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Tema: Iglesia Primitiva

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    Iglesia Primitiva

    IGLESIA PRIMITIVA
    TEOLOGÍA FUNDAMENTAL


    En los evangelios la expresión "Iglesia" aparece sólo dos veces. En Mt 18,17 se refiere a la comunidad local al tratar la corrección fraterna, y en Mt 16,18 recuerda que Jesús habló de la Iglesia en sentido amplio: "Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia". Además de esta breve referencia terminológica al ministerio de Jesús, en la segunda mitad del siglo i, Ef 5,25 afirma: "Como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella". De esta forma germinal se expresa la relación fundadora, originaria y fundante entre l Jesús y la Iglesia. Ya en los inicios del siglo ii, Ignacio de Antioquía habla claramente de la "Iglesia católica" (Smyrn. 8,2), y a finales de este mismo siglo, Celso distingue entre los conventículos gnósticos y "la gran Iglesia" (Orígenes, Contra Celsum, 5,59).


    Toda esta etapa configura la Iglesia primitiva en su época apostólica, cuyo testimonio inspirado es el NT (I Inspiración), redactado en su mayor parte en el siglo I d.C. En la primera mitad del siglo II d.C. aún se incorpora al canon del NT alguna obra -posiblemente 2Pe-, en coincidencia con los primeros escritos no canónicos. Algunos de estos últimos, como los "Padres apostólicos" y los ! "Apologetas", sirven de guía teológica para la Iglesia en los siglos sucesivos. Otros son clasificados como /apócrifos e incluyen una teología que es calificada como herética, ya sea gnóstica o doceta. Ya en la segunda mitad del siglo II d.C, se cierra definitivamente tal época, y con l Ireneo (obispo de Lyon en el 177 d.C.), empieza el período propiamente patrístico.


    La importancia de la época apostólica de la Iglesiá primitiva para la teología fundamental es decisiva por razón del .carácter definitivo de la revelación plena que es Jesucristo, puesto que después de 1 "no hay que esperar ya ninguna revcación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo" (DV 4; cf 2.17): de ahí que esta época sea norma y fundamento para la Iglesia de todos los tiempos (cf K. Rahner). Precisamente el concilio Vaticano II al hablar de esta época engloba a "los apóstoles" y a los llamados "varones apostólicos" (DV 7 y 18), y así reafirma el origen apostólico de los evangelios, cuyo proceso de formación triple -Jesús/apóstoles/evangelistas-posibilita la recta comprensión de su carácter histórico (cf DV 19). Este origen apostólico también es propio de los restantes escritos del NT (cf DV 20). De esta forma e1 Vaticano IIrecoge la tesis del decreto Lamentabili,que sustentaba que con los apóstoles se cerró la revelación (c€ DS 3421). Ya desde un punto de vista más sociológico-histórico, esta época apostólica puede dividirse en tres períodos, que coinciden aproximadamente con tres generaciones (cf R.E. Brown): el período apostólico (ca. 30-65), el período subapostólico (ca. 66-100) y el período posapostólico (ca. 100-150).


    I. EL PERÍODO APOSTÓLICO: CA. 30-65 D.C. 1) La comunidad y su vida. Aunque inicialmente Jesús no tuviese un interés explícito en crear una sociedad formalmente distinta, a pesar de que existía en su predicación y vida una clara "eclesiología implícita" y procesual (cf CTI de 1986, n. 3,2; t Jesús y la Iglesia), muy pronto los cristianos se convirtieron en una comunidad reconocida, en la cual el bautismo tenía la función de designar los seguidores de Jesús. El amplio uso de la expresión koinonia, comunidad/ comunión, en el NT -13 veces en la literatura paulinamanifiesta la forma de vida de estos bautizados, y quizá sea reflejo del nombre esenio de Qumrán dado a su comunidad, yahad: "la única", "la común-unidad" (1QS 1:1.16; 5:1.2. 16...). Otras designaciones son los "discípulos" (27 veces en He), los "santos" (tres en He 9 y 26,10), el "camino" (seis en He, que recuerda también Qumrán 1QS 8:12-14), los "cristianos" (He 11,26) y la ".`Iglesia" (28 en He). Será esta última la expresión progresivamente prevalente, y se usará tanto para significar las comunidades locales (He 15,45; 16,5) como para -un ámbito más amplio (He 5,11; 9,31). En su trasfondo puede verse una referencia al momento en que Israel se convirtió en pueblo de Dios a través de la alianza, y que en Dt 23,1-9 es calcado como qahai, -asamblea-, expresión que los- LXX traducen por ekklesia -Iglesia-. Otro signo claro de la continuidad con Israel viene dado por la expresión "los doce", referida a las doce tribus de Israel como expresión-síntesis de todo el pueblo y que está también presente en Qumrán (cf el "Consejo de los doce hombres": IQS 8,1).


    El modelo de vida de esta "comunidad" cristiana está bien descrito en He 2,42, y refleja un claro trasfondo judeo-cristiano en sus cuatro aspectos. Por un lado, la oración: los evangelios se refieren primariamente a la oración judía Shema (cf Mc 12,29); a su vez, los himnos cristianos primitivos, tales como el Magníficat y el Benedictus (Le 1,46-55.68-79), son un mosaico de referencias del AT y manifiestan grandes similitudes con los himnos de Qumrán; los mismos himnos cristológicos primitivos tienen amplias citas judías (Flp 2,5-11; Col 1,15-20; Jn 1,1-18), y en la oración del Señor resuena claramente la oración judía (Lc 11,2-4; Mt 6,9-13). Por otro lado, se celebra la fracción del pan: en He se habla de la asistencia al templo para orar; así Pedro y Juan (2,46; 3,1; 5,12.21). Esto muestra cómo en los primeros pasos de los judeo-cristianos se mantenían sus prácticas judías. La "fracción del pan" se impuso además como actualización de la fiesta pascual judía en clave eucarística. También el modelo judío afectó el tiempo de tal celebración. En efecto, a la caída de la tarde del sábado ya era permitido reunirse a los judeo-cristianos, que así celebraban juntos la eucaristía cristiana en espera del "primer día de la semana", conocido ya desde finales del siglo I d.C. como "el día del Señor" (Ev. Pedro 9,35; 12,50; Didajé 14,1).


    El tercer aspecto es la enseñanza de los apóstoles: a partir de la ley, los profetas y los otros escritos, "los apóstoles y los varones apostólicos" completaron esta Sagrada Escritura enraizados en la enseñanza de Jesús y progresivamente redactaron una segunda parte con el título de Nuevo Testamento, que se completó definitivamente durante el siglo II. A su vez se produjo un proceso similar en el judaísmo a través de la "Misná", una segunda enseñanza a través de las Escrituras, publicada a finales del mismo siglo, base de todo el desarrollo posterior del judaísmo.


    Finalmente, el cuarto aspecto es la comunidad de bienes: era la puesta en común de los bienes atestiguada en He 2,44s; 4,32-37; 5,1-6. Aunque puedan encontrarse elementos de "idealización" en esta descripción lucana, la perspectiva encaja con la tradición de Qumrán, que ve en esto un signo escatológico (1QS 1:11-15). A su vez, Pablo parece confirmar esta situación al hablar de la colecta a favor de los pobres de Jerusalén (Rom 15,26; Gál 2,10; 1 Cor 16,1-3). Por otro lado, tal forma de proceder es vista como característica de la ética cristiana, que condena la riqueza y ensalza la pobreza (Lc 1,53; 6,24; Mc 10,23; 2Cor 8,9; Sant 5,1), y es requisito para los ministros el que sean buenos administradores (1Pe 5,2; 1Tim 3,4s).


    2) Diversidades en la comunidad. Progresivamente, la comunidad primitiva se encontró con un nuevo y decisivo desafío: la entrada de gentiles, que suscitó un vivo debate entre tres principales portavoces: Pedro, Santiago y Pablo. Hacia la mitad del siglo I d.C. se produjeron unas actitudes diferentes entre la comunidad cristiana, que reflejan diferencias teológicas atestiguadas en el NT y que dieron varios grupos de cristianismo judeo-gentil: el primer grupo insistía en la plena observancia de la ley mosaica, incluida la circuncisión (He 11,2; 15,2; Gál2,4; Flp 1,15-17...). El segundo grupo mantenía la importancia de la observancia de algunas prácticas del judaísmo, pero sin la circuncisión (He 15; Gál 2; Pedro y Santiago...). El tercer grupo, en cambio, negaba la necesidad de prácticas judías, especialmente en las comidas (He 15,20-39; Gál 2,11-14; 1Cor 8; Pablo). Finalmente, el cuarto grupo no daba importancia al culto y a las fiestas judías, y se oponía claramente al templo, como refleja el discurso de Esteban (He 7,47-51) y, con más radicalidad, la carta a los Hebreos (8,13) y algunos textos joánicos (Jn 8,44; 15,25; Ap 3,9).


    Este dibujo de la comunidad primitiva en el período apostólico hasta el año 65 d.C. es fuertemente apostólico, ya que los evangelios, Hechos y Pablo indican la importancia de los apóstoles como grupo o como individuos en este período formativo. De ahí las observaciones ya presentes en el documento cristiano más antiguo, como es la 1Tes, que pide respeto "a los que os presiden en el Señor" (5,12), y a su vez en escritos posteriores se subraya la diversidad de funciones en las primitivas Iglesias paulinas (Flp 1,2: "los inspectores/obispos y diáconos"; 1Cor 12: los numerosos carismas).


    II. EL PERÍODO SUBAPOSTÓLICO (ÚLTIMO TERCIO DEL SIGLO I) Y POSAPOSTÓLICO (INICIOS DEL SIGLO II). 1) La gran transición. A partir del año 66 d.C. las tres figuras más conocidas de la Iglesia primitiva (Santiago, Pedro y Pablo) ya han muerto como mártires. En este último tercio del siglo 1, más que conocer nuevos nombres de "varones apostólicos", éstos se cubren bajo el manto de los apóstoles ya desaparecidos: de ahí la nomenclatura de período "subapostólico" (cf R.E. Brown). Así, Col, Ef y las cartas pastorales hablan en nombre de Pablo. El evangelio más antiguo, Mc, asume el nombre de un compañero de Pedro y Pablo. Mt se atribuye a uno de los doce, y Lc, al compañero de Pablo. El cuarto evangelio se refiere a la tradición del discípulo amado. Las cartas de Sant, Pe y Jds son ejemplos de una trayectoria subapostólica. En definitiva, el testimonio cristiano del período subapostólico se convierte en menos misionero y móvil, y más pastoral y estable para consolidar las iglesias constituidas en el período apostólico anterior (entre los años 30 y 60 d.C.).


