la naturaleza humana. Que d'Ors descubriera este principio en los comienzos de sus reflexiones es un signo del genio de su filosofía política. No ha confundido el estudio del Derecho constitucional (del cual, sea dicho de paso, es un avanzado experto en el continente europeo) con el de la Filosofía política. Al hacerlo así, no ha confundido la moralidad convencional con los principios ontológicos que operan profundamente en todo ser humano.

    Estas dos recientes crisis constitucionales en la historia americana costaron su cargo a un presidente, Mr. Nixon, y casi llegan a costar lo mismo a Mr. Reagan. Ambas aclaran la confusión entre potestad y autoridad en la división de poderes liberal. El Congreso juzgó (una función de autoridad) que las acciones de los fontaneros de Watergate y de los soldados del Irangate eran ilegales, y el Congreso tenía el poder, mediante una judicatura servil al mismo, de castigar a los malhechores.

    Mas la propia judicatura americana, incluso el Tribunal Supremo, no es una autoridad independiente. Desde el final de su excursión legislativa cuando lo presidía Earl Warren, el Tribunal Supremo interpreta la ley vigente pero nunca está por encima de su carácter positivo. Carece de autoridad para declarar injusta una ley escrita porque viole un derecho más alto, el Derecho natural. Sólo puede interpretar un derecho positivo que haya de ser interpretado. Si los Estados individuales incorporan el Derecho natural en sus legislaciones, el Tribunal Supremo ha de tener en cuenta dicha incorporación. Si no lo hacen, aquel Tribunal es incapaz de declarar cualquier cosa contraria a un Derecho más elevado y únicamente puede reconocerlo si los Estados o el pueblo lo reconocen. Se sigue, como queda indicado, que no hay autoridad anterior o superior a la voluntad del pueblo. En parte alguna de los Estados Unidos podemos hallar una autoridad independiente del poder político, una autoridad socialmente reconocida hasta el extremo de ser preguntada y tenida en cuenta por los que tienen la potestad.

    La cuestión es aclarada dramáticamente por el asunto del aborto. Condenado por el Derecho natural como homicidio –ningún pro-abortista arguye a favor de su tesis apelando a algún derecho natural putativo; arguyen a favor de un presunto derecho sobre su propio cuerpo poseído por todas las mujeres –un argumento interesante pero totalmente extraño a toda la tradición del Derecho natural en nuestra civilización. Condenado por el Derecho natural como homicidio –no importa ahora si en primer o segundo grado– el aborto en este país sólo puede ser proscrito si un derecho positivo existente puede ser capaz de abrogar Roe v. Wade (decisión del Tribunal Supremo que permite el aborto) o si se introduce hábilmente una enmienda constitucional que favorezca la vida del que aún no ha nacido. Este procedimiento es, en sí mismo, complicado y largo. Si tuviere éxito, podría ser derogada como lo fue la enmienda que proscribía la ingestión de bebidas alcohólicas. En cualquier caso: en este país, una disposición del Derecho natural necesita las muletas de la ley positiva para que sea respetada. La autoridad queda siempre disuelta en la voluntad democrática, en el poder. Le viene a uno a la memoria la piadosa esperanza de Bodino de que el príncipe respete la Ley de Dios. ¡Pero si no lo hace, mala suerte! Él es el soberano. ¡Así también hoy en los Estados Unidos: si los tribunales respetan el Derecho natural, como parte de la Ley divina, muy bien; si no, ¡mucho peor! Obedece o ve a la cárcel. Eso es lo que muchos hacen hoy.

    El profesor d'Ors ha observado que una adhesión común al Derecho natural actuaba parcialmente como control moral sobre el orden político incluso después de la ruptura de la unidad religiosa en el siglo XVI. También ha indicado, como referimos supra, que un Derecho natural, carente del apoyo de la Ley divina y de la Iglesia como voz de Dios en la tierra, tiende a convertirse en algo difuso, aguado, vago y sujeto a una hueste de interpretaciones variantes y con frecuencia contradictorias. ¡Tú opinión en cuanto a lo que este derecho establece es tan buena como la mía! Lo que significa, obviamente, que ni una ni otra opinión valen nada. Un Derecho natural secularizado cesa pronto al serlo.

    Anotemos aquí como el P. John Courtney Murray, S. I. en su We Hold These Truths, creía haber encontrado un asentimiento en los Estados Unidos unificando a católicos, protestantes y judíos en una alianza común a un Derecho natural común a todos y santificado, autorizado, por los propios documentos fundadores de la República. Se concedió alguna plausibilidad a la tesis de Murray cuando fue lanzada en los decenios cuarto y quinto de este siglo44. Pero aún concediendo aquella plausibilidad –dudosa en sí misma– la historia la ha convertido en obsoleta. En los Estados Unidos de hoy día, una religión secularizada de valores democráticos es la única ortodoxia común proclamada públicamente por políticos, educadores, la mayoría de los líderes religiosos y los mass media inmensamente prestigiosos45. Un signo de esta verdad es la necesidad que, incluso los líderes religiosos, parecen tener cuando justifican convicciones morales tradicionales por su capacidad para conformarse con y servir a normas democráticas. Lo peor que puede decirse de cualquier política o propuesta es que no es democrática. Esta reducción de lo bueno a lo democrático va unida a la reducción de autoridad a potestad y de potestad a potestad o poder democrático: vox populi, vox Dei, proposición que ningún cristiano ortodoxo suscribiría si fuera consciente de sus implicaciones. Permítanme aventurar la conjetura de que esta situación no puede perdurar ya que el propio ethos democrático carece de intérprete infalible, de autoridad que selle sus pretensiones con la sabiduría personal. Recuerdo el man sagt, man tut de Heidegger, la existencia humana inauténtica basada en el rumor y en la opinión sin fundamento ampliamente expandida en televisión y prensa; el anónimo del que hablaba Guardini, un poder que puede parecemos anónimo pero que, en el fondo, es tan personal como todo poder 46. Las palabras proféticas de Hilaire Belloc considerando la pérdida de la fe cristiana en las naciones de occidente: «sus fes se tornan leyenda y al fin entran en el templo cuyo Dios se ha ido y cuyo ídolo es completamente ciego»47. Cuando Dios se desvanece de los templos familiares de occidente, los timbales enmudecen, el hombre adora abstracciones, nuevos ídolos. Pero tras ellos hay un poder que viene de otro mundo.


