Desde una óptica cristiana encuentro que la siguiente entrevista no sólo resulta interesante, sino que toca aspectos sobradamente conocidos y debatidos aquí mismo.
¿Hacia una nueva Edad Media?
La erosión de la soberanía de los Estados-nación. La aparición después del 89 de nuevas formas de control y de mando que implican a vastas áreas del mundo. Lorenzo Ornaghi, rector de la Universidad Católica, explica: «Esa instancia universalista que perseguía y sostenía la “sociedad sin Estado” de la christiana respublica vuelve de actualidad».
por Roberto Rotondo
Lorenzo Ornaghi
«El mundo se encamina hacia una nueva Edad Media». Con esta imagen, que evocaba sobre todo un contexto caótico marcado por la inseguridad y la violencia, el politólogo inglés Hedley Bull sintetizó a finales de los años setenta las líneas de tendencia del orden político internacional. Bull, que publicó The Anarchical Society en 1977, cuando aún el orden internacional era el que se había decidido en Yalta, intuyó que algo nuevo estaba surgiendo: desde el caso de la soberanía ejercida exclusivamente por los Estados nacionales, carácter típico de la edad moderna, al cambio de forma del poder real; desde la unificación tecnológica del mundo al resurgimiento de la violencia privada internacional. Un escenario en muchos aspectos clarividente, viendo lo que sucedió después del 89, pero también la inestabilidad internacional actual, la globalización económica y financiera, y la del terrorismo, que es una amenaza por doquier. Esta clave de lectura del presente fue planteada por el profesor Lorenzo Ornaghi, rector de la Universidad Católica y profesor de Ciencia de la política, sin forzar nunca las tesis del politólogo inglés, en uno de los congresos preparatorios de la 44 edición de las Semanas sociales de los católicos, que se celebraron en Bolonia del 7 al 10 de octubre y cuyo tema era “La democracia: nuevos escenarios, nuevos poderes”.
Profesor Ornaghi, para Bull el caso de la soberanía construida y ejercida por los Estados no daría lugar a un gobierno mundial, a una especie de “súper Estado”, sino –y esto justifica la fórmula New Medievalism– a una especie de reedición del orden político universal que existía en el Occidente cristiano antes de la edad moderna. ¿Puede explicárnoslo?
LORENZO ORNAGHI: Para Bull existe una especie de relación inversa entre la época histórica a caballo de los siglos XII y XIII y la nuestra: entonces se pasó de un sistema universal (en el que había una multiplicidad de fuentes de legitimación, una red de autoridades locales que al final tenían como referencia a los dos poderes principales, papado e imperio) a un sistema nuevo basado en el particularismo de las comunidades territoriales, que se iban a convertir en principados y luego en Estados soberanos. Es la realidad que conocieron Tomás de Aquino y Marsilio de Padua. Hoy vemos una tendencia inversa, en la que los Estados nacionales están cediendo parte de su soberanía a una multiplicidad de sujetos con aspiraciones de universalismo. Efectivamente, hemos de tener presente que el particularismo de Europa no fue nunca el triunfo del particularismo en sí mismo, o de las comunidades territoriales nacionales en sí, sino que siempre tuvo una vocación universal, y esto explica por qué el sistema de los Estados europeos se ha convertido en el sistema de las relaciones internacionales en cuanto tal.
¿Se está disolviendo entonces la soberanía de los Estados nacionales?
ORNAGHI: Yo no plantearía así el la cuestión. El cambio durante la Edad Media de formas universales a formas particulares fue gradual y lento. Durante mucho tiempo coexistieron las formas más propiamente universales y las particulares. Así, según Bull, también ahora que vamos en dirección contraria, estamos en una fase en la que las formas nuevas de universalismo seguirán coexistiendo durante mucho tiempo con las particulares. No está desapareciendo la soberanía propia de los Estados, lo que ocurre es que están apareciendo de nuevo formas más universales, como, por ejemplo, una vieja figura de la que casi habíamos perdido las huellas: el imperio universal. Más allá de las evaluaciones ideológicas y de valor, cuando hablamos de imperio americano indicamos una vieja realidad, la de un Estado, pero no sólo esto, porque indicamos una realidad que se expande entrando en conexión con otras realidades, con relaciones a veces privilegiadas semejantes a las del Imperio romano. Es una realidad que se extiende con su sistema de valores y su ideología, que se expande con formas de control y de mando de tipo económico sobre un área más vasta que la propiamente política. Estamos, pues, ante una realidad que es distinta a la típicamente estatal. Pero pensamos también en el proceso de integración europea y en la tendencia al regionalismo en el terreno de la política internacional que engloba a varias áreas del mundo, como el Mercosur, en América Latina o el Apec en Asia. Estos procesos, por supuesto, no tienen un sentido único. Existen también fenómenos de tendencia contraria. Por ejemplo, la disolución del bloque soviético con la explosión de entidades étnicas no ha conllevado un declive de la forma Estado, antes al contrario, se ha verificado una proliferación de nuevas entidades estatales. Otro ejemplo: dentro de la Europa que se unifica crecen fuertes reivindicaciones locales y particulares. Además, también las nuevas formas de universalismo, cuyo motor son las organizaciones internacionales, caen muy a menudo en la confusión o quizá tienen escasa correspondencia con nuestros deseos. Esto sucede porque se mueven entre lo viejo y lo nuevo: son estructuras con una concepción antigua de organización internacional, donde los componentes pueden ser sólo los Estados, pero funcionan debiendo tener en cuenta intereses y expectativas que no son las que dictan los gobiernos que las componen.
