Revista FUERZA NUEVA, nº 145, 18-Oct-1969
EL BLOQUE IBÉRICO
Por Blas Piñar
Nuestro país no puede permanecer desinteresado ante las elecciones portuguesas (octubre, 1969). Somos dos naciones hermanas, de idéntica raíz histórica y de destino solidario. La geografía y las reacciones temperamentales de los dos pueblos condicionan nuestro futuro de tal manera, que no podemos aislarnos por medio de una línea fronteriza que, para matizar su carácter, pierde entre España y Portugal este nombre para llamarse simplemente “la raya”.
Que en Portugal se ha producido un cambio, y que este cambio no afecta solo a la sustitución de las personas, sino el rumbo político, parece incuestionable, si nos atenemos a la información fidedigna que nos llega desde la nación hermana.
El resultado de las elecciones no importa tanto como la postura del equipo que, bajo la dirección de Marcelo Caetano, ocupa en la actualidad del poder. Bajo el signo de la apertura, que el Gobierno portugués patrocina, pueden suceder muchas cosas, alterándose trayectorias y postulados que hasta la fecha en que cayó gravemente enfermo Oliveira Salazar se habían considerado como inmutables. La nueva orientación puede referirse tanto al régimen interno o metropolitano como a la conducta a seguir con relación al inmenso Portugal ultramarino.
Que en las anunciadas elecciones se dé mayor o menor beligerancia a los grupos de la oposición y que éstos puedan conseguir un número aceptable de votos, no tendrá tanta repercusión como el hecho de que los vencedores en la contienda –la Unión Nacional, sin duda- hayan sido ganados en todo o en parte por las ideas de sus adversarios, pues tales ideas, naturalmente, marcarán la pauta de la política portuguesa “post-salazarista”.
Es muy posible que en esta singladura que parece vislumbrarse para Portugal haya influido la línea que desde hace algunos años sigue nuestro propio país, y que en reiteradas ocasiones hemos tenido dolorosamente que criticar. El abandono de los postulados y de los anhelos esenciales de una revolución, y la ruptura con las tradiciones patrias -tradiciones sobre las cuales la revolución nacional se asienta y de las cuales se nutre- constituye una aventura alocada, propia de los pueblos seniles cuyas reacciones tanto se asemejan a las de aquellos que todavía no han llegado a la pubertad histórica. Menéndez Pelayo, que tan seriamente estudió el tema, nos podría dar una limpia y esclarecedora lección sobre las consecuencias de este abandono, al releer algunas de sus mejores páginas.
Europa entera –y Portugal parece que no se sustrae al fenómeno- se halla en un momento de tránsito. Del recelo ante la amenaza comunista se ha pasado al diálogo, del diálogo al entendimiento y del entendimiento, quizás se pase a la entrega. Y ello cuando la opresión se ha hecha más dura, descarada y tenebrosa, cuando ya se tiene la evidencia de lo palpable: que no hay país que caiga en la trampa de la seducción y de la subversión convergente que pueda desembarazarse de un sistema donde el hombre y su dignidad no significan nada.
La gangrena moral que apolilla las virtudes de Occidente, y que el Papa denuncia con voz apesadumbrada, pero desoída, arranca el espíritu de resistencia de nuestros pueblos frente a la avalancha del marxismo. Enredados por la dialéctica enemiga, avergonzados y confundidos ante la acusación de fascistas, retrógrados o anticonciliares, la voluntad se detiene y, con facilidad y apresuramiento, se busca la palabra dulzona o se ablanda, contemporizando, el espíritu fuerte que en un pasado todavía próximo movilizaba a las naciones disponiéndolas al combate. Un clima de derrota anticipada, de genuflexión ante la inexorable e incontenible marcha de los acontecimientos, nubla la inteligencia y la mirada de los cuadros directivos de la política de Occidente.
Si los Estados Unidos hubieran luchado en Vietnam con la quincuagésima parte de los medios y del entusiasmo con la hicieron en Europa contra Alemania, es indiscutible que ya hubiesen ganado la guerra. Pero la falta de convicción, la actitud dubitativa, los intereses bastardos, el trueque de zonas de influencia, ha terminado en las ridículas conversaciones de París, y en la retirada paulatina del Sudeste asiático.
Portugal juega una baza decisiva, no en las elecciones, sino con ocasión y con motivo de ellas. El Bloque Ibérico que, como dijo Franco, “constituye hoy una de las garantías más sólidas para la defensa de Europa”, perdería su razón de ser y quedaría sustancialmente desvitalizado si se olvidara que su fundamento y su raíz se halla en aquellos argumentos incontestables de dos portugueses ilustres: Pequito Rebelo y Antonio Sardinha.
Para Pequito Rebelo, Portugal y España deben constituir “un bloque de invencible valor internacional, fuerte sobre el Mediterráneo y el Atlántico. Para Antonio Sardinha, ese bloque constituye la gran reserva espiritual de Europa. “En la Península –asegura- se deciden los destinos de la invasión comunista-capitalista del universo, y serán las energías y los equilibrios, toda la espiritualidad acumulada históricamente por el sistema de dualidad peninsular, los quedarán el golpe definitivo a esa invasión, creando una vida nueva en que el Fuego sea siervo del hombre libre y no señor del hombre bestializado y satanizado”.
En esta hora de confusión, en que tiemblan y se atemorizan los mejores, en que las instituciones más sólidas y milenarias parecen dudar de sí mismas, “Portugal y España -como dijo Sardinha- hermanadas en la conciencia de su predestinación, deben dirigir a Europa y al Mundo una suprema llamada… para que Europa y el Mundo se den cuenta, al menos, de que al salvarnos en la pugna trágica los salvamos a ellos también.
A tal fin, sin embargo, y para que esta llamada se produzca, es necesario que existan portavoces en los que arda el estímulo inagotable de la misión y del destino.
¿Tenemos en realidad estos hombres? Si los tenemos, nuestras banderas enarboladas alentarán la esperanza y el valor de los pueblos sometidos o alienados. “El alma de la Península” elevará su oración y alentará a Occidente, aventando la amargura y el derrotismo, impidiendo, como dijera Salazar, en su discurso de 30 de noviembre de 1967, que arraigue en los hombres “la conciencia de que el terrorismo es invencible”.
Solo con esta base emprendedora y ardiente, la alianza peninsular, el bloque ibérico será algo más que un pacto frío entre dos naciones que cabalgan al trote ligero de la huida.
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