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Tema: Hacia una política de Encarnación (Frederick D. Wilhelmsen)

  1. #1
    Martin Ant está desconectado Miembro Respetado
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    Hacia una política de Encarnación (Frederick D. Wilhelmsen)

    Fuente: The best of Triumph. Christendom Press. 2001. Páginas 560 – 579.

    (Fuente original: Triumph. Febrero y abril de 1973).




    HACIA UNA POLÍTICA DE ENCARNACIÓN


    Frederick D. Wilhelmsen





    I: Contra la desesperación



    Don Alfonso Carlos, exiliado y legítimo Rey de España, más monje que soldado, aunque con mucho de soldado en realidad, consagró su patria al Sagrado Corazón de Jesús; de esto, hace ya más de cincuenta años. El General Carlos Onganía, Presidente de la República Argentina y en pleno ejercicio del poder, consagró su nación, desafiando la oposición del clero, al Inmaculado Corazón de María; de esto, hace apenas ya unos escasos cinco años.

    Los cincuenta años que marcan la distancia entre estos dos gestos católicos han estado llenos de controversia en consideración a las relaciones apropiadas que deberían gobernar a la Iglesia y al estado en las sociedades católicas. La plena confesionalidad, la tesis de los antiguos teólogos, se convirtió en hipótesis en la actual escuela de moda de John Courtney Murray. Lo que una vez fue considerado lo mejor en grado óptimo, ha sido reducido a un estatus de inferioridad tolerada. Alfonso Carlos vino y pasó, y si por algo se le recuerda, es por haber comandado el ejército de voluntarios del Papa contra el Estado Masónico Italiano en 1870: otro fallo. Onganía tomó el poder después de haber sido movido por una profunda experiencia religiosa que se produjo tras un retiro privado organizado en torno a los Ejercicios Espirituales de San Ignacio: en dos años desperdició su crédito personal, y también ha terminado bajándose del escenario de la historia. Argentina todavía espera hoy día la sacramentalización de su orden político y social, del mismo modo que España parece estar empeñada en desacralizar el suyo.

    El conjunto de fallos que marcan la política católica en nuestro tiempo podría extenderse a un rosario de desolación. Aquellos de nosotros que estamos interesados en la política católica podríamos seguir fácilmente el consejo de la desesperación y concluir que Dios no ha querido que ganemos un mundo para su Hijo, Rey Nuestro. Podríamos muy bien concluir que hemos fallado en algo, de que hemos mal aprovechado nuestras oportunidades, o que la ola de la modernidad simplemente ha sido demasiado poderosa como para nadar en su contra con ninguna esperanza razonable de éxito. Esta última conclusión, por supuesto, es la marca que caracteriza al Integrismo.

    Es posible que una penetración investigadora dentro del espíritu integrista –la tentación característica de los católicos tradicionalistas– nos pueda abrir la puerta, si bien no al inmediato éxito político, sí al menos a la naturaleza misma de una política de Encarnación. Pues el Integrismo, argumento yo, no entiende de una Encarnación en el orden político… aunque el Integrismo piensa que sí lo entiende. ¡Y éste es el problema! Las raíces de este autoengaño yacen ocultas en la historia. Yacen ocultas, muy especialmente, en la historia de la filosofía política.

    Uso el término “Integrismo” con enorme vacilación, ya que significa diferentes cosas en diferentes naciones. El Integrismo brasileño y portugués simplemente significaba la fidelidad a la dinastía real legítima de Don Miguel en contra del liberalismo: en este sentido brasileño y portugués del término, yo sería un integrista. En España el término se usó para designar un cisma dentro del movimiento carlista entre aquéllos que apoyaban a los aliados durante la Primera Guerra Mundial, y aquéllos que no lo hacían: los integristas eran estos últimos, y se situaron ellos mismos en contra de su reclamante al trono, Don Jaime. El integrista, psicológicamente, evidencia una especie de intransigencia total contra el orden existente. Yo he tenido el honor de haber sido calificado de integrista en la prensa española por parte de los liberales. Pero el uso filosófico y teológico del término es principalmente de origen francés: no sirve para designar a un compromiso político específico, sino más bien para designar una forma de mirar el mundo, una táctica de supervivencia elaborada a partir de la Revolución Francesa por hombres y mujeres cuyas vidas son a menudo testimonio espléndido de la verdad de la Fe. Un integrista es una especie de católico al 150 por ciento; al menos así se considera a sí mismo. En este sentido del término, el Integrismo –presumiblemente– constituye como mínimo un error o desviación; cuando se contempla o considera de manera consciente, constituye un pecado. El término que tomamos a lo largo de este estudio es éste que sirve para designar ese error o desviación.

    El ya fallecido Willmoore Kendall, seguramente el más brillante intérprete americano de la experiencia política propia de América, solía quejarse de que no había ninguna filosofía política específicamente católica. Había –así continuaba él su queja–, un puñado de encíclicas papales de los siglos XIX y XX que abordaban males específicos de su tiempo; había unos pocos brillantes panfletistas como Chesterton y Belloc; había la asombrosa pero solitaria figura de Donoso Cortés, él mismo diplomático de profesión y escritor ad hoc; había unos pocos sociólogos franceses; tres o cuatro españoles decimonónicos y… ¡se acabó! Apenas un insignificante cuerpo de literatura para una Fe que hizo a Europa, y cuyas contribuciones en favor de cualquiera de las demás dimensiones de la vida desafiaría todo intento de poder catalogarlas por parte de un especialista.

    Históricamente, la filosofía política ha sido como un espejo retrovisor; una articulación “post-factual” de una época ya pasada o muerta. En este sentido del término, la filosofía política es una figura creativa cuyo fondo histórico se ha desplazado. Platón y Aristóteles articularon la estructura de la polis griega en el mismo momento en que la polis había cesado de ser viable políticamente y cuando Alejandro Magno estaba formando su enorme imperio. No había ni la más mínima mención a una política de imperio ni en Platón ni en Aristóteles: esto resulta aún más destacable en el caso de Aristóteles, pues él había sido tutor del nuevo señor del mundo. La República de Cicerón constituye un nostálgico vistazo retrospectivo por parte de un republicano reaccionario hacia un mundo que estaba muriendo alrededor suyo, y cuyos sucesores finalmente lo odiaban a muerte. La Ciudad de Dios de San Agustín constituye principalmente una teología de la política, y no una filosofía. Que los cristianos asuman el control sobre las instituciones ya forjadas por los paganos –razonaba él– y que las manejen mejor y más honorablemente que como lo hacían los propios paganos. La teología de la política de San Agustín resuena hoy día en la táctica del Opus Dei consistente en que los cristianos hagan mejor lo que todos los demás hacen (manejar bancos, ocupar puestos en el gabinete, construir edificios, etc.). Esta táctica ignora esencialmente, sin negarla necesariamente, las raíces religiosas de las instituciones. Esta táctica ve a todas las instituciones como neutrales, y entiende el “encarnacionismo” en términos de ocupación y cristianización de todo aquello que, sea lo que sea, pasa a existir social y políticamente.

    Un retorno al “espejo retrovisor” de la época clásica marcó la especulación política medieval. Se había creado un mundo totalmente nuevo desde la muerte de San Agustín hasta el nacimiento de Santo Tomás de Aquino. Este mundo, la res publica christiana, no era manejado por buenos y santos cristianos que se dedicaran a administrar instituciones forjadas por los paganos; estaba marcado, por el contrario, por hombres buenos, y malos, e indiferentes, que administraban instituciones forjadas bajo los auspicios del Cristianismo. La gradual desaparición de la esclavitud y el ascenso del campesinado libre; la purificación del ideal de caballería de sus orígenes islámicos, y su plena incorporación a Europa; la sacramentalización de la realeza; la descentralización de la autoridad y su difusión a lo largo de una sociedad en gran parte autogobernante… todas las típicas instituciones políticas medievales habrían sido imposibles de no haber sido por la levadura de la Fe, siempre obrando su salud dentro del cuerpo político. Pero ninguno de los grandes teólogos medievales comentaba acerca de la situación en la que estaban viviendo. Como si estuvieran ciegos a la política existente en su propio tiempo, se dedicaban a comentar –cuando formalmente inclinaban su atención a la teoría política– a Platón y Aristóteles, y a comentar un orden social que ya estaba en total decadencia hacía más de mil ochocientos años.

    La articulación de la Cristiandad medieval no se produce hasta finales del siglo XVIII y el siglo XIX. Lo que la Edad Media hizo con respecto a Grecia, los católicos tradicionales decimonónicos lo hicieron con respecto a la Edad Media. El horror de la Revolución, ella misma producto de una especie de mentalidad filosófica (la mentalidad racionalista) movió a los católicos a meditar en cómo sería un verdadero orden político cristiano. Pero ha de recordarse que esta meditación tuvo lugar en el siglo XIX. No podremos entender la reacción católica a la Revolución si la aislamos del tono predominante que había en ese siglo.

    De esta forma, los católicos que se dedicaron a articular la Cristiandad medieval en el pasado siglo se encontraron inicialmente confusos en su teorización ya que muchos de ellos simplemente identificaban la sana vida política con el antiguo régimen, el cual era producto de un racionalismo y de una revolución tecnológica que ya habían recorrido dos siglos y medio antes de encontrar su lógica conclusión en la Revolución. Los católicos tradicionalistas casi tenían que mirar a la Edad Media a través del prisma de unas gafas fundadas o ancladas en la Edad del Racionalismo. Así, también, si bien el contenido de la reacción católica estaba motivado por su Fe, su forma fue universal para la edad del liberalismo clásico.

    El fondo tecnológico del siglo XIX era de carácter mecánico; ésta es la edad en la que se produjo el barco a vapor, el ferrocarril, el rifle de percusión, el motor de combustión interna, las enormes e inhumanas ciudades fabriles de Leeds, y Birmingham, y Manchester. Pero toda sociedad se expresa política y artísticamente (en estilo), recuperando un fondo anterior y convirtiéndolo en un símbolo artístico o, usando el lenguaje de la psicología de la Gestalt, en una “figura”. En el siglo XIX, el estilo que se apoderó de la mente y sensibilidad de Occidente fue el Romanticismo: una especie de idealización del pasado medieval, ligado a un rescate (en poesía, y filosofía, y estilo de vida) de la naturaleza, la cual estaba siendo en ese momento violada por la mecanización. El movimiento romántico fue el pleno florecimiento que resultó tanto de la Ilustración en el siglo dieciocho como de su consecuencia en el siglo diecinueve, el liberalismo clásico. Los apóstoles –en el pasado siglo– del mañana, del progreso, de la mecanización y de la centralización, eran ellos mismos liberales reaccionarios que anhelaban recostarse otra vez sobre las glorias de la antigua Grecia, o, por lo menos, identificarse espiritualmente con los Nobles Salvajes de Norteamérica. El arte neoclásico es en sí un ejemplo de la idealización romántica del mundo antiguo. Un hombre simplemente ha de darse un paseo por la época del gobierno de Washington o estudiar la pintura francesa que siguió al colapso del imperio de hojalata de Napoleón III para poder captar esta verdad. El mundo se estaba llenando de máquinas, pero todos los que gobernaban ese mundo y vivían generosamente de las máquinas, se encontraban pensando en la antigua Grecia y Roma, pero especialmente en Grecia.

    Los católicos tradicionalistas, mientras tanto, con un fino sentido del horror ante la deshumanización que los rodeaba; con el abandono, desde el punto de vista político, de la herencia católica; reaccionaron dirigiéndose a la Edad Media, no hacia el mundo antiguo. Podemos casi definir la oposición existente: todo el mundo estaba viviendo en un mundo de máquinas; la mitad dominante de ese mundo pensaba sobre la democracia clásica; la gran minoría católica se tornó medieval. Nadie quería mirar al siglo diecinueve, el siglo en el que estaban viviendo: nadie, quiero decir, excepto los Papas.

    La inicial reacción de los católicos a la Revolución poco tuvo de romántica con ella en absoluto. Tanto en Francia como en España, así como en el sistema alemán de Metternich, la respuesta política católica fue concebida en nombre “del orden natural de las cosas”. La Cristiandad siempre se había estructurado en órdenes sociales o “estados”; así también debía reestructurarse en contra del nuevo poder del dinero industrial, y la intelectualidad de las universidades, y la prensa. El peso de la ortodoxia pública siempre había reposado en la tierra y no en las ciudades, ya que la virtud está en la tierra: ahí debía, pues, reposar de nuevo. El pacto de los pueblos con sus dinastías reflejaba el pacto de Dios con su Iglesia: este pacto debía defenderse contra todos los proyectos republicanos y contra las pretensiones de las nuevas clases medias. Las coronas de Europa siempre habían defendido al hombre pequeño contra el poder del gran dinero; esa defensa debía ser revitalizada; las coronas debían quedar libres de las trabas provenientes de la dominación de un partido. Todo el espíritu del Tratado de Viena, apoyado por un natural deseo de ver las cosas retornar a donde habían estado antes de la Revolución y de la pesadilla de Napoleón, fue reforzado por una nueva conciencia católica acerca de lo que había sido la política medieval… pero una conciencia tamizada a través del prisma de la edad romántica.

