12:27 | 07 de febrero, 2010

El Gobierno de Zapatero ultima el anteproyecto de Ley de Libertad Religiosa, que pretende sustituir una norma incontestable de Adolfo Suárez por otra que propugna la fobia anticristiana.

Cuando uno toma un avión en Heathrow, Londres, es muy posible que tope con mujeres de las que uno sólo sabe que son mujeres porque no se les permite aparentarlo. Es decir, porque van totalmente cubiertas con un velo negro. En Francia, donde hace poco el presidente Nicolas Sarkozy llamaba a la elucidación de la esencia francesa, el parlamento ha acordado calificar la prenda como “signo de servidumbre”, en acuñación del propio presidente. Ningún político galo duda de que el burka es un instrumento de dominación sexista, “contraria a los valores de la República”. Por eso considera irrenunciable la prohibición de disimular la cara de una mujer en los servicios públicos. En España aún no se ven burkas, solamente velos (que cubren el pelo, no el rostro), pero el Gobierno prepara una Ley de Libertad Religiosa que incurre en una serie de disparates progres muy propios de José Luis Rodríguez Zapatero, adalid europeo del multiculturalismo tontorrón.
En Francia, una mujer tocada con velo integral podría pronto ver rechazada la entrada al metro, a una oficina administrativa o a un centro médico. Para tomar un autobús, las mujeres cubiertas con velo integral deberán descubrir su rostro durante todo el trayecto; si no, se quedarán en tierra. En España, gracias al impulso del ministro Caamaño -y según lo que ha trascendido de la redacción literal del anteproyecto de ley-, el crucifijo no se podrá poner en las aulas públicas, pero tampoco en cuarteles, dependencias municipales -incluidos salones de pleno-, juzgados, hospitales y otros edificios públicos, (si es que quedaba alguno en alguno de estos sitios). Los funcionarios con cargo suficientemente alto como para tener despacho, sí podrán colocar en él -si lo desean- un crucifijo. Pero no lo habrá en estancias que sean compartidas o comunes. La ley, en la línea buenista y demagógica de Zapatero, pretende potenciar la Alianza de Civilizaciones y la pluralidad de credos, sin reparar en que fomentar el budismo en España es como promover el culto eleusino en Alaska, más o menos. Un ejercicio de voluntarismo hippie que esconde una inquina irresuelta contra el signo de la cruz, el mismo que amasa la idea de España desde los tiempos, al menos, de un rey godo llamado Recaredo, allá por el siglo vi después de Cristo.
La norma actualmente en vigor -Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, impulsada por Adolfo Suárez-, consagraba en su artículo primero, punto dos, que “las creencias religiosas no constituirán motivo de desigualdad o discriminación ante la Ley. No podrán alegarse motivos religiosos para impedir a nadie el ejercicio de cualquier trabajo o actividad o el desempeño de cargos o funciones públicas”. En su artículo segundo, punto dos, reconoce “el derecho de las Iglesias, Confesiones y Comunidades religiosas a establecer lugares de culto o de reunión con fines religiosos, a designar y formar a sus ministros, a divulgar y propagar su propio credo, y a mantener relaciones con sus propias organizaciones o con otras confesiones religiosas, sean en territorio nacional o en el extranjero”. En el punto tres del mismo artículo, la ley prevé que “para la aplicación real y efectiva de estos derechos, los poderes públicos adoptarán las medidas necesarias para facilitar la asistencia religiosa en los establecimientos públicos militares, hospitalarios, asistenciales, penitenciarios y otros bajo su dependencia, así como la formación religiosa en centros docentes públicos”. En su artículo tercero, punto uno, advierte de que el único límite lo marca “la protección del derecho de los demás al ejercicio de sus libertades públicas y derechos fundamentales, así como la salvaguardia de la seguridad, de la salud y de la moralidad pública, elementos constitutivos del orden público protegido por la Ley en el ámbito de una sociedad democrática”. Por último, en el artículo séptimo, punto uno, se apela al valor normativo de la tradición propia: “El Estado, teniendo en cuenta las creencias religiosas existentes en la sociedad española, establecerá, en su caso, acuerdos o convenios de cooperación con las Iglesias, Confesiones y Comunidades religiosas inscritas en el Registro que por su ámbito y número de creyentes hayan alcanzado notorio arraigo en España”. En resumen, se trata de una norma que apela al consenso, que tiene en cuenta la mayoría católica, pero permite a todo fiel practicar su fe sin otro límite que el respeto a la convivencia democrática y con la que todo el mundo estaba de acuerdo (¿han contemplado ustedes multitudinarias marchas en la calle suplicando libertad religiosa?). Pero el afán de consenso de Suárez viene a contrastar, tristemente, con el sectarismo de Zapatero. “La de Suárez es una norma espléndida, con un amplísimo consenso. Hablar en esto de demanda social es una broma pesada. De hecho, me consta que judíos, protestantes, musulmanes, confesiones que han llegado sin problemas a acuerdos con el Estado, están en radical desacuerdo con este intento de modificación de la ley”, explica a ÉPOCA el diputado popular Jorge Fernández, vicepresidente tercero del Congreso, hombre muy crítico con la ley del aborto recién aprobada por el Gobierno.
