Fuente: Diario de Sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias. Número 330. Sesión del 28 de Agosto de 1811.
Continuó la discusión de la Constitución. Leyóse el art. 2.º, que dice así:
«La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser el patrimonio de ninguna familia ni persona».
Dijo
El Sr. MORRÓS: Me parece que debe decir: no es ni puede ser el patrimonio de ninguna familia ni persona «ni en su todo, ni en ninguna de sus partes».
El Sr. LLANERAS: Tres partes contiene el art. 2.º de la Constitución presentada. Que la Nación española es libre; que es independiente, y que no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. En cuanto a la última parte, no se me ofrece la menor dificultad; pero sí en cuanto a las dos primeras, según el sentido con que los señores de la comisión atribuyan a la Nación española el ser libre e independiente. Entiendo, Señor, que tan nobles y augustos caracteres no se le atribuyen ni se le pueden atribuir sino en el concepto de estar, como efectivamente lo está, verdaderamente constituida. Constituida sobre la base incontrastable de la única verdadera religión, que la debe conducir con magnanimidad y con gloria al feliz término a que aspira. Constituida bajo las sabias y justas leyes establecidas que la regían, y que subsisten en todo su vigor, sin embargo de estar pronta a abrazar las que V. M. sancione para su bien y prosperidad. Constituida bajo el suave dominio de su adorado Rey Fernando VII, y de sus legítimos sucesores. Bajo esta importante consideración, y no de otro modo, digo, Señor, que la Nación española es libre e independiente. Libre, esto es, que gustosa y de toda voluntad está ligada a las santas leyes prescritas por la religión que profesa; libre, porque gustosa y voluntariamente está sujeta al legítimo Gobierno que la rige; libre, porque gustosa y con toda su voluntad está y siempre quiere estar bajo el mando del Sr. D. Fernando VII, que adora, y no suspira sino por el momento feliz de verle restablecido gloriosamente en el Trono de sus mayores.
Independiente, esto es, de toda dominación extranjera; y si en estos infelices días se ve ultrajada, vejada, subyugada, tiranamente dominada en la mayor parte de su territorio por el usurpador, no sucumbirá jamás por su voluntad, sino por la violencia y la tiranía. En el sentido propuesto, digo, Señor, y suscribo a lo que dice el capítulo que la Nación española es libre e independiente; pero no libre e independiente en otro sentido, esto es, que pueda expeler o abandonar la religión santa que profesa, las sabias y justas leyes que la rigen, el suave dominio de Fernando VII y de sus legítimos sucesores: dominio que ha reconocido y jurado V. M. según el voto general de todas las provincias, y de quien todas quieren voluntaria y gustosamente depender. Así, pues, para la mayor claridad y perfecta inteligencia de este artículo, y no dar margen a algún error, es mi dictamen que se le añada una expresión que declare el sentido verdadero de esta libertad e independencia, y se diga: la Nación española es libre e independiente «de toda dominación extranjera».
El Sr. TORRERO: La comisión no ha podido separarse del decreto de 24 de Septiembre, y así ha formado este artículo con arreglo a lo allí sancionado. El señor preopinante parece que se ha dirigido a criticar las intenciones de los individuos de la comisión; pero aquí lo que se discute es el artículo, no las intenciones de la comisión. Léase el decreto, y se verá que la comisión se ha arreglado a su contenido.
Comenzóse a leer el decreto de 24 de Septiembre; pero el Sr. Argüelles interrumpió la lectura, diciendo que no había necesidad de ella, porque al cabo el Sr. Llaneras no había presentado dificultad alguna. Pidió no obstante el Sr. Del Monte que se concluyese la lectura de dicho decreto, porque era necesario tenerlo muy presente durante la discusión. Se leyó en efecto; y en seguida observó el Sr. Torrero que en dicho decreto las renuncias hechas en Bayona se decían nulas, no sólo por la falta de libertad en el Rey, sino principalmente por falta de conocimiento por parte de la Nación, y que aquella razón probaba con toda evidencia que la Nación era libre e independiente.
El Sr. ESPIGA: Jamás pudo la comisión imaginar que se pretendiera que explicase sus intenciones, y menos aquellas palabras que se aprenden en las escuelas en las primeras lecciones que se dan a los jóvenes que se destinan a la ciencia del derecho público, pues suponía a los dignos Diputados de V. M. bien penetrados de su verdadero sentido. Pero aunque los reparos que ha puesto el señor preopinante (Llaneras), ya por su naturaleza, ya por la oscuridad, que no presenta ideas sino muy confusas, y ya últimamente, por una repetición ridícula, que es más digna de compasión que de impugnación, no debieran merecer la atención de V. M., la comisión se ve en necesidad de manifestar una sencillísima explicación para desvanecer los más ligeros escrúpulos.
Señor, la Nación es libre e independiente, y ésta es una de las verdades fundamentales de la política. La Nación es una persona moral respecto de las demás naciones; como un ciudadano es una persona física respecto de los demás de la Nación, y sus derechos son los mismos en sus respectivas relaciones. Y así como un ciudadano es libre para hacer todo aquello que no dañe ni a los demás, ni a la sociedad, o lo que es lo mismo, para obrar conforme a las leyes civiles, así una nación es libre para hacer cuanto convenga para su prosperidad y para su gloria, observando el derecho de gentes a que están obligadas recíprocamente las naciones. Es decir, que una nación mientras que obra según el derecho de gentes, puede hacer lo que más bien le parezca y le convenga para su mayor bien. Vea V. M., y vea también el señor preopinante, las intenciones de la comisión y la verdadera idea de esta palabra libre, y también de la de independiente, que es una consecuencia, y que no es otra cosa que el derecho que toda nación tiene de establecer el Gobierno y leyes que más le convengan, y de que ninguna otra pueda mezclarse ni pretenda embarazarla o impedirla en el ejercicio de estas sagradas facultades que le competen exclusivamente.
No quiero molestar más a V. M., pues aunque pudiera extenderme mucho, no es justo perder inútilmente el tiempo.
El Sr. VILLANUEVA: Me parece que quedará mejor el lenguaje suprimiéndose la palabra el, diciéndose: «no es ni puede ser patrimonio, etc.»
Se procedió a la votación de este artículo, y quedó aprobado suprimiéndose la palabra el, conforme lo había propuesto el Sr. Villanueva.
«Art. 3.º La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo le pertenece exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales, y de adoptar la forma de gobierno que más le convenga».
El Sr. ANER: Supuesto que en el artículo que acaba de leerse se declara que la soberanía reside en la Nación, y esta declaración no es más que la confirmación del decreto de 24 de Septiembre, y supuesto que en la segunda parte de este artículo se dice que en virtud de la soberanía que reside en la Nación, le compete exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales, creo que debe omitirse como innecesaria y quizás perjudicial la última parte que dice: «y adoptar la forma de gobierno que más le convenga». Las razones que me obligan a pensar de este modo son varias, y desearía poderlas manifestar a V. M. con la claridad que exige la gravedad de la materia. Si se medita con reflexión, hallaremos que esta última parte del artículo está contenida en la primera y segunda. Si la Nación es soberana, y si le compete exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales, es preciso confesar que como ley fundamental le pertenece en un caso extraordinario y de utilidad conocida la facultad de adoptar la forma de gobierno que más le convenga, sin necesidad de expresarse en este artículo, por ser una consecuencia precisa de aquel principio que declara la soberanía de la Nación, y la facultad que la misma tiene de establecer exclusivamente sus leyes fundamentales. El mérito y majestad de una Constitución consiste en la verdad, solidez y claridad de los principios que se sientan por bases, sin necesidad de deducir consecuencias que con más acierto deducirán el tiempo y las circunstancias. No sólo creo innecesaria la última parte del artículo, porque la supongo comprendida en la primera y segunda, sino porque no puede producir efecto alguno.