    Pero la idealización por los católicos del orden medieval vino de la mano de una muy obstinada convicción de que la res publica christiana representaba la “realidad”, mientras que la Revolución representaba sueños mesiánicos. Esta comprensión estuvo bien ejemplificada en España durante las [Cortes] que dieron lugar a la Constitución de Cádiz, las cuales se reunieron en 1810 y se disolvieron en 1814. Los “innovadores” eran los liberales afrancesados. La palabra liberal data de este congreso. Los “conservadores” simplemente querían retrasar el reloj al siglo dieciocho. Este afecto por el “antiguo régimen” se hacía posible a consecuencia de la absoluta ceguera que tenían respecto a lo bajo que había caído la civilización cristiana en el siglo dieciocho. El hecho de que el pobre Luis XVI, con más ironía que la que la historia le atribuye, insistiera en que por lo menos la Sede episcopal de París debía destinarse a un prelado que tuviera la decencia de creer en Dios, era algo que se les escapaba a los católicos “conservadores”, los cuales no veían que la Iglesia estaba floreciendo de nuevo en su tiempo, y que había estado en una forma terrible en la época que ellos estaban idealizando. Los “renovadores”, precursores en España del siempre vigoroso pero nunca exitoso movimiento carlista, querían ir más atrás de la Edad del Absolutismo y encontrar las verdaderas raíces políticas de su nación en una tradición que todavía sobrevivía en el pueblo y que tenía su origen en la Alta Edad Media. Estos “renovadores”, los primeros católicos tradicionalistas, tenían razón. Ellos estaban a favor del orden natural de las cosas que había en su propio mundo, aunque se trataba de un mundo curioso, subterráneo, que poco tenía que ver con las instituciones liberales dominantes que estaban ocupando el frente del escenario de aquella época. Pero antes de que terminara el siglo diecinueve, ese “orden natural” sobre el cual se basaban los propios “renovadores” simplemente se marchitó. La mecanización en el orden técnico y la secularización en el orden político destruyeron la extensa base rural sobre la cual había descansado la reacción católica. Un renovador en España podría decir con orgullo en 1930: “Estoy a favor de la nación con sus tradiciones y su forma de vida”. En 1900 ya no podía decir eso. La, así llamada, “naturalidad” inmutable de aquello que permanecía del orden medieval estaba muerto en muchos lugares y se conservaba en otros de manera tan tosca que no venían a ser sino simplemente supervivencias pintorescas.

    Fue esta época la que produjo la desesperación del Integrismo y, a consecuencia de ello, hirió a la política de Encarnación.

    La “figura” romántica del siglo diecinueve y comienzos del siglo veinte se adecuaba al temple católico, aun cuando también era usada por no católicos. La cultura católica está llena de color y estilo. Nosotros inventamos la pompa y circunstancia. Ojéese cualquier libro con fotografías de la Primera Guerra Mundial y obsérvese el hermoso plumaje de aquella época; los emperadores y reyes tan esplendidos como pavos reales; sus guardas espléndidos en escarlata y azul. Pero a continuación recuérdese que ésta era la guerra de las trincheras, de los cañones Gran Berta, de los cientos de miles de hombres sacrificados en Verdún para conseguir unas pocas pulgadas de terreno. La violencia de la tecnología mecánica fue cubierta por una fachada romántica, y se escribieron entonces más novelas acerca de un retorno a la naturaleza, cuando la naturaleza estaba siendo sistemáticamente destruida, como nunca antes. El castillo cobraba mucha importancia como mito en la literatura y la política, al tiempo que la fábrica resplandecía como una realidad. La retórica utilizada podría sugerir la idea de que el autor de estas líneas está presentando un juicio moral o está expresando una preferencia; nada más lejos de la realidad. Cualquier antropología sofisticada de hoy día nos enseña que la estructura simbólica articulada de una época es siempre algo distinto a, y a menudo opuesto a, su base tecnológica. Los mitos con los que nos interpretamos a nosotros mismos habitualmente constituyen retrocesos o reversiones.

    El simbolismo político de hoy día es altamente mecánico porque el nuevo fondo tecnológico de la época es de carácter eléctrico. La resurrección de la ética del trabajo por el Sr. Nixon, sus ropas limpias y sombrías, su imagen como de hombre de negocios, son todas ellas nuevas figuras que recuperan al siglo diecinueve mecánico dentro del siglo veinte electrónico. (Mientras tanto, “los niños”, por supuesto, reaccionan haciendo todo el camino de vuelta a la Edad Media y gatean por nuestras ciudades vestidos con botargas).

    Todo esto sirve de contexto para una consideración acerca de la tentación integrista en su efecto contemporáneo sobre una política de Encarnación. El Integrismo hoy día es una figura política sin un fondo. Amargado por los fallos que observa por todos lados, el Integrismo tiende a congelar el orden político católico; a identificarlo como necesariamente ligado a la forma de un cierto privilegiado momento de la historia humana, normalmente la Edad Media, ocasionalmente la época de los Santos Padres, o incluso el siglo diecisiete barroco. Por esta razón, el Integrismo está marcado por una desesperación en la victoria en el orden político. Esto mismo se traduce en un movimiento en espiral “dentro de sí”, en el que el integrista busca encarnar la Fe por vías específicamente simbólicas en su propia vida, en la de su familia, y en la de los compañeros que piensan como él. El movimiento de retorno a la tierra de los católicos americanos de la década de los `50 constituía un ejemplo de espíritu integrista, así como el esfuerzo en la década de los `60 por recuperar del pasado remoto una liturgia supuestamente “más pura” que aquella que nosotros hemos heredado de Trento. Tal y como estos ejemplos sugieren, el Integrismo es elitista por naturaleza. Tiende a ser excesivamente moralista y a leer la condenación por todos lados en la ancha pantalla del mundo contemporáneo: Nosotros –los elegidos– tenemos la clave para la verdad; sólo nosotros sabemos lo que significa ser católico en una forma verdaderamente densa y encarnada.

    La nueva tribalización de nuestra sociedad, presionada hacia su existencia por las condiciones electrónicas de descentralización, ha dado a los integristas una oportunidad de oro –podríamos decir, de nuevo, una tentación– “para hacer su camino” del mismo modo que todo el resto del mundo está haciendo el suyo. Una tribu católica envuelta a su alrededor con un simbolismo político dorado tejido a partir de un pasado sacro, podría muy bien coexistir con la multitud de nuevas (y viejas) tribus que han proliferado últimamente a lo largo del mundo Occidental. Hoy día, todo pasado histórico se ha convertido en algo presente. ¿Por qué no otra tribu resucitada, la católica?

    La solución es atractiva. Probablemente sea viable, quizás incluso necesaria como acción continuada. Pero a largo plazo, la solución tribal católica tendrá que encarar el peligro que proviene de la tentación integrista y, si ese peligro no es visto de manera clara, la política católica podría volverse hacia una dirección elitista, hacia una dirección como la de Port Royal; podría, de hecho, abandonar todo esfuerzo de evangelizar y, por tanto, encarnar verdaderamente la Palabra de Dios en la historia.

    El peligro surge a partir del hecho de que, si bien los integristas entienden la teología de la política de Encarnación, sin embargo no comprenden su antropología. A fin de poder captar esto, debemos indicar, aunque sea con un bosquejo, la estructura de la política de Encarnación.

    La filosofía política clásica considera al orden político como algo definitivo y autosuficiente. La polis clásica da oportunidad a, y recapitula, lo mejor que hay en la naturaleza humana. Dentro de la “Ciudad” se encuentra la salvación secular. Incluso la conciencia romana de la inmortalidad se inclinaba ante el orden político. Los muertos, simples “sombras” de lo que han sido en vida, están protegidos por los vivos, y los mismos dioses son nuestros dioses civiles: de ahí proviene la acuñación que hizo Varro del famoso término “teología civil”.

    Pero la Encarnación del Hijo de Dios en el tiempo, unida al mandato de “restaurar todas las cosas en Cristo”, reclama una sacramentalización de lo real, una santificación de la creación, una extensión del sistema sacramental por el cual Cristo salva a través de su Iglesia. Esta imposición de manos sobre el orden político y social transfigura las instituciones, santifica el trabajo, y convierte todo lo humano en un sacramental. Ermitas; flotas pesqueras bendecidas; cementerios bendecidos; gremios dedicados a los santos y a la Madre de Dios; juramentos intercambiados en el tribunal y comprometidos en virtud de promesas hechas a Dios; rituales de coronación tejidos dentro de la liturgia; la enérgica promoción por los magistrados de una sana moral; la ayuda material dada por el gobierno a la Iglesia en su misión evangelizadora… todas estas cosas y cientos de otras como ellas tienden a tejer una tela dorada de sacralidad alrededor del mundo, y a expandir hacia fuera en el espacio y a llevar a través del tiempo la Encarnación de Nuestro Señor. En terminología de Danielou, una política como esa hace más fácil, incluso hace posible, a los pobres poder soportar las tragedias y dificultades de la vida con fortaleza y alegría cristiana.

    La política de Encarnación, por tanto, añade una dimensión al orden político. La política permanece siendo política: no se transforma en religión. El mundo permanece siendo el mundo. Pero al fondo político de la vida se le añade una nueva figura religiosa, una dimensión que afecta internamente a aquello que, de otra forma, quedaría en algo simplemente secular. Una vez que ha ocurrido la Encarnación, una política neutral viene a ser algo contradictorio. Todo gobierno tiende a la sacralidad o a alejarse de ella; tiende a hacer eficaz la Encarnación o a alejarse de esa eficacia. Antropológicamente, la figura religiosa lanzada sobre la sociedad tiende inexorablemente, si bien lentamente, a alterar el fondo o terreno social. Las instituciones políticas, abstractamente “seculares”, tienden a quedar moldeadas por su propia dimensión sacramental. La familia no es una institución específicamente cristiana, pero la familia cristiana se hace más fuerte y adquiere un nuevo significado en un orden católico. La dignidad humana no es algo específicamente cristiano, pero los hombres ganan una dignidad más nueva y profunda dentro del orden católico. La responsabilidad y el autogobierno no son únicamente cristianos pero las sociedades cristianas parecen crear y, a continuación, reforzar instituciones que permiten un máximo de ejercicio de responsabilidad personal y autonomía.

    Yo sugiero que el Integrismo, a pesar de sus laudables intenciones, no comprende la relación figura-fondo que hay en la política de Encarnación. Puesto que –así se expresa el argumento implícito de los integristas– hubo una política sacra en tal y cual tiempo de la historia, ese mismo conjunto de instituciones que marcaron esa política han de restaurarse en su integridad. Los integristas son restauracionistas. Para un integrista perfecto y concienzudo, las figuras sacras que él percibe como habiendo marcado un antiguo orden político habrán de convertirse en el fondo político de cualquier nuevo orden cristiano. Permítaseme citar unos pocos ejemplos: si el pequeño granjero y artesano marcaron una forma política cristiana anterior, entonces tendremos que reorganizar la economía a fin de poder restablecer pequeños cultivos y artesanías como formas predominantes de vida; si las tiendas pequeñas demarcaban un orden anterior y más sano, entonces tendremos que abolir los supermercados; si el caballo marcó órdenes anteriores en la guerra y en los transportes, entonces pasemos a abolir los aviones jet y los automóviles. Pero una figura nunca puede ser restaurada como un fondo. Puedo traer de vuelta al caballo como un deporte o como un juego, pero no puedo traer de vuelta al caballo como el fondo predominante para los transportes; ni tampoco puedo convertir el sistema de hoteles americano en una cadena de monasterios medievales que sirvan a los viajeros con dolores en los pies. El antiguo fondo puede convertirse en un símbolo estético o litúrgico, igual que la posada se había convertido en un símbolo de la alegría y calidez cristianas en tiempos de Chesterton. Pero nadie en la antigua Inglaterra encontraba en la posada la densidad de significación espiritual que Chesterton encontró en ella… porque las posadas formaban parte del fondo o terreno social. La institución se había vuelto arcaica –no necesariamente muerta, entiéndase bien (algo arcaico no significa que esté muerto)– para pasar a ser útil como símbolo de la buena vida.

    Debido a que está tan fascinado por los modelos históricos de su propia tradición, el integrista no puede reaccionar inteligentemente –imaginativa y creativamente– en relación a su propia situación en el tiempo. Él posee suficiente juicio como para llegar a ver, finalmente, que esa restauración no va a venir al instante. Por tanto, se desespera.

