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Tema: La persecución de los revolucionarios de 1820 contra los llamados Persas

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    Re: La persecución de los revolucionarios de 1820 contra los llamados Persas

    Fuente: Colección Eclesiástica Española, comprensiva de los Breves de S.S., Notas del R. Nuncio, Representaciones de los SS. Obispos a las Cortes, Pastorales, Edictos, etc., con otros documentos relativos a las innovaciones hechas por los constitucionales en materias eclesiásticas desde el 7 de Marzo de 1820, Tomo I, Imprenta de E. Aguado, 1823, Madrid, páginas 192 – 197.





    Octava Nota del Nuncio al Gobierno constitucional


    Sobre el extrañamiento de los Obispos que firmaron la Representación de 12 de Abril de 1814 contra la Constitución política



    Excelentísimo Señor:

    Cuando el infrascripto Nuncio Apostólico, penetrado del más vivo pesar, reclamó contra la expulsión violenta e ilegal del Arzobispo de Valencia, no podía jamás creer que, pasados apenas pocos días, se preparase un nuevo y más cruel motivo de desconsuelo y de aflicción a la Iglesia de España con la separación de varios Obispos de sus Sillas, dejándolas así en una deplorable orfandad, y expuestas a todos los estragos, y a las funestas consecuencias de la intrusión y del cisma.

    Empero, ve que esta calamidad tan grande sobreviene hoy a este Reino, siempre mirado como la herencia predilecta del catolicismo. Cualesquiera que sean las causas a que deba atribuirse, en las que ciertamente el infrascripto ni pretende, ni debe mezclarse de ningún modo; sin embargo, observará que las razones políticas no pueden nunca derogar los inmudables principios que la Religión establece y consagra, y que el sagrado e inviolable Depósito de la Fe, de donde están sacados, no sucumbe a los caprichos de las humanas vicisitudes.

    Los Obispos, que, en calidad de Diputados de las Cortes, se asegura tuvieron parte en cierta Representación dirigida a S. M. en el mes de Abril de 1814, quedan expulsos de sus respectivas Diócesis, e impedidos por la fuerza, ya que no lo pueden ser por el derecho, en el ejercicio de las augustas funciones de su sagrado ministerio; y contra esta medida es precisamente por la que el infrascripto, de orden del Santo Padre, dirige a S. M., por la mediación de V. E., las más enérgicas reclamaciones, esperando que la justicia del Gobierno apreciará todo el valor de ellas, y no balanceará en retroceder de los pasos atrevidos y lamentables que ya ha dado.

    El infrascripto no reproducirá las razones que largamente expuso en su Nota de 28 de Octubre de 1820 sobre el destierro del Obispo de Orihuela con el fin de probar la inmunidad e inviolabilidad del Episcopado, su exención de todo fuero secular, y su inmediata dependencia de la Santa Sede en virtud de las disposiciones del Sagrado Concilio Tridentino, que, órgano infalible de la Iglesia Católica, convencido de cuánto importa mantener la dignidad episcopal en su mayor esplendor, reserva expresamente en la Ses. 24, Cap. 5, de la Reforma, al Romano Pontífice todas las causas más graves respectivas a las personas de los Obispos.

    Pero, instruido de los deberes que le obligan a no disimular las heridas que sufren las libertades eclesiásticas, y no queriendo tampoco por su parte gravar por un culpable silencio su conciencia con una terrible responsabilidad en el momento en que ve seis obispados abandonados a una anarquía espiritual; y, finalmente, debiendo obedecer las órdenes recibidas del Sumo Pontífice, en cuyo nombre reclama, renueva las Representaciones, quejas y protestas que ya hizo en favor del Obispo de Orihuela, y del Arzobispo de Valencia, y las reitera con tanta mayor fuerza y eficacia, cuanto es más grave el daño que resulta para la Iglesia, y más sensible el golpe que recibe, por el número de Obispos que son a un tiempo arrojados de sus Iglesias, quedando privados los fieles de sus Pastores legítimos. Si la Religión es inmutable, si desde su origen hasta la consumación de los siglos debe, como Su Divino Fundador la prometió, ver pasar todas las edades, sin mancharse ni alterarse con los errores tan varios del espíritu humano; si ella es la verdadera expresión de las relaciones entre Dios y el hombre, y no una ciencia vana sujeta a las especulaciones y a los descubrimientos que hoy la hagan diferente de la que la Escritura, la Tradición y la Iglesia nos representan, V. E. no tardará seguramente en reconocer que la fe católica exige la inamovilidad de los Obispos a quienes el Espíritu Santo confió, como dice el Apóstol, el gobierno de la Iglesia de Dios; que, atacando esta inamovilidad, la fe misma corre necesariamente los más grandes riesgos; y que, si el Gobierno quiere evitarlos, es necesario que revoque todas las medidas a que una dolorosa fatalidad parece haberle arrastrado contra su voluntad, haciéndole proceder en un sentido contrario a los principios religiosos que la España ha profesado siempre, y ha nuevamente proclamado en las políticas instituciones que acaba de adoptar.