La Nación española ni se halla en el caso de variar la forma de gobierno, ni hablando políticamente le puede convenir otra que la que toda la Nación y V. M. solemnemente han reconocido, proclamado y jurado. No pudiendo, pues, producir efecto alguno esta parte del artículo, sino para en lo sucesivo, ¿qué necesidad hay de sentar un principio, cuya consecuencia y efectos tienen un término tan remoto? Además, parece que la cláusula de que trato constituye un Gobierno demasiadamente precario y vacilante, lo que de ningún modo puede ser conveniente a una Nación. La estabilidad firme de un Gobierno le da vigor y energía, y quita toda esperanza a la veleidad de los genios y a la impetuosidad de las pasiones, que quizá valiéndose del pretexto de una conveniencia aparente, trastornaría y convertiría en otra forma un Gobierno que sólo un extraordinarísimo suceso, o el bien reconocido de la sociedad, pueden hacer variable por el principio de salus populi suprema lex. Si por un efecto de las vicisitudes de los tiempos y de la insubsistencia de las instituciones humanas, llegase el caso de hacer variaciones en la forma de gobierno, entonces la Nación soberana, consultando su verdadero interés, y en virtud de los derechos que le competen, adoptará las medidas convenientes; pero siendo éste un principio que sólo un suceso extraordinarísimo y una larga serie de años puede hacerlo posible, ¿qué necesidad hay de anunciarlo? Últimamente, el honor de V. M. y el de los Diputados en particular está interesado en que esta cláusula se suprima. V. M., Señor, desde su instalación ha tenido enemigos que no han perdido ocasión para desacreditar sus providencias, presentándolas siempre bajo un aspecto contrario a su verdadero sentido. Muchas veces se nos ha acusado de que seguíamos unos principios enteramente democráticos, que el objeto era establecer una república (como si las Cortes, Señor, no hubiesen tomado el pulso a las cosas, y no conociesen la posibilidad de las máximas). No demos, pues, ocasión a que los enemigos interpreten en un sentido opuesto el último período del artículo que se discute, y lo presenten como un principio de novedad y como un paso de la democracia. ¡Cuántos habrá que al leer el artículo habrán dicho: «las Cortes, no pudiendo prescindir del Gobierno monárquico, porque es la voluntad expresa de toda la Nación, se reservan en esta cláusula la facultad de hacerlo cuando tengan mejor ocasión»!. No es menos atendible, Señor, la interpretación que las naciones extranjeras podrán dar a este principio. Es preciso también que en el establecimiento de las leyes fundamentales consultemos las relaciones que podamos tener con las naciones extranjeras, cortando todo aquello que pudiese retraerlos de cooperar con nosotros a la libertad del continente, a pretexto de desconfianza. Por todo lo cual, me parece que la última parte del artículo debería suprimirse por innecesaria, y sobre ello hago proposición formal.
El Sr. TERRERO: «La soberanía reside esencialmente en la Nación». Primera parte. Sobre ésta ni se debe discutir ni votar. Sancionada de antemano, pido por consiguiente a V. M. que no se haga expresión de ella. Segunda parte: «Le pertenece por tanto exclusivamente establecer sus leyes fundamentales». Ésta es una verdad eterna; faltándole, sin embargo, ¿qué?: el añadir, después de «sus leyes fundamentales», «y todas las demás convenientes y necesarias para el buen régimen de su gobierno». Cuando se lee aquí (en el proyecto) establecer las leyes fundamentales, no haciéndose mención de las otras, insinúa excluirlas, o así lo parece, y tanto más se fortifica esta idea, cuanto que en el mismo proyecto de Constitución se dice que aunque V. M. sancione una ley, si el Monarca, a quien respetamos (y no adoramos, que esto sería idolatría), le rehúsa su aprobación, cesó y expiró la ley, y al siguiente año vuelve a hacerse la moción en nuevas Cortes y, expedida la ley, insiste el Monarca en la renuncia de su consentimiento, torna a expirar la ley. Éste es un juego irrisorio de la soberanía. La Nación soberana tiene un intrínseco derecho para fijarse sus leyes fundamentales, y cualesquiera otras que conspiren y proporcionen el bien general del Estado; a esta potestad no hay otra alguna que pueda coartarla; ella es la suprema, y todas las demás, sean las que fuesen, y por más alto carácter con que se hallen revestidas, reciben de su plenitud su poder. Por consiguiente, la ley, que es una obligación que se extiende, comprende y abraza a todos los ciudadanos, a toda la comunidad, a toda la Nación, debe emanar de una autoridad superior a todo Código, y eminente sobre los mismos Príncipes. Quiero, por tanto, y es mi dictamen, que se agregue la expuesta cláusula, a saber: «y las demás convenientes y necesarias para el buen régimen del Gobierno». Pasemos a la tercera y última parte del artículo: «y de adoptar la forma de gobierno que más le convenga». Prevengo importarme bien poco el que se suprima, por estimarla inclusa en la precedente. Pero no puedo menos de manifestar que no sería fuera de propósito este anuncio o significación; primero, porque es una verdad, ¿y por qué se han de ocultar las verdades? Al cabo, al cabo la verdad por sí no es nociva, mata ni destruye a nadie. En segundo lugar, porque en nada la contradice que la Nación se haya constreñido y ligado con el vínculo de su juramento para conservar su actual y presente Constitución monárquica. Para la verdad de su derecho de adoptar la forma de gobierno que le convenga, basta y sobra la potestad radical de que jamás se desprende, abriga y lleva consigo, habiendo elegido libremente el sistema y forma del Estado. Además, que aunque esta potencia parece ser abstracta, yo la concreto: ¿y cuándo? En el hecho mismo por el que V. M. resolvió unánimemente que fuese Monarquía el Gobierno de las Españas, y cuando variando las circunstancias pueda variar de la presente disposición y método. En tanto el Gobierno es legítimo en cuanto es justo, cabal y atemperado a la razón, la justicia y las leyes; si este temperamento muda y cambia de aspecto, y habiendo de ser útil y provechoso a la Nación, le es gravoso y nocivo, aquella potestad radical se desenrolla y puede volver a ejercer sus derechos y funciones, autorizada naturalmente para presentar nueva escena de cosas. El juramento en favor de tercero obliga constantemente; pero si caminando los tiempos, y transcurriendo los días, aquel favor se convierte en disfavor, daño o detrimento, termina la obligación, y pierde su fuerza el juramento. Resulta de todo que la cláusula en cuestión ofrece una noción exacta: exacta, porque la Nación tiene la facultad y radical poder; exacta, porque ha formado su Constitución libremente; exacta, porque aun cuando por las vicisitudes de los tiempos se vea impulsada a imponer nuevo orden e introducir reformas, no sirve de óbice el enunciado juramento. Estos son principios jurídicos, morales y teológicos. Dije antecedentemente que no me interesaba el que se conservase o no la tercera parte del artículo; pero repito que por mí habría de correr como se halla. La única dificultad que se ha objetado hasta aquí estriba en que el Gobierno que se observase amagado con aquel riesgo de separación, se haría precario. No persuade ni convence. Oderunt peccare mali formidine poenae. El hombre obra bien, regularmente hablando, y atendidas las pasiones humanas, siempre que tiene a la vista y no se le aparta de los ojos que existe quien pueda refrenarlo; y aunque no sea de presumir esto en nuestros piadosos y católicos Monarcas, pues en ningún tiempo han sido canales de desventuras sino sus inmediatos resortes, no obstante, no sería extraño… son humanos, y… humani nihil a me alienum puto. Todo cabe en la clase de humano, y en ella no está exento el Monarca. Sepan, pues, las cabezas coronadas que en un fatal extremo, en un evento extraordinario, no fácil, más sí posible, la Nación reunida podría derogarle su derecho. Esto tenía que decir, y dije.
El Sr. ARGÜELLES: Quisiera, señor, que la comisión fuese oída antes de pasar adelante en la discusión. Como individuo de ella voy a hablar, no para oponerme a los sólidos y juiciosos reparos del Sr. Aner, sino para justificar a aquélla de la nota en que acaso, en sentir del Congreso, pudiera incurrir al oír lo que oportunamente acaba de decirse, si no se enterase también de los motivos que tuvo para extender el artículo según aparece. Incurriría, digo, en alguna nota, que en mi dictamen podría ser o de imprudente o de insidiosa. El Sr. Aner por las reflexiones que ha hecho veo que ha oído, como yo, decir que la última cláusula del artículo es capciosa, y para quitar toda duda y aun motivo de sospecha, desea que se suprima. La comisión no ignoraba que la mala fe analizaría con cavilosidad todas las palabras y aun todas las inflexiones para descubrir motivo de hacer sospechosa la obra, introducir recelos, e inducir a equivocaciones a los melindrosos y suspicaces. Halló, digo, la mala fe en la cláusula una disposición necesaria e inocente, pero forzando su sentido quiso aplicarle el dañado designio de Napoleón, que perdido y fuera de sí ha querido alucinar a los incautos con el ridículo empeño de pintar al Congreso compuesto de hombres revoltosos y desorganizadores. Por desgracia habrá logrado sorprender en tan grosero lazo a algunos; pero la más leve reflexión será siempre suficiente para descubrir tan miserable impostura. Sus ardides son ya demasiado conocidos; y era preciso otra originalidad que la que ha manifestado hasta aquí para que la comisión los hubiese temido. Los mismos reparos que con tanto juicio expuso el señor preopinante, los tuvo ésta muy presentes; pesó los inconvenientes de expresar, como lo está, el artículo y las ventajas de presentarlo de otro modo, y en la comparación triunfaron las razones que expondré luego. Así es que la comisión no es ni debe ser reputada por imprudente como se creería, si por ligereza o irreflexión hubiese extendido la cláusula según se lee. Los que en España no quieren Constitución ni reformas, y sólo están bien hallados con el sistema en que han mandado a su voluntad y sin responsabilidad alguna, claro está que tildarán el artículo de oscuro, insidioso, falaz, y cuanto crean conveniente atribuirle para inspirar en la opinión pública recelos y desconfianza.
