II: La hora es corta; la hora es ya
¿Puede sacralizarse la nueva tecnología electrónica?
La pregunta no puede ser respondida de una manera simple. Nuestra respuesta deberá –por citar la complejidad más importante en juego– tener en cuenta la diferencia entre un fondo histórico y una figura histórica.
El fondo de una civilización viene dado por la tecnología de acuerdo con la cual aquélla funciona y se mueve. Esa tecnología da forma en gran parte a la subestructura psíquica y social de la civilización. Cuando la imprenta, por ejemplo, reemplazó a la palabra hablada en la cultura occidental durante el final del Renacimiento, la imprenta se convirtió en el nuevo fondo para toda la civilización occidental. El protestantismo exaltó este fondo técnico convirtiéndolo con plena consciencia en una figura, al insistir en que la salvación viene a través de la Palabra Escrita. El catolicismo no se sentía mucho como en casa en la cultura de la imprenta y nunca le dio el carácter de figura; pero el catolicismo sí usó la nueva tecnología.
Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola son un ejemplo. La estrategia altamente elaborada de la espiritualidad jesuítica –con su táctica de la “Composición de Lugar” en la que el ejercitante se sitúa imaginativamente a sí mismo en el Huerto de los Olivos y acompaña a Nuestro Señor en el Gólgota– se basa en una peculiarmente elevada imaginación visual, que es lo que constituye el producto del alfabetismo: los Ejercicios Espirituales son, en este sentido, un producto de la Revolución de Gutenberg. Pero, si bien son un producto de ese enorme cambio de una cultura oral a otra escrita, los Ejercicios de ninguna manera transforman el nuevo fondo tecnológico en una figura religiosa o estética con plena consciencia. Un misionero que utiliza un barco a motor para visitar a su rebaño disperso en el Pacífico; el conferenciante que viaja en avión a reactor por todo el país de campus en campus… ninguno de ellos exalta sus modos de transportes hasta convertirlos en algo con significación religiosa, a menos, claro está, que su mensaje sea el de la salvación por la tecnología. La salud mental en estas materias implica el no confundir nunca el fondo con la figura. Una señal de mesianismo gnóstico es la de investir a cualquier fondo de sociedad con una significación trascendental. La otra cara de esta moneda consiste en que un fondo antiguo puede ser recuperado como figura, en el juego y en el arte, sin ningún riesgo para la sana filosofía o religión.
Mi afirmación consiste en que, en la naturaleza de la tecnología eléctrica, y en lo que está haciendo a nuestra sociedad y a los hombres que viven en ella, hay semillas de esperanza para el desarrollo de una política de Encarnación, una política católica, cuyos lineamientos pueden hoy día vislumbrase tenuemente en el horizonte.
El problema de la sacralización en la era post-moderna se complica enormemente porque el hombre occidental, especialmente el hombre occidental americano, vive hoy día dentro de dos estructuras técnicas, la mecánica y la eléctrica (cf. Wilhelmsen y Bret, The War in Man: Media and Machines, University of Georgia Press, 1970). Aunque la estructura eléctrica está reemplazando rápidamente a la estructura mecánica, dicho reemplazamiento todavía no se ha conseguido completamente. Es por eso por lo que todo intento litúrgico de hacer de lo mecánico una figura sacra siempre se colapsa: porque lo mecánico todavía se encuentra muy extendido entre nosotros. Las iglesias que tienen aspecto de fábricas nos aburren porque hay demasiadas fábricas a nuestro alrededor.
La confusión de tecnologías en nuestro momento histórico exige que nos remontemos, que hagamos un camino de vuelta, en busca de figuras apropiadas para el culto. La nueva Misa –por indicar nuestro colapso más llamativo dentro de la Iglesia sobre esta materia– está enteramente demasiado llena de imprenta y lectura como para ser adecuada como liturgia para nuestro momento histórico… momento en el que el alfabetismo está, sin duda, siendo cada vez menos un fondo para el orden existente, aunque todavía siga siendo mucho una necesidad, gracias a que el paso al nuevo orden se está haciendo de la mano del todavía muy vigoroso antiguo orden mecánico. Estas distinciones escapan por completo a aquéllos que nos han impuesto esa “relevante” y “contemporánea” liturgia, pensando que el culto ha de marchar al paso con el fondo tecnológico existente cuando, de hecho, debería hacer justo lo contrario.