    El infrascripto desea que V. E. eche una ojeada sobre el doloroso espectáculo de tantas Diócesis abandonadas a un tiempo al cisma con grave dolor y escándalo de los fieles, no sólo de España, sino del catolicismo; y sobre las inmensas nulidades que turbarán así las conciencias, como también el orden civil de las familias, a consecuencia de la jurisdicción usurpada por los nuevos pretensos Vicarios Capitulares, contra los cuales protesta solemnemente, mirándolos y declarándolos intrusos y cismáticos, a menos que tengan poderes de sus legítimos Obispos, y perseveren en comunión con ellos, reconociendo su autoridad; y espera que V. E., conmovido a vista de un cuadro tan triste, se dignará ser, cerca de S. M., y de cualquier otro que considere necesario, mediador, y dé aquellos sabios y justos pasos de conciliación, a los que, en fin, es imposible se niegue un Gobierno católico. Y, mientras espera de V. E. el más favorable resultado, pues si desconfiase de él creería hacer agravio a las piadosas disposiciones del Gobierno y de V. E., e igualmente faltar a la opinión que de ellos debe tener y tiene, reitera sus acostumbrados sentimientos de su más alta y distinguida consideración.

    Nunciatura, 14 de Enero de 1821.


    El Nuncio Apostólico

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    Re: La persecución de los revolucionarios de 1820 contra los llamados Persas

    Fuente: Colección Eclesiástica Española, comprensiva de los Breves de S. S., Notas del M. R. Nuncio, Representaciones de los SS. Obispos a las Cortes, Pastorales, Edictos, etc., con otros documentos relativos a las innovaciones hechas por los constitucionales en materias eclesiásticas desde el 7 de Marzo de 1820, Tomo IV, Imprenta de E. Aguado, 1824, Madrid, páginas 108 – 110 y 216 – 218.





    ADVERTENCIA [PRELIMINAR]


    No habrá quien ignore en España, y en la Europa apenas, que en 1814 sesenta y nueve Diputados, entre los que componían las Cortes de Madrid, y varios de ellos eclesiásticos, formaron e hicieron presentar al Rey D. Fernando, en Valencia, a la vuelta de su doloroso cautiverio de Francia, una Exposición, a fin de que, atendidos los inmensos males que hacían presentes, y por desgracia después hemos experimentado, en modo alguno jurase la Constitución. Como el efecto correspondió a sus deseos, el furor de los revolucionarios se estrelló desde luego contra ellos en el año 20. En su frenesí los apellidaron Persas, por ser éstas las palabras con que principiaba aquella su enérgica Representación; y desde los primeros días se entabla para ellos una serie no interrumpida de vejaciones.

    En el 15 de Mayo de 1820, con acuerdo de la Junta Provisional, se decretó: «Que hallándose comprometido el orden público por la desconfianza que ha inspirado la presencia de los sesenta y nueve Diputados que en 12 de Abril de 1814 representaron contra la Constitución… los Jefes Políticos los asignen a los conventos que les parezca, teniéndolos a la disposición de las Cortes». Providencia y Decreto en que, saboreándose el Periódico dicho El Universal por verlos de este modo excluidos de poder ser reelegidos nuevamente para Diputados, calificó en su Núm. 6 de rayo de luz, que matemáticamente demostraba la existencia de una adorable providencia; providencia y asignación que se llevó por las Cortes hasta el extremo de no conceder licencia para ir a baños termales a uno de ellos, cuya salud quebrantada lo exigía (Ses. de 19 de Agosto de 1820). El 22 de Julio se pasó por el Ministerio de Gracia y Justicia a las Cortes, la nómina de todos ellos; y el 18 de Octubre, en la Sesión extraordinaria de la noche, se decidió, a propuesta del Diputado Sancho, se les privase de todos los honores, empleos y mercedes que habían obtenido, no sólo desde el año de 1814 en adelante, sino aun de los que antes gozaban; se considerasen inhábiles para todo destino público; a los eclesiásticos, se ocupasen las temporalidades; y se declarase que habían perdido la confianza pública. Hubieran querido tan filantrópicos legisladores haber impreso a su nombre una marca de infamia que los siguiese hasta el sepulcro, como se expresaba uno de los que fueron Diputados constitucionales en las Cortes ordinarias del año 13; pero, a pesar suyo, su nombre pasará a la posteridad acompañado de la veneración de los políticos, y el aprecio de todos los buenos.

    Comunicados que fueron todos los Decretos por el Gobierno constitucional, los Jefes Políticos se esmeraron a porfía en efectuar su cumplimiento; el mismo Gobierno, en 22 de Diciembre, dio las gracias a unos Patriotas de Oviedo porque representaron contra su Prelado pidiendo con ironía sacrílega la jubilación que las Cortes le habían decretado, y así respectivamente a los demás. Ni las Representaciones de los Pueblos para que no los obligasen a salir de su respetiva provincia, ni las consecuencias de un cisma que traerían consigo los nombramientos de Gobernadores Eclesiásticos que se mandaba hiciesen los Cabildos, como si se hallasen en sede vacante: nada detenía a estos hombres; y, bien los Prelados se conformasen con el Decreto de Cortes, o no se conformasen, el resultado fue siempre el mismo, a saber: vejaciones, persecución, atropellos, y todo género de violencias. Algunos, como el Señor Obispo de León, sucumbieron a los trabajos, y murieron víctimas de su lealtad; a otros expatriaron, como al Señor Obispo de Tarazona, etc.