Mas como al fin sus mismas censuras han de pasar también por el examen público, la comisión contó siempre con esta clase de enemigos, y confió en el recto juicio y sana crítica de los españoles. Sabía que su obra había de ser analizada, desmenuzada de mil modos, y que la discusión al fin vendría a ser quien la rectificase en todas sus partes. Aun cuando se hubiese querido olvidar de sus obligaciones, la voluntad soberana y patente de la Nación habría reprimido sus intenciones. No lo necesitó; su voluntad y su anhelo eran los mismos que los de todos sus conciudadanos, y la Monarquía era igualmente que para ellos el objeto de sus deseos. ¿Qué pues le había de importar el que un puñado de maliciosos depravasen el sentido de algunos artículos, la sencilla inteligencia de ésta o la otra cláusula? ¿Cómo había de creer la comisión que el ridículo, el temerario empeño de atribuirle designios de alterar la forma de gobierno, pudiese a la vista del artículo encontrar cabida en los españoles sensatos, ni anidarse tan extravagante idea en la cabeza de ninguno que conserve en buen equilibrio los fluidos y fibras del cerebro? Si además de la voluntad nacional, tan solemnemente proclamada en este punto, tenía a la vista la índole de nuestra antigua constitución, los conocimientos que además ofrece de ella nuestra historia, ¿cómo sería posible introducir en su obra artículo ni cláusula contraria, sin que chocase abiertamente con todo el sistema de aquélla? Yo siempre he visto gobernada a España por la forma monárquica. Si dejamos a un lado nuestra oscura historia en tiempo de los fenicios y cartagineses, y aun en el que fuimos colonias y municipios romanos, la Monarquía goda nos presenta una serie no interrumpida de Reyes, sin que la elección de Iñigo Arista, en Aragón, ni D. Pelayo en las montañas de Asturias causen estado contra el gobierno monárquico. Además, la desastrosa experiencia de las tentativas de los franceses hubiera bastado por sí sola a refrenar el descarrío de la comisión, si el aprecio y estima que nunca han dejado de hacer de sí mismos los individuos que la componen, no hubiese sido bastante a contenerlos en los límites del sentido común. Los que faltando a las leyes de éste hayan querido atribuirle otras miras ulteriores de las que aparecen, fundándose en la cláusula del art. 3.º, lograrán sorprender solamente a necios o a muchachos. A éstos no los ha buscado ni buscará jamás la comisión por jueces suyos. Esto es por lo que toca a aquí, en España; respecto de otras naciones, Napoleón siempre alegará a las potencias a quienes intente alucinar que el Congreso es faccioso, demagogo, con otras mil extravagancias y absurdos que se dicen y se reproducen por los Gobiernos, y señaladamente por los que siguen las máximas del suyo. Mas como el Congreso no es una escuela de muchachos en que el maestro usa del miserable arbitrio de hablarles de duendes, de fantasmas y otros cocos semejantes para hacerles miedo y conducirlos a su placer, la comisión no quiso ni debió hacer caso de tan despreciables medios. Las potencias de Europa observan al Congreso, y no se guían para formar su juicio acerca de su digno y grave proceder por lo que les digan los satélites de un tirano a quien detestan. La conducta magnánima de los españoles, sostenida y confortada por sus Cortes generales y extraordinarias en toda la serie de sus decretos y providencias, son los comprobantes de la generosidad de los primeros y de la majestuosa firmeza de éstas. La comisión ha debido confiar que la solemne manifestación que hizo la Nación española en Mayo de 1808 en todos los puntos de la Monarquía, acá y allá de los mares a un mismo tiempo, de un mismo modo, sin preceder deliberaciones, consultas, expedientes ni convocatorias, por la cual hizo patente su soberana voluntad de no ser en ningún tiempo gobernada por extranjeros ni contra su voluntad, proclamando libre y espontáneamente al Sr. D. Fernando VII por su único y legítimo Rey, sería en todos tiempos por su naturaleza y por los sublimes efectos que ha producido la prenda más segura para con las naciones de Europa de su constancia e irrevocable resolución. Ésta es superior a todas las cláusulas y a todas las protestas. Un Congreso que la representa, y que está particularmente encargado de arreglar y mejorar la ley fundamental que ha de hacer glorioso al Monarca, y feliz al pueblo que gobierna, nunca podía separarse en lo más pequeño de su soberano mandato. La comisión, Señor, tuvo siempre a la vista todas las circunstancias de la santa insurrección; entre ellas, la que más domina es la voluntad de los españoles de ser gobernados por el señor D. Fernando VII. ¿Qué quiere decir esto? Que la Nación ha excluido del modo más explícito toda forma de gobierno que no sea la monárquica. La comisión no olvidó un solo instante que las Cortes estaban congregadas para restablecer la primitiva Constitución, mejorándola en todo lo que conviniese; así es que sabía que habían venido no tanto a formar de nuevo el pacto, como a explicarle e ilustrarle con mejoras. ¿Cómo, pues, podía ofrecer en un proyecto ningún artículo, ninguna cláusula que incluyese la menor idea contraria a la solemne y auténtica declaración de la voluntad nacional? Porque la malicia o la cavilosidad pudiesen aparentar recelos, ¿por eso la comisión había de omitir cláusulas esenciales? La comisión conoce hasta qué punto debe el Congreso llevar sus consideraciones con las potencias extranjeras. Las ha respetado con toda la posible circunspección. Mas antes de todo, ha querido ser fiel al sagrado ministerio de desempeñar el encargo que se le ha confiado. La Nación española es libre e independiente; y la comisión hubiera comprometido por su parte tan inviolables derechos si hubiese procedido en su obra con servilidad. El derecho público de las naciones había establecido y consagrado desde mucho tiempo el respetable principio de que ninguna nación tiene derecho para mezclarse bajo de ningún pretexto en el arreglo interior y económico de otra. España ha sido escrupulosísima en la observancia de tan prudente y saludable máxima. Su fiel aliada es buen testigo de esta verdad; pues aun en los tiempos más calamitosos de sus revoluciones fue respetada por nosotros y por toda la Europa, y entre otras señaladas épocas de su historia se ve con cuánta independencia procedió en el protectorado de Cromwell, en el restablecimiento de la Monarquía y, después de la abdicación de Jacobo II, poniendo a Guillermo III las limitaciones que creyó convenientes para ocupar el Trono de Inglaterra, limitaciones que pudo haber llevado hasta donde hubiera querido, sin que ninguna Nación de Europa hubiese osado contrariar. Sólo el trastorno de todas las leyes y de todos los derechos por la revolución de Francia es el que ha introducido el pernicioso ejemplo de respetar poco tan discreta como ventajosa política.