Hace más de veinte años John Cogley, en un golpe de generosidad e ingenio, en contraste total con la dirección global de su doctrina, escribió un espléndido artículo llamado “The Gold and the Glory”, en el que hablaba de cuando se apresuraba cuando era chico, cada día, a través de las frías mañanas de Chicago, con la nieve crujiendo bajo sus jóvenes pies, en dirección a Misa en su iglesia parroquial. Allí, en la oscuridad de aquellos gestos silenciosos de culto primitivo, él encontró… ¿a Dios? Cogley confesaba que no lo sabía, y que estaba demasiado lejos de su juventud como para poder hacer un juicio. Sospechaba, sin embargo, que lo que buscó y encontró era bello. La Misa en Latín –su majestad, su silencio, sus resonancias– todo eso contrastaba con el desnudo fondo mecánico del Chicago de su juventud. En ese contraste, en ese buscar la belleza como figura, él encontró al Dios del Tabernáculo. (Cogley, por supuesto, no estructuró en estos términos el análisis de su propia experiencia, aunque sólo fuera porque la técnica de la Gestalt del análisis de la figura-fondo todavía no había emergido; pero la realidad de su experiencia es tanto más profunda y conmovedora, pues no estaba revestida de un lenguaje científico).
La vieja Misa en Latín en un barrio bajo o en un barrio de ghetto católico, constituía el contrapunto de la árida uniformidad mecánica y de la pobreza que había afuera. La Misa en Latín entró de manera apropiada, con toda verdad, dentro de la Era Industrial. Esa Misa tenía todo el “arcaísmo” que el antropologista Victor Turner encuentra en todas aquellas liturgias que son exitosas. Aquéllos de nosotros que, como Cogley, crecimos en esos barrios sabíamos exactamente hasta los tuétanos en qué consistía todo lo relacionado con el culto. La puerta de nuestra iglesia parroquial era la misma que nos abría el paso a lo trascendente. Garry Wills sabe también todas estas cosas: es por eso por lo que odia su infancia.
Otro ejemplo ilustrativo de la estructura de la relación figura-fondo: la caballería medieval dependía, formalmente, de la previa invención del estribo; si no había estribo, no había caballero montado. Pero el ideal caballeresco realmente vino de manera apropiada dentro de la sociedad urbana y comercial que se desarrollaba en Borgoña, tal y como ha señalado el Archiduque Otto de Habsburgo en su obra Carlos V. El fondo de vida comercial acentuó aún más el ideal caballeresco. Cuando se lo lleva hasta el extremo, este contraste entre figura y fondo produce a Don Quijote y a Sancho Panza.
Las tecnologías cambian a los hombres, y estos cambios sencillamente no pueden ser encajados dentro de la categoría aristotélica de los “accidentes”, en oposición a la categoría de la “substancia”. Estos cambios no son de carácter incidental; en muchos casos golpean a las mimas fuentes de la espiritualidad. Aquí, la psicología aristotélica es mucho más fiel a los hechos que la filosofía política aristotélica. Ésta última es sana en la medida en que desaparece, pero es radicalmente incompleta porque no toma seriamente la propia afirmación de Aristóteles de que el hombre es igualmente tanto un homo faber como un hombre racional; de que, de hecho, descubre su racionalidad en su técnica o arte. A menos que el hombre estudie las estructuras tecnológicas, y las estudie comprensivamente como objetos dignos del más alto nivel de atención filosófica, no podrá seriamente estudiar la política de Encarnación.
Este asunto exige una clarificación. La filosofía política occidental nunca ha tomado en cuenta, ni ha especulado seriamente sobre, el orden tecnológico. La antipatía integrista tanto por la tecnología de la máquina como igualmente por la más nueva tecnología electrónica, constituye una reacción de carácter visceral. Esta antipatía no está razonada; o, si aparece razonada como en Marcel, no distingue entre las tecnologías, y no toma en cuenta lo que las tecnologías hacen a los hombres, ni los efectos que producen en la sociedad y en la naturaleza. Esta falta de estudio de la ontología de las técnicas puede, pienso yo, ser corregida en gran parte mediante el desarrollo de un más delicado entendimiento de las relaciones figura-fondo.
Muchos tradicionalistas odian el automóvil con apasionamiento. Ese apasionamiento es comprensible en algunos casos, pero ese odio es algo superfluo. El automóvil sobrevivirá indudablemente dentro del mundo eléctrico… pero, de manera creciente, sólo como un juego u ocio. La nueva tecnología eléctrica penalizaría al automóvil en caso de que se tomara demasiado en serio; lo que una pantalla de radar hace por un coche con exceso de velocidad constituye un ejemplo temprano de la emergente relación entre estas dos tecnologías.