    Habiendo de insertar los documentos relativos a este digno Prelado, siendo uno mismo en los de León y Oviedo el principio y motivo de sus persecuciones, nos ha parecido conveniente el dar en seguida los a ellos pertenecientes, para que, reunidos todos, a un solo golpe de vista se vea la atrocidad con que los vejaron y oprimieron los humanísimos sectarios.



    -------------------------------------------------------------------------------




    NOTA [FINAL]


    De propósito hemos reunido los documentos relativos a los Señores Obispos, Diputados que fueron el año 14, para que nuestros lectores viesen a un golpe de vista las persecuciones y vejaciones causadas a estos beneméritos amantes de su Rey y de su Religión, y al mismo tiempo el empeño particular de los constitucionales en descatolizar la España.

    ¿Qué otra cosa significaba ese arrojar a los Pastores de su grey, y a distancias en que no pudiesen cuidar de su rebaño? ¿Qué ese empeño en no permitir el ejercicio de su jurisdicción a los Gobernadores nombrados por los Prelados? ¿Qué ese precisar a los Cabildos a que los nombrasen ellos por sí mismos, como si estuviesen en sede vacante? ¿Qué era esto sino levantar Altar contra Altar en una misma Iglesia, Sacerdote contra Sacerdote: en una palabra, entronizar el cisma? ¿De dónde o cómo les podía venir a estos nuevos Gobernadores la jurisdicción? ¿Quién les había señalado los súbditos?

    Los legítimos Pastores vivían, obraban, reclamaban el ejercicio de sus derechos; habían delegado canónicamente su jurisdicción a sujetos de su confianza y beneméritos: ¿de quién la recibían los que sustituían las nuevas autoridades? ¿De cuándo acá la potestad civil ha podido dar jurisdicción espiritual? La fuerza podrá muy bien alejar a los Prelados de sus Diócesis; cercar de bayonetas y gritadores las Salas Capitulares; aterrar con amenazas a los Cabildos; esparcir esquelas designando sujetos para intimidar a sus individuos, como en Orihuela y Málaga; intimar órdenes terribles, como en León y Oviedo; comunicar Decretos de un Congreso civil, como en Valencia, para declarar vacantes las Sillas, etc.; pero no podrá jamás hacer que los Obispos dejen de ser Obispos; ni los Gobernadores nombrados por medios tan anticanónicos, que gocen jurisdicción canónica. Jorge de Capadocia, por más que fuese acompañado de todo el aparato militar a la Iglesia de Alejandría, jamás fue sucesor de San Atanasio; ni Gregoire de Mr. Themines, en la Diócesis de Blois.

    Pero el fin estaba bien conocido. «Si queréis una Revolución en Francia –decía Mirabeau en 1789–, es preciso primero descatolizarla»; y esto mismo era lo que intentaban y habían principado a ejecutar, y a largos pasos iban realizando nuestros revolucionarios constitucionales: no hay Religión sin verdadero y legítimo Sacerdocio; no hay legítimo Sacerdocio sin misión canónica; y, ¿quién la daba ésta a los así nombrados? No es verdadera Iglesia a la que falta la nota de unidad; no hay unidad donde hay división de los legítimos Pastores; donde hay esta división, es el cisma; donde hay cisma, no hay verdadera Iglesia, no hay Religión: pues todo esto lo querían verificar en un punto entre nosotros, y ya lo habían hecho en algunas Diócesis.

    ¿Quién, en efecto, había dado la misión a los Gobernadores de Oviedo? ¿Qué lazo de unión había entre los intrusos Gobernadores de Valencia y Orihuela con sus respetables Prelados? Nos ha estremecido más de una vez esta terrible idea: a poco más, podíamos dar la Religión como perdida; habría habido, sí, un simulacro de Iglesia, una Iglesia humana, una Iglesia, si se quiere, constitucional, como lo había sido en Francia; pero no una Iglesia divina, una Iglesia Católica, Apostólica, Romana.

    A su tiempo daremos una hermosa Disertación que se nos ha comunicado sobre este punto tan interesante, trabajada de acuerdo del Señor Arzobispo de Zaragoza, y que corrió manuscrita en estos tres años; en el ínterin, léanse las Notas de Monseñor Nuncio sobre ese particular, insertas en el Tomo I y II, y se verán marcados con el sello del cisma todos los pasos de los constitucionales. Confiados ellos de que el pueblo, deslumbrado con ver Sacerdotes que les dirían Misa y administrarían los Sacramentos, etc., en nada pensaría, ni recelaría, y se daría por satisfecho, avanzaban a su fin seguros de llegar a su término proyectado; y se saboreaban ya de poder repetir en breve del pueblo español lo que del francés había dicho el mismo Mirabeau: «Me admira este buen pueblo cómo se ha dejado quitar su Religión casi sin advertirlo»; pero Dios los detuvo en medio de su carrera.

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