La comisión, en su proyecto, no presentó ninguno de aquellos principios subversivos que pudiesen causar inquietudes ni recelos a otras naciones. Se remite con gusto a todos sus artículos, al tenor de cada uno, y sobre todo al sistema de la obra. Pero al mismo tiempo no ha podido desentenderse de que España, víctima en todas épocas del influjo de Gobiernos extranjeros, debía hoy cortar de raíz el funesto germen de tantas guerras y disensiones como la han afligido. La cláusula, a su parecer, era la única que podría conseguirlo. Protestas, juramentos ni renuncias de nada han servido. ¿Qué renuncia más solemne que la que hizo Luis XIV a nombre de su mujer la Infanta Doña María Teresa, desistiéndose de todos sus derechos eventuales a la Corona de España? ¿No halló después consejos y publicistas que sostuvieron que su renuncia no podía tener consecuencia ninguna por haberse hecho solamente pro bone pacis, y de modo alguno en perjuicio de derechos que no habían podido ser perjudicados en el nieto por el acto del abuelo? Sí, Señor, publicistas, no filósofos ni hombres de bien, sino aquellos escritores que viven de las migajas y relieves de las mesas ministeriales. Así es que en desprecio de tan solemnes juramentos y de la independencia española se formalizaron el año de 1700, sin explorar siquiera la voluntad de la Nación, tratados de partición de la Monarquía, cuyas consecuencias asolaron y anegaron en sangre este desventurado Reino. La comisión, con este escarmiento, y con el horrible y bárbaro atentado de Bayona, que arrastró a aquella infausta ciudad millares de hombres para comprometerlos con sus familias, no podía menos de introducir en el artículo una cláusula que recordase en todos tiempos que la independencia de la Nación debía ser tan absoluta, que a ella sola le tocase adoptar hasta la forma de gobierno que más le conviniere. La falta de previsión ha sido siempre en España la causa principal de los males que ha sufrido. Y si en la guerra de sucesión se malogró la ocasión de asegurar al Reino su independencia, el Congreso está obligado a proclamar solemnemente que la Nación jamás consentirá la más leve ofensa en tan sagrado derecho. Las extranjeras naciones verán en esto una declaración grande y magnánima, que no podrán menos de respetar y apreciar, porque en realidad renueva el Código universal de su libertad e independencia que tanto les importa restablecer. Además, la comisión quiso precaver el caso de que una intriga extranjera o doméstica, apoyada en aquélla, redujese a la Nación a la esclavitud antigua escudándose con la Constitución. El Congreso oye todos los días la lamentable confusión de principios en que se incurre, que con tal que en España mande el Rey, las condiciones o limitaciones se miran como punto totalmente indiferente. Se supone con facilidad que la forma monárquica consiste únicamente en que uno solo sea el que gobierne, sin echar de ver que este carácter le hay también en el Gobierno de Turquía. Y cuando se habla de trabas y de restricciones, al instante se apela a que se mina el Trono, y se establecen repúblicas y otros delirios y aun aberraciones del entendimiento. Como si la comisión ignorase que el que propusiese en España semejante originalidad lograría, cuando menos, atraer sobre sí el desprecio general, castigo creo yo mayor que todos los castigos para el hombre que estima en algo su opinión. Por lo mismo la comisión ha querido prevenir el caso de que si por una trama se intentase destruir la Constitución diciendo que la Monarquía era lo que la Nación deseaba, y que aquélla consistía solamente en tener un Rey, la Nación tuviese salvo el derecho de adoptar la forma de gobierno que más le conviniere, sin necesidad de insurrecciones ni revueltas. Lo que constituye para todo hombre sensato la Monarquía, o la forma de gobierno monárquico, son las leyes fundamentales que templan la autoridad del Rey; lo contrario es una tiranía. Por otra parte, la experiencia hace ver la necesidad de no suprimir la cláusula cuando el mero hecho de intentar restablecer lo que se observó en Aragón, y aún en Castilla, se pretende calificar de subversivo e incompatible con la Monarquía. El celo y buen deseo del Sr. Terrero le ha hecho anticipar una cuestión que todavía está muy distante. Sus reflexiones serán muy oportunas al hablar de la sanción del Rey. Porque ahora, ¿quién podría disputar a la Nación la autoridad de hacer leyes civiles y económicas si la tiene para establecer las fundamentales? La parte que se pueda dar al Monarca en la formación de las primeras, es punto muy accidental, y en nada altera la naturaleza de las facultades que por su esencia deben tener ambas autoridades. Las Cortes las ejercerán según el modo que establezca la Constitución, sin que puedan extenderse más allá de sus límites. Y el Rey igualmente usará de su autoridad conforme a los dispuesto en la ley fundamental, sin que el intervenir en la formación de las leyes tenga otro objeto que asegurar más y más el acierto y sabiduría de tan graves resoluciones. Antes de concluir debo indicar que todavía se propuso la comisión, al extender la cláusula que se discute, dejar abierta la puerta en la Constitución a un capítulo, que se presentará a su tiempo, sobre el modo de mejorar en ella lo que la experiencia acredite digno de reforma. Y este artículo, aunque al principio del proyecto, tiene íntimo enlace con el capítulo insinuado; tal es la naturaleza de todo sistema. Por tanto, Señor, sin que se crea que yo me resisto a lo que exija la prudencia y otras justas consideraciones, ruego al Congreso que en el caso de suprimirse la cláusula, se permita a la comisión hacer alguna oportuna adición que pueda llenar el objeto de su plan.
El Sr. BORRULL (Leyó): Señor, una de las cuestiones más importantes que ofrece el derecho público es la presente; la he examinado con alguna detención, y hablaré con la libertad propia de mi cargo, siguiendo constantemente aquellos principios que ha inspirado la razón a los pueblos civilizados. Se trata de la soberanía, y se propone generalmente y sin limitación alguna en este artículo, que pertenece a la Nación el derecho de adoptar la forma de gobierno que más le convenga. Yo considero que si se tratase del caso en que hubiesen faltado todos los Príncipes que por las leyes fundamentales estaban llamados a la sucesión del Reino, no podría ofrecerse dificultad ni embarazo alguno para que la Nación, consultando con su mayor utilidad y beneficio, escogiera la forma de Gobierno que mejor le pareciese, y mudara en todo o en parte la que hasta entonces había conservado; pues ninguno estaba llamado al Trono, ninguno había que tuviese derecho para ocuparlo, y por ello quedaba en una plena libertad de elegir al sujeto más digno, o encargar el Gobierno a algunos o a muchos, formando una aristocracia o democracia, según creyese convenir más para su bien y felicidad. Lo mismo sucedería cuando se hubiera disuelto el Estado. Así se experimentó en aquellos infelices tiempos de la irrupción de los sarracenos, en que muerto el Rey D. Rodrigo, ocupado el Reino, cautivos o fugitivos sus habitantes, quedaron unos pocos que pudieron salvarse en la aspereza de los montes, y se hallaron enteramente abandonados, sin jefes ni esperanzas de otros auxilios que los que ofrecían sus propias fuerzas y calidad del terreno. Hubieran podido, sin duda, elegir entonces un Gobierno aristocrático o republicano; mas prefirieron continuar el monárquico, nombrando los de Asturias a D. Pelayo, y los de los Pirineos en los años siguientes a Garci-Jimenez. Pero no estamos en semejantes casos. El Estado se halla constituido siglos hace, y permanece también hoy en día. Estas sociedades españolas se formaron, no sólo por medio de aquella convención que equivocadamente admite Hobbes por única, que es la que hace cada uno con los demás socios, sino que intervinieron también, como he manifestado, las otras dos que consideran precisas varios escritores del derecho público, y son adoptar la forma de Gobierno, que fue la de una Monarquía moderada, elegir Rey y determinar en los siglos inmediatos que no fuese electivo el Reino, sino que pasara a los sujetos que se nombraron y a sus descendientes. Está, pues, constituido el Estado tantos tiempos hace; aunque quiera considerarse el asunto con arreglo al dictamen de los filósofos modernos, ninguno puede dudarlo. Y habiendo algunos de los llamados a la sucesión del Reino, no se les puede quitar este derecho ni adoptar otra forma de gobierno, pues esto sería una temeraria violación de los más claros principios que han establecido la razón y justicia en todos los Estados, y fomentar grandes trastornos y crueles guerras en los mismos. Y así, habiendo muerto el Rey D. Martín en Barcelona en 31 de Mayo de 1410, y no dejando hijos ni descendientes, no pensaron en otra cosa los aragoneses, valencianos y catalanes más que en nombrar jueces que declarasen a quién pertenecía la Corona. Pero en el caso presente aún se encuentran motivos más poderosos, como son que en las Cortes celebradas en Madrid en el año de 1789 juró la Nación por Príncipe de Asturias y sucesor en el Reino a nuestro estimado Fernando VII; en el año 1808 lo reconoció por su Rey, lo proclamaron después todas las provincias del imperio español, y V. M. mandó también en el célebre decreto de 24 de Septiembre que jurasen el Consejo de Regencia y demás tribunales y cuerpos conservar el Gobierno monárquico del Reino; y así, no puede establecer ahora generalmente y sin limitación alguna que la Nación tiene derecho para adoptar la forma de gobierno que más le acomode.
