Fuente: Misión, Número 283, 17 Marzo 1945. Página 1.
Desgracia en la ciudad
Por S. Iturbe
Parece como si el arma aérea fuera un elemento decidido a producir la dispersión de las ciudades. O al menos un aviso de que esas enormes aglomeraciones urbanas son parajes peligrosos. Sin embargo, ellas constituyen el ejemplo más típico de la civilización contemporánea, y hasta ahora han ejercido una fascinadora seducción. Las ciudades son un poderoso imán que atrae a los hombres y despuebla los campos. Y entendemos a estos efectos por “ciudad” no sólo el núcleo de población adornado con ese nombre, sino todo gran centro de concentración demográfica. Es dudoso, por otra parte, que tenga lugar en un próximo futuro el movimiento de repliegue propugnado por tantos moralistas y sociólogos, y que se vea regresar hacia la campiña a los establecidos en la ciudad. Más adelante, por las buenas o por las malas, se presentará como una exigencia urgente ese retorno. Pues de seguir circulando la corriente que deja solos prados y surcos, el desequilibrio social caerá, por último, en un estado de asfixia.
Un ser con uno de sus órganos congestionado vive con dificultad. Se suceden los trastornos funcionales en él. Si no se detiene y disminuye la congestión, ésta le mata. Ese camino llevan las sociedades de los países más adelantados. Dos tercios de la población de Gran Bretaña mora en ciudades. Sólo entre cuatro grandes centros urbanos reúnen la mitad de la población de Australia. Buenos Aires y sus barrios contienen un tercio de los habitantes de Argentina. Otros abundantes ejemplos se podrían dar del enorme crecimiento de las ciudades en Europa y de la paralela disminución numérica de los pobladores del campo. Son más o menos conocidos. No falta de vez en cuando la voz de un político, o de algún escritor, o de alguna autoridad eclesiástica que llame la atención sobre la dolencia social que bien pudiera llamarse “urbanitis”. Y si consultáramos a los individuos uno por uno, tened la seguridad de que la mayor parte reconocerían como nefasto ese éxodo hacia el mágico señuelo de las ciudades populosas. Pero en la práctica el traslado continúa.
Esta civilización de hoy, considerada como la cultura de los “Palaces” y de las playas, por haber sido esos lugares los exponentes más caracterizados de su materialismo, es más bien la del suburbio, con toda la trágica expresión que encierra esta palabra. Se ven menos los arrabales de la ciudad que su centro brillante y fastuoso. Pero en aquéllos fermenta el explosivo. Se vacían los campos. Mas la afluencia de gentes a las ciudades se convierte en masa vacía de contenido espiritual, como signo de una aspiración insatisfecha doblemente decepcionada, porque en la materia puso todas las ilusiones. Sin conseguir esa ambición terrenal y en olvido, sopor o muerte el espíritu, el hombre es únicamente un elemento perturbador. Si la consigue y queda también el espíritu en abandono, el hombre es un hastiado que con su conducta alienta a los perturbadores.
De aquí lo que el inglés W. R. Inge llama “violenta rebelión de la plebe urbana”. Dice con expresión llena de tino: “La revolución industrial ha producido un nuevo tipo de bárbaro sin raíces en el pasado. Por segunda vez en la historia de la Europa occidental, la continuidad está en peligro de perderse. Está creciendo una generación no ineducada, sino educada en un sistema que tiene poca relación con la cultura europea en su evolución histórica. No se enseñan los clásicos, no se enseña la Biblia, no se enseña la historia. Lo que es aún más grave es que no hay tradiciones sociales. El ciudadano moderno es un “desarraigado”: ha olvidado los hábitos y sentimientos de la aldea de donde sus antepasados proceden. Una forma de vida antinatural e insana, desligada de las dulces y humanizadoras influencias de la naturaleza, ha creado una mentalidad insana y antinatural que no tiene paralelo en el pasado. Su característica principal es su profunda mundanidad o materialismo.” He aquí un certero veredicto sobre ese alocado trasiego que lanza grandes masas de población a la aventura, incierta siempre y triste en la mayoría de los casos, de las ciudades y grandes aglomeraciones urbanas. El suburbio es la estampa donde se reflejan mejor las innumerables figuras de esos desarraigados.
Se tiene por zafio, inculto y desgraciado al campesino. Es un error formidable. Aunque no sepa leer, posee un viejísimo tesoro de saber popular, sedimento de siglos, que le da prudencia para la acción, buen sentido para las reflexiones y ponderación en su conducta. El medio donde vive es un tejido de causas y concausas, de costumbres y usos fijos, de normas moderadores del mal impulso y de la pasión suelta. Las familias apegadas a un paisaje, junto a una pila bautismal y a sus muertos, en ese contacto permanente con la naturaleza, son garantía de sabia continuidad en un país. No les gobierna la rutina, sino la tradición, que es la única verdadera forma de progreso.
Quienes huyeron del campo para instalarse en la ciudad son como el navío que corta las amarras y se echa a correr mares sin carta, ni aguja, ni estrella. Nada tienen ya que ver con el pasado. Se quedan sin tradición. Extrañan el lugar donde se instalan, y la mayor parte de ellos lo seguirán extrañando siempre. No le tienen afecto, por consiguiente. Defraudados en sus esperanzas y con un panorama todavía más próximo y a la vista de seductoras promesas, inalcanzables en unas ocasiones por falsas y en otras por la naturaleza de las cosas, entran por sendas de envidias y odios. Apartados de su tradición, son como huérfanos: no hallan precedentes, no encuentran equilibrios, son anónimo y pobre despojo arrastrado por un gigantesco aluvión. Para nada les sirve la experiencia acumulada por todo su linaje. Les falta cordialidad en un ambiente duro, hostil y desconocido. Carecen de los frenos que a sí mismos se ponen los arraigados. Ellos se ven sin estabilidad y son razón obligada de perturbaciones sociales.
No hago la alabanza sin fundamento de ese campo convencional con labriegos inocentes y candorosos, y amables y felices horizontes de bucólica. Eso es ñoñería y simpleza. También hay espinas en el campo, y el campesino ni es inocente ni candoroso. Pero generalmente es hombre cabal. Sabe lo que tiene que saber, aunque jamás haya visto un libro. Mientras el desarraigado morador del suburbio, que puede asimismo vivir en el centro de la ciudad, nada o casi nada sabe de lo que debería saber y, en cambio, maldita la falta que le hace casi todo lo que en su desarraigo ha aprendido. Aquél, por regla general, se acomoda a las realidades y es una pieza positiva. El último, por regla general también, es presa de las realidades y un elemento negativo. Y es absolutamente cierto y seguro que el hombre de las ciudades resulta en la mayor parte de los casos más infeliz que el de la campiña.
Acaso todas estas reflexiones u otras parecidas se las esté haciendo a estas horas algún superviviente de la población de Dresde. La ciudad entera es una vasta ruina. Como enorme ventosa absorbió por millares y millares a los individuos de la corriente migratoria que llegaba de los campos llamada por el artificio de la civilización. He aquí que un ingenio forjado por esa misma civilización ahuyenta… a quienes han quedado con vida. Ningún ejemplo más terrible de la voracidad que tiene la monstruosa ciudad moderna. Ha sido por el azar de una guerra, azar repetido en serie, por otra parte, que es muestra evidente de un desequilibrio en cuyo torbellino naufraga la sociedad de nuestros días. Y ese desequilibrio, tanto como en el exterior, se da en el interior de los pueblos.
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