Fuente: Colección Eclesiástica Española, comprensiva de los Breves de S. S., Notas del M. R. Nuncio, Representaciones de los SS. Obispos a las Cortes, Pastorales, Edictos, etc., con otros documentos relativos a las innovaciones hechas por los constitucionales en materias eclesiásticas desde el 7 de Marzo de 1820, Tomo IV, Imprenta de E. Aguado, 1824, Madrid, páginas 108 – 110 y 216 – 218.





ADVERTENCIA [PRELIMINAR]


No habrá quien ignore en España, y en la Europa apenas, que en 1814 sesenta y nueve Diputados, entre los que componían las Cortes de Madrid, y varios de ellos eclesiásticos, formaron e hicieron presentar al Rey D. Fernando, en Valencia, a la vuelta de su doloroso cautiverio de Francia, una Exposición, a fin de que, atendidos los inmensos males que hacían presentes, y por desgracia después hemos experimentado, en modo alguno jurase la Constitución. Como el efecto correspondió a sus deseos, el furor de los revolucionarios se estrelló desde luego contra ellos en el año 20. En su frenesí los apellidaron Persas, por ser éstas las palabras con que principiaba aquella su enérgica Representación; y desde los primeros días se entabla para ellos una serie no interrumpida de vejaciones.

En el 15 de Mayo de 1820, con acuerdo de la Junta Provisional, se decretó: «Que hallándose comprometido el orden público por la desconfianza que ha inspirado la presencia de los sesenta y nueve Diputados que en 12 de Abril de 1814 representaron contra la Constitución… los Jefes Políticos los asignen a los conventos que les parezca, teniéndolos a la disposición de las Cortes». Providencia y Decreto en que, saboreándose el Periódico dicho El Universal por verlos de este modo excluidos de poder ser reelegidos nuevamente para Diputados, calificó en su Núm. 6 de rayo de luz, que matemáticamente demostraba la existencia de una adorable providencia; providencia y asignación que se llevó por las Cortes hasta el extremo de no conceder licencia para ir a baños termales a uno de ellos, cuya salud quebrantada lo exigía (Ses. de 19 de Agosto de 1820). El 22 de Julio se pasó por el Ministerio de Gracia y Justicia a las Cortes, la nómina de todos ellos; y el 18 de Octubre, en la Sesión extraordinaria de la noche, se decidió, a propuesta del Diputado Sancho, se les privase de todos los honores, empleos y mercedes que habían obtenido, no sólo desde el año de 1814 en adelante, sino aun de los que antes gozaban; se considerasen inhábiles para todo destino público; a los eclesiásticos, se ocupasen las temporalidades; y se declarase que habían perdido la confianza pública. Hubieran querido tan filantrópicos legisladores haber impreso a su nombre una marca de infamia que los siguiese hasta el sepulcro, como se expresaba uno de los que fueron Diputados constitucionales en las Cortes ordinarias del año 13; pero, a pesar suyo, su nombre pasará a la posteridad acompañado de la veneración de los políticos, y el aprecio de todos los buenos.

Comunicados que fueron todos los Decretos por el Gobierno constitucional, los Jefes Políticos se esmeraron a porfía en efectuar su cumplimiento; el mismo Gobierno, en 22 de Diciembre, dio las gracias a unos Patriotas de Oviedo porque representaron contra su Prelado pidiendo con ironía sacrílega la jubilación que las Cortes le habían decretado, y así respectivamente a los demás. Ni las Representaciones de los Pueblos para que no los obligasen a salir de su respetiva provincia, ni las consecuencias de un cisma que traerían consigo los nombramientos de Gobernadores Eclesiásticos que se mandaba hiciesen los Cabildos, como si se hallasen en sede vacante: nada detenía a estos hombres; y, bien los Prelados se conformasen con el Decreto de Cortes, o no se conformasen, el resultado fue siempre el mismo, a saber: vejaciones, persecución, atropellos, y todo género de violencias. Algunos, como el Señor Obispo de León, sucumbieron a los trabajos, y murieron víctimas de su lealtad; a otros expatriaron, como al Señor Obispo de Tarazona, etc.

Habiendo de insertar los documentos relativos a este digno Prelado, siendo uno mismo en los de León y Oviedo el principio y motivo de sus persecuciones, nos ha parecido conveniente el dar en seguida los a ellos pertenecientes, para que, reunidos todos, a un solo golpe de vista se vea la atrocidad con que los vejaron y oprimieron los humanísimos sectarios.