Hallo también graves dificultades en declarar al presente que pertenece a la Nación exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales, pues las tiene establecidas, y muy sabias, siglos ha, y no puede por sí sola variar algunas de ellas. Los godos, a quienes los romanos llamaban bárbaros, abominaban el despotismo de los Emperadores, y oponiéndose a sus ideas, establecieron por máxima fundamental de su gobierno que lo que tocaba a todos debía ser determinado y aprobado por todos; y en consecuencia de ella, sus Príncipes formaban las leyes, como dice Recesvinto en la ley 1.ª, título I del libro 1.º del Fuero Juzgo, «con los Obispos de Dios, con todos los mayores de nuestra corte, e con otorgamiento del pueblo». Después de la invasión de los sarracenos, se observó lo mismo en los reinos que se iban conquistando y componen la Corona de Castilla; y mejorándose en esta parte en los tiempos siguientes el Fuero de Sobrarbe, se practicó también en los de Aragón y Navarra. Esta ley es una de las fundamentales de España. Y como sea un principio de derecho que ninguno puede ser despojado de su posesión sin ser citado ni vencido, procede con mayor motivo el que no se pueda quitar al Rey estando cautivo la parte que tiene del poder legislativo, ni establecer otra ley que revoque ésta. También ha de contarse entre las fundamentales la de no ser electiva la Corona, y haber de pasar a los hijos y descendientes del Rey, la que, según entiendo, se formó antes del siglo XII; y extraño que se asegure en el discurso preliminar del proyecto de Constitución que jamás pudo la Nación echar de sí la memoria de haber sido electiva la Corona en su origen, y que se alegue, como pruebas claras de ello, lo acaecido en Cataluña en el año 1462 con el Rey D. Juan II, y en 1465 en Ávila con D. Enrique IV, siendo así que el ser electivo el Reino no daba facultad ni a los magnates ni al pueblo para privar del mismo al que lo poseía, sino para nombrar después de su muerte por sucesor al que pareciese, según demuestran las leyes del Exordio y del Fuero Juzgo; y en los dos casos citados se propasaron, después de haberles jurado por Reyes, a despojarles de la Corona, cuyos hechos fueron tan escandalosos, que al tratar del segundo dice el P. Mariana en el libro 23, capítulo 9.º de la Historia de España: «Tiemblan las carnes en pensar en una afrenta tan grande de nuestra Nación», y por ello nos hacen terribles cargos muchos historiadores extranjeros, y últimamente Robertson. Y esta otra ley sobre la sucesión de los hijos del Rey, tampoco puede alterarse sin consentimiento del mismo. Y omitiendo otras de esta calidad, diré que V. M. acordó en el día 25 del presente mes que las antiguas leyes fundamentales de la Monarquía, acompañadas de las oportunas providencias y precauciones que aseguren de un modo estable y permanente su entero cumplimiento, podrían llenar el grande objeto de promover la gloria, la felicidad y el bien de la Nación: con lo cual ha reconocido nuevamente V. M. el derecho que en virtud de las mismas compete al Sr. D. Fernando VII sobre varias cosas; y permaneciendo estas mismas leyes fundamentales, fue jurado por sucesor al Trono y proclamado después por Rey en todas las provincias; y así no pueden, sin concurso ni consentimiento suyo, quitárseles derechos algunos de los que por ellas se les conceden, ni decirse ahora sin restricción alguna que pertenece exclusivamente a la Nación la facultad de establecer las leyes fundamentales.
Se propone igualmente en este artículo que la soberanía reside esencialmente en la Nación. Yo reconozco la soberanía de ésta, y sólo me opongo a la palabra esencialmente, esto es, a que resida esencialmente en la misma: lo cual parece convenir con el sistema de varios autores, que creyendo poder descubrir los sucesos más antiguos con el auxilio de conjeturas y presunciones tal vez demasiado vagas, atribuyen el origen de las sociedades a los diferentes pactos y convenios de los que se juntaban para formarlas. Pero yo, siguiendo un camino más seguro, encuentro el principio de las mismas en las familias de los antiguos patriarcas, que usaban de una potestad suprema sobre sus hijos y descendientes, y no la habían adquirido en virtud de dichos pactos. Me persuado que algunos parientes o amigos suyos se les agregarían con sus familias o tribus, y este aumento o extensión de poder lo hubieran de adquirir por la voluntad del padre o cabeza de aquella tribu, y no por convenciones de todos sus individuos, y lo propio se verificaría cuando se le juntase por casamiento alguna otra familia. Véase, pues, constituido un pequeño Estado. Se añade a ello que no consta por autor o documento antiguo que el grande imperio de Babilonia y otros de aquellos primitivos, se formasen en los términos que se figuran algunos escritores del derecho público haber sucedido a las sociedades. Y con ello aparece que hay bastante motivo para decir que no residía entonces la soberanía en la tribu o nación, y por esto que no es de esencia de la misma. Pero descendamos a sucesos posteriores: contrayéndonos a la Península, y concediendo que en el siglo VIII se dispusieron en ella las nuevas sociedades o estados españoles, según los particulares convenios que otorgaron sus individuos, se descubrirá que después de la invasión de los sarracenos, se levanta la Monarquía de Asturias, y la soberanía está dividida entre el Rey y la Nación, y que ambos de conformidad hacen las leyes; se erige otro reino de los Pirineos, y en virtud del celebrado Fuero de Sobrarbe, que se formó después de consultar con el Papa y los longobardos, se obliga a los Reyes a jurar «que les mejorarían siempre sus fueros», manifestándose con ello competir a éstos el poder legislativo o soberanía. Y si se quiere decir que la ejercían como mandatarios de la Nación, manifestaré que no pueden considerarse tales los que, precediendo justo motivo para la guerra, conquistan un reino, y usan de dichas facultades en el mismo; y añadiré también que el Sr. D. Jaime I, que ajustados especiales convenios en las Cortes de Monzón con cuantos quisieron seguirle, se apoderó de Valencia, y ejerció por sí mismo, y con independencia del pueblo, el Poder legislativo por más de treinta años, en el de 1270 le comunicó parte del mismo, prometiendo solemnemente en un privilegio que expidió, que no derogaría, mudaría, ni corregiría el Código de Fueros sin voluntad y asenso de aquel reino. Y lo mismo ofreció su hijo el Rey D. Pedro al principado de Cataluña en las Cortes de 1283, sin decir ni uno ni otro que les restituían sus esenciales derechos, y reconociendo estos reinos debidas a los mismos las referidas facultades.
Y debo igualmente manifestar que V. M. ha obligado a todos los Diputados a que juren «conservar (son palabras formales del juramento) a nuestro muy amado Soberano Sr. D. Fernando VII todos sus dominios»; y así, a reconocerle por Soberano y a entender esta palabra en sentido propio, por ser ajeno de su voluntad y justificación, como también de la solemnidad del acto, lo contrario. Mas ahora se propone en este artículo que la soberanía reside esencialmente en la Nación. Pero si reside esencialmente en la Nación, no puede separarse de ella ni el todo ni parte de la misma, y por consiguiente, ni competir parte alguna al Sr. D. Fernando VII; con todo, V. M. ha mandado reconocerle por Soberano: luego según la declaración de V. M. tiene parte de la soberanía; luego ha podido separarse, y por lo mismo no puede decirse que reside esencialmente en la Nación, y así no hallo arbitrio para aprobar el referido art. 3.º en los términos que está concebido.
El Sr. Obispo de Calahorra entregó el siguiente papel, que leyó el Sr. Secretario Valle:
Señor, el punto que se discute es tan esencial y trascendental al Gobierno de la Nación española que de su acertada resolución puede pender la felicidad que desea, y debemos procurar. Esta consideración obliga a todo representante a extender sus ideas por todos los derechos de la razón y justicia para descubrir los que pertenecen a la Nación y al Rey que tiene jurado y reconocido. El art. 3.º del nuevo proyecto de Constitución atribuye y da la soberanía a la Nación dejándose al Rey el poder ejecutivo.