    Otra transición interna fue el progresivo dominio de los gentiles. De hecho, la destrucción de Jerusalén comportó que la Iglesia de Jerusalén no perpetuase su función preeminente como antes del año 65 d.C. (cf Gál 1-2, y la colecta paulina). Si He 15,23 describía la Jerusalén del año 50 d. C. como interlocutora de los cristianos de Antioquía, Siria y Cilicia -y quizá también de los de España, de acuerdo con la voluntad de Pablo de visitarla (Rom 15,24.28) y del testimonio de tal realización (1 Clem. 5,7; Frag. Muratori, hacia el 180 d.C.)- al final del siglo 1 d.C. la Iglesia de Roma habla a los cristianos del norte de Asia Menor y de Corinto (1 Pe 1,1; 1 Clem.) y es calificada como "preeminente en la caridad" (IGN., Rom.). Así, mientras que a finales del 50 d.C. Pablo confiaba aún en la plena incorporación de Israel (Rom 11,1116: "mi linaje', en este período subapostólico, He nos transmite las últimas palabras de Pablo sobre este pueblo que no ha querido entender y que por esto la salvación ha sido enviada a los gentiles que la acogerán (28,25-28). A pesar de la afirmación de la ruptura del muro de hostilidad que les separaba (Ef 2,13-16), se acrecienta una dura polémica contra "la sinagoga de Satán" (Ap 2 9; 3,9) y contra el templo (He 7,47-51; Heb 8.13; Jn 8,44; 15,25).


    Esta transición va ligada también a la del judaísmo. La revuelta judía del 66/70 d.C. no tuvo un soporte uniforme dentro del judaísmo, especialmente entre el sector más selecto de los fariseos, que se convirtieron entonces en los más dominantes. Progresivamente los judeo-cristianos fueron considerados como secta y excluidos de la sinagoga (la airesis -secta- de He 28,22; cf H. Cazelles). La comunidad de Jn atestigua este proceso al recordar que quien confesaba a Jesús era expulsado de la sinagoga (9,22.34;12,42) y aun ejecutado (16,2), en el sentido de que sin la protección de la sinagoga los cristianos eran vistos como ateos según confirma en el año 112 d.C. Plinio el Joven, gobernador de Bitinia.


    Progresivamente, pues, el cristianismo apareció como una nueva religión al crecer los procedentes de los gentiles y al ser excluidos sus seguidores de las sinagogas. Los antiguos privilegios de Israel según el AT: "un pueblo escogido, un sacerdocio real y una nación santa" (Éx 19 5s; Ez 43,20s) se convierten en calificativos propios de los cristianos (cf 1Pe 2,9s.). Como ejemplo de radicalización de esta postura se encuentra Marción a mitad del siglo H d.C., que prescinde del AT, extremo no aceptado por la gran Iglesia. Can todo, también quedaron judeocristianos en este período. En efecto, parece que los que rehusaron la revuelta cruzaron el Jordán hacia la zona de la ciudad de Pella (cf EUSEBIO, Hist. Ecle. 111, 5.3), y así pudieron preservar un vibrante testimonio del judeo-cristianismo. Dentro de este período, entre los años 65/95 d.C., el evangelio de Mt se mueve entre la misión "a las ovejas de la casa de Israel" (10,6) hasta la que llega a todas las naciones (28,19). Pablo va contra la imposición de la ley, "ya que el hombre es justificado por la fe y no por las obras" (ltom 3,28). Santiago en cambio dice: "por las obras es justificado el hombre y no por la fe sola" (2,24). Será Pedro quien se presenta como amigo de ambos (2Pe 3,15s; Clem.); y aunque es criticado también por ellos (Gál 2,11-14), emerge como la imagen de figurapuente en esta Iglesia apostólica (l Ministerio petrino).


    2) La vertebración de la eclesiologia tardía del NT. La desaparición de los grandes apóstoles, la destrucción de Jerusalén y la creciente separación del judaísmo produjo varias reacciones en los cristianos del período sub y posapostólico que configuraron los elementos base de la eclesiología naciente en una institución eclesial ya regularizada, que se dibuja en tres etapas en la misma literatura paulina (cf M.Y. Mac Donald). Este proceso es calificado frecuentemente de forma negativa, y no sin poca precisión, como l "protocatolicismo". Mejor sería reconocer que cada religión necesita una tradición y una institucionalización reguladora para poder transmitirse (cf N. Brox). Así, las primeras y grandes cartas de Pablo manifiestan los comienzos de esta institucionalización que construye la comunidad: es un momento en el que prevalece una cierta autoridad carismática -que la persona misma de Pablo visibiliza-, aunque bien enraizada en su origen divino y apostólico. En la segunda etapa, tipificada por Col y Ef, se percibe la institucionalización, que progresivamente estabiliza la comunidad: la ausencia del apóstol conlleva un establecimiento de una cierta autoridad y vertebración según el modelo familiar en las Iglesias y la acentuación de la unidad en la Iglesia dentro de la diversidad en el texto paradigmático de Ef 4,46: Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, una sola esperanza, un solo cuerpo un solo Espíritu, un solo Dios y Padre" (cf PONT. CoM. BIBLICA, Unidad y diversidad en la Iglesia de 1988). Finalmente, las cartas pastorales muestran la institucionalización que protege definitivamente la comunidad: de ahí el papel decisivo de Timoteo y Tito, a quienes se dirigen estas cartas, así como el papel emergente de los presbyteroi (presbíteros/ ancianos) y de la episkopé (supervisión/ obispo) en cada ciudad.


    Así la desaparición de la generación apostólica creó de forma especial una situación totalmente nueva para la Iglesia que, de acuerdo con el principio de la "tradición por sucesión" (la famosa fórmula de IRENEO, Adv. Haer. III, 3.1), la obligó paulatinamente a encontrar "sucesores" del particular "ministerio" que ejercían los apóstoles. Esta transición entre el período apostólico y el período sub y posapostólico se hizo de forma relevante con la ayuda de la función de la episcopé. Las comunidades locales sub y posapostólicas experimentaron la necesidad primera de consolidarse en un "lugar" y de mantenerse en la "catolicidad" de la Iglesia una. Esta misión, este ministerio, fue asumido por aquellos que sucedían a los apóstoles en su particular episcopé, se llamaran obispos o presbíteros, tal como se manifiesta en Tit 1,7-11 y ITim 3,1-7, así como en la 1 Clem. de finales del siglo i d.C.


    Correlativamente se pasa de un apostolado misionero al episcopado local. Cada comunidad tenía un colegio de ministros locales y de forma preeminente, a partir de la presidencia única de la celebración eucarística, se asumió el episcopado monárquico. Así pues, progresivamente se condensó en una misma persona aquello que venía de la episcopé apostólica y aquello que definía ya al obispo local. De esta forma, hacia el 110 d. C., Ignacio de Antioquía da ya el testimonio consolidado del triple grado del ministerio apostólico: los obispos, los presbíteros y los diáconos, establecidos "hasta los confines de la tierra" (1GN, Eph. 3,2).


    3. CONCLUSIÓN. Con el último escrito del NT, la 2Pe, se concluirá propiamente la Iglesia primitiva en su época apostólica, y por tanto en su fase constitutiva y fundante (cf DV 4), probablemente hacia inicios del siglo n d. C. y no más allá de su mitad (en el caso de confirmarse que la 2Pe refleja la discusión con Valentiniano y Marción hacia el 140 d.C.). Época apostólica que se refleja en el testimonio inspirado que es el NT, el cual completa al reconocido desde entonces como su primera parte o AT, especialmente en su versión griega usual de los LXX. Época marcada por una progresiva institucionalización de la koinonía naciente, en la cual emerge la función progresiva de los sucesores de los apóstoles, cuyo "ministerio eclesiástico de institución divina es ejercido por aquellos que desde antiguo fueron llamados obispos, presbíteros y diáconos"(LG 28). A su vez, la imagen final de Pedro en 2Pe, que abraza Pablo y Santiago, a través de Judas (y si su origen fuera Roma, cosa que no debe excluirse, -cf 3,1-,esta imagen quedaría aún más confirmada con la función clave de esta Iglesia en la segunda mitad del siglo u d. C.), sirve de nuevo como figura-puente entre ambas tendencias y a su vez como palabra final y autorizada de la Iglesia primitiva, norma y fundamento de la Iglesia de todos los tiempos.


    BIBL.: AcmexE R., La Iglesia de Antioquía de Siria, Bilbao 1988; La Iglesia de Jerusalén, Bilbao 1989; La Iglesia de los Hechos, Madrid 1989; BeowN R. E., La comunidad del discípulo amado. Salamanca 1987; Antioch and Rome, Londres 1983; Las Iglesias que los Apóstoles nos dejaron, Bilbao 1986; Early Church: The New Jerome Bíblica¡ Commentary, Nueva Yersey 1990, 1338-1346 (§ 80: 1-33); Baox N., Historia de la Iglesiaprimitiva, Barcelona 1987; CAZELLES H., La naissance de l'!r`glise, secte juive rejetée, París 19832; COMISSION BIBLIQUE PONTIFICALE Unité et Diversité dans 1 Église. Texte officiel de la C.B.P. (1988) et travaux personnels des membres, Ciudad del Vaticano 1989; CWIExowstcl F.J., The Beginnlngs ojthe Church, Nueva Jersey 1988; LEG1D0 M., La Iglesia del Señor. Un estudio de ec%siología paulina, Salamanca 1978; LOnEMANN G., Das jrühe Christenturn nach den Traditionen der Apostelgesehichte, Gotinga 1987; MACDONALO M.Y., The Pauline Churches, Cambridge 1988; MEEKS W.A., Los primeros cristianos urbanos Salamanca 1987 PtE-NINO f S., La apostolicidad de la Iglesia y el ministerio del obispo, en "Diálogo ecuménico"


    IGLESIA PRIMITIVA
    La Iglesia es el poder supremo en lo espiritual, como el Estado lo es en el temporal.

    Antonio Aparisi

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    Re: Iglesia Primitiva

    Obispados de la Iglesia Primitiva:


    Esmirna:


    Durante el avance del cristianismo dentro del Imperio romano, fue martirizado dentro de sus muros Policarpo de Esmirna. La ciudad tomó relevancia entre los cristianos al ser una de las siete ciudades nombradas en el Apocalipsis y a causa de la profecía de que serían perseguidos y muertos muchos de los creyentes en Jesucristo. Los cristianos de esa ciudad padecieron persecuciones y discriminaciones a la vez que se enfrentaban a doctrinas como el gnosticismo, montanismo, nicolaísmo y marcionismo.


    Esmirna continuó en manos de bizantinos durante unos cinco siglos más, hasta que en 1084 fue ocupada por los turcos seléucidas, aunque dicha ocupación tan sólo duró 13 años, ya que los bizantinos la pudieron recuperar de nuevo. Los otomanos, en 1322, se la arrebataron definitivamente a los emperadores griegos, pasando de mano en mano más tarde y siendo gobernada por el reino de Chipre, Venecia e incluso los Estados Pontificios.


    Saqueada en 1402, sufrió un severo castigo: asesinaron a la mayoría de sus habitantes. Los otomanos volvieron a apoderarse de ella en 1424, conservándola hasta 1920, tras la desintegración del Imperio otomano y la ocupación griega según el Tratado de Sèvres. En 1922 regresó a manos turcas tras la Guerra grecoturca. La ancestral comunidad griega de Esmirna fue exterminada sistemáticamente y los supervivientes fueron desplazados a Grecia en virtud de los acuerdos de intercambio de población entre Grecia y Turquía. Más de un millón de griegos abandonó entonces la ciudad, una de las de mayor población declarada griega de Anatolia. La música traída por los refugiados de Esmirna sería el origen del rebétiko, uno de los géneros musicales griegos más importantes.


