Revista FUERZA NUEVA, nº141, 20-Sep-1969
Religión y política
La conciencia católica de nuestro pueblo se halla hoy (1969) profundamente turbada y sin saber a qué atenerse, al comprobar ciertas actitudes clericales contradictorias, y otras que desbordan el cometido de lo que hasta ahora se creía propiamente sacerdotal, para entrar con exceso en lo socio-político y temporal.
Se hace esto amparándose en un pretendido monopolio clerical de la regla de la moralidad o del juicio moral sobre situaciones concretas que afectan al ordenamiento de la cosa pública o social. En este ordenamiento, por ser cosa de su competencia, es el Estado, son las autoridades civiles de la nación, las que tienen perfecto derecho a decidir y sentenciar, haciendo uso de su autonomía, en materia civil o política. Autonomía que algunos quieren minar, apelándose injustificadamente a la Iglesia como maestra y guardiana del orden moral,
Dos escritos han visto últimamente la luz pública en los grandes rotativos de la nación (“Ya”, “ABC”) tocando este tema, verdaderamente candente. Y los dos debidos a profesores del mismo centro universitario (Univ. Pontificia de Salamanca). Pero ambos de signo contrario.
En el primero (“Ya”), las puntualizaciones teológico-jurídicas iban derechamente a justificar la postura y hechos de quienes, prevaliéndose de su carácter eclesiástico y apelándose a eso de que “el juicio moral pertenece en exclusiva a la Iglesia”, se atreven, por un lado, no sólo a censurar sino incluso a ir contra el orden social y político establecido; y, por otro, se consideran exentos de rendir cuentas ante la justicia civil cuando ésta se ve obligada a intervenir para impedir que el orden social sea turbado indebidamente, invocando motivos o bajo pretextos religiosos.
En el segundo escrito (“ABC”), la posición era diametralmente opuesta. Ni el juicio moral sobre materias de orden socio-político es de la exclusiva competencia de la Iglesia, ni los sacerdotes o ministros de la Iglesia pueden prevalerse de su condición de tales para meterse en lo que no les compete, que es lo socio-político, ni mucho menos para perturbar la paz pública o el orden establecido. Y, si a esto se atreven, deben atenerse a las consecuencias, respondiendo ante la ley y la justicia de sus extralimitaciones o transgresiones. No puede servirles de escudo su condición de sacerdotes. Todos en este punto, como ciudadanos iguales ante la ley. Con la particularidad de que el sacerdote o clérigo viene más obligado a ser buen ciudadano.
Estamos totalmente de acuerdo con este último sentir, que viene abonado por el peso de mayores razones, y al que no falta tampoco el peso de la autoridad científica de los firmantes. Decimos esto porque pareció como si el diario de la mañana que publicó el primer escrito (“Ya”), quisiera apoyar y convencer a sus inocentes lectores de que el escrito por él dado a luz era la verdad monda y lironda, pues cuidaba de hacer la advertencia de que lo firmaba el “único español nombrado por el Papa para la Congregación de la Doctrina de la Fe”.
Dejando aparte que es bien sabido aquello de que: de Roma viene lo que a Roma va, el hecho de haber sido escogido para figurar en la lista de esos teólogos asesores de la Congregación de la Doctrina de la Fe no prueba, y lo dijo expresamente el cardenal Garrone (que sabía muy bien lo que se decía) que los elegidos sean los únicos, ni los mejores. Han quedado fuera otros muchos y de mayor valía científica que los nombrados, y sus obras cantan por ellos.
Pero vayamos al asunto. Si no hay claridad en las ideas y no se circunscribe bien el campo de lo que pertenece a Dios y de lo que pertenece al César, no hay posibilidad de tener un comportamiento cívico eclesiástico correcto.
La autoridad civil es autónoma en el gobierno de lo temporal. Y, con el gran teólogo Vitoria, hay que repetir que sobre lo que conviene o no conviene para el bien común de la nación no es la autoridad eclesiástica la que debe decidir, sino la civil. De ahí -añadía textualmente- que “si el Papa dijere que algún acto de administración no convenía al gobierno temporal, no habría que hacerle caso; pues juzgar estas cosas al rey toca, no al Papa. Y aunque fuera cierto lo que éste dice, está fuera de su autoridad. En cuanto algo deja de ser contrario a la salvación de las almas y a la religión, deja de pertenecer al Papa” (Relect. Prior III, dub. sec. Pág 79).
Por la misma razón, las autoridades eclesiásticas deben mostrarse sumamente respetuosas con los que gobiernan la nación y no meterse a decretar ni aconsejar cualquier cosa que a simple vista les pareciere ideal y a propósito para favorecer la moral o la religión, sin miramiento a lo civil y temporal; pues ni los príncipes ni los pueblos se hallan obligados ni se les puede obligar a lo más perfecto sino a lo moral y cristiano dentro de ciertos límites, y habida cuenta de situaciones concretas. El juicio moral práctico sobre lo que conviene, aquí y ahora, para el bien político y el bien común de la nación, máxime para el mantenimiento del orden público, no es a la Iglesia a quien compete sino al Gobierno o autoridad suprema de la nación. Si así no fuera, se podría, apelándose al juicio moral, entorpecer y perturbar la vida pública de un país.
Por otra parte, derechos y deberes son recíprocos. Si el Estado los tiene para con la Iglesia, también está para con aquél. Y en ningún caso los privilegios o derechos que el Estado reconoce a los eclesiásticos, con proyección civil, deben servirles para perturbar el orden civil o sustraerse al peso de la justicia, que debe ser igual para todos. De ellos debe venir el más alto ejemplo de ciudadanía y ellos deben ser los primeros en sujetarse a la ley.
¿Se compagina bien esto con los sucesos que están acaeciendo, de un tiempo a esta parte, en nuestra patria, y de los que suelen ser protagonistas, dentro y fuera de las iglesias, algunos clérigos? Creemos sinceramente que no, y que semejante comportamiento es tan perjudicial para la causa política como para la religiosa de la nación.
“Por amor del Señor -escribía el apóstol Pedro a los cristianos de su tiempo- estad sujetos a toda autoridad humana; ya al emperador ya a los gobernadores, como delegados suyos… temed a Dios y honrad al emperador” (I Petr. 2, 18). (El emperador era entonces Nerón, y para él exigía el apóstol de los cristianos obediencia y respeto). Ahora no hay aquí Nerones, creo yo. Pero ¿qué clase de obediencia y respeto para la autoridad civil revelan ciertas extralimitaciones clericales, a las que no se atreven los no clérigos? ¿Y cómo se hace honor a la suprema autoridad civil cuando hay sacerdotes que ni recitar quieren la oración imperada por el Jefe del Estado, siendo así que ello es, además, un acto de obediencia que deben poner en virtud de un Concordato solemne entre la Iglesia y el Estado? Y si no se cumple esta cláusula del Concordato, ¿por qué no se sanciona? ¿Por qué los que la incumplen se atreven luego a invocar los privilegios de canon y fuero para sustraerse u obstaculizar la acción de la justicia?
Bien penoso es tener que hacer estas amargas reflexiones, referidas a aquellos que Dios puso para dar buen ejemplo y para ser luz y sal de la tierra.
Ojalá sea eficaz el reciente ruego que nos hacía el Santo Padre para desarrollar una infatigable obra de paz y de distensión. Que no pierda nunca nuestra acción el sello inconfundible de hombres de Iglesia y que, como tales, nos guardemos de provocar intemperancias que no pueden encontrar suficiente justificación en el ímpetu de una ardorosa exuberancia o de un celo apostólico incontrolado e imprudente.
B. MONSEGÚ
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