Otro ejemplo ilustrativo de la compleja relación figura-fondo es la actual popularidad de la forma de vida agraria. El ideal agrario, sea éste el Distributismo de Chesterton y Belloc, o el de la plataforma de los Agricultores Sureños de América, hoy día es otra vez una posibilidad real… pero sólo si se toma como figura simbólica, como juego. Si se toma seriamente como un potencial fondo para la sociedad, el viejo estilo agrario simplemente no podrá ser viable.
Este hecho indica dónde está trazada la línea entre los románticos y los realistas. El querer reemplazar un fondo tecnológico es el sueño de los románticos (el error, por ejemplo, de las comunas como la de Owens Farm). La restauración de la vida pastoral como fondo de la sociedad no es simplemente algo difícil desde el punto de vista práctico; es algo teóricamente imposible. Pues una figura simbólica puede alterar el fondo existente de la sociedad solamente en la medida en que, y durante el tiempo en que, se mantenga como tal figura, como tal contraste. Las comunas abandonan la sociedad que rechazan. Desde el momento en que se hicieran independientes, cesarían de poder alterar la sociedad exterior a su comuna.
Las tecnologías no son instrumentos neutrales, como las herramientas que están echadas sobre la mesa de trabajo en el garaje; más que instrumentos, las tecnologías son lo que esos instrumentos hacen a los hombres; el modo en que los alteran en las formas más profundas y sutiles.
Una tribu tiene sentido si juega. Viene a quedarse apartada a un lado desde el momento en que se toma seriamente a sí misma. El rechazo del orden existente es algo que ha colapsado, y lo seguirá haciendo en la medida en que no se haga con un espíritu de juego, sino con un espíritu de trabajo. Cuando uno juega a ser granjero o marinero, uno está realmente repitiendo simbólicamente un fondo anterior. Pero eso no quiere decir que esa repetición carezca de significación, porque la repetición de hoy es más real que el juego inicial: ésta es la razón por la que uno siente que no ha visto realmente el pase en el campo de juego hasta que le ponen la repetición. Como medio para ver el fútbol americano, la televisión es muy superior a un asiento en el estadio. Y la repetición es una marca de la tecnología eléctrica. La repetición es la articulación consciente de lo que se está haciendo, incluso de lo que se ha hecho: es un “decir” del ser –dicere, Verbum, Palabra. La repetición no es algo de segunda categoría (a menos que se considere al Hijo de Dios como un Dios de segunda categoría. Él es, después de todo, la perfecta Expresión de todo lo que el Padre Es. El Hijo es Figura para el Fondo que es el Padre).
Nuestra sociedad secularizada ofrece hoy día enormes oportunidades para una repetición simbólica de lo sacro. Una sacralización consciente en contra de un contexto o trasfondo de secularismo viene a ser aún más sacra. ¿No dijo Chesterton que para poder ver blanco sobre negro uno tenía que ver negro sobre blanco? Hoy día cualquier cosa de la historia puede ser objeto de repetición.
Y esto me lleva a lo que he llamado la postura agustiniana/Opus Dei: infiltrar el orden existente y cristianizarlo desde su mismo interior, totalmente, y sin alterar la instituciones o estructuras existentes. Ni San Agustín, ni ningún otro que yo conozca en el Opus Dei, ha sugerido nunca que esta actitud sea algo más que una simple táctica; y una táctica que está abierta para cualquier cristiano que desee encarnar su fe en el mundo. Si, por el contrario, esta táctica se elevara al nivel de teoría, entonces se fundiría con el descuido general de la filosofía política de Occidente acerca de la tecnología. Las tecnologías son, sin lugar a duda, instrumentos que pueden ser bien o pobremente utilizados: el buen contenido en la TV es presumiblemente mejor que el mal contenido; las pistolas utilizadas para disparar a criminales son mejores que las pistolas en manos de criminales que disparan a la gente inocente. Esto no es filosofía; es simplemente sentido común.
Pero las tecnologías, de manera más profunda, cambian a los hombres, y los cambian más aún significativamente hasta el punto de que no saben que están siendo cambiados. El rechazo integrista nos muestra, al menos desde una convicción emocional, que las tecnologías hacen algo a los hombres; el “neutralismo” tecnológico ni siquiera llega a ver tan lejos.