Para demostrar la justicia o injusticia que envuelve tan sencilla proposición, era preciso un discurso extenso y ostensivo de los derechos del hombre como persona particular y como miembro de la sociedad: subir hasta el origen primero de la potestad que ha tenido para regirse, conservarse y defenderse de sus contrarios, y señalar la verdadera causa o principio de tan necesario poder. Pero prescindiendo por ahora de si la potestad de los Reyes le es dada inmediatamente por Dios, según lo afirman Padres de la Iglesia, fundados en autoridades de los libros santos, como San Ireneo, quien en el siglo II decía «que los Reyes deben su dignidad al mismo que deben su vida»; y Tertuliano en el siglo III, hablando del Emperador, «que así como de solo Dios recibió su alma, así de Él solo recibió el imperio»; desentendiéndome, en fin, de lo que el grande Osio, San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín, con otros Santos Padres, expusieron en este particular, pudiendo asegurarse que en los siete primeros siglos de la Iglesia no se hallará un solo escritor eclesiástico de algún mérito que no afirme o suponga haber recibido los Príncipes inmediatamente de Dios la autoridad real, quiero suponer por ahora que la potestad soberana es derivada de Dios a los Reyes, mediante el pueblo, en quien se dice residir primaria y esencialmente; y paso a manifestar la injusticia del mencionado art. 3.º
En esta hipótesis es preciso confesar que el hombre, libre por naturaleza, no podía conservarse en seguridad, ni defenderse de los que atentasen su persona, derechos y propiedades, si no contaba con alguna potestad humana que le mantuviese en el goce tranquilo de sus fueros; para este fin le imprimió el autor de la naturaleza (dicen elegantemente San Juan Crisóstomo y Santo Tomás) dos principios: el uno, que como animal sociable apeteciese natural y justamente vivir en comunidad o compañía de sus semejantes; el otro, que en una comunidad perfecta era necesario un poder a quien perteneciese el Gobierno de ella misma, porque el pueblo, según la sentencia del Sabio en los proverbios, quedaría destruido faltando quien gobernase. De aquí se deduce ser una propiedad que dimana del mismo derecho natural del hombre esta potestad de gobernar, y que antes de elegirse determinada forma de gobierno reside dicha potestad en la comunidad o congregación de hombres, porque ningún cuerpo puede conservarse si no hay una autoridad suprema a quien pertenezca procurar y atender al bien de todos, como se ve en el cuerpo natural del hombre, y la experiencia lo acredita también en el cuerpo político: la razón es porque cada uno de los miembros en particular mira a sus comodidades propias, las cuales son a veces contrarias al bien común, y en ocasiones hay muchas cosas que son necesarias al bien de la comunidad, que no lo son ni aun convenientes a cada individuo en particular. No se puede negar, por ser muy conforme al derecho natural del hombre, el que haya una potestad pública civil, que pueda regir y gobernar a toda comunidad perfecta, y también el que ésta tenga acción para depositarla en un solo hombre, en muchos, o en toda la comunidad, bajo de estas o las otras condiciones, pactos o limitaciones; cuya diferencia de comunicarse la potestad soberana constituye la variedad de formas de gobierno que ha habido y hay en la superficie de la tierra. Excuso deslindar el carácter distintivo de cada uno; basta para mi intento saber que el Gobierno de nuestra España desde el tiempo de los godos ha sido monárquico, con algunas limitaciones que imponían al Rey las leyes fundamentales extendidas en el Fuero Juzgo; y aunque en aquellos siglos, hasta el XIII, los Monarcas de España debían subir al Trono por la elección de sus pueblos, siempre fue cierto que ungidos y consagrados por los sacerdotes, y jurados después por los pueblos, gozaban de cuanto es propio de la soberanía, del supremo dominio, autoridad, jurisdicción y alto señorío de justicia sobre todos sus vasallos y miembros del Estado, hacer nuevas leyes, sancionar, modificar y aun derogar las antiguas, declarar la guerra, hacer la paz, imponer contribuciones, batir moneda: hé aquí el carácter de nuestros Príncipes godos por la Constitución del Reino. Por ella eran unos Monarcas enteramente autorizados, independientes y supremos legisladores, con arreglo a la razón, justicia y derecho de gentes; mas ella misma templaba el ejercicio de la autoridad Real en tal manera que les prohibía degenerar hacia la arbitrariedad y despotismo.
En suma, el pueblo español trasladaba al Rey que elegía toda la soberanía; pero le ponían freno las leyes fundamentales que juraba, para que, aunque enteramente autorizado, no pudiese partir, dividir, ni enajenar los bienes pertenecientes a la Corona; aunque independiente, procurase más bien el beneficio de la Patria que el suyo propio; y aunque legislador supremo, no pudiese dar fuerza, vigor ni perpetuidad de ley a sus órdenes y decretos, sino cuando lograban el consentimiento de las Cortes, que compuestas de las tres clases representaban la Nación.
Lo dicho es constante en la historia de nuestra España, y también lo es que los Reyes que hasta el siglo XII habían sido elegidos por el pueblo, empezaron a poseer la Corona de España por vía de sucesión hereditaria en fuerza de una costumbre aprobada por la Nación, y posteriormente por la ley de Partida de D. Alfonso el Sabio. En consecuencia, el Sr. D. Fernando VII, jurado y proclamado solemnemente por toda la Nación Rey de las Españas e Indias, ha entrado y debido entrar como sucesor legítimo de los Soberanos de España, sus ascendientes, en el goce de la misma soberanía y demás fueros que le pertenecen por ley.
La que se supone, o se quiere suponer, residir en la Nación, ya la enajenó o trasladó a sus Reyes electivos y después a los hereditarios, pues como se ha demostrado, y lo acreditan las leyes de nuestros Códigos, los Reyes de España han sido siempre sin interrupción soberanos, supremos legisladores, etc. La Nación entonces no era soberana, sino el Rey, porque es al parecer una cosa disonante que la Nación dé a su Rey toda la soberanía para que la dirija, gobierne, conserve y defienda, y se quede con toda ella para dirigirse, gobernarse, conservarse y protegerse; que haciendo a su Rey cabeza de la Nación, la Nación sea cuerpo y cabeza de sí misma, y haya dos cabezas en un solo cuerpo; y si en el Reino el pueblo es sobre el Rey, el Gobierno del Reino es popular, no monárquico.
De aquí se sigue que trasladada por la Nación la soberanía a su Monarca elegido, queda éste constituido Soberano de su nación, y nadie le puede despojar del derecho de la soberanía; mas debe observar fielmente las condiciones y pactos que le están impuestos por leyes fundamentales del Reino, y cuando faltare a ellos tiene derecho la Nación a exigir su cumplimiento, obligando al Rey a la puntual observancia de la Constitución por los medios que tenga prescritos la ley. Siendo, pues, nuestro amado Fernando VII declarado legítimo por toda la Nación y sus leyes fundamentales, sucesor legítimo de la Corona, jurado y proclamado solemnemente Rey de las Españas y de las Indias, se halla constituido Soberano, y no puede ni debe ser despojado de su soberanía.
Pregúntese a todas las provincias y pueblos de España, a las Américas y dominios ultramarinos, si han jurado y reconocen por su Rey al Sr. D. Fernando VII, y unánimemente responderán que sí, desde el grande hasta el menor artesano, desde los Obispos hasta el más pobre sacristán, desde el general hasta el más infeliz soldado: que varias veces lo han manifestado con mucha complacencia y ternura de corazón con lágrimas en sus ojos, sin haber dudado un momento ser Fernando VII su legítimo Soberano; y aun cuando faltaran estos testigos fidedignos, léase la fórmula del juramento, que al instalarse la Junta Central, cuerpo entonces representativo de provincias y pueblos, se hizo por aquel augusto Congreso, y se mandó hacer a todos los magistrados, Prelados, comunidades, cuerpos eclesiásticos y legos, así políticos como militares, y en ella se verá el testimonio más auténtico de esta verdad.
Pregúntese también a todos los comitentes que dieron sus poderes para estas Cortes extraordinarias si era voluntad suya el que se despojase en ellas a Fernando VII de la soberanía que le corresponde por derecho de sucesión de rigurosa justicia, y responderán que su voluntad era enteramente contraria a semejante innovación; que sólo desean ver al infame y cruel enemigo expelido del territorio español, y a su amado Rey Fernando restituido a su Trono con toda la autoridad y potestad que tuvieron sus antepasados. Este fue, y es sin duda el voto de todos los pueblos, y este mismo es el que predomina a todo buen español de ambos hemisferios; pensar lo contrario, es injuriar al amor y celo por la causa justa de la religión santa y de su inocente Rey, que fue el móvil impetuoso de su resolución gloriosa, de tan costosos sacrificios y de la serie no interrumpida de heroísmo, de valor y de virtud en toda la Península, Américas y dominios ultramarinos, cuyas proclamas han resonado y resuenan constante y continuamente la más fiel adhesión a su Monarca y reconocimiento de su soberanía.
Es esta verdad tan incontrastable, que decir lo contrario sería agraviar en mucho el carácter, honradez y decoro de la Nación española; porque ¿cómo había de intentar ésta privar de la soberanía a su escogido Rey, no habiendo visto en su Real persona desde su infancia sino indicios claros y testimonios decisivos de candor, constancia, amabilidad, piedad, paciencia, grandeza de ánimo, heroísmo de virtud y celo ardiente por la propiedad de su amada Patria, en especial desde su exaltación al Trono, hasta el último día en que quedó hecho presa de la rapaz villanía y perfidia de Napoleón, mayormente constando a todo el pueblo español que en su viaje a Bayona sólo guio sus pasos el exceso de amor a la Nación española, y el deseo de que por su conveniencia personal no padeciese el Reino los horrores de crueldad y destrozo que experimenta del más bárbaro, pérfido y vil usurpador Bonaparte? No quiere, pues, ni debe la Nación despojarle de lo que es suyo, esto es, de la soberanía que le corresponde como a Monarca para regir y gobernar un Reino que el cielo le confió y a quien ama entrañablemente. Impelido de este preferente y dulce amor a los españoles, expidió desde Bayona un decreto dirigido al Consejo Real, y en su defecto a cualquiera Chancillería o Audiencia del Reino, en que prevenía que en la situación en que se hallaba privado de libertad para obrar por sí, era su Real voluntad que se convocasen las Cortes en el paraje que pareciese más a propósito, y que por de pronto se ocupasen únicamente en proporcionar arbitrios y subsidios necesarios para atender a la defensa del Reino. Este es el espíritu y paternal celo con que desde el teatro de su opresión y aflicciones procuraba el bien y prosperidad de su amado pueblo: ¿y ahora este mismo pueblo en medio de tan expresivas demostraciones de benevolencia ha de pretender por medio de sus representantes en Cortes degradar su dignidad, estrechar su poder, deprimir su imperio, envilecer su señorío, apropiándose a sí mismo la soberanía que tenía cedida solemnemente con el contrato y pacto más irrevocable expresado en las leyes fundamentales?