    Como ya se ha sugerido, esta desesperación podría transformarse en algún tipo de acción positiva, en esperanza, porque las nuevas condiciones electrónicas simplemente han hecho que el antiguo fondo mecánico de la vida quede obsoleto, en cuanto fondo (si bien, sin embargo, está muy vivo como figura), haciendo posible, así, cualquier tipo de estilo de vida, incluso un estilo de vida medieval o barroco. La abolición de los límites espaciotemporales unida a una masiva descentralización de la industria, causante de la inminente desaparición de la gran ciudad como institución social viable, creadora ella misma de las nuevas tribus… es ésa la nueva tecnología que domina al mundo hoy día; y es ése el fondo, el fondo que necesita de una sacralización, aun cuando también haga posible cualquier estilo de vida previo como figura simbólica. Ahora bien, siempre ha sido muy difícil sacralizar cualquier tecnología en Occidente. O bien las técnicas se han convertido en una religión como ocurre con el progresismo; o bien las técnicas han sido odiadas, como ocurre con el integrismo; o bien las técnicas han sido ignoradas, como ocurre en la filosofía. ¿Puede sacralizarse la nueva tecnología electrónica?

  2. #2
    Martin Ant está desconectado Miembro Respetado
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    Re: Hacia una política de Encarnación (Frederick D. Wilhelmsen)

    II: La hora es corta; la hora es ya


    ¿Puede sacralizarse la nueva tecnología electrónica?

    La pregunta no puede ser respondida de una manera simple. Nuestra respuesta deberá –por citar la complejidad más importante en juego– tener en cuenta la diferencia entre un fondo histórico y una figura histórica.

    El fondo de una civilización viene dado por la tecnología de acuerdo con la cual aquélla funciona y se mueve. Esa tecnología da forma en gran parte a la subestructura psíquica y social de la civilización. Cuando la imprenta, por ejemplo, reemplazó a la palabra hablada en la cultura occidental durante el final del Renacimiento, la imprenta se convirtió en el nuevo fondo para toda la civilización occidental. El protestantismo exaltó este fondo técnico convirtiéndolo con plena consciencia en una figura, al insistir en que la salvación viene a través de la Palabra Escrita. El catolicismo no se sentía mucho como en casa en la cultura de la imprenta y nunca le dio el carácter de figura; pero el catolicismo sí usó la nueva tecnología.

    Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola son un ejemplo. La estrategia altamente elaborada de la espiritualidad jesuítica –con su táctica de la “Composición de Lugar” en la que el ejercitante se sitúa imaginativamente a sí mismo en el Huerto de los Olivos y acompaña a Nuestro Señor en el Gólgota– se basa en una peculiarmente elevada imaginación visual, que es lo que constituye el producto del alfabetismo: los Ejercicios Espirituales son, en este sentido, un producto de la Revolución de Gutenberg. Pero, si bien son un producto de ese enorme cambio de una cultura oral a otra escrita, los Ejercicios de ninguna manera transforman el nuevo fondo tecnológico en una figura religiosa o estética con plena consciencia. Un misionero que utiliza un barco a motor para visitar a su rebaño disperso en el Pacífico; el conferenciante que viaja en avión a reactor por todo el país de campus en campus… ninguno de ellos exalta sus modos de transportes hasta convertirlos en algo con significación religiosa, a menos, claro está, que su mensaje sea el de la salvación por la tecnología. La salud mental en estas materias implica el no confundir nunca el fondo con la figura. Una señal de mesianismo gnóstico es la de investir a cualquier fondo de sociedad con una significación trascendental. La otra cara de esta moneda consiste en que un fondo antiguo puede ser recuperado como figura, en el juego y en el arte, sin ningún riesgo para la sana filosofía o religión.

    Mi afirmación consiste en que, en la naturaleza de la tecnología eléctrica, y en lo que está haciendo a nuestra sociedad y a los hombres que viven en ella, hay semillas de esperanza para el desarrollo de una política de Encarnación, una política católica, cuyos lineamientos pueden hoy día vislumbrase tenuemente en el horizonte.

    El problema de la sacralización en la era post-moderna se complica enormemente porque el hombre occidental, especialmente el hombre occidental americano, vive hoy día dentro de dos estructuras técnicas, la mecánica y la eléctrica (cf. Wilhelmsen y Bret, The War in Man: Media and Machines, University of Georgia Press, 1970). Aunque la estructura eléctrica está reemplazando rápidamente a la estructura mecánica, dicho reemplazamiento todavía no se ha conseguido completamente. Es por eso por lo que todo intento litúrgico de hacer de lo mecánico una figura sacra siempre se colapsa: porque lo mecánico todavía se encuentra muy extendido entre nosotros. Las iglesias que tienen aspecto de fábricas nos aburren porque hay demasiadas fábricas a nuestro alrededor.

    La confusión de tecnologías en nuestro momento histórico exige que nos remontemos, que hagamos un camino de vuelta, en busca de figuras apropiadas para el culto. La nueva Misa –por indicar nuestro colapso más llamativo dentro de la Iglesia sobre esta materia– está enteramente demasiado llena de imprenta y lectura como para ser adecuada como liturgia para nuestro momento histórico… momento en el que el alfabetismo está, sin duda, siendo cada vez menos un fondo para el orden existente, aunque todavía siga siendo mucho una necesidad, gracias a que el paso al nuevo orden se está haciendo de la mano del todavía muy vigoroso antiguo orden mecánico. Estas distinciones escapan por completo a aquéllos que nos han impuesto esa “relevante” y “contemporánea” liturgia, pensando que el culto ha de marchar al paso con el fondo tecnológico existente cuando, de hecho, debería hacer justo lo contrario.

    Hace más de veinte años John Cogley, en un golpe de generosidad e ingenio, en contraste total con la dirección global de su doctrina, escribió un espléndido artículo llamado “The Gold and the Glory”, en el que hablaba de cuando se apresuraba cuando era chico, cada día, a través de las frías mañanas de Chicago, con la nieve crujiendo bajo sus jóvenes pies, en dirección a Misa en su iglesia parroquial. Allí, en la oscuridad de aquellos gestos silenciosos de culto primitivo, él encontró… ¿a Dios? Cogley confesaba que no lo sabía, y que estaba demasiado lejos de su juventud como para poder hacer un juicio. Sospechaba, sin embargo, que lo que buscó y encontró era bello. La Misa en Latín –su majestad, su silencio, sus resonancias– todo eso contrastaba con el desnudo fondo mecánico del Chicago de su juventud. En ese contraste, en ese buscar la belleza como figura, él encontró al Dios del Tabernáculo. (Cogley, por supuesto, no estructuró en estos términos el análisis de su propia experiencia, aunque sólo fuera porque la técnica de la Gestalt del análisis de la figura-fondo todavía no había emergido; pero la realidad de su experiencia es tanto más profunda y conmovedora, pues no estaba revestida de un lenguaje científico).

    La vieja Misa en Latín en un barrio bajo o en un barrio de ghetto católico, constituía el contrapunto de la árida uniformidad mecánica y de la pobreza que había afuera. La Misa en Latín entró de manera apropiada, con toda verdad, dentro de la Era Industrial. Esa Misa tenía todo el “arcaísmo” que el antropologista Victor Turner encuentra en todas aquellas liturgias que son exitosas. Aquéllos de nosotros que, como Cogley, crecimos en esos barrios sabíamos exactamente hasta los tuétanos en qué consistía todo lo relacionado con el culto. La puerta de nuestra iglesia parroquial era la misma que nos abría el paso a lo trascendente. Garry Wills sabe también todas estas cosas: es por eso por lo que odia su infancia.

    Otro ejemplo ilustrativo de la estructura de la relación figura-fondo: la caballería medieval dependía, formalmente, de la previa invención del estribo; si no había estribo, no había caballero montado. Pero el ideal caballeresco realmente vino de manera apropiada dentro de la sociedad urbana y comercial que se desarrollaba en Borgoña, tal y como ha señalado el Archiduque Otto de Habsburgo en su obra Carlos V. El fondo de vida comercial acentuó aún más el ideal caballeresco. Cuando se lo lleva hasta el extremo, este contraste entre figura y fondo produce a Don Quijote y a Sancho Panza.

    Las tecnologías cambian a los hombres, y estos cambios sencillamente no pueden ser encajados dentro de la categoría aristotélica de los “accidentes”, en oposición a la categoría de la “substancia”. Estos cambios no son de carácter incidental; en muchos casos golpean a las mimas fuentes de la espiritualidad. Aquí, la psicología aristotélica es mucho más fiel a los hechos que la filosofía política aristotélica. Ésta última es sana en la medida en que desaparece, pero es radicalmente incompleta porque no toma seriamente la propia afirmación de Aristóteles de que el hombre es igualmente tanto un homo faber como un hombre racional; de que, de hecho, descubre su racionalidad en su técnica o arte. A menos que el hombre estudie las estructuras tecnológicas, y las estudie comprensivamente como objetos dignos del más alto nivel de atención filosófica, no podrá seriamente estudiar la política de Encarnación.

    Este asunto exige una clarificación. La filosofía política occidental nunca ha tomado en cuenta, ni ha especulado seriamente sobre, el orden tecnológico. La antipatía integrista tanto por la tecnología de la máquina como igualmente por la más nueva tecnología electrónica, constituye una reacción de carácter visceral. Esta antipatía no está razonada; o, si aparece razonada como en Marcel, no distingue entre las tecnologías, y no toma en cuenta lo que las tecnologías hacen a los hombres, ni los efectos que producen en la sociedad y en la naturaleza. Esta falta de estudio de la ontología de las técnicas puede, pienso yo, ser corregida en gran parte mediante el desarrollo de un más delicado entendimiento de las relaciones figura-fondo.

    Muchos tradicionalistas odian el automóvil con apasionamiento. Ese apasionamiento es comprensible en algunos casos, pero ese odio es algo superfluo. El automóvil sobrevivirá indudablemente dentro del mundo eléctrico… pero, de manera creciente, sólo como un juego u ocio. La nueva tecnología eléctrica penalizaría al automóvil en caso de que se tomara demasiado en serio; lo que una pantalla de radar hace por un coche con exceso de velocidad constituye un ejemplo temprano de la emergente relación entre estas dos tecnologías.

    Otro ejemplo ilustrativo de la compleja relación figura-fondo es la actual popularidad de la forma de vida agraria. El ideal agrario, sea éste el Distributismo de Chesterton y Belloc, o el de la plataforma de los Agricultores Sureños de América, hoy día es otra vez una posibilidad real… pero sólo si se toma como figura simbólica, como juego. Si se toma seriamente como un potencial fondo para la sociedad, el viejo estilo agrario simplemente no podrá ser viable.

    Este hecho indica dónde está trazada la línea entre los románticos y los realistas. El querer reemplazar un fondo tecnológico es el sueño de los románticos (el error, por ejemplo, de las comunas como la de Owens Farm). La restauración de la vida pastoral como fondo de la sociedad no es simplemente algo difícil desde el punto de vista práctico; es algo teóricamente imposible. Pues una figura simbólica puede alterar el fondo existente de la sociedad solamente en la medida en que, y durante el tiempo en que, se mantenga como tal figura, como tal contraste. Las comunas abandonan la sociedad que rechazan. Desde el momento en que se hicieran independientes, cesarían de poder alterar la sociedad exterior a su comuna.

    Las tecnologías no son instrumentos neutrales, como las herramientas que están echadas sobre la mesa de trabajo en el garaje; más que instrumentos, las tecnologías son lo que esos instrumentos hacen a los hombres; el modo en que los alteran en las formas más profundas y sutiles.

    Una tribu tiene sentido si juega. Viene a quedarse apartada a un lado desde el momento en que se toma seriamente a sí misma. El rechazo del orden existente es algo que ha colapsado, y lo seguirá haciendo en la medida en que no se haga con un espíritu de juego, sino con un espíritu de trabajo. Cuando uno juega a ser granjero o marinero, uno está realmente repitiendo simbólicamente un fondo anterior. Pero eso no quiere decir que esa repetición carezca de significación, porque la repetición de hoy es más real que el juego inicial: ésta es la razón por la que uno siente que no ha visto realmente el pase en el campo de juego hasta que le ponen la repetición. Como medio para ver el fútbol americano, la televisión es muy superior a un asiento en el estadio. Y la repetición es una marca de la tecnología eléctrica. La repetición es la articulación consciente de lo que se está haciendo, incluso de lo que se ha hecho: es un “decir” del ser –dicere, Verbum, Palabra. La repetición no es algo de segunda categoría (a menos que se considere al Hijo de Dios como un Dios de segunda categoría. Él es, después de todo, la perfecta Expresión de todo lo que el Padre Es. El Hijo es Figura para el Fondo que es el Padre).

    Nuestra sociedad secularizada ofrece hoy día enormes oportunidades para una repetición simbólica de lo sacro. Una sacralización consciente en contra de un contexto o trasfondo de secularismo viene a ser aún más sacra. ¿No dijo Chesterton que para poder ver blanco sobre negro uno tenía que ver negro sobre blanco? Hoy día cualquier cosa de la historia puede ser objeto de repetición.

    Y esto me lleva a lo que he llamado la postura agustiniana/Opus Dei: infiltrar el orden existente y cristianizarlo desde su mismo interior, totalmente, y sin alterar la instituciones o estructuras existentes. Ni San Agustín, ni ningún otro que yo conozca en el Opus Dei, ha sugerido nunca que esta actitud sea algo más que una simple táctica; y una táctica que está abierta para cualquier cristiano que desee encarnar su fe en el mundo. Si, por el contrario, esta táctica se elevara al nivel de teoría, entonces se fundiría con el descuido general de la filosofía política de Occidente acerca de la tecnología. Las tecnologías son, sin lugar a duda, instrumentos que pueden ser bien o pobremente utilizados: el buen contenido en la TV es presumiblemente mejor que el mal contenido; las pistolas utilizadas para disparar a criminales son mejores que las pistolas en manos de criminales que disparan a la gente inocente. Esto no es filosofía; es simplemente sentido común.