    Durante la II guerra Mundial, la ciudad creció gracias a su estratégico enclave y se recuperó del terrible incendio que 20 años antes había destruido totalmente la ciudad.



    Esmirna - Wikipedia, la enciclopedia libre
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    Antonio Aparisi

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    Re: Iglesia Primitiva

    La Jerarquía en la Iglesia Primitiva


    Tomado de Teología Fundamental, Albert Lang,


    Tomo II, Ed. Rialp, S.A.


    Colaboración de Ana Beatriz Aparicio Gereda


    A los primitivos cristianos no solo les unía el vínculo del amor fraterno o el prestigio de los dones carismáticos. Desde el principio se reconocieron en la Iglesia jefes y superiores a los cuales les incumbía la dirección de las comunidades.


    Durante el tiempo de fundación de la primitiva comunidad de Jerusalén tuvieron los Apóstoles una autoridad indiscutible. Después de la separación de Judas completaron el número simbólico de los “Doce”. Ellos decidían en todas las cuestiones importantes y, como lo muestra el juicio sobre Ananías y Safira, con verdadera jurisdicción. A Pedro le correspondía la suprema dirección. Después de su salida de Jerusalén, ocasionada por la persecución de Herodes, ocupó Santiago el puesto principal en la primitiva comunidad y se destacó en todos los asuntos que se trataban en Jerusalén (Hechos 15, 13 ss.; 21, 17 ss.; Gal 1, 19; 2, 9).


    Muy pronto sintieron los Apóstoles la necesidad de designar colaboradores para las tareas que surgían en la comunidad, y así poder quedar libres para la predicación (Hechos 6, 2 ss.; 8, 5). Fueron elegidos para el Diaconado siete miembros de la comunidad, a quienes los Apóstoles confiaron este oficio por medio de la imposición de manos (Hechos 6, 5 s.). En esta ocasión la iniciativa de los Apóstoles de tal modo se acentúa “que no se puede poner en duda el hecho de que la constitución de los siete en su ministerio sólo es valedera mediante la designación de los Apóstoles”. Los siete, como se deduce de las actividades posteriores de Esteban y Felipe, no sólo debían servir a los pobres, sino ejercitar también el ministerio de la palabra. En la primitiva comunidad también existían los Presbíteros, como se deduce de su mención ocasional (Hechos 11, 30; 15, 2 ss.; 21, 18). Ellos se encargaron de la colecta de los cristianos de Antioquia y participaron en el concilio de los Apóstoles (Hechos 15, 2.6.22.24)


    Así aparece en la primitiva comunidad una legítima jerarquía distribuida en tres grados.


    En las comunidades cristianas también existían hombres a quienes se les había encargado la dirección de la Iglesia y estaban revestidos de un carácter ministerial.


    1. A causa del carácter misional de estas comunidades sobresalen en ellas ante todo los primeros heraldos del cristianismo, los profetas y doctores (Hechos 13, 1). En su misión de predicar el Evangelio y mover a los hombres a la Fe en Cristo, jugaba naturalmente un papel importante el don carismático de enseñar. Los predicadores ambulantes eran los comandos que preceden a las tropas regulares. Eran delegados para una misión de carácter transitorio.


    2. Junto a esta “Jerarquía ambulante” había también en las comunidades cristianas superiores estables. Muchos investigadores no tienen suficientemente en cuenta el influjo del Antiguo Testamento. Barrer ha notado que la idea de una constitución jerárquica y una autoridad era tan familiar, que Pablo no pudo desentenderse de ella. Pablo y Bernabé en su primer viaje de misión “constituyeron en todas las comunidades…presbíteros que los encomendaron al Señor, al que ellos también se habían confiado” (Hechos 14, 23). En el tercer viaje hizo Pablo venir a Mileto a los superiores de Efeso, que son designados como “Presbíteros” u “Obispos” (Hechos 20, 17.28). “Obispos” y “Diáconos” son también nombrados al comienzo de la carta a los filipenses. Pablo les dio a sus discípulos Timoteo y Tito el encargo y los plenos poderes para constituir Obispos y Diáconos.


    3. No debe extrañar que San Pablo en sus cartas trate poco de la organización interior de sus comunidades; al Apóstol en sus cartas le interesan, ante todo, los asuntos religiosos de los cristianos conocidos de él la mayoría de las veces incluso personalmente, y no tanto la determinación de los diversos ministerios entre los cristianos. Al principio, mientras estaba en todo su vigor el espíritu de unidad fraterna, estos oficios y ministerios pasaban más inadvertidos frente a los dones carismáticos (1 Cor 12, 28). Pero San Pablo, aun en sus primeras cartas, reconoce los ministerios eclesiásticos. En la primera carta a los tesalonicenses (5, 12) y en la carta a los romanos (12, 8) trata de los superiores en general. Exhorta a los tesalonicenses a tratar “con reverencia y amor en su ministerio a los que trabajan entre ellos y los presiden en el Señor”. A la comunidad de Corinto exhorta a que muestren atenciones “a la casa de Estéfanas, primicias de Acaya, que se han dedicado al servicio de los santos” (1 Cor 16, 15). Expresa siempre con claridad y atribuye a Dios el orden sagrado de las tareas y ministerios dentro de la comunidad (Efesios 4, 11). Los superiores de Efeso, a los que Pablo a su regreso del tercer viaje de misión hace venir a Mileto, son exhortados por él como “pastores de la comunidad puestos por el Espíritu Santo” (Hechos 20, 28) y son llamados presbíteros y obispos (Hechos 20, 17.28). En su carta a los filipenses (1, 1) nombra expresamente a los obispos y diáconos. En las cartas pastorales, finalmente, encarga Pablo a sus discípulos Timoteo y Tito nombrar obispos y diáconos (Tit 1, 5; 2 Tim 2, 3) y trata detalladamente de los deberes y exigencias de estos oficios y del respeto a ellos debido (1 Tim 3, 1-13; 5, 17; Tit 1, 5-9).


    4. Los cargos en la comunidad eran conferidos, desde el principio, en un acto de culto por medio de la imposición de manos (Hechos 6, 6; 13, 3; 14, 23; 1 Tim 4, 14; 5, 22; 2 Tim 1, 6). Esto demuestra que no se quería dejar el gobierno a la libre inspiración del Pneuma, sino que se aspiraba a un orden firme. La cuestión de los carismas en el primitivo cristianismo no está todavía del todo aclarada. Había carismas de diferentes clases. Se contaban entre ellos las gracias extraordinarias (glosolalia, curaciones milagrosas, discernimiento de espíritus), pero también las gracias necesarias para capacitar a los “Apóstoles, Profetas, Evangelistas, Pastores” (Efesios 4, 11) a desempeñar su misión. No existía ninguna oposición entre carisma y autoridad. Los carismáticos eran requeridos para los servicios de la comunidad; en particular, la predicación del Evangelio se les confiaba a los dotados del don de lenguas. A su vez, se reconocía que los jefes de la comunidad estaban llenos de la fuerza del Espíritu (Hechos 20, 28). Pablo, en Rom 12, 6-8, cuenta entre los dones de gracia el servicio y en 1 Tim 4, 14 llama un carisma al oficio que le ha sido conferido a Timoteo por la imposición de manos.


    Es importante notar que el nacimiento de los ministerios y cargos de gobierno en la Iglesia no coincide con la reflexión sobre ellos. Hay que reconocer que los nombres para los oficios diversos tenían que ser primero acuñados y sólo poco a poco conseguían circunscribir su significación. Al principio no estaba desarrollado, o sólo de un modo imperfecto, el vocabulario para los diversos cargos u oficios. No es sólo Pablo el que primero ha hablado de los “superiores” en general Heb 13, 17 y en el Pastor de Hermas se usa todavía el indeterminado “los que dirigen” y Justino en la descripción de una reunión litúrgica habla casi 150 veces de “el que preside” sólo de un modo general. Pero precisamente el hecho de que no se designasen los oficios del Nuevo Testamento con los títulos sagrados que existían anteriormente, muestra que se consideraban como algo nuevo, como una función nacida de la misión dada por Cristo.


    La palabra Diácono parece haber sido la primera en recibir su precisa significación. Por ser un término que expresaba una relación no muy concreta, tenía la suficiente flexibilidad para poder recibir un nuevo contenido de significado. Las palabras: diakoneuo, diakonía, diákonos fueron empleadas para significar también el servicio de la mesa, el cuidado por la subsistencia y, en general, cualquier servicio; con esta significación fueron empleadas también en el Nuevo Testamento (Lc 10, 40; Mc 1, 31; Act 6, 1 s.; 11, 29; 12, 25; Rom 15, 31). Pero poco a poco se usaron para significar los actos de servicio en la comunidad cristiana (1 Tes 3, 2; 2 Cor 11, 23; Ef 6, 21; Col 1, 7). En las “cartas pastorales” significa ya la palabra diákonos un oficio determinado, a saber, el encargado de servir en el culto divino y en la predicación (1 Tim 3, 8.12).


    Al comienzo del siglo II, y en Occidente quizá algo más tarde, fue cuando se comenzó a dar a la palabra “episcopus” (obispo) el sentido preciso de hoy.


    CARÁCTER JERARQUICO DE LA AUTORIDAD EN LA PRIMITIVA IGLESIA


    Más importante que la cuestión de la forma exterior de la autoridad en la Iglesia es la investigación acerca de su fundamento y legitimación. La esencia íntima de una comunidad depende menos de la persona que ejerza la autoridad en la comunidad, que del fundamento con que la ejerce.


    Los que defienden la idea de una iglesia democrática afirman que los cargos de gobierno en la primitiva Iglesia, en cuanto en sus comienzos se puede hablar de éstos, sólo tenían que desempeñar una función de orden. La autoridad eclesiástica nació, según ellos, de los servicios indispensables para la vida y común actividad de una comunidad. Por consiguiente, sus funciones se han de comprender a partir de categorías sociales, y sus poderes se han de deducir de la voluntad de la comunidad. Esta autoridad, según ellos, no se apoya en derecho divino, no procede de “arriba”, sino de “abajo”, es democrática, no jerárquica. Esta concepción de la autoridad eclesiástica está en contradicción con los datos que nos ofrecen las fuentes. Aunque éstas informan sólo escasamente sobre la organización de las primitivas comunidades cristianas, una cosa se deduce de ellas claramente: que la primitiva Iglesia en sus rasgos fundamentales tenía un carácter jerárquico, es decir, que los poderes en los que se apoyaba, las exigencias que presentaba, las gracias que ofrecía, se atribuían a una ordenación o promesa de Dios.