Mirar al mundo e intentar comprenderlo en términos de un punto de vista tecnológico puede iluminar la historia y ayudar a prepararnos para el mañana. Podría hacer posible una política de Encarnación auténticamente realista –traer a Cristo hasta la mismísima médula de la sociedad, pues ello nos recordaría que Él no desdeñó el orden técnico: Él no era un griego, sino que se ganaba la vida como carpintero y, de esta forma, hizo lo que el resto de nosotros hacemos; extendernos nosotros mismos en el espacio y el tiempo, y transformar el mundo técnicamente, artísticamente.
Si giramos nuestra atención filosófica al estudio formal de las tecnologías, creo que veríamos que nuestro propio fondo o terreno eléctrico hace hoy día a la sociedad particularmente susceptible a ser afectada por figuras simbólicas católicas. Pienso que encontraríamos, de hecho, que el fondo o terreno puede finalmente estar preparado para aquello que los Sumos Pontífices han estado reclamando en sus encíclicas sociales a lo largo de un siglo y medio. Descubriríamos que ese mundo personal que hemos estado queriendo y predicando desde hace tanto tiempo ya está aquí –es posible que en su conjunto sea demasiado personal para nosotros, formados, como lo hemos estado, en un más viejo orden mecánico de las cosas. Encontraríamos (si tuviéramos la imaginación de barrer todo ese moralista y básicamente puritano sinsentido acerca de los males de la televisión) de que se nos ha devuelto a la Edad Media –formaliter sed non materialiter– desde hace algún tiempo hasta hoy. La televisión y la electrónica en general son mucho más compatibles con un espíritu católico que lo que lo son los libros impresos. La nueva tecnología imita la ubicua alegría de los ángeles; Cristo, después de todo, tuvo que decir algunas cosas duras acerca de la escritura; fue Martín Lutero quien ensalzó la palabra escrita. Aceptemos el nuevo barbarismo y cristianicémoslo. Está mucho más cerca de los siglos sexto y séptimo de lo que lo hemos estado en mucho tiempo. Carlomagno, si él estuviera vivo hoy día, suspendería en una lectura de cuarto grado.
Estoy convencido de que algunas de las batallas del siglo XIX y principios del siglo XX a las que se ha aludido antes en este ensayo, que ayudaron a sellar la derrota de la Cristiandad, terminarían en victorias católicas si se pudieran volver a librar hoy día. Esta declaración, por supuesto, no ha de tomarse en términos de una historia entendida como trayectoria, en la que cualquier sección lineal de la misma se pudiera sacar fuera del camino y situarla más adelante en la vía. No, el punto está en que las últimas batallas de la Cristiandad fueron libradas por católicos entusiastas que todavía descansaban sobre una cultura popular, reforzados por un espléndido clero, agresivo contra cualquier compromiso, y profundamente comprometido con la Iglesia (ventajas de las que carecemos mucho hoy día); pero estas batallas fueron libradas contra la semilla o fruto de esa época. Hoy, sin embargo, la época se está desplazando y alejando de esa estructura monolíticamente mecánica del pasado que luchó y militó contra la victoria católica. En el pasado nosotros perdimos por todas partes, no porque nuestra gente fuera chapucera siempre y en todas partes (algunos lo eran, por supuesto; nosotros los católicos no somos buenos expertos en eficiencia), sino porque el peso de aquellos tiempos conspiraba en contra de nosotros.
Los Sumos Pontífices estuvieron predicando una economía y sociedad descentralizadas, al mismo tiempo que la tecnología existente estaba conduciendo al Occidente hacia una cada vez mayor centralización. Nuestros pensadores ensalzaban la sociedad rural y la pequeña granja, el artesano y el pequeño negocio, al mismo tiempo que todas estas cosas iban perdiendo su viabilidad. Los prejuicios lineales y racionalistas de esos tiempos iban en contra del sentido de lo místico y de lo trascendente que vivifica nuestra herencia católica.