    EL ESTADO MODERNO

    Estas sombrías consideraciones me conducen finalmente a la crítica de don Álvaro al Estado moderno.

    Sus conclusiones, como cabría esperar, derivan de sus propias convicciones sobre la innatural identificación de autoridad y potestad en el Estado que nace en el Renacimiento y la primera modernidad. La justificación teorética del Estado moderno, insiste d'Ors, fue tarea de Bodino. Si Bodino construyó la techumbre bajo la que florece el Estado moderno, añadiría yo que Hobbes nos proporcionó el servidor y Maquiavelo el dueño. Aunque estas consideraciones son verdaderas, vale la pena indicar asímismo –d`Ors lo subraya– que el Estado moderno no habría nacido si Europa no hubiera sido hecha pedazos por la Reforma protestante. La Reforma niega la autoridad de Roma en materias doctrinales y morales y ello apresura la ulterior identificación de potestad y autoridad por parte del nuevo Estado nacional. Si la Cristiandad no hubiera sido destruida parece muy posible que el Estado, tal como lo hemos conocido, no habría alcanzado la posterior perfección que alcanza. El mundo en que todos hemos vivido está marcado con fronteras fijas, elevadas tarifas aduaneras, poder centralizado, pasaportes y visados, capitales y remotas provincias insignificantes, ejércitos muy organizados con tropas marchando en un orden matemático –carne de cañón–, lenguas nacionales que han suprimido al antiguo latín supranacional, indiferencia religiosa, condiciones complejas para lograr la ciudadanía, mecanización de la industria y el consecuente agotamiento de la agricultura, nacionalismo xenófobo, masificación de la vida urbana, anonimato de la vida social. Tal ha sido y es el Estado moderno. Álvaro d'Ors señala su enorme éxito al indicar que pocos de nosotros tiene imaginación para concebir cualesquiera otras formas de organizar la existencia política.

    Pero este Estado que alcanza su apoteosis en el siglo XIX y completa su genio maligno en dos guerras mundiales inmensas, está muriendo en nuestros días.

    La crítica de d'Ors, por cierto, no es única. Fundados inicialmente en la observación de lo que ocurre hoy en Occidente, muchos intelectuales perspicaces han señalado desde hace algún tiempo que el Estado, tal como lo hemos conocido, está en declive. La propia base técnica de la existencia política moderna ha sido suprimida: la centralización del poder en una capital urbana, núcleo de información y mando; el dominio de la palabra escrita –desde Guttenberg– y la necesidad de una línea de mando transmitiendo órdenes desde arriba a los más remotos rincones de cualquier orden político; el agotamiento de la autonomía regional y local; la absorción de todos los poderes y de la autoridad en manos de un centro, estos presupuestos de la vida política moderna son erosionados por una nueva tecnología electrónica que hace obsoleta la centralización. Pero esta erosión del fundamento técnico del Estado moderno es paralela a la erosión de su base teorética.

    En este punto la crítica orsiana es una adición original a un amplio cuerpo de doctrina dedicada al asunto. La esencia del Estado moderno es localizada por d'Ors en la temprana identidad moderna de potestad y autoridad en el príncipe, ya sea uno como en la monarquía absoluta de los Borbones, ya sean varios como en las democracias parlamentarias actuales. D'Ors indica frecuentemente la estrechez de miras consistente en identificar la existencia política con el Estado como si el Estado fuera tan natural como la salida y el ocaso del sol. El Estado es, ciertamente, un modo en el que la vida política puede ser organizada pero no es el único, ni es una manera conforme con la naturaleza humana. La soberanía del Estado es la apoteosis de la confusión entre autoridad y potestad. Aquella supuesta soberanía es la causa de la miseria de nuestra época, del salvajismo con que el hombre ha tratado al hombre en nuestro tiempo, y del progresivo declinar de la libertad humana, declinar logrado frecuentemente por la democracia liberal bajo la bandera de la propia libertad.

    Ya no vivimos dentro de los límites del Estado moderno, que tienen una estructura territorial. D'Ors ha dedicado mayor atención a la historia y significado de los lindes territoriales que cualquier otro pensador que yo conozca. Don Álvaro ve en las fronteras nacionales una continuación de lo que los griegos entendían como polis, forma política elaborada por gentes marineras que interpretan la vida política según el modelo de la vida en la mar: dentro del barco, seguridad; fuera, muerte ahogados. Al igual que los «muros» de un barco están claramente definidos y cualquier cosa fuera de ellos es el enemigo, así también cualquier cosa fuera de la polis es «bárbara». Mas el sentido romano de las fronteras era del todo distinto. Pueblo arraigado esencialmente en la tierra, Roma no interpreta la vida política según el paradigma de la vida en la mar. Los propios límites del Imperio eran limes, trincheras, y la trinchera era habitada cuando el enemigo exterior estaba cercano. Cuando se esfumaba en los bosques del norte, la trinchera era abandonada. La noción íntegra de existencia política limitada y circundada por fronteras se remonta a Grecia pero sólo se impone en la primera modernidad. La vida política ha sido trazada durante siglos por fronteras enseñadas en las escuelas a los niños que las veían en mapas de color. Pero el mapa, insiste nuestro autor, implica una visualización de la política (los griegos eran un pueblo muy visual) que quiebra hoy bajo la presión de una nueva tecnología que no respeta los límites territoriales ni los centros políticos. El telégrafo, el teléfono, el ordenador, toda la amplitud de la tecnología electrónica evita simplemente las fronteras y así las hace obsoletas, cuando no inexistentes, en esta coyuntura.