    Los Apóstoles ejercían su ministerio fundados en la autoridad de Dios. Esto se ve expresamente en la elección del sucesor de Judas. Confían a la suerte el decidir entre Barrabás y Matías para conocer “a quién de estos dos ha elegido el Señor” (Act 1, 21 ss.). La conciencia de ser llamados por Dios (Hechos 4, 7; 4, 29; 20, 24), al cual siempre se debe obedecer más que a los hombres (Hechos 4, 19), les da fuerza para hacer frente a los obstáculos interiores y exteriores. Antes de la elección de los siete diáconos (Hechos 6, 1 ss.), los Apóstoles convocan a la comunidad para que ellos deliberen y propongan hombres aptos para el nuevo ministerio. Pero la constitución en el cargo y la entrega de los poderes necesarios sólo se hace por medio de los Apóstoles y precisamente con la imposición de manos (1 Tim 4, 14; 2 Tim 1, 6; Cf. Hechos 6, 6). La imposición de manos en la cabeza aparece muchas veces en la historia de las religiones como medio o símbolo del conferir a otro fuerza y poder. En el Antiguo Testamento también era usual la imposición de manos en el rito de los sacrificios (Lev 1, 4; 16, 21; 24, 14), en la consagración de los levitas (Num 8, 10), y más tarde en la admisión en el grado de doctor en la Ley.


    El primer decreto, por nosotros conocido, de la autoridad de la Iglesia tiene también un estilo jerárquico. La forma del decreto de los Apóstoles imita la fórmula de los decretos de la antigua polis. Pero se diferencia en que no funda su autoridad en el pueblo, sino en Dios: “ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros…” (Hechos 15, 28).


    La misma “conciencia de misión” llena a Pablo en todo su trabajo. Se considera como un enviado, que tiene que cumplir una misión elevada, como un heraldo, que tiene que anunciar el mensaje de alegría; ejerce el oficio de Apóstol en el nombre y en la autoridad de Dios.


    La “conciencia de misión” se expresa en casi todas sus cartas: está “llamado por la voluntad de Dios a ser Apóstol de Jesucristo” (1 Cor 1, 1), “segregado por el Evangelio” (Rom 1, 1), “constituido Apóstol no por los hombres, ni por medio de un hombre, sino por Jesucristo y por Dios Padre” (Gal 1, 1), “Apóstol de Cristo Jesús por orden de Dios…y de Cristo Jesús” (1 Tim 1, 1). De Cristo procede su misión y su derecho “de someter todos los hombres y pueblos a la obediencia de la fe” (Rom 1, 5) y “cautivar todo pensamiento para hacerlo siervo de Cristo” (2 Cor 10, 5). Su poder se funda en la autoridad divina: “somos embajadores de Cristo, Dios mismo es el que exhorta por medio de nosotros” (2 Cor 5, 20).


    Pero no sólo viene de dios la autoridad del Apóstol, sino también la de sus sucesores y los que desempeñan algún ministerio de gobierno. En su discurso de despedida en Mileto encarga Pablo a los presbítero-obispos de Efeso el cuidado del rebaño encomendado a ellos y les recuerda que el “Espíritu Santo los ha puesto para regir la Iglesia de Dios” (Hechos 20, 28). En el mismo sentido amonesta a Timoteo: “haz revivir la gracia de Dios que reside en ti en virtud de la imposición de mis manos” (2 Tim 1, 6). La constitución de los presbíteros hecha por Timoteo y Tito no era “una última repercusión de la autoridad apostólica especial y única en el tiempo”, sino un testimonio de que la misión de los Apóstoles no se debía extinguir, sino que debía transmitirse en la Iglesia por una sucesión ininterrumpida.


    Se puede, pues, apreciar en la primitiva Iglesia la línea jerárquica, que el Señor señaló en el gran discurso de misión. Todo poder viene del Padre; el Padre lo ha dado al Hijo; éste lo ha transmitido a los Apóstoles, para que éstos lo transmitan de nuevo a otros. La misión y el poder, los ministerios y las gracias provienen de arriba. En la Iglesia de Jesús no existe una autoridad democrática, sino un poder jerárquico.


    La autoridad cristiana es una misión y un encargo que viene de arriba. De aquí se deducen sus características fundamentales. Es don de Dios, poder otorgado por Dios y, por ello, de una autoridad singular. No sufre ninguna limitación (Hechos 4, 19.29 s.; 2 Tim 2, 9) y sólo es responsable ante Dios (1 Cor 4, 3 s.). Pero también es una autoridad “recibida”, que obliga al humilde agradecimiento. Toda vanidad y arrogancia sobre la propia autoridad es impropia de las autoridades eclesiásticas. Todos son “siervos, por los que se llega a la fe” (1 Cor 3, 5), “colaboradores de Dios” (1 Cor 3, 9), “siervos de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1 Cor 4, 1).


    La autoridad eclesiástica es don y, al mismo tiempo, misión. “De un administrador se exige que sea fiel” (1 Cor 4, 2). Está obligado al servicio y se caracteriza, precisamente por ello, como un ministerio de servicio (Hechos 20, 24; Rom 11, 12; 12, 7). El sentido de servicio se tiene que manifestar tanto en la fiel obediencia a Dios, como en la entrega servicial a los hombres. Pablo llama a sus colaboradores “siervos”, “siervos de Dios” (1 Tes 2, 3), “siervos de Cristo”, y él mismo se designa precisamente como “siervo de Cristo” (Rom 1, 1; Fil 1, 1; Tit 1,1). El servicio se tiene que acreditar en la ayuda a los hermanos de la comunidad, especialmente en el servicio de la Palabra (Hechos 6, 2-4; 20, 24), de la Eucaristía (Hechos 2, 46; 20, 11) y en el cuidado pastoral (Ef 4, 12-16). Pero la obligación y autorización de este servicio procede solamente de la misión y encargo de Cristo (Rom 10, 14, 17).


    La autoridad eclesiástica recibió ya durante el primer siglo cristiano su forma determinada. Sus grados y características concretas aparecen ya de un modo claro y seguro. Y es digno de notarse que se reconoce y expresa de un modo claro y acentuado la conciencia de su esencial carácter jerárquico. Así lo atestiguan de un modo evidente tanto la carta de San Clemente de Roma a la Iglesia de Corinto, como las cartas de San Ignacio de Antioquia.


    San Clemente, en su carta a los corintios, no expresa claramente cuales eran las quejas que se levantaban contra los superiores de aquella comunidad. A él le interesa, ante todo, la gran importancia al asunto, aunque sólo habían sido unos pocos los que se rebelaron contra los superiores. El núcleo de su carta lo constituyen las explicaciones de los capítulos 40-44: la Iglesia y su organización son una institución divina. La autoridad de los superiores proviene de Dios por medio de Cristo y los Apóstoles. Los superiores están dentro de la línea jerárquica: Cristo está enviado por Dios; Cristo es, por consiguiente, de Dios, y los Apóstoles son de Cristo. Todo ha sucedido dentro del orden y voluntad de Dios. Al predicar los Apóstoles en los territorios y ciudades, y bautizar a los que escuchaban la voluntad de Dios, constituían a las primicias (de su predicación) como obispos y diáconos de los futuros creyentes, después de ser probados en Espíritu. Y después les dieron a éstos orden de que, si ellos morían, tomasen su ministerio otros hombres de probadas costumbres. Los superiores no reciben su autoridad de la comunidad, ni ésta puede tampoco quitársela. Sacrificio y culto a Dios deben realizarse según la ordenación del Señor. El ha determinado en su suprema voluntad, dónde y por medio de quién ha de ser desempeñado.


    San Ignacio de Antioquia expuso también con vigor la esencia jerárquica de la autoridad eclesiástica. Ignacio exige obediencia al obispo y pone siempre como fundamento de ella la misión divina del obispo: “Porque a todo el que envía el dueño de la casa para ejercer la administración, lo hemos de recibir como al mismo que le envía”. “El Obispo preside en lugar de Dios”. “A él hay que obedecer, como Cristo obedeció a su Padre”. La autoridad del obispo no depende, por tanto, de su persona, ni de sus cualidades, y no puede ser despreciado porque sea joven. El obispo tampoco depende de la comunidad, “como obispo, sólo tiene sobre sí a Dios Padre y al Señor Jesucristo”.


    Cuando los gnósticos en el siglo II combatieron el carácter único y absoluto de la revelación cristiana y la necesidad de la sucesión apostólica, esta doctrina fue generalmente rechazada y negada, como un ataque al fundamento esencial de la Iglesia. Incluso miembros de las sectas heréticas eran conscientes de que una autoridad jerárquica procedente de los Apóstoles pertenecía a la esencia de la Iglesia cristiana. Así, el cismático Hipólito se apoya en el fundamento jerárquico de la autoridad eclesiástica, lo mismo que el hereje Novaciano, que se hizo ordenar y él mismo ordenó obispos.


    Las disputas con el Gnosticismo y la reflexión teológica llevaron a destacar la importancia esencial de la autoridad eclesiástica, es decir, la necesidad de una ininterrumpida sucesión apostólica. Cristo es la fuente vital de la salvación sobrenatural y de la Gracia, que es comunicada por la Iglesia; El es portavoz de la revelación divina en el mundo, que por medio de la Iglesia ha de llegar a todos. Si la Iglesia quiere llenar esta misión, tiene que permanecer en una unión vital con Cristo. Esta consiste en que el poder y la misión de Cristo, su mensaje y su Gracia se perpetúen en la Iglesia. “El Espíritu Santo, que rige a la Iglesia –dice Hipólito-, confunde a los herejes. Los Apóstoles lo recibieron y lo han transmitido a los verdaderos creyentes. Nosotros, sus sucesores, participamos en su Gracia, en su supremo poder y en su magisterio”. Tertuliano ha hecho valer especialmente la necesidad de la ininterrumpida sucesión del episcopado: “Consulten la lista de sus obispos, para ver si de tal manera se suceden, que el primer obispo tenga como antecesor a alguno de los Apóstoles o de los varones apostólicos”.


    La autoridad de la Iglesia está en una unión orgánica con Cristo por medio de la sucesión y tradición apostólica, por las que recibe la vocación y aptitud para transmitir a todos los hombres la Verdad y la Gracia de Cristo por la Palabra y los Sacramentos. Sucesión y tradición apostólica sólo representan dos aspectos del proceso orgánico de transmisión de los poderes apostólicos, la sucesión subraya más el aspecto ontológico de los poderes transmitidos, a saber el poder de misión y administración de sacramentos, mientras que la tradición se relaciona más con el contenido de ellos, a saber, con la conservación intacta del depósito de la fe y los bienes de salvación. Con la demostración de una ininterrumpida sucesión de los obispos a partir de los Apóstoles puede una comunidad asegurar la legitimidad de su autoridad eclesiástica y la autenticidad de la tradición apostólica. Pero también constituye un criterio para ello la unanimidad y armonía con las otras Iglesias y obispos, especialmente con el sucesor de San Pedro en la Iglesia de Roma. Notas indispensables para la legitimidad de la autoridad eclesiástica son, por consiguiente, la apostolicidad o radicación en Cristo y los Apóstoles, y la catolicidad o el vínculo de la unión y colaboración universal.