    Pero las tecnologías, de manera más profunda, cambian a los hombres, y los cambian más aún significativamente hasta el punto de que no saben que están siendo cambiados. El rechazo integrista nos muestra, al menos desde una convicción emocional, que las tecnologías hacen algo a los hombres; el “neutralismo” tecnológico ni siquiera llega a ver tan lejos.

    Mirar al mundo e intentar comprenderlo en términos de un punto de vista tecnológico puede iluminar la historia y ayudar a prepararnos para el mañana. Podría hacer posible una política de Encarnación auténticamente realista –traer a Cristo hasta la mismísima médula de la sociedad, pues ello nos recordaría que Él no desdeñó el orden técnico: Él no era un griego, sino que se ganaba la vida como carpintero y, de esta forma, hizo lo que el resto de nosotros hacemos; extendernos nosotros mismos en el espacio y el tiempo, y transformar el mundo técnicamente, artísticamente.

    Si giramos nuestra atención filosófica al estudio formal de las tecnologías, creo que veríamos que nuestro propio fondo o terreno eléctrico hace hoy día a la sociedad particularmente susceptible a ser afectada por figuras simbólicas católicas. Pienso que encontraríamos, de hecho, que el fondo o terreno puede finalmente estar preparado para aquello que los Sumos Pontífices han estado reclamando en sus encíclicas sociales a lo largo de un siglo y medio. Descubriríamos que ese mundo personal que hemos estado queriendo y predicando desde hace tanto tiempo ya está aquí –es posible que en su conjunto sea demasiado personal para nosotros, formados, como lo hemos estado, en un más viejo orden mecánico de las cosas. Encontraríamos (si tuviéramos la imaginación de barrer todo ese moralista y básicamente puritano sinsentido acerca de los males de la televisión) de que se nos ha devuelto a la Edad Media –formaliter sed non materialiter– desde hace algún tiempo hasta hoy. La televisión y la electrónica en general son mucho más compatibles con un espíritu católico que lo que lo son los libros impresos. La nueva tecnología imita la ubicua alegría de los ángeles; Cristo, después de todo, tuvo que decir algunas cosas duras acerca de la escritura; fue Martín Lutero quien ensalzó la palabra escrita. Aceptemos el nuevo barbarismo y cristianicémoslo. Está mucho más cerca de los siglos sexto y séptimo de lo que lo hemos estado en mucho tiempo. Carlomagno, si él estuviera vivo hoy día, suspendería en una lectura de cuarto grado.


    Estoy convencido de que algunas de las batallas del siglo XIX y principios del siglo XX a las que se ha aludido antes en este ensayo, que ayudaron a sellar la derrota de la Cristiandad, terminarían en victorias católicas si se pudieran volver a librar hoy día. Esta declaración, por supuesto, no ha de tomarse en términos de una historia entendida como trayectoria, en la que cualquier sección lineal de la misma se pudiera sacar fuera del camino y situarla más adelante en la vía. No, el punto está en que las últimas batallas de la Cristiandad fueron libradas por católicos entusiastas que todavía descansaban sobre una cultura popular, reforzados por un espléndido clero, agresivo contra cualquier compromiso, y profundamente comprometido con la Iglesia (ventajas de las que carecemos mucho hoy día); pero estas batallas fueron libradas contra la semilla o fruto de esa época. Hoy, sin embargo, la época se está desplazando y alejando de esa estructura monolíticamente mecánica del pasado que luchó y militó contra la victoria católica. En el pasado nosotros perdimos por todas partes, no porque nuestra gente fuera chapucera siempre y en todas partes (algunos lo eran, por supuesto; nosotros los católicos no somos buenos expertos en eficiencia), sino porque el peso de aquellos tiempos conspiraba en contra de nosotros.

    Los Sumos Pontífices estuvieron predicando una economía y sociedad descentralizadas, al mismo tiempo que la tecnología existente estaba conduciendo al Occidente hacia una cada vez mayor centralización. Nuestros pensadores ensalzaban la sociedad rural y la pequeña granja, el artesano y el pequeño negocio, al mismo tiempo que todas estas cosas iban perdiendo su viabilidad. Los prejuicios lineales y racionalistas de esos tiempos iban en contra del sentido de lo místico y de lo trascendente que vivifica nuestra herencia católica.

    Pero hoy día esos prejuicios lineales y racionalistas se han ido como fondo o terreno de nuestra civilización. Usando la física del pasado siglo, no podemos ni siquiera hacer los cálculos necesarios para llevar astronautas a la luna. El individualismo democrático y el ya pasado de moda liberalismo clásico –que sobreviven como figuras de invernadero en movimientos como el del Libertarismo– están obsoletos: el Libertarismo es una figura sin un fondo. La sociedad y educación clásicas, orientadas hacia el libro, heredadas del Renacimiento, se perpetuaron algún tanto precisamente en nuestro tiempo gracias a la labor de la Great Books Foundation y de ciertas instituciones académicas basadas en la idea de que las puertas del Cielo se abren con las cubiertas o tapas de un buen número de selectos y bien definidos libros: todo esto es simplemente divertido cuando se lo mira desde el punto de vista de la doctrina católica, pero constituye un dogma para docenas de educadores católicos. Nuestra propia herencia consiste en una histórica y definida insistencia sobre la preeminencia de la Tradición hablada: recuérdese que el Canon de las Sagradas Escrituras es el que es porque la Iglesia hablante dijo que ése era el que debía ser; por tanto, lo era y lo es. El Santo Padre es infalible cuando habla desde su Cátedra, no cuando apunta o escribe algo. El analfabetismo de nuestra juventud americana no constituye una barrera a la evangelización. ¿Qué ventaja tenemos nosotros de todos modos con la alfabetización? ¿Es requisito para el Reino de Dios la capacidad de leer libros? El viejo William George Ward solía decir que él quería una bula papal junto con su Times en el desayuno. Nosotros deberíamos querer un discurso papal semanal por televisión. Eso pondría fin a la increíble variedad de burocracias e “intérpretes” que hoy están situados entre el Vicario de Cristo y su pueblo. (El catolicismo liberal constituye un esfuerzo por querer escapar de las consecuencias de la invención del telégrafo. Una vez que se inventó el telégrafo, de acuerdo con McLuhan, tuvo que ser definida la infalibilidad papal; tecnológicamente hablando, ya no necesitábamos tener que pasar más a través de intermediarios. Esto es más cierto aún en la edad de la televisión: el catolicismo liberal constituye una reversión al siglo diecinueve.)

    Y esto me mueve a la última consideración de este muy tentativo y provisional ensayo. Lo que la política de Encarnación necesita fundamentalmente es una filosofía política más que un programa político. Los programas vienen y van, pero la filosofía –tal y como entendemos el término en la Tradición Católica– intenta descubrir algo permanentemente verdadero (aún si eso permanentemente verdadero tiene que ver con lo efímero: después de todo, ¡todos somos efímeros!). La Verdad os hará libres. Nada podría ser más refrescante, en medio de la niebla tóxica política en la que vivimos hoy día, que una genuina filosofía política. Esa filosofía política –sofisticada; profundamente tradicional; completamente post-moderna– podría iluminar la acción ya existente bajo nuestros pies, y apuntar la dirección hacia la cual podría desplazarse la acción.

    Ocurre también que el potencial de esa filosofía se acentúa por el hecho de que la ideología está muriendo rápidamente por todas partes. Los marxistas están en pánico acerca de su propia obsolescencia. La ideología está siendo reemplazada por intereses concretos que tienen poco que ver con “asuntos” o “ideas” abstractas. ¿Necesita un barrio una limpieza? Entonces ayúdese a limpiarlo. ¿Se necesita que se establezca en tal o cual ciudad un sistema de transporte de tránsito rápido? Ayúdese a establecerlo. ¿Los jóvenes necesitan mejores comidas en su escuela local? ¡Dénseles la comida! Y mano a mano con este carácter personal de nuestro mundo de hoy día, le acompaña un énfasis sobre la naturaleza personal de la política.

    Ahora bien, lo curioso es que nuestra tradición filosófica no ha prestado mucha atención a la personalidad en materia política. Ni tampoco conozco de ningún tratado en la filosofía política clásica que esté dedicado al síndrome “ráscame-tú-mi-espalda-y-yo-rascaré-la-tuya”. No conozco de ningún tratado que se haya fijado en la naturaleza del carisma en los líderes y en por qué los hombres los siguen, cueste lo que cueste. En la teoría filosófica clásica, yo tengo que imitar –si quiero ser un buen hombre– a los mejores, a los aristócratas. Esto funciona, sin embargo, solamente en una sociedad aristocrática. El libro de Hilaire Belloc The Nature of Contemporary England demostró, con una clarividente brillantez, que ni los demócratas ni los realistas-monárquicos pueden erigir la base de un orden aristocrático, pues los demócratas y los realistas simplemente no admiran a los aristócratas. Y el Dr. Alvaro D´Ors –carlista español y una preeminente autoridad en Derecho Romano– ha escrito un estudio sobre política familiar (Legitimidad familiar y formas de gobierno) que lleva aún más allá la demostración de Belloc. D´Ors muestra que emergen, en la vida política de Occidente, tres situaciones típicas: (1) una sociedad estructurada alrededor del individuo, en donde a la familia se le niega cualquier papel político, es necesariamente una sociedad democrática; (2) una sociedad, como la de la República de Roma o la de los siglos dieciocho hasta principios del veinte en Inglaterra, que divide a la población en aquéllos que tienen nombres ilustres y aquéllos que nos los tienen –sin importar lo famosos y ricos que puedan ser estos últimos–, es necesariamente una sociedad republicana; (3) una sociedad con una amplia base familiar, hace descansar su autoridad de manera natural en una dinastía, una monarquía tradicional cuya misma familia resume la naturaleza familiar de la constitución. En el pasado, estas tres formas estaban circunscritas territorialmente. Con la abolición de las fronteras, hoy día, debido a las condiciones eléctricas, con el crecimiento del nuevo tribalismo que marca nuestro tiempo, todas estas tres formas se mezclan e interrelacionan. La televisión ha traído de vuelta el principio dinástico. Los Nixon son mucho más una pareja real que sus homólogos coronados escandinavos. Las nuevas dinastías americanas aparecen como constelaciones: Kennedys, Percys, Rockefellers, Einsenhowers, etc. El pueblo tiende a votar a nombres y no a plataformas. El nomen ha vuelto como talismán político. Este nuevo estilo americano no aparece en ninguna parte más dramáticamente ejemplificado que en nuestros funerales públicos. ¡Nadie entierra a sus grandes hombres con más solemnidad y esplendor que como lo hacemos nosotros!

    Pero este nuevo ritualismo en nuestra política no ha abolido la vieja tradición americana del individualismo espartano, democrático; ha hecho de este individualismo una figura simbólica. De esta forma, la “ética del trabajo” asume su lugar central en la retórica de Nixon, al mismo tiempo que ya no tiene lugar práctico en la vida real americana. Pero incluso mientras las viejas formas se dan codazos con las nuevas, encontramos que la lealtad personal tiende a dominar el orden político existente. Toda legitimidad se basa otra vez de nuevo en la lealtad personal. Y nosotros los católicos, gracias a nuestra religión personalista –creemos en un Dios formado por Tres Personas, no en una ética abstracta– estamos singularmente como en casa en este tipo de orden político. No nos tomamos los asuntos seculares muy seriamente porque somos cínicos acerca de la vida; pero nos tomamos a las personas muy en serio –¡y muy poco en serio también, en realidad! Nos gusta jugar con los asuntos seculares, pero jugamos con ellos como lo hacemos porque no los investimos de una solemnidad mesiánica. Las condiciones electrónicas han provocado, como fondo, un nuevo orden personalista hecho para gente como nosotros. Uno no puede idear pensamientos profundos electrónicamente hoy día. Uno solamente puede participar en un orden familiar y personalista. El fondo técnico está maduro para una figura católica, para una política de Encarnación.

    Sin embargo, me obsesionan las cicatrices y lacras de nuestras derrotas; mi miedo de que los católicos tradicionalistas –y yo soy católico tradicionalista; en realidad, soy carlista– no vayan a responder a este espléndido momento de nuestro tiempo; de que las tentaciones integristas paralicen sus voluntades; de que disipemos nuestras energías condenando las cosas malas, o condenando las cosas buenas por motivos equivocados; o de que nos deslicemos convencionalmente dentro del orden existente, y nademos –como un pez que lo sabe todo excepto que se encuentra en el agua– totalmente abstraídos de nuestro momento histórico presente.