    Una concentración de potestad que asuma en sí misma toda la autoridad es cada vez menos posible. Los científicos se comunican entre sí mediante congresos y publicaciones periódicas que no reconocen límites territoriales. La autoridad se descentraliza de modo creciente conforme se separa de los centros de poder. Lenguas medio olvidadas se restablecen al pregonar reivindicaciones y separatismos regionales. Las unidades nacionales son amenazadas desde dentro lo mismo que lo son desde el exterior. Un nuevo orden de las realidades se establece en Occidente. ¿Qué significa un centro de poder cuando un capitán loco de un submarino provisto de armas atómicas puede chantajear al mundo entero desde cualquier parte en las vastas aguas que cubren nuestro planeta? El mismo concepto de gran potencia basado en el mero tamaño físico comienza a dar paso al temor de que unidades políticas menores, países pequeños, podrían producir el mismo armamento mortal en sus modestos traspatios.

    Los presupuestos del Estado que comienza en el Renacimiento están muriendo y el hombre avanza a tientas hacia nuevas formas políticas que trascienden las de índole más vieja. El Estado es hoy obsoleto pero en ningún caso está muerto. Ciertamente muy vivo, se revuelca por doquier en las últimas angustias de su agonía mortal que son frecuentemente más peligrosas que el pleno ejercitar los músculos en la gloria de la plena madurez. El Estado, porque está en trance de muerte, es más peligroso hoy de lo que jamás lo fuera durante el mayor florecimiento de su naturaleza en los días fértiles de la modernidad. El Estado moderno podría destruirse a sí mismo y también a nosotros volviéndonos al primitivismo en un holocausto atómico. No es probable que esto ocurra pero su mera posibilidad ha paralizado la reacción del Occidente a la agresión comunista desde la segunda guerra mundial.

    Así pues, el Estado se ha convertido en una carga intolerable, en un casco viejo pero poderoso cubierto todo él con los percebes de los siglos. Necesita ser retirado a un museo. Pero los filósofos políticos no se convierten en futurólogos. Por cierto que, como d'Ors indica, la filosofía política florece siempre en momentos de decadencia cuando los hombres miran hacia atrás; Platón y Aristóteles hacia la gloria de la polis incluso cuando cedía el paso al Imperio de Alejando Magno; y Cicerón cuando el esplendor de la República se escapaba de sus propios dedos y cuando los tiempos proclamaban el adviento del Imperio y las águilas de Roma marchando por todos los caminos de Europa.

    No habrá Estado mundial, insiste nuestro filósofo español. Toda proyección en el futuro describiendo un Estado mundial es, según d'Ors, lo que Marshall McLuhan habría llamado un espejo retrovisor. Añadiría que todos los futurismos, profesión hoy muy rentable, implican este espejo retrovisor puesto que las proyecciones futuras han de hacerse partiendo de los materiales existentes. Estos materiales son espigados del pretérito porque el momento presente es fugitivo y no puede ser articulado conceptualmente. Estos muebles pretéritos, descubiertos en una casa vieja, se colocan en una casa nueva que todavía ha de ser construida. Pero esto es un truco. Si los populares Star Trek trataran realmente del futuro, la pantalla televisiva quedaría en blanco. Sólo podemos proyectar hacia adelante apoyándonos con nuestros ojos clavados en el pasado. ¡Nosotros no conocemos otra cosa! El futuro es un misterio. El articular la mera posibilidad de un supuesto Estado mundial futuro nos fuerza a contemplar aproximaciones pasadas de ese sueño. No hay, repito, otro modo de hablar sobre el asunto que nos ocupa. De ahí se sigue que el profesor d'Ors, al acercarse al tópico de un posible Estado mundial, lo sitúe con aproximaciones hacia un Imperio mundial creado en el pretérito. La insistencia de aquel rey persa de que era rey de los persas y también, como idea adicional, rey de todos los demás, carecía totalmente de la precisión política e intelectual necesaria para afrontar el asunto. No entendía la diferencia existente entre dónde una sociedad comienza y dónde espera terminar. Si todo es persa, la noción del mundo pierde toda inteligibilidad. Sólo puedo entender el mundo a la luz de lo que no es el mundo, es decir, alguna organización política parcial que puede existir en su interior pero que en modo alguno puede ser identificado con la totalidad de la existencia política que encontramos en este planeta.

    Esa primera compresión intelectual del Imperio, según d'Ors, emerge por vez primera con la Grecia de Alejandro Magno. Es inexorable en su aseveración de que ni Platón ni Aristóteles eran capaces de ver más allá de la ciudad, la polis, en sus especulaciones políticas48. Una especie de xenofobia inherente al espíritu griego de los primeros tiempos detiene los horizontes políticos de los helenos en las murallas de la ciudad. No eran capaces de concebir una vida política decente fuera de ellos. Esta limitación nos enseña algo: intra muros, orden; extra muros, caos; dentro, salvación; fuera, condena. La ciudad era la nave del Estado y fuera de ella existía la amenaza de un vasto océano de barbarismo49. El griego desde muy antiguo, según nuestro filósofo, «supo distinguir al bárbaro precisamente por un sentido colectivista de la vida, por la carencia de todo sentido del humor y de todo espíritu agonal, típico del mundo griego»50. Las propias tácticas militares griegas contra los persas tenían en cuenta a un enemigo que consideraba a sus propios súbditos como a poco más que robots, rebaños armados. La civilización llega a ser consciente de sí misma a causa de las hordas exteriores. Las murallas encierran con cerca el orden y ambos van unidos al mito que convierte a nuestra civilización en lo que es.