Fernández cree que la nueva ley, en oposición a la actualmente en vigor, enmascara el deseo de pasar -“por la puerta de atrás”, es decir, soslayando la doctrina constitucional- de un Estado aconfesional a un Estado laicista, y lamenta que los cristianos socialistas “no tengan peso” en el seno del partido para influir en este tipo de derivas, “propias de Zapatero en estado puro”. Desde luego, el título abunda en la costumbre socialista del eufemismo. ¿Por qué llamar Ley de Salud Reproductiva a amparar legalmente la eliminación de nuevas vidas, lo cual es de todo menos favorecedor de la función reproductiva? ¿Por qué llamar Ley de Libertad Religiosa a la obsesión por retirar los crucifijos en un país donde tres de cuatro ciudadanos se declaran católicos? La ley pretende potenciar la presencia en lugares públicos de “símbolos cívicos comunes”, en detrimento de la presencia de símbolos religiosos, que al parecer no son comunes ni cívicos. Pablo Molinero, presidente del Observatorio para la Libertad Religiosa, cree que los signos cívicos “también son importantes, pero no se pueden equiparar a los religiosos en una especie de fe laica”. Los crucifijos sólo se respetarán en colegios y hospitales privados (no queda otra). Tampoco podrá evitar la ley que un funcionario público ponga un crucifijo en su despacho, como exigían a Caamaño los lobbys más extremadamente progres, ni tampoco que lleve velo al trabajo, incluso si ese trabajo se desarrolla en una dependencia estatal. “No nos parece mal que se les permita llevar el velo en el trabajo a las musulmanas. El problema es que se quiera reducir la presencia de otros símbolos, los cristianos, enraizados en la tradición española. ¿Contra qué o quién atenta un crucifijo? Es un signo de entrega a los demás”, arguye Molinero. “El Estado, simplemente, no debería entrar en el ejercicio religioso, pero se ha propuesto recluir la fe en la privacidad, lo cual choca con la libertad personal”.
Según esta ley, una futura ministra musulmana podrá prometer su cargo con el velo puesto, pero, se pregunta Molinero, “¿por qué a un ministro cristiano se le obligará a prometer su cargo y no a jurarlo, si quiere hacerlo en conciencia? ¿O por qué no dar libertad a los padres de escuelas públicas para decidir si quieren o no crucifijo en su centro?” Tanto el Observatorio como el PP coinciden en señalar la “obsesión anticatólica” del presidente del Gobierno. “Pretende la descristianización progresiva de la sociedad española. Está por ver que llegue a aprobarse y en qué queda la redacción final, pero está cumpliendo lo que ya formuló en un congreso socialista en julio de 2005”, recuerda Jorge Fernández. En efecto, cabría datar en aquel 36 Congreso Federal del PSOE el discurso programático del laicismo zapateril: “Creo que España necesita recuperar un proceso de laicidad de forma subliminal, poco a poco, en diversos ámbitos”, proclamó entonces un Rodríguez Zapatero recién llegado a La Moncloa. Y en su primer discurso de investidura, profetizó: “Se abre ahora un tiempo nuevo en la vida política de España. En él quiero asegurar el protagonismo ciudadano a que todos tenemos derecho en una sociedad laica, tolerante, culta y desarrollada como debe ser la nuestra”. Lástima que el presidente considere el catolicismo incompatible con la tolerancia, la cultura y el desarrollo.
También persigue la ley “potenciar credos minoritarios”, un loable alarde de pluralismo que tendría más sentido si la de España fuera la historia de los Estados Unidos. No constan quejas de confesiones minoritarias sobre la imposibilidad de practicar sus cultos en suelo español. Se trata, parece, de publicitar luchas sociales contra problemas que no existen. Por otro lado, el avance del laicismo socialista entra en contradicción con los acuerdos Iglesia-Estado, que tienen rango de tratado internacional. Otro de los objetivos que persigue la ley -que se presentará en el Parlamento a lo largo del primer trimestre de 2010- es diferenciar entre símbolos religiosos y culturales. Lo cual viene a ser como diferenciar entre árboles y plantas: todos las plantas son árboles, así como toda religión es cultura. No sabemos cómo va a establecer la ley tan sutiles distinciones en aras de una supuesta mejora cívica de España. El gabinete de prensa del PSOE, tanto en Ferraz como en el Congreso, ha declinado realizar declaraciones a ÉPOCA sobre el particular. Nos quedamos sin saber, por tanto, si va a decidir un ministro si un funeral de Estado es cultura o religión, lo cual es propio de teocracias. Al respecto del belén y otros símbolos religiosos navideños arraigados en la sociedad, el texto prevé que serán de ámbito privado, quedando la decisión de su exposición en lugares públicos al libre albedrío de cada Administración. Así, la colocación de un belén en una plaza pública necesitará obligatoriamente la autorización del Ayuntamiento. A las procesiones de Semana Santa, un cargo público acudirá siempre a título personal. O sea que si Bono, ponemos por caso, quiere dejarse ver en una procesión en su Toledo natal, deberá preocuparse de portar una pancarta que aclare que quien acude es exclusivamente el Bono persona, no el Bono presidente del Congreso, o una ridiculez por el estilo. ¿Y no hay problemas más urgentes sobre los que legislar en este país?