Fuente: Revista Aparisi Guijarro, Número 17, Enero-Septiembre 1975. Páginas 10 – 11.
Carta a mi hijo Carlos Hugo
Por Luis Pérez Domingo
Querido hijo:
Tu poca edad –esos cinco años de oro…– no te permiten comprender las motivaciones que impulsan a obrar a los mayores. No entiendes aún, gracias a Dios, nuestras cosas. Construyes tu mundo, tu pequeño e importante mundo, rigiéndote por razones tan distintas, que nuestros problemas, los problemas de los mayores, te resultan tremendamente lejanos, inaprehensibles, sin vinculación alguna con los “graves” problemas a los que te tienes que enfrentar cada día, luchando con tus cuadernos de caligrafía y tu cartilla que comienza a desvelarte misteriosos conocimientos. Vuelas en aras de la imaginación en los juegos con tus pequeños compañeros, sueñas con apabullante seriedad fantásticas aventuras en remotos países, vives tus juegos con infantil apasionamiento… ¿Cómo vas a entender las razones de los mayores? Y en definitiva, ¿qué falta te hace entendernos, hijo?
Por eso me resulta difícil decirte lo que decirte quiero. Pienso que, en el fondo, más que aclararte a ti ciertas cosas, lo que de verdad persigo, es descargar mi conciencia con una confesión que no vas a entender aún –bien lo sé–, pero que comprenderás algún día. Así lo espero.
Te llaman Carlos Hugo. ¿Sabes por qué? No, no lo sabes, claro. ¿Cómo vas a saberlo? Te lo diré, hijo. Verás. Tu padre es carlista. Es decir, requeté, como siempre dice tu hermano, seguramente porque la palabra resulta más sonora, más interesante. Carlista y requeté vienen a ser lo mismo. Los carlistas hemos tenido hasta hace muy pocos días un anciano Rey. No, no es que haya muerto y Dios quiera conservarlo con nosotros mucho tiempo. Pero su avanzada edad se ha visto agobiada en estos últimos tiempos por el peso de la gran responsabilidad que supone la dirección del Carlismo. Nada tiene, pues, de extraño, que ese gran peso lo haya ido confiando, poco a poco, a su hijo mayor, joven, enérgico, y con ambiciones no disimuladas, hasta renunciar en él, definitivamente, todos sus derechos.
El hijo mayor de nuestro Rey, el Príncipe en el que tantos miles de carlistas y tantos miles de españoles teníamos puestas nuestras ilusiones y nuestras esperanzas, se llama Carlos Hugo. El Príncipe Carlos Hugo galvanizó al Carlismo, llenando de entusiasmo a todo el pueblo carlista. Su juventud, su capacidad, su decisión, su firmeza, su claridad de ideas, fue creando en torno suyo una atmósfera de esperanzada ilusión. Con él, junto a él, nos sentíamos seguros. Su entusiasmo nos contagiaba. Nada nos parecía imposible. En él queríamos ver la figura del auténtico Rey carlista, dispuesto siempre al sacrificio por su pueblo, entregado sin reservas al servicio de nuestra Patria. La continuidad de la Dinastía Carlista, que tantos quebradores de cabeza nos había producido en otras épocas, nos parecía ya alejada para siempre. Teníamos un Príncipe joven en quien confiar y con el que podíamos vivir un futuro prometedor, aunque difícil, que lo uno no quita para lo otro. Más difíciles épocas habíamos vivido, sin desmayar. ¿Cómo no sentirnos ahora, reconfortados e ilusionados?