    La hora es muy corta, en efecto. Todo ocurre hoy día tan rápido que el mañana es concebido como una posibilidad solamente después de haber ocurrido ayer como hecho. Debemos aprovechar este momento por el bien de la eternidad. Si no lo hacemos, no seremos dignos de nuestros heroicos antepasados tradicionalistas. Alfonso Carlos, en el exilio, consagró su patria al Sagrado Corazón. El General Onganía sometió las vastas planicies de la Argentina al Inmaculado Corazón de María. Dollfus murió de una bala en la espalda de rodillas ante Nuestro Dios. El Coronel Stauffenberg se deshizo, como cruz viviente, delante de las ametralladoras nazis. Ellos, al menos, tuvieron el honor de coser en sus corazones banderas para Nuestro Rey Exiliado. ¿Habremos hecho por lo menos eso cuando nos toque nuestro turno de morir?
    Kontrapoder dio el Víctor.

  3. #3
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    Re: Hacia una política de Encarnación (Frederick D. Wilhelmsen)

    Martin, son muy interesantes estos escritos que nos trae. Muy acertadamente, Wilhelmsen rechaza el neutralismo tecnológico, cuando afirma, por ejemplo, que "las tecnologías, de manera más profunda, cambian a los hombres, y los cambian más aún significativamente hasta el punto de que no saben que están siendo cambiados". Sin embargo, no entiendo muy bien por qué cree que la era de de la televisión y de la electrónica traerá grandes ventajas para el catolicismo. En mi opinión, ocurre lo contrario, y la experiencia de estos últimos treinta años parece confirmarlo.

    Aprovechándome de su extenso conocimiento de las fuentes, quisiera preguntarle por autores tradicionalistas que hayan abordado el problema de la tecnología. Si puede recomendarme bibliografía o si de vez en cuando trae algún escrito relacionado con el tema, le quedaría muy agradecido. En este hilo estábamos tratando del asunto, aunque de momento está enfocado en la crítica de algunas tecnologías nocivas y de la mentalidad prometeica:

    La mente colmena y la muerte de la religión
    Última edición por Kontrapoder; 05/03/2016 a las 21:01
    «Eso de Alemania no solamente no es fascismo sino que es antifascismo; es la contrafigura del fascismo. El hitlerismo es la última consecuencia de la democracia. Una expresión turbulenta del romanticismo alemán; en cambio, Mussolini es el clasicismo, con sus jerarquías, sus escuelas y, por encima de todo, la razón.»
    José Antonio, Diario La Rambla, 13 de agosto de 1934.

  4. #4
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    Re: Hacia una política de Encarnación (Frederick D. Wilhelmsen)

    El artículo es de 1973 y, ciertamente, el autor denotaba bastante optimismo con respecto a la nueva era tecnológica electrónica.

    No comparto en su totalidad todas las partes de este estudio, pero sí estoy de acuerdo con esa idea general que subraya de que la tecnología no tiene por qué ser algo malo en sí mismo (a los que defienden el carácter intrínsecamente malo de las innovaciones técnicas, Wilhelmsen los llama en el artículo personas de mentalidad integrista, o que ceden a la tentación integrista).

    Personalmente, este tema me interesa mucho porque está muy relacionado con el del funcionamiento de la economía, y con su relación con el sistema financiero.

    Desgraciadamente no le puedo informar sobre autores o trabajos que hayan tocado este asunto de la tecnología, porque, o bien no los hay (o son muy escasos), o bien yo todavía por lo menos no he podido estudiar o investigar lo suficiente para encontrarlos. Quiero decir que, en la mayoría de los casos, los españoles tradicionales suelen enjuiciar negativamente los adelantos tecnológicos de la época moderna-contemporánea, como si fueran casi algo malo en sí mismos, y suelen pregonar una especie de mentalidad de tipo "distributista", que resulta insuficiente a la hora de abordar el verdadero alcance de la tecnología, y su posible uso, aprovechamiento y desarrollo en un sentido positivo. Es decir, el hecho de que algo "nuevo" se haya podido desarrollar de una forma evidentemente mala (era industrial, era electrónica, etc...) no quiere decir que esas nuevas técnicas o inventos no pudieran utilizarse (re-utilizarse) de una forma correcta y buena.

    Wilhelmsen pone de relieve la falta de "neutralismo" de la tecnología, en el sentido en el que usted señala. Pero, por otro lado, (en crítica con el integrismo) también defiende, en realidad, la neutralidad de la tecnología, en el sentido de que, en sí misma, no es ni buena ni mala, sino que depende de cómo se la vaya a utilizar; es decir, ¿la tecnología se utilizará como ayuda para liberar más a las personas de numerosas cargas y dependencias, y para favorecer sus vidas; o, por el contrario, será utilizada para esclavizarlas más? ¿La tecnología es algo malo en sí mismo, y lo mejor sería volver a la forma de vida de la era preindustrial; o, por el contrario, se podrían integrar perfectamente a escala humana todas las nuevas tecnologías, ayudando así a la creación de un clima y ambiente político-social-espiritual semejante al que informaba a la Cristiandad, pero de manera renovadoramente actualizada al día de hoy?

  5. #5
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    Re: Hacia una política de Encarnación (Frederick D. Wilhelmsen)

    Martin, según lo veo yo, Wilhelmsen es contrario a esa idea tan extendida de que la tecnología no es buena ni mala en sí misma, sino que todo depende de cómo se use. Es cierto que a lo largo del escrito planea cierto optimismo con respecto a las posibilidades de las nuevas tecnologías, así como una crítica a los "integristas". Sin embargo, él considera que los integristas, dentro de su error, enfocan mejor la cuestión que los neutralistas:

    Las tecnologías son, sin lugar a duda, instrumentos que pueden ser bien o pobremente utilizados: el buen contenido en la TV es presumiblemente mejor que el mal contenido; las pistolas utilizadas para disparar a criminales son mejores que las pistolas en manos de criminales que disparan a la gente inocente. Esto no es filosofía; es simplemente sentido común.

    Pero las tecnologías, de manera más profunda, cambian a los hombres, y los cambian más aún significativamente hasta el punto de que no saben que están siendo cambiados. El rechazo integrista nos muestra, al menos desde una convicción emocional, que las tecnologías hacen algo a los hombres; el “neutralismo” tecnológico ni siquiera llega a ver tan lejos.
    La confusión puede partir del primer párrafo. Parece que ahí esté diciendo que las tecnologías no son buenas ni malas, pero en realidad ese párrafo es una especie de concesión al adversario que sirve de introducción al pensamiento marcado en negrita, que de manera significativa se inicia con una conjunción adversativa. Es la frase que se inicia con el pero la que expresa su verdadero pensamiento acerca de la cuestión tecnológica. A continuación, dice que el integrista enfoca mejor la cuestión que el neutralista, pues el primero al menos es capaz de ver que las tecnologías tienen efectos sobre los hombres y, por tanto, no son neutrales.

    Este otro párrafo de Wilhelmsen lo deja más claro:

    Las tecnologías no son instrumentos neutrales, como las herramientas que están echadas sobre la mesa de trabajo en el garaje; más que instrumentos, las tecnologías son lo que esos instrumentos hacen a los hombres; el modo en que los alteran en las formas más profundas y sutiles.
    Estoy muy de acuerdo con esa idea de Wilhelmsen. Las tecnologías tienen un profundo impacto en el hombre y en la sociedad, por lo que no se puede decir que sean neutrales. En algunas tecnologías ya están implícitos ciertos usos perversos de los que no será posible escapar por muy virtuosos que seamos. En la actualidad, los grandes cambios en la moral y las costumbres vienen determinados por la tecnología mucho más que por la política.

    A esta consideración de Wilhelmsen añado cierto pesimismo, aunque sin perder la esperanza. Al contrario que él, pienso que de la primacía de la imagen y la hipercomunicación electrónica se van a derivar consecuencias nefastas para el cristianismo y para las tradiciones. No es posible aplicar el cuatrilema Dios-Patria-Fueros-Rey en la sociedad que están diseñado los tecnócratas, y las tradiciones están condenadas a desaparecer en esta aldea global que surge de la implantación de ciertas tecnologías. La situación es más delicada por cuanto que en el tradicionalismo español, que es desde donde se debería plantear una respuesta, no se tiene conciencia del problema, o al menos no me consta. Es por eso que le pedía orientación bibliográfica. Si pasa por sus manos algún texto de esos que se pudieran calificar de "integristas", no dude en comunicármelo.
    Última edición por Kontrapoder; 06/03/2016 a las 01:21
    raolbo dio el Víctor.
    «Eso de Alemania no solamente no es fascismo sino que es antifascismo; es la contrafigura del fascismo. El hitlerismo es la última consecuencia de la democracia. Una expresión turbulenta del romanticismo alemán; en cambio, Mussolini es el clasicismo, con sus jerarquías, sus escuelas y, por encima de todo, la razón.»
    José Antonio, Diario La Rambla, 13 de agosto de 1934.

  6. #6
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    Re: Hacia una política de Encarnación (Frederick D. Wilhelmsen)

    Reitero que no me adhiero a todo lo que aparece en este estudio de Wilhelmsen; más bien lo tomo "a beneficio de inventario", para recalcar una idea que ya empecé a expresar y defender hace tiempo en otro hilo.

    Wilhelmsen afirma en este trabajo que, mientras la tecnología mecánica de la era industrial (siglos XVIII y XIX) favorecía tendencias de concentración, centralización o gigantismo, la nueva era eléctrica de la segunda mitad del siglo XX parecía presentar un nuevo tipo de tecnología que supuestamente había de favorecer tendencias de desconcentración, descentralización y tribalismo o "pequeñismo", y consideraba que esa tecnología (a diferencia de la de la era anterior) sería más proclive a una restauración del antiguo espíritu de la Cristiandad en la comunidad política.

    Yo lo que afirmo (corrigiendo a Wilhelmsen) es que ni la tecnología de la era industrial es, per se, favorecedora de tendencias centralistas, esclavizadoras o anticristianas (aunque en la práctica así haya sido), ni la tecnología eléctrica o electrónica favorece, per se, tendencias descentralizadoras, liberadoras o procristianas (como también, desgraciadamente, hemos podido comprobar por la experiencia, y que ha anulado esas expectativas optimistas que Wilhelmsen tenía con la nueva tecnología).

    Mi enfoque del caso es más bien, predominantemente, desde un punto de vista económico-social (en relación, sobre todo, con el defectuosísimo sistema financiero que tenemos hoy día). La cuestión que planteo es si la tecnología es algo que puede ayudarnos a establecer una condiciones sociales favorecedoras del florecimiento y desarrollo natural y cristiano de la persona humana, o, por el contrario, hemos de pensar que la tecnología siempre, per se, favorecerá unas condiciones o ambiente completamente bloqueador u obstruccionista de ese susodicho florecimiento (mentalidad pesimista esta última a la que estaríamos tentados a darle nuestro asentimiento por el hecho de que ésa ha sido la forma con la que se han aplicado e institucionalizado las tecnologías e innovaciones técnicas establecidas desde el siglo XVIII o Revolución Industrial, hasta hoy).

    Intentando complacer de algún modo su petición de bibliografía, por ahora sólo me viene a la mente en cuanto a personas que hayan tratado este tema incidentalmente, la de Juan Vallet de Goytisolo, en sus dos clásicos: Sociedad de Masas y Derecho (1969), e Ideología, Praxis y Mito de la Tecnocracia (1975).
    Última edición por Martin Ant; 06/03/2016 a las 14:14
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  7. #7
    Avatar de Ennego Ximenis
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    Re: Hacia una política de Encarnación (Frederick D. Wilhelmsen)

    Creo que esta frase es de resaltar:

