Decía Enrique Gil Robles que “aunque no sea de esencia del Estado liberal el erigirse en dispensador de la enseñanza que compete al padres y a los otros órganos naturales de ella, el Estado moderno suele invadir con frecuencia la esfera docente de los padres y maestros por causa de un falso concepto de la sociedad y de los fines, naturaleza y acción del poder civil, no menos que por el interés práctico de propagar las ideas que son la base, esencia y condición de vida de los poderes nuevos y proscribir todos los otros principios de donde pudieran surgir saludables restauraciones”. De aquí resulta el dogma liberal de la enseñanza obligatoria, que “disfrazada de especiosos pretextos, obedece al interés práctico de la inoculación liberal en la niñez, mediante la escuela primaria anticatólica”, concluye el filósofo tradicionalista en su Tratado de Derecho Político. Pero de este dogma no son los liberales los que se atreven a afirmar todas sus implicaciones, sino los socialistas, aun los más aparentemente moderados socialdemócratas como la ministra Celaá. No fueron los pretendidos comunistas bolivarianos de Podemos –avanzadilla de la “sociedad abierta” capitalista y neoliberal–, sino la ministra del PSOE la que afirmó sin pudor que “los hijos no pertenecen a los padres”. Y no es otra sino esta la premisa fundamental que subyace al dogma de la enseñanza obligatoria y estatal que pisotea el derecho natural de los padres a educar a sus hijos, mostrando con ello que “los hijos pertenecen al Estado antes que a la familia”, como dice el artículo 41 del Código soviético de 1927. Los padres se convierten entonces en simples representantes del Estado dentro de la familia, con la obligación de ser mediadores en la educación de sus hijos para que se conviertan en ciudadanos sumisos. Así se entiende que la ministra haya amenazado con sanciones a aquellos padres que no quieran llevar a sus hijos a las escuelas debido a la actual crisis sanitaria. Para ello apela a la obligación que tienen los padres de atender el derecho a la educación de sus hijos, así como a la obligación del Estado de garantizar este derecho y evitar cualquier tipo de desigualdad en su aplicación. Los errores y confusiones contenidos en estas consignas, aceptadas por todo el espectro político del régimen, son varias, unidas por supuesto a ese interés práctico de inocular el virus de las ideologías liberales y posmodernas a través del sistema de enseñanza. Y a juzgar por los hechos, a este interés se une también el de inocular en los alumnos y profesores otro virus pandémico, empujándolos a un inicio de curso experimental e improvisado en medio de una nueva alarma sanitaria; en todo caso, se trata en este caso de un virus menos letal que el primero, pues no tiene la capacidad de aquel para matar el alma.
Las contradicciones y arbitrariedades que estamos padeciendo con motivo de las medidas políticas relacionadas con la pandemia del coronavirus son innumerables. Ya sean estas medidas propias de un gobierno inepto que pretende matar moscas a cañonazos o formen parte de intereses más oscuros para restringir todavía más las libertades de los españoles (de acuerdo con el cada vez más siniestro nuevo orden mundial), lo cierto es que las declaraciones de la ministra ponen de manifiesto un problema de fondo que la pandemia sólo ha venido a revelar de manera más acentuada si cabe. Evidentemente, a quienes les queda todavía alguna neurona les resulta escandaloso que el Estado obligue a sus hijos a hacinarse en los centros escolares mientras les prohíben juntarse en menor número con sus amigos al aire libre para hacer deporte o reunirse con su propia familia. Pero todo ello no es sino consecuencia de la perversión absoluta de la concepción liberal del poder civil, como denunciaba Enrique Gil Robles, así como de su idea totalmente errónea de la educación. En primer lugar, esta concepción liberal desconoce a quién corresponde el derecho a educar y enseñar, creyendo que el Estado tiene prioridad sobre los padres, cuando es justamente al revés. Son los padres los primeros que adquieren la obligación del cuidado de los hijos, y por ello también el deber moral de educarlos, de modo que corresponde a ellos también este derecho natural. Como dice Santo Tomás de Aquino, el orden de los preceptos de la ley natural es paralelo al de las inclinaciones naturales del hombre, dirigidas hacia aquellos fines que el ser humano apetece como bienes propios de su naturaleza. Los primeros y más básicos son los que tienen que ver con la conservación, con la reproducción de la especie y educación de la prole, de modo que el derecho a educar de los padres no viene de ninguna concesión del Estado, sino del orden natural de las cosas. Aunque esto sea una doctrina defendida por la Iglesia, no hace falta la fe para reconocerla, sino que basta con el ejercicio de la razón. Pero además sabemos por la fe, sin menoscabo de esa ley natural conocida por la razón –según el principio tomista de que la gracia no destruye la naturaleza sino que la perfecciona– , que corresponde también a la Iglesia por derecho divino el derecho de educar (y de un modo supereminente), pues fue Dios mismo quien la fundó y quien quiso que extendiera su doctrina por el mundo para la conversión y salvación de los hombres. De aquí se sigue que es ilegítimo todo impedimento que pongan el Estado o cualesquiera otras autoridades para obstaculizar esta misión de la Iglesia, siempre que dicha misión se realice rectamente, en lo cual llevan muchos años errando las escuelas y universidades que se pretenden católicas. En todo caso, son los padres y la Iglesia católica los únicos con derecho a educar, aunque de modo subsidiario pueden también cooperar a la educación otros cuerpos sociales o el propio Estado. Esto quiere decir que el Estado puede y debe suplir aquellas carencias que las familias tienen a la hora de proporcionar una enseñanza adecuada a sus hijos, ya que por sí mismas carecerán del tiempo, herramientas y conocimientos suficientes para ello. Pero este aspecto importante de la educación que es la enseñanza, que tiene que ver con la instrucción y la adquisición de ciertos conocimientos técnicos, no puede ni identificarse sin más con la educación ni tampoco con la escolarización, como pretende la doctrina liberal que defiende la ministra Celaá. Sobre todo cuando la escolarización se entiende de manera uniformadora y monopolizada por el Estado, aunque guardando ciertas apariencias que crean el espejismo de la libertad de enseñanza, en esencia más conforme con el fondo relativista y actualmente abiertamente nihilista del liberalismo. Sobre esta y otras cuestiones trataremos más adelante.
