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Tema: Tradición nacional y Estado futuro (Pedro Sainz Rodríguez, 1934)

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    Tradición nacional y Estado futuro (Pedro Sainz Rodríguez, 1934)

    La Tradición nacional y el Estado futuro (1934)

    por Pedro Sainz Rodríguez (1897-1986)


    La Tradición nacional y el Estado futuro (1934)


    … El mando único

    La imperiosidad lógica del mando único es algo que no se discute, es una necesidad que impone la realidad en los momentos trágicos de los pueblos; las democracias, cuando se ven en peligro, acuden al mando único. Francia misma, cuando estuvo a punto de ser vencida en la guerra última, convirtió a Clemenceau en un verdadero dictador. Las democracias apelan a las dictaduras en los momentos de apuro; cuando el pueblo está a punto de hundirse, mando único; cuando desaparece el peligro, entonces se puede acudir otra vez a la perduración de las esencias democráticas. Es, pues, este ejemplo una prueba flagrante de que el mando único es el mejor sistema.

    No pensemos haberle experimentado durante la Monarquía parlamentaria y liberal, mediatizada por el imperio de los partidos políticos. El mando único con la teoría liberal era muy difícil de cohonestar, y, precisamente, la Monarquía ha convivido con el liberalismo en esa especie de tira y afloja por la cual el Rey reinó y no gobernó; por la cual el Rey era “irresponsable” y los ministros responsables; pero por la cual se ha dado el caso en todas las revoluciones y con inusitada rapidez en la nuestra, de que los ministros responsables han podido ser ministros del régimen nuevo, y en cambio, el Rey, que era “irresponsable”, ha pagado con su exilio las culpas de todos.

    La realidad contemporánea nos muestra que esta apelación al mando único no es anacrónica y es cada vez menos excepcional. La profunda gravedad y extensión de los problemas sociales y económicos de la postguerra que afectan a la totalidad vital de cada pueblo, ha hecho necesaria la apelación al mando único como solución suprema, que se perpetúa y arraiga por el carácter endémico y permanente de la situación que la ha hecho necesaria.

    Los beneficios que reciben los pueblos renunciando a las utópicas soberanías que el sistema parlamentarista liberal les ofrecía, han originado el deseo de dar carácter constitucional y permanente a la reforma política, y por esto asistimos en Europa a las profundas reformas del Estado que implantadas de hecho, van buscando con tanteos sobre la realidad, la fórmula nueva, la fórmula del Estado de nuestro tiempo, que por fortuna para los españoles va acusando, cada vez con más claridad, contornos que le aúnan por su contenido moral y por su arquitectura, a la concepción tradicional del estado español.

    Estados de mando único, o sea Estados monárquicos. Este reconocimiento del sistema monárquico no aparece claro y patente a los ojos de muchos porque conservan de la Monarquía la visión de la realización dinástica de las monarquías últimamente desaparecidas. Y en un cierto sentido tienen razón los que así opinan, pues la fórmula perfecta del Estado monárquico es la fórmula dinástica que surge históricamente siempre detrás de las monarquías de hecho cuando la necesidad de su perpetuación se plantea como un problema político. Reyes naturales se ha llamado a los hombres que sin pertenecer a una dinastía histórica ejercen el mando único-monárquico en varios países de Europa, y es cierto que su personalidad y aún el mecanismo de su exaltación al poder en algunos casos puede perfectamente asimilarse a los tiempos primitivos en que nacieron las dinastías históricas, pero es también hecho innegable que ninguno tiene el valor o la audacia de presentarse como un fundador de dinastía, porque acaso pesa en la conciencia colectiva la percepción del derecho de los reyes destronados o porque contra ese propósito actúe el ambiente creado por la revolución para provocar la caída de las monarquías seculares.