    EL CARÁCTER MONARQUICO Y LA ESTRUCTURA COLEGIAL DE LA AUTORIDAD ECLESIASTICA


    La Iglesia estuvo al principio bajo la dirección de los Apóstoles. Según las necesidades, constituyeron éstos colaboradores (diáconos, presbíteros) para las tareas, que se aumentaban dentro de la comunidad cristiana (Hechos 6, 1; 14, 23; 15, 2 ss.). Sus funciones y diversas relaciones sólo poco a poco fueron fijadas y delimitadas de un modo correspondiente a la situación de entonces. El desarrollo se hizo de tal modo que la estructura de la autoridad eclesiástica, dada al principio sólo en germen, llegó a plasmarse claramente: la dirección de las comunidades estuvo a cargo de obispos, que se sentían unidos colegialmente en un común trabajo y responsabilidad.


    Es un hecho histórico incontrovertible que ya en el siglo II las comunidades cristianas eran regidas por obispos. En el Occidente se habla ya del episcopado monárquico desde la mitad del siglo II, en Asia Menor y Siria aparece ya a comienzos del mismo siglo.


    Ireneo de Lyon (+ 202), el discípulo de San Policarpo (y éste discípulo del Apóstol Juan) luchó contra los gnósticos y para rebatir sus novedades invoca el testimonio de la tradición apostólica. El fin principal era demostrar la existencia de ésta. Para ello alega la sucesión ininterrumpida de los obispos. Como la doctrina de los Apóstoles es garantizada por la sucesión apostólica, “nosotros podemos enumerar los obispos de las Iglesias particulares puestos por los Apóstoles y sus sucesores hasta nuestros días” (San Ireneo, Adv. Haer., III, 3, 1). Según esto, en tiempo de Ireneo, cada Iglesia tenía su obispo particular. Ireneo enumera los nombres de los obispos de Roma desde Lino hasta Eleuterio. A Lino le fue entregado por los Apóstoles el ministerio episcopal para regir la Iglesia. (Ibídem III, 3, 3)


    Eusebio nos ha proporcionado valiosos testimonios sobre la historia del episcopado en su Historia de la Iglesia, cuyo valor estriba precisamente en que contiene muchos extractos de fuentes anteriores, que Eusebio tenía todavía a mano.


    a) En las narraciones de Eusebio sobre la lucha contra el montanismo y sobre las disputas acerca de la celebración de la Pascua se puede advertir que en el año 150 cada Iglesia era generalmente gobernada por un obispo particular. El montanismo puso en duda la Jerarquía de la Iglesia y le contrapuso el derecho de los “profetas”. Contra estas tendencias se levantaron los obispos de muchas Iglesias, primero individualmente, y, después, como esto no bastaba, reunidos en Sínodos (Eusebio, HE V, 3, 4; V, 16; V, 17; V, 20, 2; V, 12, 1 ss). La decisión sobre el día de la celebración de la Pascua está también en manos de obispos particulares, que muchas veces son citados nominalmente (S. Ireneo V 23, 3 ss.; V, 24, 8).


    b) Eusebio consultó las cartas que el Obispo Dionisio de Corinto (año 170) dirigió a las diversas Iglesias en Grecia, Creta, Nicomedia, el Ponto y también a Roma. De los datos y citas de Eusebio se deduce que las mencionadas Iglesias eran regidas por obispos monárquicos (S. Ireneo, IV, 23, 1 ss.). En Atenas, por ejemplo, después del martirio de Publio, Quadrato tenía la sede episcopal, de la que es nombrado primer titular Dionisio Areopagita (San Ireneo, IV, 23, 3 s.)


    c) Eusebio conocía también las “Memorias” de Hegesipo, un cristiano de Palestina, que, por el año 160, recorría las regiones del Mediterráneo y visitaba muchos obispos para confirmar su doctrina y comprobar la sucesión apostólica. En Corinto trató con Primo, el obispo del lugar (S. Ireneo, IV, 23, 2); en Roma pudo convencerse de la “ininterrumpida ‘Diadoché’ (transmisión) de la pura doctrina”, gracias, precisamente, a la ininterrumpida sucesión de los obispos (S. Ireneo IV, 22, 3), también en Jerusalén pudo seguir la sucesión de los obispos hasta los Apóstoles (S. Ireneo, IV, 22, 4)


    El testimonio más importante para la existencia del episcopado monárquico lo son las cartas de Ignacio de Antioquia. De ellas se deduce que en las comunidades de Asia Menor entre los siglos I y II existía una firme constitución jerárquica de la autoridad eclesiástica en tres grados: el obispo, el colegio de presbíteros y los diáconos. En todas partes ejercía toda la jurisdicción un obispo particular. Ignacio cita nominalmente a Onésimo, obispo de Efeso; a Damas, obispo de Magnesia; a Polibio, obispo de Trallia; a Policarpo, obispo de Esmirna. Esta forma de gobierno no sólo existía en Asia Menor, sino también en todo el mundo. Era para Ignacio algo esencial e inseparable de la Iglesia (S.Ignacio, Carta a los efesios, 3, 2). Tan esencial como la unidad en el Sacrificio y en el Ágape fraternal: “Sólo existe una carne de Nuestro Señor Jesucristo y sólo un cáliz para unirse a su Sangre, un solo altar, como también un solo obispo en unión con el colegio de los presbíteros y con los diáconos, mis consiervos” (S. I., Carta a los filadelfios, 4). El obispo es la imagen del Padre (S.I., Carta a los traíllanos, 3, 1). Por consiguiente, la obediencia al obispo es condición y señal de pertenecer a la Iglesia: “Donde aparezca el obispo, allí esté también la multitud, como donde está Jesucristo allí está la Iglesia católica” (S.I., Carta a los esmirniotas, 8, 2). “Todos los que pertenecen a Dios y a Jesucristo, están junto al obispo” (S.I., carta a los filadelfios, 3, 2). Por ello, nada se puede hacer sin el obispo, pues sólo se está con Jesús “si se está sometido a su obispo” (S.I., carta a los traíllanos, 2, 1). Ignacio no dice nada sobre el origen, fundamentos y justificación del episcopado monárquico; esto es para él un dato firme y evidente, transmitido por la tradición. La fuerza del testimonio de Ignacio a favor del episcopado monárquico llega, por consiguiente, hasta el siglo I.


    No es, pues, cierto que el episcopado monárquico se haya establecido por primera vez en la lucha contra la Gnosis y el marcionismo.


    El primer y más claro ejemplo de una comunidad dirigida monárquicamente es la comunidad primitiva de Jerusalén. Después de la partida de Pedro, ocasionada por la persecución de Herodes, es Santiago el supremo director de la comunidad. En todos los asuntos que se tratan en Jerusalén sobresale como la autoridad decisiva. Pablo se dirigió a Santiago tanto en su primera como en su segunda visita a la comunidad de Jerusalén (Gal 1, 19; Hechos 21, 18 ss.). En el concilio de los Apóstoles le corresponde un papel de dirección por el obispo del lugar. Santiago tuvo como sucesores otros obispos, como lo demuestra la lista de sucesión presentada por Hegesipo (Eusebio, HE, IV, 23, 4). Así resume K. Holl su juicio sobre la primitiva Iglesia: “Encontramos en la comunidad cristiana desde el principio una jerarquía legítima, una estructura determinada por Dios, un derecho divino de la Iglesia”. Complemento de esto es lo que afirma Fr. Heiler: “encontramos en la primitiva comunidad en forma embrionaria la jerarquía completa de la Iglesia católica, el triple oficio: diaconado, presbiterado y episcopado”.


    Por el contrario, la autoridad en las comunidades pagano-cristianas (se les dice pagano-cristianas porque la conformaban “gentiles” convertidos a Cristo) estaba confiada a un colegio de presbíteros (Hechos 14, 23; 20, 17; 1 Tes 5, 12; Fil 1, 1; Ef 4, 11; Heb 13, 17; 1 Tim 4, 14; 5, 17; Tit 1, 5). La suprema dirección sobre las comunidades fundadas por San Pablo se la reservó a sí mismo el Apóstol de las Gentes; las disposiciones necesarias las de por cartas o por medio de sus compañeros o por legados especiales; él es el modelo original del obispo monárquico. Las especiales circunstancias de las comunidades pagano-cristianas hacen oportuna esta estructura, como ocurre todavía hoy en las regiones de misiones. El libertinaje y la arrogancia democrática de los corintios, los sueños apocalípticos de los tesalonicenses, los celos exagerados y soberbios de los “súper apóstoles” muestran la razón de esta manera que el Apóstol tenía de gobernar las comunidades. Por intenso servicio de correos era informado Pablo sobre el estado de las comunidades por él fundadas y dirigidas, mientras enviaba una y otra vez a sus compañeros con especiales misiones a las comunidades. Mantiene, pues, Colson como posible que, junto a la jerarquía estable de ámbito local, existía una “jerarquía itinerante”, mensajeros “en mission á travers une province”, en su mayoría compañeros de Pablo, que ocupaban el primer puesto después de él.


    Pero también en las comunidades paulinas se dio una evolución hacia el episcopado monárquico. Donde las comunidades estaban ya organizadas más sólidamente y habían conseguido una cierta estabilidad e independencia, entró en vigor el gobierno monárquico. El mismo Pablo constituyó a Tito y Timoteo como obispos estacionarios en Creta y en Efeso.


    El obispo, autoridad suprema de su Iglesia, no se debe considerar como algo aislado. Ha de trabajar en colaboración con los presbíteros y diáconos de su comunidad y ha de estar en contacto con los obispos de toda la Iglesia.


    El animado comercio epistolar entre los diversos obispos, los repetidos viajes de información, que se emprendían para constatar la unanimidad en la doctrina y tradición, y, sobre todo, los frecuentes sínodos, más o menos universales, con sus conclusiones obligatorias para todos, demuestran que la conciencia de la unión colegial estaba viva entre los obispos de los primeros siglos. A las normas de los obispos dadas colegialmente se les atribuyó no sólo la fuerza de la suma cuantitativa de éstos, sino una autoridad especial. Además, se tenía conciencia de que tales conclusiones y normas debían cumplir los presupuestos de la auténtica colegialidad. Se atendía, por ello, a la extensión y, en todo, se buscaba el consentimiento y armonía con la Iglesia de Roma. Se sabía que, sin la colaboración del obispo de Roma, que, como sucesor de Pedro, era también la cabeza del colegio de los obispos, no se daba una auténtica colegialidad episcopal.


    El episcopado monárquico está en el punto medio de dos líneas igualmente esenciales para la Iglesia: la línea vertical, histórica, de la sucesión apostólica y la horizontal de la unidad católica. En las listas de la ininterrumpida sucesión de los obispos encuentra su más clara expresión y su comprobación más segura el fundamento jerárquico del episcopado. Pero, a su vez, por medio del vínculo colegial, el obispo se ve unido a la comunidad del episcopado universal y participa en la doctrina infalible y en la Gracia garantizadas a la Iglesia universal por las promesas de Cristo y por el Espíritu siempre vivo en ella. Por medio de la sucesión apostólica recibe el obispo, como un don, la herencia del poder apostólico y de la tradición, y, como un sagrado deber, el cuidado de la comunión fraterna y de la unidad en la fe.










    La Jerarquía en la Iglesia Primitiva. Teología Fundamental, Albert Lang - ApologeticaCatolica.org
    La Iglesia es el poder supremo en lo espiritual, como el Estado lo es en el temporal.