Pero hoy día esos prejuicios lineales y racionalistas se han ido como fondo o terreno de nuestra civilización. Usando la física del pasado siglo, no podemos ni siquiera hacer los cálculos necesarios para llevar astronautas a la luna. El individualismo democrático y el ya pasado de moda liberalismo clásico –que sobreviven como figuras de invernadero en movimientos como el del Libertarismo– están obsoletos: el Libertarismo es una figura sin un fondo. La sociedad y educación clásicas, orientadas hacia el libro, heredadas del Renacimiento, se perpetuaron algún tanto precisamente en nuestro tiempo gracias a la labor de la Great Books Foundation y de ciertas instituciones académicas basadas en la idea de que las puertas del Cielo se abren con las cubiertas o tapas de un buen número de selectos y bien definidos libros: todo esto es simplemente divertido cuando se lo mira desde el punto de vista de la doctrina católica, pero constituye un dogma para docenas de educadores católicos. Nuestra propia herencia consiste en una histórica y definida insistencia sobre la preeminencia de la Tradición hablada: recuérdese que el Canon de las Sagradas Escrituras es el que es porque la Iglesia hablante dijo que ése era el que debía ser; por tanto, lo era y lo es. El Santo Padre es infalible cuando habla desde su Cátedra, no cuando apunta o escribe algo. El analfabetismo de nuestra juventud americana no constituye una barrera a la evangelización. ¿Qué ventaja tenemos nosotros de todos modos con la alfabetización? ¿Es requisito para el Reino de Dios la capacidad de leer libros? El viejo William George Ward solía decir que él quería una bula papal junto con su Times en el desayuno. Nosotros deberíamos querer un discurso papal semanal por televisión. Eso pondría fin a la increíble variedad de burocracias e “intérpretes” que hoy están situados entre el Vicario de Cristo y su pueblo. (El catolicismo liberal constituye un esfuerzo por querer escapar de las consecuencias de la invención del telégrafo. Una vez que se inventó el telégrafo, de acuerdo con McLuhan, tuvo que ser definida la infalibilidad papal; tecnológicamente hablando, ya no necesitábamos tener que pasar más a través de intermediarios. Esto es más cierto aún en la edad de la televisión: el catolicismo liberal constituye una reversión al siglo diecinueve.)
Y esto me mueve a la última consideración de este muy tentativo y provisional ensayo. Lo que la política de Encarnación necesita fundamentalmente es una filosofía política más que un programa político. Los programas vienen y van, pero la filosofía –tal y como entendemos el término en la Tradición Católica– intenta descubrir algo permanentemente verdadero (aún si eso permanentemente verdadero tiene que ver con lo efímero: después de todo, ¡todos somos efímeros!). La Verdad os hará libres. Nada podría ser más refrescante, en medio de la niebla tóxica política en la que vivimos hoy día, que una genuina filosofía política. Esa filosofía política –sofisticada; profundamente tradicional; completamente post-moderna– podría iluminar la acción ya existente bajo nuestros pies, y apuntar la dirección hacia la cual podría desplazarse la acción.
Ocurre también que el potencial de esa filosofía se acentúa por el hecho de que la ideología está muriendo rápidamente por todas partes. Los marxistas están en pánico acerca de su propia obsolescencia. La ideología está siendo reemplazada por intereses concretos que tienen poco que ver con “asuntos” o “ideas” abstractas. ¿Necesita un barrio una limpieza? Entonces ayúdese a limpiarlo. ¿Se necesita que se establezca en tal o cual ciudad un sistema de transporte de tránsito rápido? Ayúdese a establecerlo. ¿Los jóvenes necesitan mejores comidas en su escuela local? ¡Dénseles la comida! Y mano a mano con este carácter personal de nuestro mundo de hoy día, le acompaña un énfasis sobre la naturaleza personal de la política.