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NOTA [FINAL]


De propósito hemos reunido los documentos relativos a los Señores Obispos, Diputados que fueron el año 14, para que nuestros lectores viesen a un golpe de vista las persecuciones y vejaciones causadas a estos beneméritos amantes de su Rey y de su Religión, y al mismo tiempo el empeño particular de los constitucionales en descatolizar la España.

¿Qué otra cosa significaba ese arrojar a los Pastores de su grey, y a distancias en que no pudiesen cuidar de su rebaño? ¿Qué ese empeño en no permitir el ejercicio de su jurisdicción a los Gobernadores nombrados por los Prelados? ¿Qué ese precisar a los Cabildos a que los nombrasen ellos por sí mismos, como si estuviesen en sede vacante? ¿Qué era esto sino levantar Altar contra Altar en una misma Iglesia, Sacerdote contra Sacerdote: en una palabra, entronizar el cisma? ¿De dónde o cómo les podía venir a estos nuevos Gobernadores la jurisdicción? ¿Quién les había señalado los súbditos?

Los legítimos Pastores vivían, obraban, reclamaban el ejercicio de sus derechos; habían delegado canónicamente su jurisdicción a sujetos de su confianza y beneméritos: ¿de quién la recibían los que sustituían las nuevas autoridades? ¿De cuándo acá la potestad civil ha podido dar jurisdicción espiritual? La fuerza podrá muy bien alejar a los Prelados de sus Diócesis; cercar de bayonetas y gritadores las Salas Capitulares; aterrar con amenazas a los Cabildos; esparcir esquelas designando sujetos para intimidar a sus individuos, como en Orihuela y Málaga; intimar órdenes terribles, como en León y Oviedo; comunicar Decretos de un Congreso civil, como en Valencia, para declarar vacantes las Sillas, etc.; pero no podrá jamás hacer que los Obispos dejen de ser Obispos; ni los Gobernadores nombrados por medios tan anticanónicos, que gocen jurisdicción canónica. Jorge de Capadocia, por más que fuese acompañado de todo el aparato militar a la Iglesia de Alejandría, jamás fue sucesor de San Atanasio; ni Gregoire de Mr. Themines, en la Diócesis de Blois.

Pero el fin estaba bien conocido. «Si queréis una Revolución en Francia –decía Mirabeau en 1789–, es preciso primero descatolizarla»; y esto mismo era lo que intentaban y habían principado a ejecutar, y a largos pasos iban realizando nuestros revolucionarios constitucionales: no hay Religión sin verdadero y legítimo Sacerdocio; no hay legítimo Sacerdocio sin misión canónica; y, ¿quién la daba ésta a los así nombrados? No es verdadera Iglesia a la que falta la nota de unidad; no hay unidad donde hay división de los legítimos Pastores; donde hay esta división, es el cisma; donde hay cisma, no hay verdadera Iglesia, no hay Religión: pues todo esto lo querían verificar en un punto entre nosotros, y ya lo habían hecho en algunas Diócesis.

¿Quién, en efecto, había dado la misión a los Gobernadores de Oviedo? ¿Qué lazo de unión había entre los intrusos Gobernadores de Valencia y Orihuela con sus respetables Prelados? Nos ha estremecido más de una vez esta terrible idea: a poco más, podíamos dar la Religión como perdida; habría habido, sí, un simulacro de Iglesia, una Iglesia humana, una Iglesia, si se quiere, constitucional, como lo había sido en Francia; pero no una Iglesia divina, una Iglesia Católica, Apostólica, Romana.

A su tiempo daremos una hermosa Disertación que se nos ha comunicado sobre este punto tan interesante, trabajada de acuerdo del Señor Arzobispo de Zaragoza, y que corrió manuscrita en estos tres años; en el ínterin, léanse las Notas de Monseñor Nuncio sobre ese particular, insertas en el Tomo I y II, y se verán marcados con el sello del cisma todos los pasos de los constitucionales. Confiados ellos de que el pueblo, deslumbrado con ver Sacerdotes que les dirían Misa y administrarían los Sacramentos, etc., en nada pensaría, ni recelaría, y se daría por satisfecho, avanzaban a su fin seguros de llegar a su término proyectado; y se saboreaban ya de poder repetir en breve del pueblo español lo que del francés había dicho el mismo Mirabeau: «Me admira este buen pueblo cómo se ha dejado quitar su Religión casi sin advertirlo»; pero Dios los detuvo en medio de su carrera.