Si está tendencia hacia la estructura neomedieval de la que habla Bull tiene fundamento, ¿cuál es el orden político que se perfila?
ORNAGHI: Bull habla de un orden multilateral del mundo. Pero atención, porque también esto es un caso ejemplar de como las transformaciones de la política, incluso de la política internacional, muchas veces preceden al pensamiento y a nuestra capacidad de explicarlas. Efectivamente, intuimos algunas transformaciones irreversibles o algunas orientaciones futuras, pero inevitablemente nos vemos obligados a recurrir a los instrumentos que tenemos para explicarlas, a esquemas que a veces resultan anticuados. De modo que, cuando hablamos de multilateralismo, usamos una vieja categoría que no explica totalmente el problema. El multilateralismo hacia el que nos encaminamos no es el de hace unos decenios, que se basaba en el principio formal, y muchas veces ficticio, de la paridad de todos los Estados. Ficticio porque el más fuerte aseguraba un paraguas de protección a los aliados y a cambio pretendía fidelidad y obediencia. El orden multilateral que se está perfilando es distinto. En él la participación en una seguridad de conjunto, por ejemplo, será un elemento de responsabilidad directa para muchos sujetos distintos, no sólo para los gobiernos. Estos nuevos regímenes internacionales –para los que es importante el papel de los Estados, pero en los que intervienen también ONG, iglesias y grupos de presión procedentes de la sociedad civil de varios países– pueden desempeñar una acción notable de policy en algunas áreas específicas, y probablemente su consolidación puede contribuir de modo importante a la solución de la cuestión de la inseguridad global.
Precisamente el tema de la inseguridad a nivel internacional es últimamente uno de los temas más actuales. Es además uno de los temas en los que Bull más se detiene…
ORNAGHI: Es más o menos desde 1989 cuando comienza a presentarse insistentemente la cuestión de la inseguridad global, alimentada por una escalada de violencia que tuvo en el 11 de septiembre la confirmación más evidente, aunque probablemente no un verdadero momento de cambio. Efectivamente, a partir de la rápida disolución del bloque soviético es cuando la transición de un sistema bipolar a un sistema unipolar comienza a sugerir las imágenes –quizá solo aparentemente divergentes– de una nueva potencia imperial, de un nuevo desorden internacional y de un inminente “choque de civilizaciones” como lo definió Huntington. Es un hecho que a partir del 89, con la desaparición de uno de los dos polos de la contraposición, también la relación dinámica entre la paz de equilibrio y la paz de hegemonía se ve privada de sus propias bases, con el resultado de que las organizaciones internacionales, pensadas durante la guerra fría para limitar y regular los conflictos internacionales, son, por una parte, incapaces de actuar en el nuevo contexto y, por el otro, son objeto de presiones “revisionistas” llevadas a cabo por la nueva y única potencia.
“Choque de civilizaciones”, una expresión muy usada… El presidente de la República italiana, Carlo Azeglio Ciampi, dice que habría que abolirla.
ORNAGHI: Hay una aspecto, digamos, “cultural” y de civilización a la hora de afrontar seriamente el tema de la paz y de la seguridad de los Estados, pero no en la línea del choque trazada por Huntington. Me explico: los acontecimientos recientes nos demuestran que la vulnerabilidad, incluso psicológica, de cada comunidad es mucho mayor que en el pasado. Hoy el sistema de la seguridad es un tema que nos atañe muy de cerca y que será cada vez más importante en nuestra vida. Pero ¿cómo se garantiza la seguridad? Nos sentimos al seguro cuando pensamos que somos tan fuertes que el otro no puede ni siquiera intentar hacernos daño o cuando suponemos que el sistema de reglas que se está construyendo es un sistema que va a ser respetado también por el otro. Para suponer el respeto de las reglas es necesario, sin embargo, que en la otra parte exista una serie, por lo menos mínima, de valores compartidos. En este sentido sí hay un aspecto “de civilización” en la base del problema de la seguridad.