    Los bárbaros estaban fuera de la oikuméne, fuera de lo que los romanos llamarían ordo orbis. Alejandro Magno hereda esta noción de oikuméne pero la expande más allá de los restringidos límites de la polis. El mismo concepto del Imperio helénico de Alejandro se identifica con el avance del orden civilizado hacia afuera, en un sentido estrictamente territorial, obligando así a retirarse a los bárbaros. El Imperio, sigue d'Ors, implica un sentido de expansión contra un enemigo exterior. Los hombres tenían entonces una viva comprensión de que el mundo era uno pero dividido entre nuestro mundo contra el de ellos. La oikuméne griega es transfigurada por el ordo orbis romano, aquella parte del mundo que estaba ordenada y en la que prevalecía la justicia, la civilización; fuera de él, el bárbaro. Mientras que los griegos, hasta Alejandro, defienden las murallas, los romanos se daban cuenta de que tenían la misión, en un sentido secular, de civilizar lo que había fuera. La expansión imperial requiere, así, un enemigo foráneo. La propia conciencia de Imperio, tal como crecía en nuestro mundo occidental, tiene dos aspectos, positivo y negativo; «el positivo que es el reconocimiento de un Orbe, y el negativo que es el apartamiento o discriminación del barbarus»51.

    El descubrimiento de un mundo habitado por los bárbaros, los foráneos, y un Imperio destinado a expandirse exteriormente, conquistando así a los bárbaros que son la amenaza hostil, y admitiéndolos a los beneficios de una vida civilizada, forman el punto y el contrapunto del significado del Imperio en la especulación política occidental. Un Imperio o un Estado mundiales carecería de esta dimensión negativa. De modo totalmente literal, nada tendría que hacer. Al ser cristianizado el Imperio romano, el bárbaro es transformado en infiel, en pagano, el individuo aún no bautizado en Cristo y admitido a la plenitud de la vida en el Cuerpo místico. El cisma en Oriente y la herejía en Occidente disgregan la antigua comunidad de naciones cristianas representada, aunque de modo imperfecto, por el Sacro Imperio Romano. La antigua communitas christiana cede el paso al concepto de Occidente. «Todo lo oriental supo entonces a exótico, a bárbaro. El Turco, en la Historia de Occidente, es, por antonomasia, el bárbaro, el infiel. La guerra contra el infiel se hace, según la doctrina de los teólogos, guerra santa, guerra perpetuamente justa, como la guerra contra los bárbaros en la concepción de Aristóteles»52. D'Ors admite, sin embargo, que el Aquinate y otros profieren sus reservas sobre la licitud de la guerra santa mucho antes de la llegada de la modernidad.

    D'Ors está convencido de que el descubrimiento de América hace dos cosas un tanto contradictorias. Evangeliza a los indios y abre así las puertas a un estallido inmenso de energía española que sella la identidad de la nación con lo que podría denominarse la empresa católica. Mas el descubrimiento y la evangelización forjan una nueva cimentación del Derecho internacional, un derecho esbozado por vez primera por el dominico Francisco de Vitoria que seculariza inocentemente aquel derecho separándolo de la res publica christiana. Vitoria convierte al mundo en una «especie de gigantesco Estado» gobernado por un derecho de gentes, ius gentium, al que ninguna nación puede sustraerse. Este Derecho de gentes se apoya en la autoridad de todo el mundo, «en la auctoritas del mismo totus orbis»54.

    Desde el punto de vista de la concepción orsiana sobre la inseparable unidad entre autoridad y personalidad, se deduce que considera al Derecho internacional viciado en su esencia para responder a una autoridad concreta. España y Portugal pudieron hacerlo apelando al Papa para decidir las fronteras en sus respectivas pretensiones pero el resto de Europa no les siguió. «La autoridad de todo el mundo» carece de la concreción a la que el poder político debería ser sensible. La era de los tratados se caracterizaba por el auge de los juegos de una diplomacia frecuentemente caracterizada por su capacidad para eludir o sofocar los supuestos mandatos del Derecho internacional. En suma: el profesor d'Ors insiste en que el mundo no puede juzgarse a sí mismo. No es autoridad.

    La distinción entre cristiano e infiel cede el paso a un proceso secularizador (podríamos añadir: casi a una reversión al período clásico) en el cual el infiel se convierte en el no-civilizado. D'Ors cita el artículo 38 del Estatuto del Tribunal Internacional de La Haya que habla vagamente de «los principios generales del Derecho reconocidos por las naciones civilizadas»55. El autor observará aquí, junto con d'Ors, la ausencia de cualquier autoridad universal a la que atiendan civilizados y no-civilizados. La confusión resultante nos proporciona un mundo dividido en dos superpotencias, motivada una por una religión secularizada resuelta a someter la tierra a su yugo; la otra motivada por una especie de pacifismo universal mezclado con el ethos democrático: los Estados Unidos de América. Ni una ni otra reconocen una autoridad común a la que ambas pudieran apelar para solucionar sus disensiones. No puede ser hallada tal autoridad porque ni una ni otra gran potencia comparte una ortodoxia común a la que dicha autoridad pudiera apelar aunque tal autoridad fuera reconocida.