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La pandemia educativa de la ministra Celaá (II).
Ante una confusión típicamente liberal que pone de manifiesto la ministra Celaá, advertíamos en una publicación anterior que conviene diferenciar el concepto de educación de los conceptos de enseñanza y escolarización, sobre todo entendido este último en el contexto de la escuela estatal y uniformadora. Los padres tienen el derecho y la obligación de educar a los hijos, lo cual significa conducirlos hacia la virtud. La enseñanza, entendida como una serie de conocimientos técnicos en las disciplinas científicas tradicionales, es una parte de la educación, pero no debe ser ni obligatoria ni igual para todos. O al menos podemos decir que el Estado no tiene derecho a exigir coactivamente una enseñanza obligatoria y uniformadora. Es deseable que muchos, o una mayoría adquieran distintos grados de instrucción para el bien común de una comunidad política, pero pretender que sea un derecho universal e incluso una obligación, resulta absurdo. ¿Cuánto grado de enseñanza debe ser entonces obligatorio y por qué? ¿Es posible, por mucho que se empeñe el Estado, que todos los ciudadanos adquieran realmente un grado determinado de conocimientos? ¿Y de qué tipo deben ser y por qué? ¿No constituye un tipo de enseñanza el aprendizaje de un oficio? Estas y otras cuestiones las resuelve el liberalismo de manera arbitraria fijando unas etapas y un tipo concreto de enseñanza obligatoria que van en contra de la libertad de los padres para elegir cuál es la enseñanza que prefieren para sus hijos. También los padres deben poder elegir cómo, cuándo y quiénes son más adecuados para la instrucción de sus hijos. Es necesaria la pluralidad de enseñanza, según diversas circunstancias geográficas, históricas y sociales, porque son diversas las funciones sociales que ocupa cada persona e igualmente diversas son las capacidades de cada uno, como sostiene Vallet de Goytisolo (Sociedad de masas y derecho, 1969). Que la enseñanza sea accesible a todos no quiere decir que deba ser igual para todos; no tiene nada de malo que un niño de un pequeño municipio rural reciba una formación más apegada a su entorno, en vez de ser desarraigado en un centro escolar de un municipio más grande y tenga que aprender cosas totalmente alejadas del mundo en el que vive, ni tampoco tiene nada de malo que un catalán aprenda más sobre literatura catalana que otro español. Por otra parte, la enseñanza obligatoria y uniformadora en la sociedad de masas igualitaria lleva en la práctica a la degradación de la propia enseñanza, así como a la frustración de miles de niños y adolescentes que quieren una formación “útil”, y por tanto más conectada con el mundo práctico. Los centros de enseñanza se convierten entonces en cuidadores de adolescentes que ni quieren estar en ellos ni tienen nada que hacer allí. Por otra parte, los títulos pierden así su valor al generalizarse, lo que lleva a que una gran cantidad de titulados pasen a engrosar las cifras del paro y unos cuantos capaces de alcanzar méritos académicos no obtengan reconocimiento alguno.