Ahora bien, lo curioso es que nuestra tradición filosófica no ha prestado mucha atención a la personalidad en materia política. Ni tampoco conozco de ningún tratado en la filosofía política clásica que esté dedicado al síndrome “ráscame-tú-mi-espalda-y-yo-rascaré-la-tuya”. No conozco de ningún tratado que se haya fijado en la naturaleza del carisma en los líderes y en por qué los hombres los siguen, cueste lo que cueste. En la teoría filosófica clásica, yo tengo que imitar –si quiero ser un buen hombre– a los mejores, a los aristócratas. Esto funciona, sin embargo, solamente en una sociedad aristocrática. El libro de Hilaire Belloc The Nature of Contemporary England demostró, con una clarividente brillantez, que ni los demócratas ni los realistas-monárquicos pueden erigir la base de un orden aristocrático, pues los demócratas y los realistas simplemente no admiran a los aristócratas. Y el Dr. Alvaro D´Ors –carlista español y una preeminente autoridad en Derecho Romano– ha escrito un estudio sobre política familiar (Legitimidad familiar y formas de gobierno) que lleva aún más allá la demostración de Belloc. D´Ors muestra que emergen, en la vida política de Occidente, tres situaciones típicas: (1) una sociedad estructurada alrededor del individuo, en donde a la familia se le niega cualquier papel político, es necesariamente una sociedad democrática; (2) una sociedad, como la de la República de Roma o la de los siglos dieciocho hasta principios del veinte en Inglaterra, que divide a la población en aquéllos que tienen nombres ilustres y aquéllos que nos los tienen –sin importar lo famosos y ricos que puedan ser estos últimos–, es necesariamente una sociedad republicana; (3) una sociedad con una amplia base familiar, hace descansar su autoridad de manera natural en una dinastía, una monarquía tradicional cuya misma familia resume la naturaleza familiar de la constitución. En el pasado, estas tres formas estaban circunscritas territorialmente. Con la abolición de las fronteras, hoy día, debido a las condiciones eléctricas, con el crecimiento del nuevo tribalismo que marca nuestro tiempo, todas estas tres formas se mezclan e interrelacionan. La televisión ha traído de vuelta el principio dinástico. Los Nixon son mucho más una pareja real que sus homólogos coronados escandinavos. Las nuevas dinastías americanas aparecen como constelaciones: Kennedys, Percys, Rockefellers, Einsenhowers, etc. El pueblo tiende a votar a nombres y no a plataformas. El nomen ha vuelto como talismán político. Este nuevo estilo americano no aparece en ninguna parte más dramáticamente ejemplificado que en nuestros funerales públicos. ¡Nadie entierra a sus grandes hombres con más solemnidad y esplendor que como lo hacemos nosotros!
Pero este nuevo ritualismo en nuestra política no ha abolido la vieja tradición americana del individualismo espartano, democrático; ha hecho de este individualismo una figura simbólica. De esta forma, la “ética del trabajo” asume su lugar central en la retórica de Nixon, al mismo tiempo que ya no tiene lugar práctico en la vida real americana. Pero incluso mientras las viejas formas se dan codazos con las nuevas, encontramos que la lealtad personal tiende a dominar el orden político existente. Toda legitimidad se basa otra vez de nuevo en la lealtad personal. Y nosotros los católicos, gracias a nuestra religión personalista –creemos en un Dios formado por Tres Personas, no en una ética abstracta– estamos singularmente como en casa en este tipo de orden político. No nos tomamos los asuntos seculares muy seriamente porque somos cínicos acerca de la vida; pero nos tomamos a las personas muy en serio –¡y muy poco en serio también, en realidad! Nos gusta jugar con los asuntos seculares, pero jugamos con ellos como lo hacemos porque no los investimos de una solemnidad mesiánica. Las condiciones electrónicas han provocado, como fondo, un nuevo orden personalista hecho para gente como nosotros. Uno no puede idear pensamientos profundos electrónicamente hoy día. Uno solamente puede participar en un orden familiar y personalista. El fondo técnico está maduro para una figura católica, para una política de Encarnación.
Sin embargo, me obsesionan las cicatrices y lacras de nuestras derrotas; mi miedo de que los católicos tradicionalistas –y yo soy católico tradicionalista; en realidad, soy carlista– no vayan a responder a este espléndido momento de nuestro tiempo; de que las tentaciones integristas paralicen sus voluntades; de que disipemos nuestras energías condenando las cosas malas, o condenando las cosas buenas por motivos equivocados; o de que nos deslicemos convencionalmente dentro del orden existente, y nademos –como un pez que lo sabe todo excepto que se encuentra en el agua– totalmente abstraídos de nuestro momento histórico presente.
La hora es muy corta, en efecto. Todo ocurre hoy día tan rápido que el mañana es concebido como una posibilidad solamente después de haber ocurrido ayer como hecho. Debemos aprovechar este momento por el bien de la eternidad. Si no lo hacemos, no seremos dignos de nuestros heroicos antepasados tradicionalistas. Alfonso Carlos, en el exilio, consagró su patria al Sagrado Corazón. El General Onganía sometió las vastas planicies de la Argentina al Inmaculado Corazón de María. Dollfus murió de una bala en la espalda de rodillas ante Nuestro Dios. El Coronel Stauffenberg se deshizo, como cruz viviente, delante de las ametralladoras nazis. Ellos, al menos, tuvieron el honor de coser en sus corazones banderas para Nuestro Rey Exiliado. ¿Habremos hecho por lo menos eso cuando nos toque nuestro turno de morir?
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