Señor, a Fernando VII corresponde ser Monarca Soberano de las Españas; el solo imaginar la menor novedad en este punto esencial de nuestra Constitución, me hace estremecer. Enhorabuena que se tome providencia para contener los abusos que la arbitrariedad y despotismo han introducido y puedan sobrevenir; hágase al Rey que observe las obligaciones, condiciones y pactos que ha jurado, y a cuya observancia tiene derecho la Nación, juntamente con las demás que se establezcan en la Constitución, sancionada que sea por las Cortes; añádanse, si se contempla necesario, algunas limitaciones en punto a Ministros, magistrados, rentas, tributos, administración, etcétera; en una palabra, celébrense frecuentes Cortes, y en ellas trátese con energía de la observancia de la Constitución; hágase presente al Rey las infracciones que la ley haya padecido, y se verá puesto un freno poderoso a la arbitrariedad del Monarca; pero désele el goce de su soberanía; no se le prive de lo que es suyo; es contra todo derecho; nadie puede ni debe despojarle de esta Suprema potestad, que aun cuando no fuera derivada a su Real persona inmediatamente de Dios, está ya cedida a sus ascendientes, y a nuestro deseado Fernando le toca por derecho de sucesión y justicia, pues se halla jurado y proclamado solemnemente Rey de España y de las Indias.
Así, mi dictamen es que se borre de la Constitución este artículo y artículos que declaren la soberanía en la Nación, y todos cuantos estén extendidos sobre tal principio o hagan alusión a él.
El Sr. ALCOCER: En esta proposición «la soberanía reside esencialmente en la Nación», me parece más propio y más conforme al derecho público que en lugar de la palabra «esencialmente» se pusiese «radicalmente» o bien «originariamente». Según este mismo artículo, la Nación puede adoptar el gobierno que más le convenga, de que se infiere que así como eligió el de una Monarquía moderada, pudo escoger el de una Monarquía rigurosa, en cuyo caso hubiera puesto la soberanía en el Monarca. Luego puede separarse de ella, y de consiguiente, no le es esencial, ni dejará de ser Nación porque la deposite en una persona o a un cuerpo moral.
De lo que no puede desprenderse jamás es de la raíz u origen de la soberanía. Esta resulta de la sumisión que cada uno hace de su propia voluntad y fuerzas a una autoridad a que se sujeta, ora sea por un pacto social, ora a imitación de la potestad paterna, ora en fuerza de la necesidad de la defensa y comodidad de la vida habitando en sociedad; la soberanía, pues, conforme a estos principios de derecho público, reside en aquella autoridad a que todos se sujetan, y su origen y su raíz es la voluntad de cada uno.
Siendo esto así, ¿qué cosa más propia que expresar «reside radicalmente en la Nación»? Esta no la ejerce, ni es su sujeto, sino su manantial; no es ella sobre sí misma, como explica la voz soberanía según su etimología super omnia, lo cual conviene a la autoridad que ella constituye sobre los demás individuos.
¿Y qué dote más gloriosa que ser la fuente de donde emana la soberanía y la causa que la produce? ¿Ni qué más necesita la Nación para precaver y remediar la tiranía y despotismo, que ser la raíz de la superioridad? Añádase enhorabuena, si se quiere, que esta raíz le es inherente de un modo necesario, que es lo que yo entiendo quiso decir la comisión con el adverbio esencialmente de que usa; pero me parece más propio el que propongo se sustituya, o a lo menos se añada anteponiéndole a aquél, para que se entienda con claridad lo que le es esencial a la Nación, y el modo de residir en ella la soberanía.
El Sr. TORRERO: Como individuo de la comisión pido a V. M. que no permita se ponga en cuestión el decreto de 24 de Septiembre. Discútase, enhorabuena, acerca de la palabra esencialmente, que es lo que ha añadido la comisión en este artículo. Los discursos que acabo de oír no se dirigen a otra cosa que a impugnar la soberanía de la Nación. A mí me sería muy fácil rebatir una por una todas las razones que se han alegado en contra de dicha soberanía, y me sería igualmente fácil verificarlo con autoridades terminantes de los mismos Santos Padres que en contra de este artículo se han citado. Pero ahora no tratamos de esto.
El Sr. LLAMAS: Siempre que se me conceda que la Nación española es aquel cuerpo moral que forman el pueblo español y el Soberano español como su cabeza, y que constituyen lo que llamamos Monarquía española, nada tengo que decir en contra; pero me opongo a todo lo que contradiga este principio por las ilaciones que resultarían, y en este supuesto diré mi parecer.
En el día en que nuestro amado Rey, por su prisión y ausencia, no puede ejercer las funciones de cabeza de su pueblo, éste tiene el incontestable derecho de atraerse a sí toda la soberanía, pero no en propiedad, sino interinamente y en calidad de depósito; y así es como yo, según mis principios, lo concibo en las actuales Cortes; y por consiguiente, todas las antiguas leyes constitucionales legítimamente establecidas y practicadas por la Nación, no pueden las Cortes derogarlas o alterarlas, a menos que la necesidad nos sea tan urgente como fue la que dio lugar al establecimiento de los Gobiernos y principio al derecho social; pero cuando el Soberano vuelva y esté unido todo el cuerpo moral que forma lo que llamo Nación, se sancionarán las novedades hechas para que no quede motivo de reclamación de nulidad en lo sucesivo.
Acaso, Señor, algunos graduarán esta doctrina de supersticiosa en política y en moral, y opuesta a las luces que la nueva filosofía ha extendido por la Europa; pero como esta pretendida ilustración ha ocasionado a la religión y a la humanidad los daños que experimentamos, me parece más seguro y racional que este augusto Congreso se limite a corregir y contener los abusos que ha introducido la arbitrariedad de los Ministros y a restablecer y a afirmar las antiguas leyes de la Nación, que fijaban los límites entre el Trono y el pueblo.
Este pueblo, Señor, que acaba de dar al mundo en su gloriosa insurrección un ejemplo de la más heroica constancia, ¿debe su entusiasmo al conocimiento del derecho imprescriptible del hombre, que actualmente le predican los autores liberales? No, Señor; le era enteramente desconocido, y según los referidos autores era un pueblo de esclavos, así de sus Reyes como de sus señores particulares. Pues, ¿a qué podemos atribuir una conducta que no han observado los pueblos que han conocido y adoptado el referido derecho? Yo lo diré, Señor, sin temor de ser desmentido: la ha debido a dos virtudes que le son características, esto es, la piedad y el amor a sus Soberanos. Procure V. M. conservarlas y no dar oídos a novedades que pueden conducirnos al estado infeliz en que se halla la Francia.
La piedad religiosa, esta virtud, origen y fuente de las buenas costumbres, es la única precaución constitucional que puede conservarnos la libertad; y en prueba de ello echemos la vista sobre las precauciones constitucionales que tomaron los atenienses, los lacedemonios y los romanos para conservarla. ¿De qué les sirvió a los primeros el juicio del ostracismo, a los segundos la autoridad de los esfores, y a los terceros los tribunos? De nada; así que perdieron las costumbres, perdieron su libertad.
Esto no impide, Señor, el que la comisión de Constitución continúe con el mayor ardor y esmero en formar el mejor plan de Constitución posible para ofrecer a la Nación un don el más apreciable; pero hasta que este cuerpo moral esté unido y completo, guardémonos de tocar ni alterar en nada aquellas leyes fundamentales y constitucionales que el mismo cuerpo se había dado y sancionado, pues él solo puede reformar o adicionar su obra.