    Es preciso que insistamos en el análisis de este fenómeno porque él nos muestra con claridad cuál ha sido la táctica permanente de la revolución y cuáles pueden ser los derroteros futuros de la reacción contrarrevolucionaria, a cuyo nacimiento en Europa asistimos en estos años de crisis intensísima.
    La Monarquía dinástica fue el sistema político con el que tuvo que enfrentarse la Revolución cuando pudo pasar a la realización violenta de sus postulados que habían ejercido su efecto corrosivo y demoledor en la sociedad tradicional europea a través de toda la genealogía doctrinal revolucionaria conocida hoy día de todos.

    El enemigo de la revolución.

    Es, pues, el enemigo normal y tradicional de la Revolución la Monarquía, y por esto vemos que toda la labor de la filosofía y de la literatura revolucionarias a partir de la Enciclopedia, ha ido de modo preferente encaminada a desacreditar durante siglo y medio el sistema monárquico, llenando las cabezas de la masa de todos los tópicos simplistas: peligros de la herencia, excesos de la tiranía, los beneficios de la elección, lo absurdo del derecho divino, la soberanía nacional, etc., etc. La crisis del sentido religioso y la profunda ignorancia por parte de las clases cultas de los fundamentos teológicos del derecho político, dejaron casi inermes de argumentos y doctrina a las masas de buena fe que sentían en su conciencia la inmoralidad de las doctrinas nuevas.

    En ciento ochenta años se barrieron de las cabezas, como si fuesen absurdos inconcebibles, los fundamentos racionales de un sistema político y social bajo el cual había vivido y progresado la humanidad durante siglos, bajo el cual se creó y desarrolló la civilización europea, hoy en peligro por haber logrado su último desarrollo lógico las doctrinas de la Revolución.

    La Revolución es una rebeldía contra la ley moral, es la insurrección de todos los apetitos naturales humano contra las normas coactivas superiores de la Religión y de la Moral, representadas en la convivencia social por sistemas políticos que impongan la autoridad y la jerarquía. Las revoluciones de carácter liberal han ido contra las monarquías porque ese era el tipo de Estado que se les ponía enfrente, pero hubieran ido igualmente contra cualquier otra forma de gobierno que hubiese impuesto a la rebeldía de las masas la misma disciplina que les imponía la jerarquía directora de la Monarquía. Por esto ha parecido que las banderas de la Revolución son materialmente antimonárquicas ; las banderas de la Revolución son antiautoritarias, antijerárquicas, sea quien sea el que represente la autoridad y la jerarquía.

    El espectáculo de estos tiempos en que la Revolución ha tenido que enfrentarse con estados no monárquicos, pero en los que se pretendía mantener el contenido social de las monarquías caídas, nos prueba claramente esta tesis. Las sociedades se han despojado cándidamente de las formidables defensas del sistema monárquico porque les parecía que la Revolución era fundamentalmente antimonárquica y así creían apaciguarla. La experiencia demuestra el fracaso de la táctica. La Revolución ha empleado el ochenta por ciento de su esfuerzo en desacreditar la Monarquía, porque era el sistema político con que primeramente luchó. Si esta batalla continuase dos siglos más, la literatura contra el capitalismo y la burguesía borraría de la memoria de los hombres cuanto se ha escrito contra las Monarquías.

    La victoria contra la Revolución sólo es permanente o por lo menos tiene garantías de perpetuidad si se logra dentro de la Monarquía, haciendo retroceder a su nacimiento para dominarla, a la corriente revolucionaria incoercible, absolutamente incoercible a las leyes, dentro de cualquier sistema democrático.

    Los jefes electivos.

    Volvamos a España y a la España de hoy. Los argumentos doctrinales en defensa de la Monarquía adquieren en estos momentos el carácter de alusiones personales. ¡Excelencias de la elección! Cierto que el nacimiento es un azar biológico, pero la elección es una realidad partidista. Ese azar puso al frente de los destinos de Francia o de España cuatro o cinco hombres superiores que han hecho estas naciones.

    Menguado sería el concepto del valor de Francia en estos últimos sesenta años si hubiésemos de calibrarlo por la valía personal de sus presidentes. ¡Elijamos el más bestia! —exclamó Clemenceau en una elección memorable y ejemplar. La elección es el resultado de las luchas y transacciones de los partidos, enemigos permanentes, como hemos visto, del sentido nacional del Estado y de su misión de continuidad histórica. En toda confederación de partidos se elige de jefe al más inocuo, al menos peligroso, al más cándido. En política, como en aeronáutica, los hombres suben más fácilmente cuanto menos lastre llevan. Los elegidos se identifican con los partidos que los elevaron o cuando más con el sistema político que representan.