    Esa autoridad, insiste d'Ors, ha de ser religiosa. La autoridad religiosa reside en la Iglesia católica con su magisterium y en el Sumo Pontífice de Roma. D'Ors afirma decididamente esta proposición ante el masivo rechazo laicista que sabe ha de encontrar. El lector, sean cuales fueren sus creencias teológicas, no ha de tomar esta doctrina como la opinión de un católico romano creyente que ha confundido la teología con la filosofía política. La filosofía política está basada en la teología política al igual que, como Etienne Gilson insistía, toda filosofía bien fundada se apoya en la filosofía cristiana.

    La proposición adelantada por nuestro autor no es evidente de por sí. Al requerir elucidación, una cuidadosa lectura de los escritos del profesor d'Ors sugiere que tal elucidación y convalidación deriva de su propia distinción autoridad-potestad.

    El lector recordará que, teoréticamente, toda autoridad, fuere pequeña o grande, se basa en el saber. El saber y la verdad son inseparables. En este punto, el profesor español de Derecho romano concuerda con una amplia tradición escolástica cuyo portavoz principal es Sto. Tomás de Aquino, pero cuyo antepasado más remoto es Aristóteles. Opuesto a Platón que objetiviza la verdad y, así, la escribe con mayúscula, el Aquinate como es sabido, entiende que la verdad es verdad proposicional, la conformidad, en el juicio, de la inteligencia con el ser, con la realidad tal como es56. Pero la verdad predicada del ser –sigo hablando en este punto en nombre de Sto. Tomás– se dice impropiamente o en sentido amplio57. En terminología estricta, el ser sólo es verdadero en sí mismo si es conforme con la verdad de Dios, una verdad idéntica con el ser de Dios. De ahí la división tripartita de la verdad en Sto. Tomás: propiamente y en primer lugar, la Verdad es la Inteligencia Divina; hablando propiamente y en segundo lugar, la verdad es la conformidad de la inteligencia humana con el ser; en sentido amplio o impropio, la verdad es el ser. Por consiguiente la verdad del ser es la verdad de Dios, las cosas conformándose a sí mismas a la mente divina. (Una analogía de esto es la verdad del arte: la realidad tal como es conformada por la intención del artista). De ahí que toda verdad conocida mediante un juicio apunte en último término a una verdad más allá de cualquier verdad humana: la verdad de Dios.

    Estas observaciones parecen ir unidas con la insistencia de d'Ors en que toda verdad humana –y de ahí, toda autoridad humana–al ser parcial sólo se aproxima a la verdad divina en la que tiene valor. Concluye que lo divino está en el núcleo de la autoridad. Así pues, la filosofía política se disuelve en lo que nuestro autor denomina «teología política». Los augures de Roma hablaban en nombre de lo divino y así, muy temprano en nuestra historia, lo sagrado es descubierto en el mismo núcleo de lo secular. Elevada a lo sobrenatural merced a la Redención, la autoridad es ahora descubierta en su origen, Dios, cuya Encarnación en este mundo es su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, Segunda persona de la Sma. Trinidad, hecho hombre. Cristo no tiene la verdad sino que es la Verdad. Y, como deducción, es esta Verdad, Cristo, quien nos hace libres. Las autoridades más cercanas, como la autoridad del médico sobre la salud del cuerpo, no precisan apelar a lo divino en el ejercicio de sus profesiones, en el consejo que dan. Como d'Ors insiste, la autoridad no es delegada sino adquirida, pero aquello sobre lo que la autoridad habla –el ser, la realidad– es siempre una participación en la Verdad de Dios.

    Suprime al hombre y a Dios de la escena y –aunque la hipótesis sea obviamente imposible– sólo quedaría el ser. No existiría la verdad ni ninguna autoridad. Añade al hombre y tenemos la verdad proposicional sobre el ser, la realidad, y la posibilidad de autoridad. Añade Dios y tenemos la Verdad Divina y la Verdad del Ser: la autoridad verificada en su origen. Si la potestad y la autoridad son temas consustanciales con la teoría política, en ese caso la teoría política es completada por la teología política.