    A menos que el hombre estudie las estructuras tecnológicas, y las estudie comprensivamente como objetos dignos del más alto nivel de atención filosófica, no podrá seriamente estudiar la política de Encarnación.
    Sin un profundo conocimiento de como las nuevas tecnologías llevaron a la aparición de nuevas formas organizativas en la sociedad, lo que a su vez llevó a nuevas costumbres y luego a nuevas formulaciones ideológicas no podremos cortar de raíz la Revolución. Lo vuelvo a repetir: sin un conocimiento profundísimo de las causas segundas, las naturales, se hace improbable el triunfo de La Causa.
    Una tecnología en si misma, abandonada, dejada del contacto humano obviamente es neutra psicológicamente y sociológicamente hablando, pero en cuento interactuamos con esa tecnología produce consecuencias al individuo y a toda la sociedad. Estas consecuencias dependen de como reaccione cada mente a esta nueva tecnología no de manera aislada con respecto a las respuestas mentales y comportamentuales del resto de personas, sino en red, y de los sucesivos cambios institucionales, sociales que su uso reiterado en el tiempo provoque. La aparición de la adolescencia como edad y grupo a parte se achaca, en buena medida, a la aparición de las radios portatiles que permitian a los jóvenes escuchar individualmente música (y a las aparición de las motos). El deseo de diferenciación con respecto a los padres estaba ahí antes de la aparición de la radio pero la aparición de ésta canalizó en un nuevo sentido esta tendencia. La Revolución Sexual de los 60 tuvo entre sus muchas causas entrelazadas, retroalimentadas...el desarrollo de un tratamiento para la sifilis en los 50 (leer: The Wages of Sin: How the Discovery of Penicillin Reshaped Modern Sexuality - Springer ). La pérdida de la religiosidad y del sentido sacro en el hombre (en todo el planeta) está muy correlacionado con el PIB y con el desarrollo de la medicina. El liberalismo se puede ver de hecho como una patología psico social producto de la opulencia, lo lejos que ha dejado la muerte y el dolor la medicina moderna y la soberbia humana que de manera subconsciente produce en nuestra mente los avances científicos.
    Ahora bien no hay que pensar que las tecnologías determinan de manera inexorable el estado social actual. Son inumerables las causas segundas que interactuan para dar cada resultado social. Desde la genética particular de cada individuo (y el stock genético medio de los distintos grupos humanos, que varía con los siglos bastante) que produce unas estructuras cerebrales particulares y luego mentales (mediadas estas por el ambiente y el libre albedrío) hasta las leyes, memes sociales, que está haciendo el país más poderoso del planeta, clima...
    Sobre esto yo siempre me he preguntado que cosas una contra revolución (realmente cualquier sociedad) no podría dar la espalda. La básica es el conocimiento científico técnico EN ABSTRACTO. Es decir el conocimiento como tal. Otra cosa es la realización práctica de ese conocimiento. Un ejemplo: la Televisión. El conocimiento nos puede llevar a la experimentación tecnológica en laboratorios donde creamos una televisión, lo cual retroalimenta nuevos conocimientos y perfecciona las teorías, pero de ahí a comercializar en libre mercado un producto para cuya explotación visual luego se permite entrar a empresas privadas nombradas a dedo, hay una gran diferencia. Y no digamos ya de esto a encima permitir productos audiovisuales que sensualicen y acudan a los instintos primarios de la sociedad.
    Y no se puede dar la espalda al conocimiento porque si hace, otro pais que no lo haga se desarrollará militarmente y la defensa de nuestro país sería imposible (teniendo en cuenta que antes de eso ya es harto difícil generar un cambio psico social tal que evite que la gente imite al pais percibido como más poderoso que uno mismo. Bután parece ser de las pocas excepciones del mundo)
    Resumiendo creo que estas son las dos cuestiones importantes
    1-En el ámbito empírico/positivo/científico: Entender el tejido causal socio material.
    2-Una vez modelizado éste, una vez conocidas las consecuencias de cada tecnología, llega la parte práctica. ¿Cómo y de que manera se debe hacer realidad ese conocimiento científico-técnico?
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    Re: Hacia una política de Encarnación (Frederick D. Wilhelmsen)

    Aquí dejo otro artículo relacionado con el tema, de Jesús Evaristo Casariego (que presenta una visión más bien pesimista).

    -----------------------------


    Fuente: Iglesia-Mundo, 1ª quincena Mayo 1979. Página 19.



    LA ENERGÍA NUCLEAR, POSIBLE CASTIGO A UNA SOCIEDAD ENSOBERBECIDA Y PEDANTE QUE HA JUBILADO A DIOS

    Estaba yo en Berlín (era estudiante) en 1934 cuando oí hablar por primera vez de ciertas trascendentalísimas y misteriosas investigaciones y manipulaciones que se estaban llevando a cabo en el campo de la nueva física. Un amigo y compañero, universitario alemán, me explicó algo de aquello, que yo no entendía bien. Me habló de algo así como de las posibilidades de descubrir una energía tan poderosa que fuese capaz de aniquilar la Humanidad y destruir el planeta que la sustenta.

    A mí me pareció entonces todo aquello como las lucubraciones de un joven científico exaltado e incluso influido por la literatura de Verne y de Wells; algo así como de ciencia-ficción. No le hice mayor caso, pero sí recuerdo que charlamos, con toda la audacia y pedantería de nuestros pocos años, sobre las repercusiones de tales descubrimientos en el campo de la moral y de la ética.

    Ha pasado desde entonces casi medio siglo, lleno de Historia y de acontecimientos asombrosos. Mi amigo de 1934 murió en el frente de Rusia, defendiendo a Europa. Aquellos rumores que circulaban misteriosamente entre algunos estudiantes y científicos de la Universidad berlinesa, son ahora una realidad probada y comprobada, con los 300.000 muertos de Hiroshima de hace más de treinta años y los ensayos espectaculares de las llamadas bombas atómicas y de hidrógeno, que se repiten todos los años. El empleo de tales potentísimos destructores en la futura guerra parece también otra realidad fuera de duda. Es, incluso, muy posible que la propaganda exagere todo eso, pero la existencia de la nueva energía y sus asoladoras cualidades son una amenaza bien cierta, entera, innegable, que se cierne sobre la Humanidad. Y ello me hace pensar que aquellas conversaciones juveniles de hace casi medio siglo tengan ahora un cierto interés aleccionador. Procuraré resumirlas.


    CAMBIOS TRASCENDENTALES EN LA VIDA FÍSICA DE LOS HOMBRES

    Hubo en la Historia un momento de candorosa ingenuidad. Fue en los tiempos de nuestros bisabuelos, cuando la técnica comenzaba a realizar la más rápida y honda transformación de costumbres y formas de vivir que ha experimentado la sociedad humana. Hasta entonces, primeros años del siglo XIX, las gentes habían vivido su existencia cotidiana casi de igual manera que sus antepasados. Sólo se conocía una técnica estacionada de carros, molinos y veleros. El hombre era un elemento más –el primero– entre los misterios y las fuerzas naturales que le rodeaban. Transcurrían las centurias y aún los milenios, sin que fundamentalmente cambiasen las cosas. La logística de Napoleón no difería mucho de la de Aníbal; la batalla de Lepanto tuvo grandes semejanzas tácticas en la de Salamina, dos mil años atrás; la vida en una granja en tiempos de Carlos III se parecía bastante a la existencia en una alquería en la época de Leovigildo; la fragata «Pizarro», que llevó a Humboldt desde La Coruña a Venezuela en 1799, tardó aproximadamente los mismo que las carabelas y las naos de los días del Descubrimiento. Se hacían las cosas como se habían hecho siempre, según frase tópica de entonces.

    Pero por aquellos años, hace ahora más de siglo y medio, empezaron a ocurrir extraños sucesos que llenaron de asombro a las gentes. Fue posible navegar sin viento y sin remos, correr a través de los campos sin mulas ni caballos, enviar la escritura de un sitio a otro con la rapidez del rayo, hacer llama sin humo y luz sin llama, curar sin dolor y vencer la sepsia.

    Un formidable sacudimiento afectaba a la vida toda de los pueblos, y dentro de una misma generación, se pasó de las formas de vida de la Antigüedad y el Medievo a las de la Edad técnica y científica. Todos los días se descubrían nuevas maravillas. Y los hombres se llenaban de admiración y orgullo al ver cómo de golpe (la inmensa mayoría desconocía las génesis científicas de aquellos adelantos) se dominaba la Naturaleza, se descubrían sus leyes, se explotaban sus secretos y se los beneficiaba para comodidad y servicio de los humanos. En cierto modo, el hombre empezaba a reinar sobre los elementos. Eran los tiempos de los enlevitados caballeros que lloraban de emoción y escribían largos poemas a las locomotoras de vapor, las fragatas de hélice, el telégrafo eléctrico y la luz de gas.

    Y una parte importante de la humanidad occidental decidió que Dios estaba ya viejo y no era necesario; que el «mundo» podía «marchar» sin Él. La religión podía tolerarse como una creencia u «opinión» privada, pero sin ningún poder público y social. Era la hora de «jubilar a Dios».


    UNA «RELIGIÓN» RACIONALISTA Y «CIENTÍFICA». LA JUBILACIÓN DE DIOS

    Pero un cambio tan brusco y tan profundo en la vida intelectual y material no se hace, ciertamente, sin grandes repercusiones en el espíritu colectivo. Los hombres de entonces abandonaron muchas viejas supersticiones, y las creencias y los dogmas fueron discutidos y negados por la crítica racionalista. Nació entonces aquella especie de «Religión de la Ciencia», de la que se sacó el mito del Bien por la Pedagogía y el Progreso, y fueron muchos los que creyeron, ingenua y firmemente, que todo conduciría a la perfección y a la felicidad de las criaturas. El «mundo marcha», decía perogrullescamente Pelletan.

    Y siguió marchando durante casi un siglo. Las ciencias físico-matemáticas y la técnica hicieron posible el asombroso perfeccionamiento de los ingenios mecánicos. Hoy día vivimos rodeados de prodigios, tanto que, a fuerza de verlos, no les damos ya importancia y nos parecen tan naturales como las fuentes y los árboles que surgen de la tierra; dando vuelta a una llave «oímos» la voz de Buenos Aires; «vemos» en una pequeña pantalla hogareña la llegada de un barco a El Callao; «vamos» en siete horas de Madrid a La Habana; «sabemos» descomponer la materia y aprovechamos y utilizamos inmensos recursos de la Naturaleza que no fueron ni entrevistos por nuestros antepasados.

    Pero con todo eso, lo cierto es que el hombre no llegó a poseer la felicidad soñada. Las criaturas de nuestros días son tan infelices como las de todos los tiempos. El dolor, un dolor espantoso, atenaza a estas horas a pueblos enteros, que padecen, entre todas las torturas morales y físicas imaginables, hambre y sed de pan y de justicia. En esta hora tremenda, en esta encrucijada de la Historia, la Humanidad, dolorida, llena de dudas y temores para lo porvenir, se pregunta, indecisa y acongojada: ¿A dónde vamos a parar? ¿A dónde nos lleva la «marcha» del perogrullesco Pelletan? ¿Hemos ganado algo con jubilar a Dios?

    Gozamos, es verdad, de la posibilidad de una civilización técnica casi perfecta, como nunca se había podido imaginar. Pero el hombre vulgar, ensoberbecido, endiosado ante las consecuencias de una ciencia sólo poseída por minorías de alta estirpe humana, cree que va camino de la perfección, cree que llegará a convertir en esclavas de su voluntad todas las fuerzas naturales para ponerlas a su servicio. Y ese endiosamiento, esa curiosidad, esa soberbia, es muy posible que lleven en sí mismo un castigo terrible. El hombre, dominador de las distancias y de los abismos, conductor de la energía del rayo y del fuego, ¿podrá llegar a elaborar un instrumento con el que sea capaz de destruirse a sí mismo, de romper el equilibrio y hacer inhabitable la tierra que le sostiene?

    Los diabólicos ingenios que se llaman la bomba atómica y la bomba de hidrógeno, pueden ser la iniciación de la última etapa de una técnica dominada por la razón ensoberbecida. El artefacto pavoroso que en unos segundos destruyó 300.000 seres humanos en Hiroshima, tal vez pueda, dentro de algunos años, destruir treinta, o trescientos, o tres mil millones. La bomba atómica y la de hidrógeno pueden ser a la apocalíptica máquina lo que fue la marmita de Papin –juguete de física recreativa– a las superpotentes locomotoras de hace pocos años, ya retiradas por «anticuadas».

    ¿Es posible que un pequeño trozo del proceso del perfeccionamiento técnico sea lo que ya le queda por recorrer a la Humanidad hacia el fin absoluto? ¿Llegarán los frutos de la técnica a unas consecuencias que no puedan ser dominados por el hombre y le arrollen, como el torrente arrolla al insensato que le abre la esclusa? ¿Cabe pensar en un bíblico Diluvio de fuego (ahí está el texto del Apocalipsis) provocado por el hombre, ahíto de ciencia, que sea, al mismo tiempo, castigo de la Naturaleza a los que han querido dominarla, violarla y explotar sus infinitas posibilidades para convertirlas en medios de sus ambiciones y sus odios? ¿No es peligrosísimo ese desequilibrio entre un inmenso progreso científico y técnico y un estado moral que fundamentalmente no ha cambiado en miles de años?

    Las respuestas a estos interrogantes constituyen, quiérase o no, el mayor problema que tiene planteado la Humanidad en nuestros días. Y bien merece la pena que todos los hombres, sin distingos de partidos ni de procedencias, mediten sobre ellos con la mente serena, el corazón en la mano y los ojos puestos en el Todopoderoso que han pretendido jubilar.


    J. E. CASARIEGO
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  9. #9
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    Re: Hacia una política de Encarnación (Frederick D. Wilhelmsen)

    Excelente el artículo de Jesús Evaristo Casariego. Éste es el tradicionalismo que echaba de menos.

    También hay que tener en cuenta que la energía nuclear, incluso en sus usos civiles, es incompatible la descentralización que propugna el carlismo. Por su peligrosidad, la energía nuclear requiere de un Estado centralizado al máximo, con poderes excepcionales para que el plutonio no acabe en manos de indeseables.
    «Eso de Alemania no solamente no es fascismo sino que es antifascismo; es la contrafigura del fascismo. El hitlerismo es la última consecuencia de la democracia. Una expresión turbulenta del romanticismo alemán; en cambio, Mussolini es el clasicismo, con sus jerarquías, sus escuelas y, por encima de todo, la razón.»
    José Antonio, Diario La Rambla, 13 de agosto de 1934.