    Nunca con la nación que dicen representar. Esta es la causa de un fenómeno histórico que caracteriza típicamente las democracias y las monarquías. Las monarquías, sistema fuerte, con autoridad moral para la represión, caen fácilmente, se entregan sin luchar cuando para sostenerse han de derramar sangre del pueblo. Es por este sentido de paternalidad por lo que se rinden. Las democracias se defienden y resisten hasta el fin. Antes la guerra civil que dar paso a otro sistema político. Y es que los hombres representativos de la democracia, aquéllos que encarnan la supuesta soberanía nacional, son muy propensos a identificar con sus pasiones e intereses personales los intereses que dicen representar.

    La lucha secular entre la Monarquía y la Revolución encarnada como mecanismo político en la Democracia, ha dado como resultado que estos dos sistemas no sólo se diferencien por su estructura, sino por un contenido moral y doctrinal que como realidad histórica han adquirido y representan.

    El accidentalismo.

    De aquí la ingenuidad de los teóricos accidentalistas de la forma de gobierno. Las formas no son nunca accidentales ni en filosofía, ni en arte y mucho menos en política, que es el arte de realizar en formas históricas, en cada pueblo y en cada momento {hic et nunc) una doctrina y un contenido teóricos.

    En España hay que raer de las mentes estos tópicos comodones. Ni la Monarquía es, teóricamente, la sola presencia del Rey en el trono si no va acompañada de un sistema político y de un contenido moral del Estado, ni la República es la simple ausencia del monarca. La Revolución requiere la previa ausencia del Rey porque, fundadamente, le impone un obstáculo para la realización de su programa. Cuando en España nos declaramos, monárquicos, no decimos únicamente que queremos un Rey a la cabeza del Estado, sino que esto es una consecuencia lógica y fatal de un sistema político, que implica también un determinado contenido moral y una estructura jerárquica social cuyo remate es la corona con cruz.

    La Democracia, y su expresión política la República, es la forma normal en España de toda la doctrina contraria. Se engañan, y la experiencia nos está dando la razón, los que creen que la República es a modo de un vaso vacío que la voluntad de la mayoría —la democracia— va llenando en cada momento de un contenido diferente. Y no es así. La Monarquía afirma un contenido dogmático permanente que está por encima de las votaciones. El reflejo de esto es lo que llaman los demócratas obstáculos tradicionales. Pero la República también tiene sus dogmas y sus obstáculos tradicionales. Cuando la voluntad de la mayoría es contraria a los dogmas permanentes de la República, entonces los republicanos dicen que se les desvirtúa la República, que desaparece la esencia republicana del Estado. En la realidad histórica son dos cosas distintas democracia y República.

    La República española ha nacido con la impronta de unos dogmas que por mucho que logremos triunfar, con los mecanismos democráticos, jamás le lograremos arrebatar.

    ¿Cuál es, históricamente, el régimen conveniente para cada pueblo en cada momento de su vida? Muy largamente se podría disertar sobre este punto, pero una norma sencilla puede darnos la respuesta. Los regímenes son para los pueblos y no los pueblos para los regímenes. Cuando en una nación se han de poner a contribución todos los elementos vitales del país para sostener el régimen, cuando en cada crisis grave del país no se piensa más que en la necesidad de salvar el régimen, cuando la mayor parte de los conflictos públicos son provocados por sostener dogmas del régimen, entonces se puede afirmar que ese sistema es artificioso en aquel país y desde luego evidentemente nocivo.

    Nuestro problema.

    Todos nosotros, ya queda dicho, nos encontraremos con el problema de la elaboración de un Estado español. Formémonos unas ideas claras, viendo los problemas con toda su gravedad. No nos dejemos llevar por mitos, porque hoy en España muchas gentes que hablan del fascismo no saben lo que es el fascismo; porque los españoles tienen el defecto crasísimo de votar lo que ignoran: cuando era la Monarquía, los descontentos votaron la República.