    Toda autoridad, por tanto, arraiga en la autoría de Dios, pero también toda potestad. No podemos prescindir del concepto de una teología política porque incluso la negación de Dios implica de algún modo un reconocimiento deteriorado de su existencia. La cuestión resulta muy clara cuando inquirimos por qué un individuo debe obedecer a otro. En última instancia, la delegación implícita en toda potestad ha de terminar ya en Dios como potestad suprema y primera, ya en algún individuo que asume ese papel y, de ese modo, se diviniza a sí mismo y a su potestad. La potestad es siempre delegada. Esto último es parte integral de la proposición orsiana y el reconocimiento de una potestad delegada implica el reconocimiento de la causalidad. El único modo para evitar la atribución de todo poder a Dios es suprimir el concepto de causa, dice d'Ors. Pero la misma noción de causa está tan profundamente arraigada en el hombre que suprimirla sería una arbitrariedad. Incluso Hume estaría de acuerdo con esta proposición. Si bien toda la teología política reciente insiste en la imposibilidad de prescindir del sustrato religioso que sirve de apoyo a todo orden político, esta teorización tiende a disolverse en lo que d'Ors denomina metáfora, algún tipo de reconocimiento impreciso de una divinidad indefinida que flota detrás de toda forma de organización política. Lo cual carece de la concreción existencial necesaria para basar sólidamente el poder político sobre un genuino cimiento natural. Lo que se requiere es una base verdaderamente teológica y dogmática y, por eso, existencial: el Reino de Cristo como encarnación efectiva e histórica del Reino de Dios en la tierra. Cristo, al ser Rey, es el poder originario de todos los demás poderes que son delegados por Él. Todas las demás llamadas soberanías –sean autocráticas o constitucionales, oligárquicas o democráticas, incluso monárquicas– son potestades delegadas. Estas potestades son llamadas a obedecerle a Él y a su Ley pues su potestad les ha sido otorgada58. El realismo del profesor d`Ors, subrayado antes, no podría ser más poderoso. Nunca ha habido un orden político que no estuviera anclado en alguna divinidad. Esto puede ofender a los laicistas pero la verdad histórica es imponente. La autoridad última, dondequiera que podamos encontrarla, reside en algún principio divino, incluso en un principio divino falso, que convalida todo lo demás. En un colofón irónico y un tanto peculiar que cierra su última obra, La violencia y el orden aconseja d'Ors a los bibliotecarios perplejos que cataloguen su libro bajo la rúbrica de «Teología política». Después de todo él ha sido durante muchos años el bibliotecario de la Universidad de Navarra. Es posible que la crítica final –pero ciertamente sólo final– de nuestro autor sobre la democracia liberal es la imposibilidad de armonizar la soberanía nacional, estatista, con la doctrina católica de la Soberanía de Cristo Rey59. Cuando la voluntad del pueblo es divinizada, Dios es destronado. La historia del hombre occidental moderno podría ser escrita a la luz de esta proposición. La negación de la autoridad del Dios cristiano –y no hay otro– implica siempre investir a cualquier autoridad secular que emerja como última con una especie de divinidad falsa o cuasi divinidad, tal como la autoridad del ethos democrático que no puede ser atacada en círculos respetables y que asume, por ello, el aura de lo santo. Pero sólo Dios es Santo del que proviene toda santidad.

    En el trasfondo de Álvaro d'Ors, el jurista y el intelectual esmerado, el académico quintaesencial, pervive el joven que tomó las armas por la causa de Cristo Rey, un requeté de la tradición española que dijo no con otros miles cuando España estaba encenagada por el odio y la violencia comunistas.

    Nada mejor puedo hacer al concluir esta introducción al pensamiento del profesor Álvaro d'Ors que citar las palabras que cierran su último libro La violencia y el orden. Se hace eco de los recuerdos de un hombre que, hace medio siglo, empuñó una cruz que era una espada:

    Tras la experiencia beligerante de hace medio siglo, en la que fue cruzada y no guerra civil de España, la teoría política no ha dejado de estar presente de manera constante en mi quehacer de intelectual, entrelazada con la temática histórica y jurídica impuesta por el oficio. He presentado ahora, de manera resumida, los resultados de esas reflexiones, y no dejo de reconocer que el estímulo primero de todo lo que yo pueda haber dicho y decir todavía sobre esta materia es aquel grito de «¡Viva Cristo Rey!» con el que murieron muchos de mis compañeros de Cruzada, así como también otras personas víctimas del terror, muchas de ellas mártires. No era aquél un grito sólo de fe y de bravura en momentos de sacrificio heróico, sino algo mucho más grave y elevado: una afirmación del primer principio para una teoría política cristiana. Para mí, un alto mensaje que no podía relegar al olvido.60

    Sigue a estas palabras su escueto consejo, citado supra, a bibliotecarias y bibliotecarios, para que cataloguen «este pequeño libro» en una estantería bajo «Teología política».





    Notas

    * Deseo agradecer a la Fundación Earhart la ayuda que me ha permitido llevar a cabo esta investigación. F.D.W.
    [Versión castellana por Jesús Burillo, catedrático de Derecho romano en la Universidad de Murcia, con autorización del autor. El ensayo de F.D. Wilhelmsen, The Political Philosophy of Álvaro d'Ors, aparece publicado en The Political Science Reviewer 20 (1991), 144-187. El traductor ha corregido algunas referencias bibliográficas y advierte que el autor pudo disponer de una lista no exhaustiva de escritos de A. d'Ors incluida en Estudios de Derecho romano en honor de Álvaro d Ors, 2 vls (Eunsa, Pamplona 1987) que alcanza 562 títulos; hay que añadir como de interés para la teoría política, entre las publicaciones posteriores, una conferencia de 1991, El problema de la paz, publicada en Verbo, 307-308 (Madrid 1992) 803-820. Una versión italiana de este artículo de Wilhelmsen en la revista Behemot (Roma) número 13, páginas 15-24 y número 14, páginas 21-31. En el libro homenaje a F.D. Wilhelmsen, Saints, Sovereigns and Scholars (1993), A. d'Ors publica unos Horismoi and Aphorismoi en páginas 31 1-320 como addendum al presente escrito de Wilhelmsen. N. del T.].

    ** Department of Philosophy, University of Dallas, 1845 East Drive Irving, Texas 75062- 4799, USA.

    1. DOMINGO, Rafael: Teoría de la «auctoritas» (Eunsa, Pamplona 1987). Es un estudio completo del magisterio de d'Ors sobre la autoridad que traza el pensamiento de su maestro a partir de la teoría jurídica y filosófica de la autoridad en general desde el Derecho romano, en las fuentes del Derecho, aplicaciones del binomio autoridad-potestad en el Derecho político, procesal y canónico, concluyendo con una teoría general de la auctoritas. D'Ors ha publicado bastantes escritos en la prensa carlista semiclandestina durante el régimen de Franco. No han sido incluidos en las relaciones publicadas ni me he servido de ellos porque el propio d'Ors no los incluye en lo que entiende como teoría o filosofía política.

    2. De la guerra y de la paz (Ed. Rialp, Madrid 1954), 195.

    3. Forma de gobierno y legitimidad familiar (Ateneo, Madrid 1963), 12. Reproducido en Escritos varios sobre el derecho en crisis (CSIC, Roma-Madrid 1973), 121 -138.