  10. #10
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    Re: Hacia una política de Encarnación (Frederick D. Wilhelmsen)

    Estimado Kontra,

    No haría falta un estado centralizado, sino que la energía nuclear estuviera controlado de manera centralizada. En los demás aspectos sociales no haría falta centralismo. Osease, lo mismo que las minas antaño: Regalías de la Corona. La explotación nuclear sería un derecho real exclusivo y ya.
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  11. #11
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    Re: Hacia una política de Encarnación (Frederick D. Wilhelmsen)

    También hay que tener en cuenta que la energía nuclear, incluso en sus usos civiles, es incompatible la descentralización que propugna el carlismo. Por su peligrosidad, la energía nuclear requiere de un Estado centralizado al máximo, con poderes excepcionales para que el plutonio no acabe en manos de indeseables.
    C. H. Douglas solía distinguir entre política y administración, como elementos propios de cualquier asociación económica (llámese empresa, negocio o como se quiera llamar). Con la palabra política hacía referencia a la consecución de un objetivo práctico determinado, mientras que con la palabra administración se refería al aspecto técnico para la consecución de dicho objetivo.

    Pues bien, en lo que se refiere a la administración en toda asociación productiva o empresa, para poder funcionar correctamente, había de ser siempre centralizada y, de hecho, siempre ha funcionado de manera centralizada.

    En cambio, la política, por el contrario, siempre había de ser descentralizada.

    Por ejemplo, en una empresa regida por el contrato de sociedad (es decir, no hay relación de patrono y empleados, sino que todos son socios en la empresa) la política u objetivo a conseguir en la empresa vendrá fijado por todos los socios, es decir, se trata de un objetivo que se fija de manera descentralizada. Pero, una vez fijado el objetivo a conseguir, la consecución práctica del mismo habrá de realizarse de manera centralizada, porque ésa es la única forma práctica y realista de poder conseguirlo.

    Evidentemente, para poder hablar de una política fijada descentralizadamente, es indispensable que los socios gocen de libertad de asociación (o, en sentido negativo, de libertad para disociarse, incluso al punto de que su disociación pudiera poner en jaque o hiciera inviable la consecución práctica de una determinada política).

    Pues bien, trasladando estas ideas al ejemplo concreto de la energía nuclear (por ejemplo la empresa o emprendimiento productivo en la consecución de una bomba atómica por parte de una sociedad, a la que consideraremos a efectos prácticos como una empresa productiva general), tendríamos que establecer esa doble distinción: descentralización política y centralización administrativa. Es decir, la política u objetivo en la construcción de una bomba atómica dependería de la libre voluntad de la población; pero si afirmaran querer construirla, ésta tendría lugar de una manera centralizada, porque ésa es la única forma de poder construirla efectivamente (la existencia de descentralización administrativa produciría anarquía y caos y la construcción quedaría inmediatamente paralizada).

    La clave está, pues, en esa descentralización de la política; y en una sociedad con una economía que lleve adjunto un sistema financiero, esa libertad e independencia efectivas para poder asociarse (o disociarse) respecto a un proyecto productivo determinado (en este ejemplo, la construcción de una bomba atómica), viene establecido por la libertad e independencia financiera de las personas que conforman esa sociedad. Es decir, la forma efectiva que tienen las personas de una sociedad de decir sí o no a una determinada empresa o proyecto productivo (en el seno de una sociedad que lleve adjunta a su economía un sistema financiero) viene dada por su propia libertad efectiva de asociación o disociación, y esta libertad concreta sólo la puede tener si goza de esa previa libertad e independencia efectiva financiera.

    Y esta es la forma en la que funciona una sociedad tradicional, en la que existen y se ejercen las libertades e independencias efectivas por parte de los miembros de la comunidad política (es indiferente que esa independencia y libertad efectivas se ejerzan gracias a una extendida red de propiedad rurales, como ocurría antes de la Revolución, o que se ejerza gracias a una suficiencia de rentas financieras, tal y como podría hacerse hoy día sin necesidad de retornar a una sociedad rural).

    La alternativa, que ya hemos visto por la experiencia, es la del Estado, es decir, la de una estructura política todopoderosa y centralista, en la que la participación de sus miembros en determinados proyectos productivos (como, por ejemplo, el de la bomba atómica) se realiza por coerción, ya sea directa (como en los Estados totalitarios burdos o crasos), o ya sea indirecta por medio del sistema financiero (que es el caso extendido en los Estados democráticos occidentales), que crea unas condiciones de necesidad en donde la población se ve obligada a aceptar colaborar o participar con su trabajo o servicios en dicha empresa productiva (sin cuya colaboración no podría tener lugar).

    Entiéndaseme lo que quiero decir. La cuestión no está en que las personas de esa sociedad estén bien o mal pagadas por su participación en una empresa productiva (por ejemplo, la construcción de la bomba atómica). Las rentas financieras percibidas podrían ser muy buenas. La cuestión está en si esas personas han tenido opción o no de colaborar en esa empresa productiva, es decir, si han tenido o no libertad efectiva de asociación. La cuestión está en si un sistema financiero puede favorecer unas condiciones que permitan a los miembros de la comunidad ejercer sus libertades e independencias efectivas (condiciones indispensables para una descentralización política), o, por el contrario, ese mismo sistema financiero favorece unas condiciones de centralización desde el punto de vista político, en virtud del cual, la consecución de cualquier empresa productiva (o de cualquier tipo) no dependerá o descansará, en última instancia, de manera efectiva, en la comunidad política (aceptando participar o no en dicha empresa), sino en el gobernante de turno que se haga con las riendas del Estado, es decir, del sistema político centralizado.

    Dicho, con otras palabras; la existencia del Estado (sistema político propio de la Revolución contemporánea) depende para su efectividad de la previa existencia de una sociedad que haya perdido por completo su libertad efectiva de asociación, es decir, sus libertades e independencias efectivas.
    Última edición por Martin Ant; 15/03/2016 a las 13:57

  12. #12
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    Re: Hacia una política de Encarnación (Frederick D. Wilhelmsen)

    Otro artículo de tono pesimista con respecto a la tecnología, al estilo del de Casariego. Esta vez por parte de Sebastián Iturbe, uno de los colaboradores de la revista tradicionalista Misión.

    ---------------------------



    Fuente: Misión, Número 329, 2 Febrero 1946. Página 10.





    ROBINSON, sin herederos


    Por S. Iturbe



    Ya desaparecieron las restricciones eléctricas, importante pesadilla de una época en la que otras varias contrariedades agobian a los hombres. La anchura y la profundidad de la pasada guerra han suscitado circunstancias duras, en medio de las cuales la humanidad se desenvuelve con notorios apuros. El panorama general del mundo revela ahora bien claramente que la civilización pende de un hilo sutil. Se repite a diario por toda clase de personas que otra guerra de proporciones semejantes a la última arruinaría definitivamente a la civilización. Quizá ese pronóstico sea exagerado. Pero, de todas suertes, parece innegable que esta civilización materialista, llena de asombrosos progresos mecánicos, es un artificio, cuya marcha puede ser detenida en cuanto fallen sus resortes materiales. Entonces todo queda empantanado, o cuando menos en una situación de funcionamiento precario y torpe, lo cual parece a las gentes desdicha sin remedio.

    El tipo de vida creado en lo últimos decenios deja al hombre, si las cañas se tornan lanzas, con menos defensas que jamás estuvo. Su actual existencia es como la de un paralítico a quien llevan y traen ingeniosos aparatos. Al aflojarse un tornillo o agarrotarse una rueda el hombre se ve inmóvil, sin iniciativa ni modo de valerse. En realidad es que los adelantos le han ido dejando inerme.

    Lamentaciones corrientes de nuestros días, y en un país como el nuestro, cuya situación es más ventajosa que la de casi todo el resto del mundo, son las concernientes a que no funciona el ascensor, a la dificultad de encontrar un “taxi”, a que la luz faltaba a tales horas o a esta o la otra deficiencia en el servicio de los restaurantes. Que el teléfono no esté a punto y que nos traigan el periódico con retraso, son tragedias terribles. Es que sin teléfono, sin diario, sin coche, sin luz eléctrica y sin mesa puesta en todas las esquinas nos hallamos perdidos. Henos aquí más inútiles y menos sufridos que las generaciones pasadas, y en un ambiente de actividades supeditado a las contingencias materiales hasta tal punto que toda contrariedad de esa índole nos parece irremediable desamparo.

    Se gastó la luz de la inteligencia en construir instrumentos maravillosos que nos sirviesen para comodidad, reposo y placer. Así necesitaríamos menos esfuerzo diario y personal. Oprimir un botón y tener al punto iluminada la casa entera o hacer muy bien sentado, en pocas horas, un viaje en el que antaño se empleaban semanas de ajetreo e incomodidades, son hechos usuales ya, en cuya ejecución no consumimos el músculo y la mente. Subir las escaleras sin fatiga y como por arte mágico u oír que una cajita de cuentos de hadas nos narra en una sosegada habitación de nuestra vivienda lo que dicen y cantan en todos los países del mundo, tampoco nos exige grandes sudores.

    La mayor holgura y desahogo producidos en los últimos tiempos se apoya en que nos lo den hecho todo. Nos envuelve una muchedumbre de medios artificiales para nuestra vida y la de relación. Pero si el complicado mecanismo se paraliza o se rompe, quedamos desvalidos como un infante. Nos consideramos muy vivos y despiertos, cuando en verdad en muchos aspectos padecemos de atrofia y nos encontramos sumidos en sopor.

    Hasta que irrumpe una gran crisis en el mundo. Y entonces cesa el encantamiento que producían los ruidos de la gran maquinaria. A tal punto el hombre se desvela para averiguar que sin teléfono y sin radio no puede vivir, para clamar que es horroroso no encontrar plaza en el tren cuando quiere y para convencerse de que ya no es capaz de subir por las escaleras. Esto en nuestros climas. Qué se dirá y se pensará a estas horas por los hombres de las inmensas tierras asoladas por una guerra espantosa, reducidos a escalofriantes extremos de miseria, es cosa que escapa a toda ponderación.

    Robinson no ha dejado descendencia y casi nos parece el mayor personaje de la fábula. Y el hombre actual, que apagó en gran parte las lámparas del espíritu y se entregó afanosamente a la mecanización, con ambas cosas se ha deshumanizado y se ve capitidisminuído. Creó resortes fuera de sí y dejó enmohecer los suyos.
    Kontrapoder dio el Víctor.

  13. #13
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    Re: Hacia una política de Encarnación (Frederick D. Wilhelmsen)

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    En respuesta a la petición de Kontrapoder sobre autores tradicionales que han abordado de manera específica el tema de la tecnología, he podido encontrar, por ahora, el libro Sociología y Teología de la técnica, del católico tradicionalista Martín Brugarola, S. J.

    A continuación reproduzco el índice y la introducción de este libro, publicado en 1967.

    -----------------------------------------------------------------------------------------------------

    Fuente: Sociología y Teología de la técnica, Martín Brugarola S.J., B.A.C., 1967. 618 páginas.



    INDICE GENERAL




    BIBLIOGRAFIA


    INTRODUCCIÓN


    PARTE I.– Sociología de la técnica

    CAPITULO I.– La técnica en el período preindustrial

    1. La naturaleza y la técnica.
    2. La técnica en la prehistoria.
    3. La técnica en la prohohistoria.
    4. La técnica en Grecia.
    5. La técnica en Alejandría.
    6. La técnica en Roma.
    7. La técnica en la Edad Media.
    8. En los albores de la revolución industrial.
    9. Características de las técnicas tradicionales.


    CAPÍTULO II.– La técnica en la primera revolución industrial.

    1. Hacia la revolución industrial.
    2. Utensilios y máquinas.
    3. El carbón y el hierro.
    4. La industria textil.
    5. La imprenta.
    6. Las líneas de comunicación.
    7. Las industrias químicas.
    8. Progresos en la agricultura.
    9. La conquista de la energía y de la velocidad.


    CAPÍTULO III.– Causas de la revolución técnica.

    1. La aceleración en el progreso técnico.
    2. Algunas causas remotas.
    3. El progreso científico.
    4. La conjunción de cinco fenómenos.
    5. La guerra y el progreso técnico.


    CAPÍTULO IV.– La técnica en la segunda revolución industrial.

    1. Hacia la segunda revolución industrial.
    2. Los progresos en la industria.
    3. Los progresos en la agricultura.
    4. Energía atómica, isótopos y radiaciones.
    5. Nuevas energías.
    6. Las naves espaciales.
    7. El advenimiento de la automación.
    8. La integración.
    9. La retroacción.
    10. Los calculadores.
    11. La aplicación actual y futura de la automación.
    12. La cibernética y la vida.


    CAPÍTULO V.– Amplitud del fenómeno técnico.

    1. Variedad de técnicas.
    2. La magia como técnica espiritual.
    3. Las técnicas de los romanos.
    4. Las técnicas sobre el hombre.
    5. Las técnicas económicas.
    6. Las técnicas del Estado.


    CAPÍTULO VI.– Caracteres de la técnica moderna.