El Sr. Conde de TORENO: Se han dicho tantas y tan diversas cosas, que siendo mi memoria muy escasa, mal podré acordarme para contestar según quisiera a tantos errores y equivocaciones como se han padecido; pero procuraré rebatir lo más esencial. El Sr. Aner, con bastante juicio, ha opinado que tal vez sería conveniente suprimir la última parte del artículo que se discute: accederé a su parecer para evitar en lo posible interpretaciones siniestras de los malévolos, y más principalmente por ser una redundancia; pues claro es que si la Nación puede establecer sus leyes fundamentales, igualmente podrá establecer el Gobierno, que no es más que una de estas mismas leyes; sólo por esto convengo con su opinión, y no porque la Nación no pueda ni deba; la Nación puede y debe todo lo que quiere. También prescindo de las voces esparcidas por ahí, de que ha hecho mención el Sr. Aner; éstas, o bien son hijas de la necedad o de la perversidad: a la necedad nada le convence, y menos a la perversidad, que sólo tiene por guía un interés mezquino o intenciones depravadas. El señor cura de Algeciras (el Sr. Terrero) con anticipación ha hablado en este artículo de la sanción del Rey, y aunque el Sr. Argüelles por incidencia en algún modo le ha contestado, quiero desenvolver con mayor extensión las ideas. El señor cura quiere que en el artículo se individualice que no sólo la Nación puede establecer sus leyes fundamentales, sino también las civiles, económicas, etc.; porque dice que después se da al Rey la facultad de oponerse a las leyes que la Nación proponga, y que de ninguna manera conviene en ello. En esto hay varias equivocaciones, y es menester aclararlas. La Nación establece sus leyes fundamentales, esto es, la Constitución, y en la Constitución delega la facultad de hacer las leyes a las Cortes ordinarias juntamente con el Rey; pero no les permite variar las leyes fundamentales, porque para esto se requieren poderes especiales y amplios, como tienen las actuales Cortes, que son generales y extraordinarias, o determinar en la misma Constitución cuándo, cómo y de qué manera podrán examinarse las leyes fundamentales por si conviene hacer en ellas alguna variación. Así, el Sr. Terrero ha confundido las Cortes con la Nación, que es la que establece la Constitución; la Nación todo lo puede, y las Cortes solamente lo que les permite la Constitución que forma la Nación o una representación suya con poderes a este fin. Diferencia hay de unas Cortes Constituyentes a unas ordinarias; éstas son árbitras de hacer variar el Código civil, el criminal, etc., y sólo a aquéllas les es lícito tocar las leyes fundamentales o la Constitución, que siendo la base del edificio social, debe tener una forma más permanente y duradera. Esto no obstante, para que cuando se llegue a tratar en la Constitución de la sanción del Rey se hable contra ella, entonces será el lugar oportuno, y acaso yo seré uno de los que me oponga.
Los Sres. Borrull, Obispo de Calahorra y Llaneras [sic] han sentado proposiciones tan contradictorias, y han hecho una confusión de principios tan singular, que difícil es desenmarañarlos todos. Si mal no me acuerdo, han convenido en que la soberanía, parte reside en el Rey, parte en la Nación. ¿Qué es la Nación? La reunión de todos los españoles de ambos hemisferios; y estos hombres llamados españoles, ¿para qué están reunidos en sociedad? Están reunidos como todos los hombres en las demás sociedades para su conservación y felicidades. ¿Y cómo vivirán seguros y felices? Siendo dueños de su voluntad, conservando siempre el derecho de establecer lo que juzguen útil y conveniente al procomunal. ¿Y pueden, por ventura, ceder o enajenar este derecho? No; porque entonces cederían su felicidad, enajenarían su existencia, mudarían su forma, lo que no es posible no está en su mano. Este derecho, como todos, se deriva de su propia naturaleza. Cada uno de nosotros individualmente, busca su felicidad, procura su conservación, su mejor estar, es impelido a ello por su propia organización; no puede dejar de ceder a este impulso, porque cesaría de existir: así, de la misma manera, el conjunto de individuos reunidos en sociedad, no mudando por esto su forma física y moral, preciso es que en unión sean impelidos a buscar su felicidad y mirar por su conservación como lo son separadamente y en particular. ¿Y podrían conseguir esto si un solo individuo tuviera el derecho de oponerse a la voluntad de la sociedad? Además, ¿no es un absurdo imaginar siquiera que uno solo pueda moral y físicamente oponerse a la voluntad de todos? Moralmente, ¿cómo había de contrarrestar su opinión? Físicamente, ¿cómo su fuerza? Así, me parece que queda bastantemente probado que la soberanía reside en la Nación, que no se puede partir, que es el super omnia (de cuya expresión se deriva aquella palabra) al cual no puede resistirse, y del que es tan imposible se desprendan los hombres y lo enajenen, como de cualquiera de las otras facultades físicas que necesitan para su existencia. Han confundido igualmente los mismos señores preopinantes el Gobierno con la soberanía, olvidándose que el Gobierno, si se le entiende en solo su riguroso sentido, es la potestad ejecutiva de la Constitución, y en el sentido más lato, aunque no exacto, en toda la Constitución; y en fin, sin hacerse cargo de que de todas las maneras no es más que una ley fundamental, cuando la soberanía es un derecho que no pueden quitar las Cortes ni está en sus facultades, porque las Cortes pueden dar leyes, pero no dar ni quitar derechos a la Nación, sólo sí declararlos y asegurarlos. El Sr. Borrull, para corroborar su opinión, ha citado bastantes pasajes de nuestra historia, los cuales sería muy fácil rebatir y aún exponer otros; mas si fuese necesario referiría hechos, hijos a veces de la ignorancia y del error, en apoyo de la razón y de la verdad, que siempre es una y de todos tiempos. Sin embargo, no dejaré de advertir que Mariana, uno de los autores que ha citado en favor suyo, y para afear el despojo que en Ávila se hizo de la Corona de D. Enrique IV cuando alzaron por Rey al Infante D. Alonso, y después de su muerte a Doña Isabel, su hermana, este mismo autor en otra obra suya, conocida con el título de rege et regis institutione, en el capítulo V no desaprueba este mismo hecho, y en el IV, si mal no me acuerdo, del modo más expresivo dice que la sociedad se formó para la salud de todos y para bien común, que el consentimiento de todos nombró al Rey, y que si la Nación quiere removerlo, nadie puede estorbárselo; y aún en la misma Historia de España, escrita en castellano, en donde no deja correr su pluma con toda libertad, en la minoridad de D. Juan el II pone en boca del condestable Dávalos un discurso, en el que consigna toda esta doctrina. Con esto claramente se ve cuán inútil es citar hechos que nada prueban, y buscar en su apoyo autores que piensen todo lo contrario en otras partes. El Sr. Alcocer ha querido suprimir el adverbio esencialmente y sustituirle el de originariamente o radicalmente; apartémonos de esta variación si no queremos incidir en los errores que acabo de impugnar. Radicalmente u originariamente quiere decir que en su raíz, en su origen, tiene la Nación este derecho, pero no que es un derecho inherente a ella; y esencialmente expresa que este derecho co-existe, ha co-existido y co-existirá siempre con la Nación mientras no sea destruida; envuelve además esta palabra esencialmente la idea de que es inenajenable, y cualidad de que no puede desprenderse la Nación, como el hombre de sus facultades físicas, porque nadie, en efecto, podría hablar ni respirar por mí: así jamás delega el derecho, y sólo sí el ejercicio de la soberanía. El Sr. Llamas ha concluido su discurso diciendo que se espere a que la Nación toda se halle reunida: ¿qué quiere decir esto? ¿Querrá que se aguarde para legitimar la aprobación de la Constitución a los Diputados que faltan de otras provincias? En este caso sería preciso deshacer todo lo hecho, y no valdría ni sería legítimo nada de lo que han obrado las Cortes. ¿Será acaso aguardar a que venga el Rey? Ya he probado, a mi parecer, hasta la evidencia, que no puede dividirse con él la soberanía. Con que así, lejos de nosotros esta proposición del señor Llamas, que de cualquiera manera que se la entienda, dará ocasión a tristes y fatales consecuencias.
Por último, si el Congreso no quiere contradecirse a sí mismo, establezca y declare este principio en que se funda la justicia de nuestra causa; conságrelo, y téngalo en tanto como los aragoneses la fórmula que cita la comisión, fórmula con que expedían las leyes, que envuelve este principio, y que Blancas, al hablar de ella, exclama: ¡Oh magnum vinculum ac libertatis fundamentum!. Recuerdo, y repito al Congreso, que si quiere ser libre, que si quiere establecer la libertad y felicidad de la Nación, que si quiere que le llenen de bendiciones las edades venideras, y justificar de un modo expreso la santa insurrección en España, menester es que declare solemnemente este principio incontrastable, y lo ponga a la cabeza de la Constitución, al frente de la gran Carta de los españoles; y si no, debe someterse a los decretos de Bayona, a las órdenes de la Junta suprema de Madrid, a las circulares del Consejo de Castilla; resoluciones que con heroicidad desechó la Nación toda, no por juzgar oprimidas a las autoridades, pues libres y sin enemigos estaban las de las provincias que mandaban ejecutarlas, sino valiéndose del derecho de soberanía, derecho que más que nunca manifestó pertenecerle, y en uso del cual se levantó toda ella para resistir a la opresión, y dar al mundo pruebas del valor, de la constancia, y del amor a la independencia de los españoles.
Quedando pendiente la resolución de este artículo, levantó el Sr. Presidente la sesión.
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