    4. Cfr. e. gr. La violencia y el orden (Ed. Dyrsa, Madrid 1987), 73-82.

    5. Ibid. 74-76.

    6. Convicción expresada en conversación privada con el autor durante el año 1948

    7. Los neologismos orsiano, orsianismo son usuales en ambientes cultos españoles [en relación con Eugenio d'Ors. N. del T.].

    8. Autarquía y autonomía, en La Ley 76 (Buenos Aires 1981), 1-3; Una introducción al estudio del Derecho (Ed. Rialp, Madrid 1963), 23, 26, 63-73. [Libro reimpreso en 1973 y totalmente rehecho y ampliado en varias ediciones a partir de 1976 que introducen correcciones y adiciones. Edición chilena en Valparaíso 1976. Edición mexicana en 1989. Versión francesa: Une introduction a l'étude du Droit. Présentation, traduction et notes par Alain Sériaux, Professeur a la Faculté de Droit et de Science Politique d'Aix-Marseille (Presses Universitaires d'Aix-Marseille 1991). N. del T.].

    9. Un estudio donde d'Ors afronta formalmente la cuestión del realismo y el estudio del derecho: Principios para una teoría realista del Derecho, en Anuario de Filosofía del Derecho, 1 (Madrid 1953). 5-34, reproducido en Una introducción al estudio del Derecho [la ed. (Ed. Rialp, Madrid 1963), 100-142. Versión francesa con el título Le réalisme juridique, en Droit Prospectif 11 (Aix-Marseille 1981), 367-388. N. del T.].

    10. Cfr. nota 3.

    11. Para explicar la teoría de la legitimidad de Álvaro d'Ors espigo principalmente en su ensayo Forma de gobierno y legitimidad familiar citado en nota 3, 135-152.

    12. Ibid. 135.

    13. Ibid. 135.

    14. Ibid. 147-148.

    15. Forma de gobierno y legitimidad familiar cit. en nota 3, 15-16.

    16. Ibid. 19.

    17. Ibid. 19-20.

    18. Ibid. 33. He de advertir al lector que por motivos de espacio he condensado notablemente en este estudio el tratamiento histórico de d'Ors.

    19. Ibid. 133.

    20. Ibid. 34.

    21. Ibid. 41.

    22. Ibid. 39.

    23. Auctoritas-authentia-authenticum, en Apophoreta Philologica. Homenaje al Prof. Fernández Galiano = Estudios Clásicos 88 (Madrid 1984), 379.

    24. Cfr. DOMINGO, Rafael: op. cit. en nota 1, 34-51.

    25 Ibid. et passim.

    26. Este aforismo orsiano está en la Introducción del libro de Domingo cit. en nota 1, 17.

    27. Ibid. 2 15; cfr. Auctoritas-authentia-authenticum cit. en nota 23,375; Doce proposiciones sobre el poder (1978) en Ensayos de teoría política (Eunsa, Pamplona 1979), 112

    28. La teoría de d'Ors sobre potestad y autoridad emerge en la mayoría de sus escritos. Los usados aquí para sintetizar la doctrina en el texto son principalmente: Ensayos de teoría política cit. en nota 27; Una introducción al estudio del Derecho cit. en nota 8; Auctoritas-authentia- authenticum cit. en nota 23; El profesor publicado como anexo a DOMINGO, Rafael: Teoría de la «auctoritas» cit. en nota 1, 303-317; Potestad y autoridad en la organización de la Iglesia (A propósito de una importante tesis doctoral) en Verbo 235-236 (Madrid 1985), 667-683; La violencia y el orden cit. en nota 4.

    29. El profesor cit. en nota 28.

    30. Ensayos de teoría política, cit. en nota 27, 11 1.

    31. Ibid. 111.

    32. Ibid. 11 1-1 12. Cfr. Una introducción al estudio del Derecho cit. en nota 8, 57-58.

    33. Ibid. 112. Las palabras subrayadas lo están en el original. D'Ors, aquí y en otras sedes, amplía su idea de la legitimidad. Aunque la relación padre-hijo sea el paradigma de la legitimidad, d'Ors amplía la teoría para incluir a cualquier sociedad no gobernada de un modo meramente convencional, cualquier sociedad que goce de una tradición viva heredada. De ahí que d'Ors dé por sentada la validez de la aplicación del predicado de legitimidad incluso a las repúblicas con tal que no sean repúblicas puramente democráticas. La aplicación de este término parecería un ejemplo de lo que los tomistas denominan una analogía de participación; en este supuesto la legitimidad dinástica y familiar actúa como el primer análogo que admite varios grados de participación. La legitimidad, por supuesto, está totalmente ausente en los regímenes que son meramente convencionales y legales.

    34. Ibid. 115.

    35. Cfr. WILHELMSEN, Frederick D.: Man's Knowledge of Reality 3ª ed. (Preserving Christian Publications, Albany N.Y. 1988). 122-156.

    36. Inauguratio (Universidad Menéndez y Pelayo, Santander 1973) reproducido en Ensayos de teoría política cit. en nota 27; La teología pagana de la victoria legítima, en Boletim da Faculdade de Direito 22 (Coimbra 1946), 5-23, reproducido en De la guerra y de la paz cit. en nota 2; Ensayos de teoría política cit. en nota 27; y passim (el tema aparece en muchos escritos de d'Ors).

    37. [Vid. resumida esta idea en Álvaro d'Ors, Derecho Privado Romano, 8ª ed. (Eunsa, Pamplona 1991), parágrafos 33 SS. N. del T.].