    1. Creación de un ambiente artificial.
    2. La racionalidad.
    3. La eficacia.
    4. El autocrecimiento.
    5. La unicidad.
    6. La uniformidad.
    7. La universalidad.
    8. La autonomía.


    CAPÍTULO VII.– El progreso técnico.

    1. Evolución humana y progreso técnico.
    2. El progreso técnico como fenómeno nuevo.
    3. Tendencias del progreso técnico.
    4. Obstáculos al progreso técnico.
    5. Progreso técnico y civilización.
    6. Progreso técnico y poder del hombre.
    7. Progreso técnico y aumento de la población.


    CAPÍTULO VIII.– Relaciones entre la ciencia y la técnica.

    1. Semejanzas entre la ciencia y la técnica.
    2. Diferencias entre la ciencia y la técnica.
    3. Influencia de la ciencia en la técnica.
    4. Influencia de la técnica en la ciencia.


    CAPÍTULO IX.– Esencia y definición de la técnica.



    PARTE II.– Repercusiones de la técnica en la vida humana.

    CAPÍTULO X.– Degradación de las condiciones materiales de la vida.

    1. Advenimiento del proletariado.
    2. Degradación del trabajo.
    3. Degradación del ambiente.
    4. Las emanaciones radiactivas.
    5. Degradación del suelo y de la vida.
    6. Degradación de la alimentación.
    7. Degradación de la salud corporal.


    CAPÍTULO XI.– Deshumanización.

    1. Progreso técnico y proceso de despersonalización.
    2. Deshumanización por la máquina.
    3. Deshumanización por el trabajo parcelario.
    4. Estructura deshumanizadora de la empresa.
    5. La evasión.
    6. Degradación de los ocios.
    7. Degradación de la salud mental.
    8. Degradación de la actividad intelectual.
    9. Desequilibrio cultural.
    10. Deshumanización del arte.
    11. Decadencia moral.
    12. Decadencia religiosa.


    CAPÍTULO XII.– Desintegración social.

    1. La concentración urbana.
    2. La masificación.
    3. La decadencia de las comunidades naturales.
    4. La dislocación familiar.
    5. La desintegración de las comunidades nacionales.
    6. La degeneración de la política.
    7. La técnica y la guerra.


    CAPÍTULO XIII.– Transformaciones económicas.

    1. El crecimiento económico.
    2. El aumento de producción y de la productividad.
    3. Concentración de capitales.
    4. Tendencias monopolistas.
    5. Transformación de la propiedad.
    6. Situación de las empresas pequeñas y medias.
    7. Transformaciones técnicas en las empresas.
    8. Intervención del Estado.


    CAPÍTULO XIV.– Transformaciones profesionales.

    1. Reducción de mano de obra y de trabajadores cualificados.
    2. Especialistas y especializados.
    3. Tendencias sobre el aprendizaje.
    4. Modificación de las cualificaciones técnicas.
    5. Perspectivas sobre la enseñanza técnica.
    6. Reclasificación profesional.
    7. Modificaciones en los sectores profesionales.
    8. Repercusiones sobre el sindicalismo.


    CAPÍTULO XV.– Transformaciones laborales.

    1. Retribución del trabajo.
    2. Duración del trabajo.
    3. Seguridad e higiene del trabajo.
    4. Seguridad social.
    5. Repercusiones sobre el empleo.
    6. El factor humano en el trabajo.


    CAPÍTULO XVI.– Repercusiones positivas en la vida humana.

    1. Ventajas del progreso técnico.
    2. Elevación del nivel de vida.
    3. Difusión de la cultura.
    4. Difusión del arte.
    5. Contacto con la naturaleza.
    6. Aportaciones positivas a la moral y a la religión.


    CAPÍTULO XVII.– Difusión de la solidaridad.

    1. Proceso de individualización y de descentralización.
    2. Solidaridad en las invenciones e investigaciones.
    3. Solidaridad entre sabios y técnicos.
    4. Solidaridad familiar.
    5. Solidaridad en la empresa.
    6. Solidaridad obrera.
    7. Solidaridad en los agricultores y en el pueblo.
    8. Solidaridad mundial.


    CAPÍTULO XVIII.– Tipos humanos del mundo técnico.

    1. La mentalidad.
    2. El técnico.
    3. El “homo oeconomicus”.
    4. El mando intermedio.
    5. El proletario.
    6. El cualificado.
    7. El empleado.
    8. El marxista.
    9. El tecnócrata.



    PARTE III.– Teología de la técnica.

    CAPÍTULO XIX.– Materia y vida.

    1. Materia y energía.
    2. La vida.
    3. Creación y evolución.
    4. Origen del hombre.
    5. A gloria de Dios.


    CAPÍTULO XX.– La actividad técnica.

    1. La actividad técnica como perfeccionamiento del hombre.
    2. La actividad técnica como colaboradora de Dios.
    3. La actividad técnica como dominio del mundo.
    4. La actividad técnica como perfeccionadora del mundo.


    CAPÍTULO XXI.– Los fines de la técnica.

    1. Los designios de Dios sobre la técnica.
    2. La actuación de los fines últimos de la técnica por el hombre.
    3. Subordinación de los fines inmediatos de la técnica a los últimos.
    4. Responsabilidades ante el progreso técnico.
    5. Doctrina pontificia sobre los fines de la técnica.


    CAPÍTULO XXII.– Moral y técnica.

    1. Subordinación de la técnica a la moral.
    2. Eficacia, autonomía técnica y moral.
    3. Prudencia y técnica.
    4. Progreso técnico y progreso moral.


    CAPÍTULO XXIII.– Ambivalencia de la técnica.

    1. Ambigüedad de la técnica.
    2. Pesimistas y optimistas.
    3. Pensamientos de Pío XII sobre la ambivalencia de la técnica.


    CAPÍTULO XXIV.– Pecado y técnica.

    1. Pecado original y técnica.
    2. Erección de la técnica como último fin.
    3. Los pecados técnicos.


    CAPÍTULO XXV.– Cristología y técnica.

    1. Encarnación y técnica.
    2. Redención y técnica.
    3. Sacramentos y técnica.
    4. Liturgia y técnica.


    CAPÍTULO XXVI.– Escatología y técnica.

    1. Cristología y escatología.
    2. Interpretaciones escatológicas.
    3. Sentido escatológico del esfuerzo técnico.


    CAPÍTULO XXVII.– La Iglesia y la técnica.

    1. Religión y técnica.
    2. Integración de la técnica en el catolicismo.


    CAPÍTULO XXVIII.– Espíritu técnico y religión.

    1. Concepción profana del mundo.
    2. Secularización de la actividad técnica.
    3. Exaltación del poder técnico.
    4. Dificultades del espíritu técnico para su apertura religiosa.
    5. Mentalidad del alumno técnico.
    6. Diagnosis pontificia sobre el espíritu técnico.


    CAPÍTULO XXIX.– Espiritualidad y técnica.

    1. Hacia una espiritualización de la profesión técnica.
    2. En el sentido de la creación.
    3. Actividad técnica y mundo sobrenatural.
    4. Espiritualidad y eficacia.
    5. Actividad técnica y esperanza.
    6. La oración en un mundo técnico.
    7. Grandeza y humildad de la técnica.
    8. El sacrificio en un mundo técnico.
    9. La caridad en un mundo técnico.


    CAPÍTULO XXX.– Apostolado y técnica.

    1. Cristianización de las técnicas por los laicos.
    2. Síntesis entre ciencia, técnica y religión.
    3. Los grupos de apostolado.
    4. La conquista del mundo para Jesucristo.


    CAPÍTULO XXXI.– Educación y técnica.

    1. Necesidad de formación humana y religiosa de la juventud técnica.
    2. Jalones de una formación humanista.
    3. Humanización del aprendizaje en la empresa.
    4. Jalones de una formación religiosa.
    5. Actividad creadora en la enseñanza en general.


    CAPÍTULO XXXII.– Humanización de la vida y del trabajo.

    1. Humanización de la vida.
    2. Humanización del trabajo y de la empresa.
    3. Humanización del trabajo parcelario.
    4. Actitudes humanas en las innovaciones técnicas.
    5. Contribución de las ciencias humanas.


    INDICE DE AUTORES





    ---------------------------------------------

    Fuente: Sociología y Teología de la técnica, páginas 3 – 5.


    INTRODUCCIÓN

    Este libro ha salido de una mirada de simpatía hacia una de las actividades temporales del hombre que en nuestros tiempos se ha desarrollado de una manera extraordinaria y que promete en el futuro una mayor expansión todavía: la actividad técnica; y esta simpatía, naturalmente, ha ido acompañada de una admiración por las proezas que los hombres han realizado y van realizando en la naturaleza combinando materia y energía para producir instrumentos técnicos, que con su presencia y con su influencia invaden todas las esferas de la vida humana.

    No nos ha bastado la observación benevolente de las actividades técnicas de los hombres y de los resultados que han producido. Hace años, con afán y con la misma simpatía, hemos ido leyendo libros y artículos de revistas en que los estudiosos de los diversos aspectos de la técnica han consignado el fruto de sus investigaciones y de sus reflexiones.

    Luego se nos ocurrió sistematizar todas estas experiencias y reflexiones, tan llenas de complejidad y de variados aspectos, en un conjunto orgánico que facilitase la serena contemplación de este sector tan importante de la vida humana. Ciertamente hubiera bastado para satisfacer este anhelo contentarse con la sistematización del contenido humano y social de la técnica y de sus influencias. Ello solo habría justificado el que quien no es especialista en la técnica se haya atrevido a inmiscuirse y a penetrar en este mundo técnico, pues no consideramos ajeno a nuestro amor y a nuestro estudio lo humano y lo social dondequiera se encuentre. Por eso no se encontrarán en este libro disquisiciones técnicas, sino que del fenómeno técnico se harán solamente las síntesis imprescindibles con elementos procurados por los especialistas para captar mejor su contenido humano y social.

    Mas por razón de nuestra misión sacerdotal y apostólica no pudimos contentarnos con el estudio de los aspectos humanos y sociales de la técnica: hicimos un esfuerzo por interpretar la mirada que al mundo técnico dirige el mismo Dios, autor de la materia y de la energía, del hombre y de las capacidades con que el hombre las transforma para hacerlas servir a sus necesidades, y por explicar las influencias que en este mundo cada vez más saturado de técnica ejerce el Verbo encarnado, Jesucristo, que vino a restaurar todas las cosas. ¿Acaso los hombres no han de santificar y cristianizar sus actividades técnicas y no han de hacer servir la técnica a la gloria de Dios, a la expansión de la Iglesia, a su perfección moral y a su destino eterno? He aquí el aspecto teológico de este estudio, en el que también hemos sido ayudados por eminentes autores que se han dado a proyectar su saber teológico sobre este mundo tan interesante y moderno.

    Con ello queda esbozada la orientación de este libro.

    En la primera parte, de contenido especialmente histórico-sociológico, se describen las diversas etapas históricas y la amplitud de la técnica, las causas del progreso técnico, las características y las relaciones más generales de este fenómeno, para terminar con la exposición de los intentos que se han hecho para dar una definición de la esencia de la técnica.

    La segunda parte tiene también un contenido esencialmente sociológico, pero a la vez profundamente humano y social: estudia las repercusiones negativas y positivas de la técnica en todos los ámbitos de la vida humana y social, como asimismo las profundas transformaciones que en el orden económico, profesional y laboral ha operado la técnica también con contenido humano, para acabar con la descripción de los tipos humanos psicológicos surgidos en el mundo técnico moderno.

    La teología de la técnica es el tema de la tercera parte. Se proyectan los principios de la teología natural, moral, dogmática, ascética y pastoral sobre el fenómeno técnico y sobre las actividades técnicas, sin que se haya descuidado, como preámbulo a la espiritualidad y a la pastoral de la técnica, el análisis del espíritu técnico en su vertiente religiosa. Esta parte queda sobre todo enriquecida con la aportación de textos de los Sumos Pontífices y del concilio Vaticano II, que en estos últimos tiempos, desde su elevada atalaya, han enjuiciado el fenómeno y el espíritu técnico a la luz de los principios imperecederos del cristianismo.

    Repetimos: este trabajo no lo hubiéramos podido realizar sin haber sido llevados de la mano por los numerosos autores que han estudiado los diversos aspectos de la técnica. A todos los hemos procurado citar al pie de página, y en la bibliografía se encontrarán referencias más completas de sus libros. De los autores más citados hemos recabado el conveniente permiso, y a ellos nuestro agradecimiento, como también a todos aquellos de cuyos estudios nos hemos aprovechado y que desearíamos no haber olvidado en las oportunas citas. En especial, agradecemos a la Editorial Labor la utilización que nos ha permitido hacer del libro de Jacques Ellul El siglo XX y la técnica para la primera parte de nuestra obra, como se irá consignando, y a la Editorial Juventud el permiso que nos ha concedido de entresacar datos para nuestros primeros capítulos del libro de Pierre Rousseau Histoire des Techniques et des Inventions, que próximamente va a publicar en su edición española.
    Kontrapoder dio el Víctor.

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