En contra de la confusión liberal de la que hace gala la ministra Celaá cabe decir que tampoco es lo mismo enseñanza que escolarización, porque evidentemente el aprendizaje de muchos oficios se desarrolla más en contacto directo con ellos que con la escuela. Decía Rafael Gambra que “suponer que la enseñanza y la cultura son algo que se realiza exclusivamente en las aulas, cursando mediante libros y explicaciones determinados contenidos y programas, es una restricción de conceptos inspirada en la mentalidad racionalista” (“El tema de la enseñanza y la revolución cultural”, 1970). La escuela uniformadora y estatal presupone que la familia es fuente de prejuicios, que el entorno familiar y local, con sus particularidades, tienen a cada niño preso de la oscuridad, mientras que ella es la que lo convierte en un ciudadano “libre e igual” a los demás, según esa concepción del hombre abstracto propia del racionalismo liberal. De ese modo, el Estado considera que es su derecho monopolizar la enseñanza, haciendo así tabula rasa de toda particularidad mediante la escuela estatal, que se convierte por ello en un elemento extraño y opuesto a la familia, como se refleja en las habituales polémicas que provoca la introducción de contenidos ideológicos escandalosos en los programas de enseñanza. No sólo se niega entonces que pueda existir enseñanza fuera de la escuela, sino que se niega también la libertad de los padres para elegir el tipo de escuela que quieren para sus hijos. Esta supuesta libertad se reduce a elegir entre varios centros que resultan todos iguales, sean públicos, concertados e incluso privados, ya que el Estado impone por ley a todos ellos lo que deben enseñar y cuándo lo deben enseñar, monopolizando igualmente la expedición de títulos. Se erige así el Estado en Estado docente, pretendiendo que la función de los padres sea subsidiaria de la suya, cuando es precisamente al revés. Así lo expresa Pío XI en la encíclica Divini illius Magistri: “Es función primordial del Estado, exigida por el bien común, promover de múltiples maneras la educación e instrucción de la juventud. En primer lugar, favoreciendo y ayudando las iniciativas y la acción de la Iglesia y de las familias, cuya gran eficacia está comprobada por la historia y experiencia; en segundo lugar, completando esta misma labor donde no exista o resulta insuficiente, fundando para ello escuelas e instituciones propias”. La misión del Estado es favorecer las iniciativas de la Iglesia y las familias junto con otros cuerpos sociales intermedios, es decir, cooperar en la creación de dichas escuelas allí donde falten recursos para ello. Pero es la Iglesia y la sociedad la que debe poder fundarlas libremente y sostenerlas económicamente gracias a la cooperación de los municipios, las cajas de ahorros o las asociaciones profesionales, para lo cual se requiere además que el Estado no ponga obstáculos en forma de impuestos y exigencias económicas desorbitadas, ni trabas legales y administrativas. En el contexto actual esto es imposible, porque incluso quien pretende elegir una enseñanza privada para sus hijos debe pagar injustamente dos veces por ello, una en forma de impuestos destinados a la enseñanza obligatoria estatal y otra en forma de matrículas carísimas de centros donde la enseñanza está igualmente controlada por el Estado.
Así pues, el derecho y la obligación de educar a los hijos es una función insustituible de los padres y la enseñanza es una parte de la educación, no desvinculada de ella, pues debe ser educativa, o al menos no ir en contra de los principios morales de una buena educación. Por otra parte, la enseñanza y la escolarización no tienen por qué identificarse, y además el Estado no puede exigir jurídicamente la enseñanza obligatoria, sino como mucho promoverla, y ello mediante la labor subsidiaria de facilitar la creación de centros por parte de la sociedad, cuya célula básica es la familia. Dicho esto, ¿en qué se basa esa exigencia de la que habla la ministra y por la cual se permite amenazar con sanciones a los padres que no lleven a sus hijos a la escuela, con el riesgo añadido de una pandemia acentuada en España por su mal gobierno? Cumplir con la buena educación en centros de adoctrinamiento masivo y de corrupción moral de menores es imposible, y ya advertía también Pío XI en Firmissimam constantiam del deber “de alejar en cuanto sea posible a los niños de la escuela impía y corruptora”. Y en cuanto a la enseñanza en sentido estricto, los mismos que obligan a asistir a las escuelas estatales y amenazan a los padres con esas sanciones son los que han degradado la enseñanza a niveles escandalosos, hasta tal punto que un título como el de Enseñanza Secundaria Obligatoria (ESO) puede obtenerse siendo literalmente analfabeto, incapaz de leer y comprender textos sencillos, como han puesto de manifiesto los últimos informes PISA. Esos mismos políticos han permitido que ese título, ya sin valor alguno, pueda obtenerse con dos materias suspensas, siempre que no sean Lengua y Matemáticas juntas, pero sí, por ejemplo, Lengua e Historia. A eso hay que añadirle que en todos los niveles, incluidos el Bachillerato y la Universidad, la misma ministra Celaá implantó en el último curso escolar, con escasos eufemismos, el aprobado general. Los buenos alumnos se vieron igualados por los malos, los malos promocionaron y titularon sin necesidad de hacer nada. ¿Qué educación y qué enseñanza pretende garantizar el Estado y la ministra obligando a los niños a ir a estas escuelas? ¿Y por qué tanto interés en amenazar con sanciones a los que no obedezcan? Es bastante evidente, el único interés de la ministra y del Estado es que todos los niños se contagien del virus letal del liberalismo y todas sus derivaciones corruptoras posmodernas.
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