    Antonio Aparisi

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    Re: Iglesia Primitiva

    La Jerarquía en la Iglesia Primitiva


    Tomado de Teología Fundamental, Albert Lang,


    Tomo II, Ed. Rialp, S.A.


    Colaboración de Ana Beatriz Aparicio Gereda


    A los primitivos cristianos no solo les unía el vínculo del amor fraterno o el prestigio de los dones carismáticos. Desde el principio se reconocieron en la Iglesia jefes y superiores a los cuales les incumbía la dirección de las comunidades.


    Durante el tiempo de fundación de la primitiva comunidad de Jerusalén tuvieron los Apóstoles una autoridad indiscutible. Después de la separación de Judas completaron el número simbólico de los “Doce”. Ellos decidían en todas las cuestiones importantes y, como lo muestra el juicio sobre Ananías y Safira, con verdadera jurisdicción. A Pedro le correspondía la suprema dirección. Después de su salida de Jerusalén, ocasionada por la persecución de Herodes, ocupó Santiago el puesto principal en la primitiva comunidad y se destacó en todos los asuntos que se trataban en Jerusalén (Hechos 15, 13 ss.; 21, 17 ss.; Gal 1, 19; 2, 9).


    Muy pronto sintieron los Apóstoles la necesidad de designar colaboradores para las tareas que surgían en la comunidad, y así poder quedar libres para la predicación (Hechos 6, 2 ss.; 8, 5). Fueron elegidos para el Diaconado siete miembros de la comunidad, a quienes los Apóstoles confiaron este oficio por medio de la imposición de manos (Hechos 6, 5 s.). En esta ocasión la iniciativa de los Apóstoles de tal modo se acentúa “que no se puede poner en duda el hecho de que la constitución de los siete en su ministerio sólo es valedera mediante la designación de los Apóstoles”. Los siete, como se deduce de las actividades posteriores de Esteban y Felipe, no sólo debían servir a los pobres, sino ejercitar también el ministerio de la palabra. En la primitiva comunidad también existían los Presbíteros, como se deduce de su mención ocasional (Hechos 11, 30; 15, 2 ss.; 21, 18). Ellos se encargaron de la colecta de los cristianos de Antioquia y participaron en el concilio de los Apóstoles (Hechos 15, 2.6.22.24)


    Así aparece en la primitiva comunidad una legítima jerarquía distribuida en tres grados.


    En las comunidades cristianas también existían hombres a quienes se les había encargado la dirección de la Iglesia y estaban revestidos de un carácter ministerial.


    1. A causa del carácter misional de estas comunidades sobresalen en ellas ante todo los primeros heraldos del cristianismo, los profetas y doctores (Hechos 13, 1). En su misión de predicar el Evangelio y mover a los hombres a la Fe en Cristo, jugaba naturalmente un papel importante el don carismático de enseñar. Los predicadores ambulantes eran los comandos que preceden a las tropas regulares. Eran delegados para una misión de carácter transitorio.


    2. Junto a esta “Jerarquía ambulante” había también en las comunidades cristianas superiores estables. Muchos investigadores no tienen suficientemente en cuenta el influjo del Antiguo Testamento. Barrer ha notado que la idea de una constitución jerárquica y una autoridad era tan familiar, que Pablo no pudo desentenderse de ella. Pablo y Bernabé en su primer viaje de misión “constituyeron en todas las comunidades…presbíteros que los encomendaron al Señor, al que ellos también se habían confiado” (Hechos 14, 23). En el tercer viaje hizo Pablo venir a Mileto a los superiores de Efeso, que son designados como “Presbíteros” u “Obispos” (Hechos 20, 17.28). “Obispos” y “Diáconos” son también nombrados al comienzo de la carta a los filipenses. Pablo les dio a sus discípulos Timoteo y Tito el encargo y los plenos poderes para constituir Obispos y Diáconos.


    3. No debe extrañar que San Pablo en sus cartas trate poco de la organización interior de sus comunidades; al Apóstol en sus cartas le interesan, ante todo, los asuntos religiosos de los cristianos conocidos de él la mayoría de las veces incluso personalmente, y no tanto la determinación de los diversos ministerios entre los cristianos. Al principio, mientras estaba en todo su vigor el espíritu de unidad fraterna, estos oficios y ministerios pasaban más inadvertidos frente a los dones carismáticos (1 Cor 12, 28). Pero San Pablo, aun en sus primeras cartas, reconoce los ministerios eclesiásticos. En la primera carta a los tesalonicenses (5, 12) y en la carta a los romanos (12, 8) trata de los superiores en general. Exhorta a los tesalonicenses a tratar “con reverencia y amor en su ministerio a los que trabajan entre ellos y los presiden en el Señor”. A la comunidad de Corinto exhorta a que muestren atenciones “a la casa de Estéfanas, primicias de Acaya, que se han dedicado al servicio de los santos” (1 Cor 16, 15). Expresa siempre con claridad y atribuye a Dios el orden sagrado de las tareas y ministerios dentro de la comunidad (Efesios 4, 11). Los superiores de Efeso, a los que Pablo a su regreso del tercer viaje de misión hace venir a Mileto, son exhortados por él como “pastores de la comunidad puestos por el Espíritu Santo” (Hechos 20, 28) y son llamados presbíteros y obispos (Hechos 20, 17.28). En su carta a los filipenses (1, 1) nombra expresamente a los obispos y diáconos. En las cartas pastorales, finalmente, encarga Pablo a sus discípulos Timoteo y Tito nombrar obispos y diáconos (Tit 1, 5; 2 Tim 2, 3) y trata detalladamente de los deberes y exigencias de estos oficios y del respeto a ellos debido (1 Tim 3, 1-13; 5, 17; Tit 1, 5-9).


    4. Los cargos en la comunidad eran conferidos, desde el principio, en un acto de culto por medio de la imposición de manos (Hechos 6, 6; 13, 3; 14, 23; 1 Tim 4, 14; 5, 22; 2 Tim 1, 6). Esto demuestra que no se quería dejar el gobierno a la libre inspiración del Pneuma, sino que se aspiraba a un orden firme. La cuestión de los carismas en el primitivo cristianismo no está todavía del todo aclarada. Había carismas de diferentes clases. Se contaban entre ellos las gracias extraordinarias (glosolalia, curaciones milagrosas, discernimiento de espíritus), pero también las gracias necesarias para capacitar a los “Apóstoles, Profetas, Evangelistas, Pastores” (Efesios 4, 11) a desempeñar su misión. No existía ninguna oposición entre carisma y autoridad. Los carismáticos eran requeridos para los servicios de la comunidad; en particular, la predicación del Evangelio se les confiaba a los dotados del don de lenguas. A su vez, se reconocía que los jefes de la comunidad estaban llenos de la fuerza del Espíritu (Hechos 20, 28). Pablo, en Rom 12, 6-8, cuenta entre los dones de gracia el servicio y en 1 Tim 4, 14 llama un carisma al oficio que le ha sido conferido a Timoteo por la imposición de manos.


    Es importante notar que el nacimiento de los ministerios y cargos de gobierno en la Iglesia no coincide con la reflexión sobre ellos. Hay que reconocer que los nombres para los oficios diversos tenían que ser primero acuñados y sólo poco a poco conseguían circunscribir su significación. Al principio no estaba desarrollado, o sólo de un modo imperfecto, el vocabulario para los diversos cargos u oficios. No es sólo Pablo el que primero ha hablado de los “superiores” en general Heb 13, 17 y en el Pastor de Hermas se usa todavía el indeterminado “los que dirigen” y Justino en la descripción de una reunión litúrgica habla casi 150 veces de “el que preside” sólo de un modo general. Pero precisamente el hecho de que no se designasen los oficios del Nuevo Testamento con los títulos sagrados que existían anteriormente, muestra que se consideraban como algo nuevo, como una función nacida de la misión dada por Cristo.


    La palabra Diácono parece haber sido la primera en recibir su precisa significación. Por ser un término que expresaba una relación no muy concreta, tenía la suficiente flexibilidad para poder recibir un nuevo contenido de significado. Las palabras: diakoneuo, diakonía, diákonos fueron empleadas para significar también el servicio de la mesa, el cuidado por la subsistencia y, en general, cualquier servicio; con esta significación fueron empleadas también en el Nuevo Testamento (Lc 10, 40; Mc 1, 31; Act 6, 1 s.; 11, 29; 12, 25; Rom 15, 31). Pero poco a poco se usaron para significar los actos de servicio en la comunidad cristiana (1 Tes 3, 2; 2 Cor 11, 23; Ef 6, 21; Col 1, 7). En las “cartas pastorales” significa ya la palabra diákonos un oficio determinado, a saber, el encargado de servir en el culto divino y en la predicación (1 Tim 3, 8.12).


    Al comienzo del siglo II, y en Occidente quizá algo más tarde, fue cuando se comenzó a dar a la palabra “episcopus” (obispo) el sentido preciso de hoy.


    CARÁCTER JERARQUICO DE LA AUTORIDAD EN LA PRIMITIVA IGLESIA


    Más importante que la cuestión de la forma exterior de la autoridad en la Iglesia es la investigación acerca de su fundamento y legitimación. La esencia íntima de una comunidad depende menos de la persona que ejerza la autoridad en la comunidad, que del fundamento con que la ejerce.


    Los que defienden la idea de una iglesia democrática afirman que los cargos de gobierno en la primitiva Iglesia, en cuanto en sus comienzos se puede hablar de éstos, sólo tenían que desempeñar una función de orden. La autoridad eclesiástica nació, según ellos, de los servicios indispensables para la vida y común actividad de una comunidad. Por consiguiente, sus funciones se han de comprender a partir de categorías sociales, y sus poderes se han de deducir de la voluntad de la comunidad. Esta autoridad, según ellos, no se apoya en derecho divino, no procede de “arriba”, sino de “abajo”, es democrática, no jerárquica. Esta concepción de la autoridad eclesiástica está en contradicción con los datos que nos ofrecen las fuentes. Aunque éstas informan sólo escasamente sobre la organización de las primitivas comunidades cristianas, una cosa se deduce de ellas claramente: que la primitiva Iglesia en sus rasgos fundamentales tenía un carácter jerárquico, es decir, que los poderes en los que se apoyaba, las exigencias que presentaba, las gracias que ofrecía, se atribuían a una ordenación o promesa de Dios.


    Los Apóstoles ejercían su ministerio fundados en la autoridad de Dios. Esto se ve expresamente en la elección del sucesor de Judas. Confían a la suerte el decidir entre Barrabás y Matías para conocer “a quién de estos dos ha elegido el Señor” (Act 1, 21 ss.). La conciencia de ser llamados por Dios (Hechos 4, 7; 4, 29; 20, 24), al cual siempre se debe obedecer más que a los hombres (Hechos 4, 19), les da fuerza para hacer frente a los obstáculos interiores y exteriores. Antes de la elección de los siete diáconos (Hechos 6, 1 ss.), los Apóstoles convocan a la comunidad para que ellos deliberen y propongan hombres aptos para el nuevo ministerio. Pero la constitución en el cargo y la entrega de los poderes necesarios sólo se hace por medio de los Apóstoles y precisamente con la imposición de manos (1 Tim 4, 14; 2 Tim 1, 6; Cf. Hechos 6, 6). La imposición de manos en la cabeza aparece muchas veces en la historia de las religiones como medio o símbolo del conferir a otro fuerza y poder. En el Antiguo Testamento también era usual la imposición de manos en el rito de los sacrificios (Lev 1, 4; 16, 21; 24, 14), en la consagración de los levitas (Num 8, 10), y más tarde en la admisión en el grado de doctor en la Ley.