    38. Inauguratio, cit. en nota 36,79-94. Describe d'Ors el sentido ontológico de inauguratio: la bendición –permítasenos llamarla así– de la autoridad al inicio de una actuación política.

    39. CORTÉS, Donoso: Textos políticos (Ed. Rialp, Madrid 1954) especialmente 461 sgs. D'Ors cita pocas veces a Donoso Cortés y el famoso pensador decimonónico parece haberle influido escasamente. El tradicionalismo de d'Ors debe ciertamente muy poco al pensamiento tradicionalista del siglo XIX. Su carlismo se forja en su experiencia personal vivida durante la guerra civil española (1936-1939) que prefiere llamar la Cruzada, pero su pensamiento se fragua a partir de una filosofía política que nace de sus conocimientos jurídicos y de sus reflexiones históricas. La mayoría de los pensadores carlistas distinguían entre la soberanía social de Cristo y una soberanía política que corresponde al Estado. Como indicamos en el texto, d'Ors niega toda soberanía al poder político. Además la crítica de d'Ors al Estado moderno es mucho más profunda que la de escritores como Vázquez de Mella. Una elucidación de este tema requeriría, sin embargo, un estudio ulterior.

    40. Doce proposiciones sobre el poder, cit. en nota 27, 120.

    41. De la guerra y de la paz, cit. en nota 2, 23-44; Cicerón sobre el estado de excepción (Cuadernos de la Fundación Pastor, Madrid 1961) reproducido en Ensayos de teoría política cit. en nota 27. 153-175.

    42. De la guerra y de la paz, cit. en nota 2, 43.

    43. E. gr. mi propio estudio Man's Knowledge of Reality, cit. en nota 35, 122-134.

    44. Cfr. WILHELMSEN, Frederick D.: Religion and the State, The World and I, de próxima publicación.

    45. La aceptación retórica común del lenguaje de los valores, como indicamos, se aparta de la metafísica del ser en la que todos los bienes están situados en la existencia, acercándose a un sistema de valor cuasi idealista en el cual las decisiones morales hacen referencia a un orden de valores no identificados plenamente con el ser que están entre la persona humana y la realidad. Cfr. GILSON, Etienne: Realisme methodique.

    46. GUARDINI, Romano: Das Ende der Neuzeit (Werkbund Verlag, Würzburg 1950) especialmente 59 sgs. El notable análisis del poder que hace Guardini como esencialmente personal y sólo disfrazado con la rúbrica del anonimato es paralelo al de Álvaro d'Ors pero no hallo pruebas de la influencia de Guardini en d'Ors. [Aunque admirador de Guardini, cuya obra Der Heilbringer prologó en la versión española, El Mesianismo en el Mito, la Revolución y la Política (Rialp, Madrid 1948), no es perceptible una influencia en él del pensamiento de Guardini; antes bien, el mencionado prólogo tiene un matiz crítico. N. del T.]. El propio d'Ors habla de un poder supranacional que parece abarcar tanto al consumismo occidental como al comunismo oriental, poder oculto, escondido pero muy personal (La violencia y el orden, cit. en nota 4, 100- 106). Recuerdo el consejo reiterado que años atrás, me daba Willmoore Kendall: «Busca al poder. ¿Dónde está? ¿Quién lo tiene?» Esta es la clave para toda evaluación política y para toda crítica de cualquier poder.

    47. BELLOC, Hilaire: Esto Perpetua 2ª impresión (Duckwonh, Londres 1925), 177.

    48. Forma de gobierno y legitimidad familiar cit. en nota 3.

    49. De la guerra y de la paz cit. en nota 2 passim.

    50. Ibid. 97-98.

    51. Ibid. 97.

    52. Ibid. 100-101.

    53. Ibid. 102.

    54. Álvaro d'Ors invirtió mucho tiempo desentrañando y evaluando críticamente el pensamiento de Vitoria. Insistía Vitoria en que España carecía de un derecho exclusivo de evangelizar a los indios; era una tarea abierta a todas las naciones. El título imperial de Carlos V era una pretensión vacua carente de importancia significativa. Si Carlos, en cuanto emperador, ni siquiera podía mandar en su Sacro Romano Imperio ¿cómo iba a pretender hacerlo en las Américas? Sus títulos en España no eran más universales que los de cualquier otro rey. El Derecho natural reconocía a los españoles (y a cualesquiera otros) el derecho de viajar, el derecho, podríamos decir, de moverse por el nuevo continente. Derecho que, en la mente de Vitoria, era algo universal, independiente de interpretaciones o límites naturales e incluso religiosos. Descubre d'Ors aquí una incipiente secularización en la mente del ilustre dominico español.

    55. De la guerra y de la paz cit. en nota 2, 105.

    56. Para una exposición de libro de texto de la postura tomista cfr. WILHELMSEN, Frederick D.: Man's Knowledge of Reality cit. en nota 35, 134-157; para un análisis textual modélico, HOENER S. J. Peter: Reality and Judgment According to St. Thomas Aquinas (H. Regnery, Chicago 1952); cfr. también GILSON, Etienne: Being and Some Philosophers 2ª impresión (Pontifical Institute of Mediaeval Studies, Toronto 1952), 190-215.

    57. AQUINAS, De veritate. 9, 1, A.4.C: Ergo est in intellectu divino quidem veritas proprie et primo; in intellectu vero humano proprie et secundario; in rebus autem improprie et secundario, quia non nisi in respectu ad alterutram duarum veritatum.

    58. La violericia y el orden cit. en nota 4, 50-52.

    59. Ibid. 125.

    60. Ibid. 125.
    Última edición por Martin Ant; 20/02/2016 a las 11:55

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