La mezquita de Roma. Dice Ornaghi: «El universalismo, la tensión a extenderse sin aplastar los valores de los demás, es un carácter que Europa siempre ha tenido en sí misma»
¿Hemos de llegar a la conclusión de que el único camino para estar de acuerdo es exportar la democracia? Una tesis que está creando muchos problemas a nivel internacional…
ORNAGHI: Hay que ponerse de acuerdo sobre qué entendemos por “exportar”. Todo el que sigue la línea del universalismo llega a preguntarse cuál es la extensión de la noción de derecho, o cual es la extensión de la noción de ciudadanía. Y se da cuenta de que no existe una figura abstracta de democracia que valga para todos, al igual que no existe una noción abstracta de derecho válida bajo todos los cielos y en cualquier latitud. Este universalismo, esta tensión a extenderse sin aplastar los valores de los demás, es un carácter que Europa ha tenido siempre en sí, por haberlo heredado de la civilización romana y cristiana. Y es una aportación fundamental para la postmodernidad. Es la aportación de quien, por su larguísima historia, piensa que tiene valores universales que no están en contradicción con los valores particulares. El universalismo del pensamiento cristiano puede contribuir mucho más a la postmodernidad que un abstracto y genérico esquema racionalista tardío, del que puede derivar la imposición a los demás de un determinado sistema de pensar. Porque si todo es relativo –mis valores como los tuyos– la paz social se encuentra en otro nivel, el de la ley del más fuerte. Pero si nosotros estamos convencidos de que hay valores básicos comunes, el acuerdo lo hallaremos sobre el mantenimiento de estos valores, sobre el respeto de la diversidad y sobre la búsqueda de reglas comunes que garanticen la seguridad de todos. También el politólogo estadounidense Amitai Etzioni observó recientemente que en el origen de muchos fracasos a la hora de llevar la democracia a países en vías de desarrollo hay un problema cultural de fondo. Al proponer una concepción de la democracia totalmente secularizada, donde las identidades religiosas y las profesiones de fe son solamente apéndices marginales respecto a la dinámica de la sociedad, el Occidente ha acabado por expulsar una de las dimensiones constitutivas de la vida asociada, y ha señalado, como posible modelo que hay que seguir, precisamente ese que, en algunos países europeos, basa en la “subsidiaridad” la colaboración entre entidades públicas y formas asociativas no estatales. El modelo de la “subsidiaridad” evocado por Etzioni –con su valoración de las comunidades locales y de los vínculos asociativos– evoca (a diferencia de Bull, para quien la Nueva Edad Media sería un escenario fundamentalmente caótico) esa instancia universal que seguía y sostenía la “sociedad sin Estado” de la christiana respublica.
Un temor, que vemos también en el programa de las Semanas sociales, es que los llamados poderes fuertes sean capaces de vaciar el concepto mismo de democracia.
ORNAGHI: Siempre ha habido poderes fuertes. En todas las situaciones hay siempre un poder más fuerte que otro. De modo que, como la historia humana nos enseña, el problema no es la anulación del poder, sino el equilibrio, la limitación de la presencia constante de los poderes fuertes con la igualmente constante presencia de contrapesos, reglas, poderes de otro tipo, que de alguna manera los compensen. Pero hoy la novedad de estos poderes fuertes es que son poderes de carácter económico-financiero, que intervienen en este sistema global en términos radicalmente distintos respecto a los decimonónicos. Los poderes fuertes de la comunicación, los poderes fuertes de la tecnología, son historia conocida, pero lo nuevo es su capacidad de actuar a escala mundial. Son transversales, no localizables, y estos son aspectos que tanto en la percepción como en la realidad los hacen mucho más poderosos y difíciles de compensar si nos quedamos sólo a un nivel particularista. Hoy la democracia es mucho más que el hecho de poder decidir quien es el guardián de los procesos internos de un país. Un sistema es democrático si hace que las presiones internacionales no se vuelvan destrucción de los procesos internos, y, paralelamente, si arregla los procesos internos haciendo que su desarrollo mire cada vez más hacia el exterior.
A pesar de que somos conscientes de que existen poderes fuertes a escala global, tendemos, sin embargo, a atribuir el destino del mundo a la capacidad del poder político. Sobre todo si se trata del presidente de la única potencia global que queda. Con otras palabras, ¿va el mundo a donde le lleva el presidente de Estados Unidos o es éste quien decide según cómo va el mundo?
ORNAGHI: Es difícil responder. La historia política está hecha siempre del conjunto de tantos acontecimientos que es imposible que todo sea referible a una única voluntad y necesidad. Entre otras cosas, porque el poder comporta grandes riesgos incluso para los poderes fuertes, que prefieren muy a menudo no exponerse tanto como los poderes tradicionales. Puede ser que el mundo de los poderes fuertes quiera ganar al presidente de Estados Unidos, pero no le interesa para nada tomar sus mismas responsabilidades.
30Giorni | ¿Hacia una nueva Edad Media? (por Roberto Rotondo)