    ¿Por qué? Porque en la palabra República, que era una palabra vacía, ponía cada español con su voto la causa de sus rencores, de sus ambiciones y de sus ideales; cada uno llena las palabras políticas del contenido de sus ideas propias, sin tomarse la molestia de estudiar su verdadera realidad. Hoy día el fascismo hay muchas gentes de las clases adineradas y de los propietarios y de los patronos que creen que es el remedio de sus males. Posiblemente, sí; pero no en el sentido que ellos piensan con toda seguridad, porque si hay fórmula de Estado que exija sacrificios a los ciudadanos y a todas las clases sociales que él tiene que sojuzgar para incorporarlas a un bien común, ese es el Estado fascista. Que no piense ninguna clase española que por el camino del fascismo se libra de los sacrificios: el fascismo es abnegación y sacrificio sobre todo.

    Y llegará un día en que en esta nueva cristiandad que yo creo que se está elaborando en el mundo, los pueblos lucharán entre sí como hoy luchamos en cada pueblo, por el predominio de las dos tendencias, del bien y del mal. Porque yo soy de los que creen que la revolución es una enfermedad permanente de la sociedad; que es el producto de la ambición y del asalto al poder y al bienestar organizado por esos que llamó alguien los subhombres, los infrahombres.

    El hombre enfermo o degenerado es sencillamente en la sociedad, lo mismo que en la conciencia de cada uno de nosotros, }a virtud y las pasiones. La vida moral es una lucha entre estas dos cosas, entre las pasiones y la virtud. Y así como la vida moral de cada individuo se desenvuelve en esa lucha, la vida de los pueblos se desenvuelve en la lucha de ese subhombre, que no quiere el imperio del derecho y de lo justo, sino el imperio de su egoísmo, su amor al bienestar material en este mundo, sin sumisión a normas morales, sin sumisión a una jerarquía. Es una enfermedad permanente la revolución y así, como hoy los pueblos luchan con esas dos tendencias entre sí, cuando se elabore esa gran cristiandad, que quizás sea un resultado de la guerra europea, yo confío en que España será como la sal del mundo, como la solera moral de la humanidad, porque todos los hombres superiores que se acercan a nuestro pueblo han visto que aquí reside por encima de lo doctrinal ese fondo moral permanente que hace que el español se desvíe temporalmente, pero que luego vuelva a encontrar las normas morales de las que no se puede salir, porque las lleva por largos siglos de civilización católica y de educación cristiana. Yo confío que los hombres de nuestra generación sabremos elaborar ese Estado futuro, porque ese Estado futuro tiene que ser el instrumento que saque a España de estos particularismos pequeños en que vive, que la vuelva a hacer cobrar fe en sus destinos universales y que haga de la cultura española y de nuestra civilización una bandera para la humanidad, para decirle que esos problemas de coordinar la autoridad y la libertad, la jerarquía y el individuo, esos problemas de coordinar el amor a la Patria y la sumisión al catolicismo y a la sede de Roma, son problemas que España tiene resueltos en sus tradiciones y que sabe practicar en la época moderna.

    Yo creo que esa civilización nuestra, puesta al día, sirviendo las necesidades modernas con un Estado nuevo, puede ser un ejemplo para la humanidad entera, y yo confío en que este Estado sabrá darle a España y a su cultura ese sentido imperial que debemos imponer en nuestra juventud y que debemos llevar a la convicción de nuestra gente joven. Sobre todo, no haremos un Estado nuevo si creemos que el Estado nuevo va a servir para la comodidad de cada uno; debemos hacerlo pensando que será una obra de sacrificio y de abnegación, de servicio a España; que eso es lo que España quiere: que la sirvamos.

    PEDRO SAINZ RODRÍGUEZ (“Acción Española”, septiembre, 1934)





    Última edición por ALACRAN; 01/03/2021 a las 14:40
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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