La madre
Me causa dolor el espectáculo diario de esas legiones de mujeres que caminan junto a nosotros cada día: han sido heridas por el engaño de la esperanza en una vida mejor, del resurgir de sus potencias humanas, de la “realización” de sus más altas aspiraciones.
Absorbidas por la corriente del pensamiento moderno, de los manejos de cloaca de los medios de comunicación, han trastocado los ejes fundamentales de sus vidas. Y si algún día llegan a detectar el engaño en que viven, si acaso piensan en rectificar, ya no hay remedio, es tarde, hay que continuar o morir.
Observad en las calles de nuestras ciudades, en cada mañana de invierno, casi de madrugada, a esas pobres mujeres que se juegan la vida en un ciclomotor, engullidas en la vorágine del tráfico enloquecido, tapadas sus caras hasta los ojos por una bufanda que lucha con poco éxito contra el témpano frío del alba, ateridas y presurosas por llegar a tiempo a sus destinos. Van a trabajar, van a “realizarse”, van a lograr la independencia y la huida de ese submundo aterrador que las mantenía esclavas en sus casas, dominadas por los cínicos varones que las explotaban inmisericordes en sus hogares. Figuras poéticas que, repetidas machaconamente durante tres o cuatro generaciones, han llegado a mellar sus entendimientos y sus sentimientos.
La realidad es muy otra: van a teclear cansinamente, con la angustia de las prisas que reclama su rendimiento (la rentabilidad es hoy uno de nuestros más poderosos dioses), una máquina de escribir o un teclado de ordenador, a atender tediosamente una ventanilla en la que leen sin leer los documentos monótonamente iguales que les presentan pobres gentes que esperan el pago de una deuda, el acceso a un permiso, una subvención comprometedora… Mientras que cuidan atentas su retaguardia para que el jefe de turno, dueño de sus destinos (porque lo es de sus ascensos, de sus descensos o incluso de su futuro) no se pase de ciertos límites y llegue a tentarles partes delicadas de sus cuerpos. O incitándolos a ello para hacer menos penoso el ascenso en el mísero escalafón. Alcanzan con la misma angustia de las prisas, a la hora de comer, un garito que expende comida basura (eso sí, muy rápida) que deforma sus cuerpos y destroza sus estómagos; y vuelta a la rutina del tecleo hasta agotar la jornada laboral.
Recogen presurosas a sus crías que han abandonado al impersonal cuidado de una guardería y regresan con ellas, aún tan tiernas, a sus hogares. Las desnudan para el baño, las cubren de besos, juguetean con ellas. El instinto materno que no han podido dominar quienes las dominan a ellas (se pueden superar muchas cosas, pero jamás la naturaleza humana) y que les ha martilleado todo el día (como un eco de sus intuiciones más íntimas con luminosidades eventuales que hacen que sus almas sollocen por el recuerdo concreto y consciente de la criatura) les lleva a añorar, aún desconociéndola, la bendición de estar cada día, cada hora, cada minuto, cuidando y acariciando a ese niño que han parido y que se transforma, después del parto, en el único objeto de sus atenciones y de su felicidad.
Las lágrimas asoman a sus ojos y piensa cada madre que esa sí sería su función, su vocación, su aptitud, su dicha, su consuelo… Ese pedazo de carne que tiene ante ella… ese sí, hace temblar todas sus fibras sensibles y colma sus emociones. Los movimientos convulsivos e incontrolados de esas piernecitas, de esos bracitos tan tiernos, tan indefensos.. y sueña; sueña con otra vida en la que el alba fría y desoladora le sorprendería en sueño reparador solo interrumpido por los gorgojeos del niño en la cuna vecina. Ella sacaría su brazo de la sábana caliente y balancearía suavemente, con cariño, la camita. El bebé sentiría el amor de esa carne que es su madre, lo único que le liga al mundo exterior que empieza a sentir de manera vaga; y otra vez el sueño reparador invadiría las dos almas gemelas, hasta que la hora de preparar alimentos sanos que no dañarán los cuerpos y las mentes de la familia y que compartirán en la mesa común, le lleva al sagrado recinto en el que ella es dueña y señora, reina omnipotente.
Imagina esa escena de sueño y siente en su alma, en su trigémino, la necesidad perentoria de cumplirlo, de aislarse de la tabarra del mundo “brillante” en el que ha pensado “realizarse”, ser “ella misma”, “liberarse” gloriosamente. Pero ya es tarde, ya es imposible, ya se ha convertido en una meta inalcanzable, en un privilegio del que jamás podrá gozar. El marido (si lo hay) se pega también diariamente de calamazones con todos los límites que le han impuesto por su parte. Hay que pagar las letras de un piso supercaro, las letras de todas las comodidades que adornan ese piso, las del coche que solo sirve para ir a trabajar… Y el piso no es un hogar porque nadie lo ocupa y está vacante y solitario; y los muchos artefactos electrónicos son inútiles para calentar el piso, que no tiene calor ni lo tendrá jamás. Es como ese famoso tubo de la risa en el que uno se mete y ya no puede salir, que da vueltas y más vueltas golpeando y torturando nuestros cuerpos ajenos ya al control de sus movimientos. Hay que trabajar, hay que pagar, hay que salir, hay que entrar; la cena de los López, el regalo a la niña de los Pérez que se ha casado para iniciar un ciclo igual, viajes a un lejano extranjero en el que nada nuevo aprenden pero que les libra del pecado mortal de no poder contar paraísos exóticos de otras tierras…
¿Y el niño? El pobre niño lo tiene aún más duro, su presente es aún más crudo: privado del calor que solo la madre es capaz de proporcionarle porque el cordón umbilical no se ha desvanecido con el tijeretazo del médico partero sino que sigue uniendo a los dos seres en el espíritu, se ve vejado por el trato impersonal y frío de profesionales de su cuidado que les atenderán asépticamente, aplicando toda la nueva tecnología del tratamiento técnico de un bebé. ¿Qué le importa a ese ser la técnica y la profesionalidad? Lanza su manita y no tropieza en la falda de su mamá ni encuentra la mano firme que le protege. Busca con su boca el pecho maternal que debe alimentarle y no encuentra más que el frío roce de una goma y los mejunjes, también estudiados técnicamente, que no le aportan ese calor que solo es humano y que le sigue ligando al claustro en el que se ha mecido por la friolera de nueve meses, todos los de su vida.