    El primer decreto, por nosotros conocido, de la autoridad de la Iglesia tiene también un estilo jerárquico. La forma del decreto de los Apóstoles imita la fórmula de los decretos de la antigua polis. Pero se diferencia en que no funda su autoridad en el pueblo, sino en Dios: “ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros…” (Hechos 15, 28).


    La misma “conciencia de misión” llena a Pablo en todo su trabajo. Se considera como un enviado, que tiene que cumplir una misión elevada, como un heraldo, que tiene que anunciar el mensaje de alegría; ejerce el oficio de Apóstol en el nombre y en la autoridad de Dios.


    La “conciencia de misión” se expresa en casi todas sus cartas: está “llamado por la voluntad de Dios a ser Apóstol de Jesucristo” (1 Cor 1, 1), “segregado por el Evangelio” (Rom 1, 1), “constituido Apóstol no por los hombres, ni por medio de un hombre, sino por Jesucristo y por Dios Padre” (Gal 1, 1), “Apóstol de Cristo Jesús por orden de Dios…y de Cristo Jesús” (1 Tim 1, 1). De Cristo procede su misión y su derecho “de someter todos los hombres y pueblos a la obediencia de la fe” (Rom 1, 5) y “cautivar todo pensamiento para hacerlo siervo de Cristo” (2 Cor 10, 5). Su poder se funda en la autoridad divina: “somos embajadores de Cristo, Dios mismo es el que exhorta por medio de nosotros” (2 Cor 5, 20).


    Pero no sólo viene de dios la autoridad del Apóstol, sino también la de sus sucesores y los que desempeñan algún ministerio de gobierno. En su discurso de despedida en Mileto encarga Pablo a los presbítero-obispos de Efeso el cuidado del rebaño encomendado a ellos y les recuerda que el “Espíritu Santo los ha puesto para regir la Iglesia de Dios” (Hechos 20, 28). En el mismo sentido amonesta a Timoteo: “haz revivir la gracia de Dios que reside en ti en virtud de la imposición de mis manos” (2 Tim 1, 6). La constitución de los presbíteros hecha por Timoteo y Tito no era “una última repercusión de la autoridad apostólica especial y única en el tiempo”, sino un testimonio de que la misión de los Apóstoles no se debía extinguir, sino que debía transmitirse en la Iglesia por una sucesión ininterrumpida.


    Se puede, pues, apreciar en la primitiva Iglesia la línea jerárquica, que el Señor señaló en el gran discurso de misión. Todo poder viene del Padre; el Padre lo ha dado al Hijo; éste lo ha transmitido a los Apóstoles, para que éstos lo transmitan de nuevo a otros. La misión y el poder, los ministerios y las gracias provienen de arriba. En la Iglesia de Jesús no existe una autoridad democrática, sino un poder jerárquico.


    La autoridad cristiana es una misión y un encargo que viene de arriba. De aquí se deducen sus características fundamentales. Es don de Dios, poder otorgado por Dios y, por ello, de una autoridad singular. No sufre ninguna limitación (Hechos 4, 19.29 s.; 2 Tim 2, 9) y sólo es responsable ante Dios (1 Cor 4, 3 s.). Pero también es una autoridad “recibida”, que obliga al humilde agradecimiento. Toda vanidad y arrogancia sobre la propia autoridad es impropia de las autoridades eclesiásticas. Todos son “siervos, por los que se llega a la fe” (1 Cor 3, 5), “colaboradores de Dios” (1 Cor 3, 9), “siervos de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1 Cor 4, 1).


    La autoridad eclesiástica es don y, al mismo tiempo, misión. “De un administrador se exige que sea fiel” (1 Cor 4, 2). Está obligado al servicio y se caracteriza, precisamente por ello, como un ministerio de servicio (Hechos 20, 24; Rom 11, 12; 12, 7). El sentido de servicio se tiene que manifestar tanto en la fiel obediencia a Dios, como en la entrega servicial a los hombres. Pablo llama a sus colaboradores “siervos”, “siervos de Dios” (1 Tes 2, 3), “siervos de Cristo”, y él mismo se designa precisamente como “siervo de Cristo” (Rom 1, 1; Fil 1, 1; Tit 1,1). El servicio se tiene que acreditar en la ayuda a los hermanos de la comunidad, especialmente en el servicio de la Palabra (Hechos 6, 2-4; 20, 24), de la Eucaristía (Hechos 2, 46; 20, 11) y en el cuidado pastoral (Ef 4, 12-16). Pero la obligación y autorización de este servicio procede solamente de la misión y encargo de Cristo (Rom 10, 14, 17).


    La autoridad eclesiástica recibió ya durante el primer siglo cristiano su forma determinada. Sus grados y características concretas aparecen ya de un modo claro y seguro. Y es digno de notarse que se reconoce y expresa de un modo claro y acentuado la conciencia de su esencial carácter jerárquico. Así lo atestiguan de un modo evidente tanto la carta de San Clemente de Roma a la Iglesia de Corinto, como las cartas de San Ignacio de Antioquia.


    San Clemente, en su carta a los corintios, no expresa claramente cuales eran las quejas que se levantaban contra los superiores de aquella comunidad. A él le interesa, ante todo, la gran importancia al asunto, aunque sólo habían sido unos pocos los que se rebelaron contra los superiores. El núcleo de su carta lo constituyen las explicaciones de los capítulos 40-44: la Iglesia y su organización son una institución divina. La autoridad de los superiores proviene de Dios por medio de Cristo y los Apóstoles. Los superiores están dentro de la línea jerárquica: Cristo está enviado por Dios; Cristo es, por consiguiente, de Dios, y los Apóstoles son de Cristo. Todo ha sucedido dentro del orden y voluntad de Dios. Al predicar los Apóstoles en los territorios y ciudades, y bautizar a los que escuchaban la voluntad de Dios, constituían a las primicias (de su predicación) como obispos y diáconos de los futuros creyentes, después de ser probados en Espíritu. Y después les dieron a éstos orden de que, si ellos morían, tomasen su ministerio otros hombres de probadas costumbres. Los superiores no reciben su autoridad de la comunidad, ni ésta puede tampoco quitársela. Sacrificio y culto a Dios deben realizarse según la ordenación del Señor. El ha determinado en su suprema voluntad, dónde y por medio de quién ha de ser desempeñado.


    San Ignacio de Antioquia expuso también con vigor la esencia jerárquica de la autoridad eclesiástica. Ignacio exige obediencia al obispo y pone siempre como fundamento de ella la misión divina del obispo: “Porque a todo el que envía el dueño de la casa para ejercer la administración, lo hemos de recibir como al mismo que le envía”. “El Obispo preside en lugar de Dios”. “A él hay que obedecer, como Cristo obedeció a su Padre”. La autoridad del obispo no depende, por tanto, de su persona, ni de sus cualidades, y no puede ser despreciado porque sea joven. El obispo tampoco depende de la comunidad, “como obispo, sólo tiene sobre sí a Dios Padre y al Señor Jesucristo”.


    Cuando los gnósticos en el siglo II combatieron el carácter único y absoluto de la revelación cristiana y la necesidad de la sucesión apostólica, esta doctrina fue generalmente rechazada y negada, como un ataque al fundamento esencial de la Iglesia. Incluso miembros de las sectas heréticas eran conscientes de que una autoridad jerárquica procedente de los Apóstoles pertenecía a la esencia de la Iglesia cristiana. Así, el cismático Hipólito se apoya en el fundamento jerárquico de la autoridad eclesiástica, lo mismo que el hereje Novaciano, que se hizo ordenar y él mismo ordenó obispos.


    Las disputas con el Gnosticismo y la reflexión teológica llevaron a destacar la importancia esencial de la autoridad eclesiástica, es decir, la necesidad de una ininterrumpida sucesión apostólica. Cristo es la fuente vital de la salvación sobrenatural y de la Gracia, que es comunicada por la Iglesia; El es portavoz de la revelación divina en el mundo, que por medio de la Iglesia ha de llegar a todos. Si la Iglesia quiere llenar esta misión, tiene que permanecer en una unión vital con Cristo. Esta consiste en que el poder y la misión de Cristo, su mensaje y su Gracia se perpetúen en la Iglesia. “El Espíritu Santo, que rige a la Iglesia –dice Hipólito-, confunde a los herejes. Los Apóstoles lo recibieron y lo han transmitido a los verdaderos creyentes. Nosotros, sus sucesores, participamos en su Gracia, en su supremo poder y en su magisterio”. Tertuliano ha hecho valer especialmente la necesidad de la ininterrumpida sucesión del episcopado: “Consulten la lista de sus obispos, para ver si de tal manera se suceden, que el primer obispo tenga como antecesor a alguno de los Apóstoles o de los varones apostólicos”.


    La autoridad de la Iglesia está en una unión orgánica con Cristo por medio de la sucesión y tradición apostólica, por las que recibe la vocación y aptitud para transmitir a todos los hombres la Verdad y la Gracia de Cristo por la Palabra y los Sacramentos. Sucesión y tradición apostólica sólo representan dos aspectos del proceso orgánico de transmisión de los poderes apostólicos, la sucesión subraya más el aspecto ontológico de los poderes transmitidos, a saber el poder de misión y administración de sacramentos, mientras que la tradición se relaciona más con el contenido de ellos, a saber, con la conservación intacta del depósito de la fe y los bienes de salvación. Con la demostración de una ininterrumpida sucesión de los obispos a partir de los Apóstoles puede una comunidad asegurar la legitimidad de su autoridad eclesiástica y la autenticidad de la tradición apostólica. Pero también constituye un criterio para ello la unanimidad y armonía con las otras Iglesias y obispos, especialmente con el sucesor de San Pedro en la Iglesia de Roma. Notas indispensables para la legitimidad de la autoridad eclesiástica son, por consiguiente, la apostolicidad o radicación en Cristo y los Apóstoles, y la catolicidad o el vínculo de la unión y colaboración universal.


    EL CARÁCTER MONARQUICO Y LA ESTRUCTURA COLEGIAL DE LA AUTORIDAD ECLESIASTICA


    La Iglesia estuvo al principio bajo la dirección de los Apóstoles. Según las necesidades, constituyeron éstos colaboradores (diáconos, presbíteros) para las tareas, que se aumentaban dentro de la comunidad cristiana (Hechos 6, 1; 14, 23; 15, 2 ss.). Sus funciones y diversas relaciones sólo poco a poco fueron fijadas y delimitadas de un modo correspondiente a la situación de entonces. El desarrollo se hizo de tal modo que la estructura de la autoridad eclesiástica, dada al principio sólo en germen, llegó a plasmarse claramente: la dirección de las comunidades estuvo a cargo de obispos, que se sentían unidos colegialmente en un común trabajo y responsabilidad.