Entonces naciste tú, hijo. Y tu madre y yo decidimos que recibirías las aguas bautismales con el nombre de nuestro Príncipe. Te llamarías Carlos Hugo, como él. Era la confesión humilde, pero solemne (solemne, sí, ¿por qué no?) de nuestra adscripción a la, para nosotros, Dinastía Legítima de las Españas. Que llevaras su mismo nombre nos llenaba de orgullo, de alegría. No aspiraba tu padre ni antes ni ahora, –ahora menos que nunca– a cargos políticos, para los que no he nacido y para los que carezco de preparación y vocación. Ni dentro ni fuera del Carlismo. No es eso. Hombre del pueblo soy y siendo hombre del pueblo moriré. Jamás me ha preocupado el alcanzar éxitos y triunfos políticos personales. Mi única alegría es la alegría de mi Patria, mi única ambición, su ambición. Sirviendo lealmente a las órdenes de la Dinastía Legítima, servía a España del mejor y más honrado modo que podía hacerse. No he querido más. No quiero más. Confío, hijo mío, que lo comprendas de esta forma algún día.
Sin embargo… A veces, hijo, Dios nos somete a tremendas pruebas. Él sabe por qué lo hace, aunque a nosotros nos resulta difícil en muchas ocasiones entender sus razones. El Carlismo, que vivió jornadas extraordinarias de ilusión y esperanza, está atravesando días de angustiosa tribulación. Algunos, que se decían carlistas, han vuelto de nuevo a sus tiendas. Otros, no sé si menos constantes o más débiles, han abandonado el Carlismo, pasándose con armas y bagajes a otras filas, rindiéndose al posibilismo más inmediato. Dios les perdone a todos. Los más, decepcionados, confundidos, cansados de luchar, se han encerrado en sus casas. ¿Por qué, hijo? Es sencillo y terrible a un tiempo. Nuestro Príncipe, aquel Carlos Hugo de nuestros amores, dejándose llevar por el despecho ante las evidentes injusticias de que ha sido objeto y que no podemos ni queremos ignorar, se ha revuelto airado, adoptando extrañas actitudes que entrañan, por sí mismas, una tristísima traición a su propia significación histórica y política. Nos ha traicionado, sí. Preciso es reconocerlo, aunque nos duela, y duele muchísimo, hijo, te lo puedo asegurar. No merecía nuestra lealtad trato semejante. Pero esto, bien mirado, tiene una importancia relativa.
Lo peor, hijo, es que, dominado por su ambición despechada, cegado por su insigne soberbia, atenazado por un orgullo desmedido, no ha sabido mantener la línea de conducta a que el ejercicio de la realeza le obligaba y que se demuestra mejor en la adversa que en la próspera fortuna, lanzándose por la vía fácil de la demagogia revanchista y del más feroz resentimiento, encubierto todo bajo la capa de una pretendida evolución que suena como un sangriento sarcasmo. Lo peor, hijo, es que ha traicionado a sus mayores, ha pisoteado la sangre de nuestros mejores, la sangre tan generosamente derramada por nuestros Mártires a quienes debe el ser lo que es, ha olvidado el lema sagrado inscrito en nuestras banderas. Ha traicionado la esperanza.
No sé si te estoy escribiendo bajo la impresión terrible, alucinante, del momento. Quisiera creerlo así. Quisiera creer que mis razonamientos son hijos de un instante de depresión y no de una realidad viva y desgraciada. Si tuviera ocasión para escribirte de nuevo y rectificar todo esto, me sentiría feliz como nunca. No, no lo entiendes aún. Eres demasiado pequeño para penetrar en estas cuestiones. Pero, si Dios quiere, algún día me comprenderás y sabrás otorgarme el perdón que ahora te pido, hijo, por haberte dado, no el nombre de un gran Príncipe como yo creía, sino el de una tremenda frustración, el de una traición imperdonable.
No te importe demasiado, hijo. Cada cual es lo que es. Únicamente Dios sabe qué caminos habrás de recorrer en la vida que Él te ha reservado. Tan sólo le pido que jamás, jamás, te alejes de su lado, que te dé firmeza en tus convicciones, consecuencia para mantenerlas con su ayuda frente a todo y a todos, amplísima comprensión para saber ser respetuoso con todas las personas, ya que no con todas las ideas. Espero que me comprendas, hijo, y sepas responder con tu lealtad a la Causa viva de las Españas, de la deslealtad de un Príncipe que pudo ser todo y ha terminado siendo la más increíble negación.
Te quiere, hijo, más que nunca,
Tú padre.
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