Las gentes, histéricas y desalmadas, hablan de enfermedades que jamás el ser humano adulto había experimentado: las depresiones, la angustia vital… Yo os digo que no hay más angustia vital que la que sobreviene y marca a un neonato que ha buscado incesante a su madre y no la ha hallado. ¿Qué nuevas generaciones nos espera contemplar? ¿Qué harán de nosotros y de nuestro mundo?
La misma educación torticera ha conseguido en el género humano, en nuestros días, cotas de inhumana crueldad que roza lo satánico, de maldad y perversión hasta hoy desconocidos, de bestialidad demoníaca de la que no son capaces ni los animales más salvajes: se propone como remedio a la cruel experiencia de los hijos sin hogar, sin calor, sin mimos y sin madre, la conjura del aborto. Y se legisla y se le da carta de naturaleza. Los babeantes imbéciles del progreso, amigos y defensores de cualquier perversión por envilecedora que sea, gritan en algarabía de gallinero loco cuando alguna voz sensata se eleva, llama a las cosas por su nombre y tilda de monstruosidad tal acción: ¿Quién se atreve a desposeer a la mujer del “derecho a interrumpir voluntariamente su embarazo”? No, repudiados monstruos satánicos, “progres” porque progresáis hacia lo negro de la nada; no llaméis a las cosas con nombres rimbombantes que desfiguran su auténtica naturaleza: se llama “el crimen más fiero, sañudo, sanguinario, desalmado, despiadado, monstruoso, perverso, salvaje y cruel” que puede cometer un ser humano. Crimen que realiza la misma madre contra su hijo, que lo comete en el momento más débil, más indefenso de la vida del niño. Y que lo ejecuta precisamente aquella que tiene a su cuidado la salvaguarda del niño, la defensa del ser más indefenso. Nerón, que sacrificó a su madre y mató a su caballo, no hubiese ideado un crimen tan inicuo. Las hordas bárbaras que cruzaban las estepas nórdicas sin apearse del caballo durante semanas, ponían en manos de sus hembras todos los medios para que cuidasen de sus hijos, antes y después del alumbramiento. Solo Satanás es capaz de un invento tan diabólico.
Y son ellos los que no son cansos en su aquel de perorar sobre el respeto a la vida humana y sobre el respeto a los “demás”: jamás se ha visto en la historia de la humanidad una época tan desdichada que haya sido capaz de asimilar tanta monstruosidad y de ponerla en práctica con la desfachatez con que se cometen tales crímenes.
A veces, superando presiones, los Obispos en Sínodo, o la Santa Sede, o cualquiera de los componentes del clero, levantan la voz contra tanta felonía, levantan la voz y acusan por sus nombres estas prácticas. La nefasta progresía se revuelve herida y se monta el griterío de cornejas tildando de incivilizados, de autoritarios y de intransigentes a todos los que tenemos que ver con la Religión Católica. Ladran, luego cabalgamos. Si ellos se alzan en algarabía incerebral, es que nosotros tenemos razón. Si no lo confirmase tan rotundamente la simple observación de la naturaleza humana, del bien y del mal, del sentido de la justicia, de la racionalidad más simple, sabríamos de nuestro acierto por su alharaca.
Mujeres, mujeres… no sabéis lo que os habéis dejado en este tortuoso y desdichado camino de la modernidad y del progreso. Pero estad seguras de que lo habréis de saber; y que cuando lo sepáis, ya no tendrá remedio, ya habréis cambiado el dulce estado de “esclavitud” en que os tenía el varón, por una esclavitud real, firme e inmisericorde, de la que (de esa sí) no podréis libraros ya jamás ni los que lo intentemos podremos libraros. Entenderéis entonces que teníais la libertad y la habéis perdido. Y que la naturaleza y Dios Nuestro Señor ha de castigar vuestro desvarío y vuestro crimen. Como castigará sin piedad a quienes lo han promovido y divulgado, porque ellos son más culpables que vosotras.
Mientras tanto, podéis cantar a gritos el himno de la libertad (esa que no tiene ira pero que mata inocentes despiadadamente); podéis zambulliros en el más estéril de los feminismos. Ignorantes de que Simone de Beauvoir, madre de las feministas francesas, recibía de su Jean Paul un vapuleo físico diario, como si fuese su desayuno espiritual de cada día, mientras preparaba al nefasto filósofo una de sus alumnas para saciar las perversiones patológicas de Sartre. Nunca sabremos a conciencia cuantas feministas inglesas de las más radicales del XVIII tuvieron igual suerte y fueron torturadas por sus parejas; aunque sí sabemos que fueron muchas.
“Miserere mi”: estos tiempos que nos ha tocado vivir y lo que aún nos queda por ver, son sin duda el resultado de nuestras culpas. Y en estas culpas sí me incluyo yo e incluyo a todos.
Javier de Echegaray
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