    Es un hecho histórico incontrovertible que ya en el siglo II las comunidades cristianas eran regidas por obispos. En el Occidente se habla ya del episcopado monárquico desde la mitad del siglo II, en Asia Menor y Siria aparece ya a comienzos del mismo siglo.


    Ireneo de Lyon (+ 202), el discípulo de San Policarpo (y éste discípulo del Apóstol Juan) luchó contra los gnósticos y para rebatir sus novedades invoca el testimonio de la tradición apostólica. El fin principal era demostrar la existencia de ésta. Para ello alega la sucesión ininterrumpida de los obispos. Como la doctrina de los Apóstoles es garantizada por la sucesión apostólica, “nosotros podemos enumerar los obispos de las Iglesias particulares puestos por los Apóstoles y sus sucesores hasta nuestros días” (San Ireneo, Adv. Haer., III, 3, 1). Según esto, en tiempo de Ireneo, cada Iglesia tenía su obispo particular. Ireneo enumera los nombres de los obispos de Roma desde Lino hasta Eleuterio. A Lino le fue entregado por los Apóstoles el ministerio episcopal para regir la Iglesia. (Ibídem III, 3, 3)


    Eusebio nos ha proporcionado valiosos testimonios sobre la historia del episcopado en su Historia de la Iglesia, cuyo valor estriba precisamente en que contiene muchos extractos de fuentes anteriores, que Eusebio tenía todavía a mano.


    a) En las narraciones de Eusebio sobre la lucha contra el montanismo y sobre las disputas acerca de la celebración de la Pascua se puede advertir que en el año 150 cada Iglesia era generalmente gobernada por un obispo particular. El montanismo puso en duda la Jerarquía de la Iglesia y le contrapuso el derecho de los “profetas”. Contra estas tendencias se levantaron los obispos de muchas Iglesias, primero individualmente, y, después, como esto no bastaba, reunidos en Sínodos (Eusebio, HE V, 3, 4; V, 16; V, 17; V, 20, 2; V, 12, 1 ss). La decisión sobre el día de la celebración de la Pascua está también en manos de obispos particulares, que muchas veces son citados nominalmente (S. Ireneo V 23, 3 ss.; V, 24, 8).


    b) Eusebio consultó las cartas que el Obispo Dionisio de Corinto (año 170) dirigió a las diversas Iglesias en Grecia, Creta, Nicomedia, el Ponto y también a Roma. De los datos y citas de Eusebio se deduce que las mencionadas Iglesias eran regidas por obispos monárquicos (S. Ireneo, IV, 23, 1 ss.). En Atenas, por ejemplo, después del martirio de Publio, Quadrato tenía la sede episcopal, de la que es nombrado primer titular Dionisio Areopagita (San Ireneo, IV, 23, 3 s.)


    c) Eusebio conocía también las “Memorias” de Hegesipo, un cristiano de Palestina, que, por el año 160, recorría las regiones del Mediterráneo y visitaba muchos obispos para confirmar su doctrina y comprobar la sucesión apostólica. En Corinto trató con Primo, el obispo del lugar (S. Ireneo, IV, 23, 2); en Roma pudo convencerse de la “ininterrumpida ‘Diadoché’ (transmisión) de la pura doctrina”, gracias, precisamente, a la ininterrumpida sucesión de los obispos (S. Ireneo IV, 22, 3), también en Jerusalén pudo seguir la sucesión de los obispos hasta los Apóstoles (S. Ireneo, IV, 22, 4)


    El testimonio más importante para la existencia del episcopado monárquico lo son las cartas de Ignacio de Antioquia. De ellas se deduce que en las comunidades de Asia Menor entre los siglos I y II existía una firme constitución jerárquica de la autoridad eclesiástica en tres grados: el obispo, el colegio de presbíteros y los diáconos. En todas partes ejercía toda la jurisdicción un obispo particular. Ignacio cita nominalmente a Onésimo, obispo de Efeso; a Damas, obispo de Magnesia; a Polibio, obispo de Trallia; a Policarpo, obispo de Esmirna. Esta forma de gobierno no sólo existía en Asia Menor, sino también en todo el mundo. Era para Ignacio algo esencial e inseparable de la Iglesia (S.Ignacio, Carta a los efesios, 3, 2). Tan esencial como la unidad en el Sacrificio y en el Ágape fraternal: “Sólo existe una carne de Nuestro Señor Jesucristo y sólo un cáliz para unirse a su Sangre, un solo altar, como también un solo obispo en unión con el colegio de los presbíteros y con los diáconos, mis consiervos” (S. I., Carta a los filadelfios, 4). El obispo es la imagen del Padre (S.I., Carta a los traíllanos, 3, 1). Por consiguiente, la obediencia al obispo es condición y señal de pertenecer a la Iglesia: “Donde aparezca el obispo, allí esté también la multitud, como donde está Jesucristo allí está la Iglesia católica” (S.I., Carta a los esmirniotas, 8, 2). “Todos los que pertenecen a Dios y a Jesucristo, están junto al obispo” (S.I., carta a los filadelfios, 3, 2). Por ello, nada se puede hacer sin el obispo, pues sólo se está con Jesús “si se está sometido a su obispo” (S.I., carta a los traíllanos, 2, 1). Ignacio no dice nada sobre el origen, fundamentos y justificación del episcopado monárquico; esto es para él un dato firme y evidente, transmitido por la tradición. La fuerza del testimonio de Ignacio a favor del episcopado monárquico llega, por consiguiente, hasta el siglo I.


    No es, pues, cierto que el episcopado monárquico se haya establecido por primera vez en la lucha contra la Gnosis y el marcionismo.


    El primer y más claro ejemplo de una comunidad dirigida monárquicamente es la comunidad primitiva de Jerusalén. Después de la partida de Pedro, ocasionada por la persecución de Herodes, es Santiago el supremo director de la comunidad. En todos los asuntos que se tratan en Jerusalén sobresale como la autoridad decisiva. Pablo se dirigió a Santiago tanto en su primera como en su segunda visita a la comunidad de Jerusalén (Gal 1, 19; Hechos 21, 18 ss.). En el concilio de los Apóstoles le corresponde un papel de dirección por el obispo del lugar. Santiago tuvo como sucesores otros obispos, como lo demuestra la lista de sucesión presentada por Hegesipo (Eusebio, HE, IV, 23, 4). Así resume K. Holl su juicio sobre la primitiva Iglesia: “Encontramos en la comunidad cristiana desde el principio una jerarquía legítima, una estructura determinada por Dios, un derecho divino de la Iglesia”. Complemento de esto es lo que afirma Fr. Heiler: “encontramos en la primitiva comunidad en forma embrionaria la jerarquía completa de la Iglesia católica, el triple oficio: diaconado, presbiterado y episcopado”.


    Por el contrario, la autoridad en las comunidades pagano-cristianas (se les dice pagano-cristianas porque la conformaban “gentiles” convertidos a Cristo) estaba confiada a un colegio de presbíteros (Hechos 14, 23; 20, 17; 1 Tes 5, 12; Fil 1, 1; Ef 4, 11; Heb 13, 17; 1 Tim 4, 14; 5, 17; Tit 1, 5). La suprema dirección sobre las comunidades fundadas por San Pablo se la reservó a sí mismo el Apóstol de las Gentes; las disposiciones necesarias las de por cartas o por medio de sus compañeros o por legados especiales; él es el modelo original del obispo monárquico. Las especiales circunstancias de las comunidades pagano-cristianas hacen oportuna esta estructura, como ocurre todavía hoy en las regiones de misiones. El libertinaje y la arrogancia democrática de los corintios, los sueños apocalípticos de los tesalonicenses, los celos exagerados y soberbios de los “súper apóstoles” muestran la razón de esta manera que el Apóstol tenía de gobernar las comunidades. Por intenso servicio de correos era informado Pablo sobre el estado de las comunidades por él fundadas y dirigidas, mientras enviaba una y otra vez a sus compañeros con especiales misiones a las comunidades. Mantiene, pues, Colson como posible que, junto a la jerarquía estable de ámbito local, existía una “jerarquía itinerante”, mensajeros “en mission á travers une province”, en su mayoría compañeros de Pablo, que ocupaban el primer puesto después de él.


    Pero también en las comunidades paulinas se dio una evolución hacia el episcopado monárquico. Donde las comunidades estaban ya organizadas más sólidamente y habían conseguido una cierta estabilidad e independencia, entró en vigor el gobierno monárquico. El mismo Pablo constituyó a Tito y Timoteo como obispos estacionarios en Creta y en Efeso.


    El obispo, autoridad suprema de su Iglesia, no se debe considerar como algo aislado. Ha de trabajar en colaboración con los presbíteros y diáconos de su comunidad y ha de estar en contacto con los obispos de toda la Iglesia.


    El animado comercio epistolar entre los diversos obispos, los repetidos viajes de información, que se emprendían para constatar la unanimidad en la doctrina y tradición, y, sobre todo, los frecuentes sínodos, más o menos universales, con sus conclusiones obligatorias para todos, demuestran que la conciencia de la unión colegial estaba viva entre los obispos de los primeros siglos. A las normas de los obispos dadas colegialmente se les atribuyó no sólo la fuerza de la suma cuantitativa de éstos, sino una autoridad especial. Además, se tenía conciencia de que tales conclusiones y normas debían cumplir los presupuestos de la auténtica colegialidad. Se atendía, por ello, a la extensión y, en todo, se buscaba el consentimiento y armonía con la Iglesia de Roma. Se sabía que, sin la colaboración del obispo de Roma, que, como sucesor de Pedro, era también la cabeza del colegio de los obispos, no se daba una auténtica colegialidad episcopal.


    El episcopado monárquico está en el punto medio de dos líneas igualmente esenciales para la Iglesia: la línea vertical, histórica, de la sucesión apostólica y la horizontal de la unidad católica. En las listas de la ininterrumpida sucesión de los obispos encuentra su más clara expresión y su comprobación más segura el fundamento jerárquico del episcopado. Pero, a su vez, por medio del vínculo colegial, el obispo se ve unido a la comunidad del episcopado universal y participa en la doctrina infalible y en la Gracia garantizadas a la Iglesia universal por las promesas de Cristo y por el Espíritu siempre vivo en ella. Por medio de la sucesión apostólica recibe el obispo, como un don, la herencia del poder apostólico y de la tradición, y, como un sagrado deber, el cuidado de la comunión fraterna y de la unidad en la fe.










    La Jerarquía en la Iglesia Primitiva. Teología Fundamental, Albert Lang - ApologeticaCatolica.org
    La Iglesia es el poder supremo en lo espiritual, como el Estado lo es en el temporal.

    Antonio Aparisi

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    Re: Iglesia Primitiva

    SAN METODIO de OLIMPO
    Obispo y Mártir



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    Obispo y autor eclesiástico, se desconoce la fecha de su nacimiento; murió como mártir, probablemente en el año 311. Sólo nos han llegado muy pocos informes respecto a la vida de este primer oponente científico de Orígenes; y aun estos pequeños relatos presentan muchas dificultades. Eusebio no lo menciona en su “Historia de la Iglesia”, probablemente porque él se oponía a varias de las teorías de Orígenes. Le debemos a San Jerónimo por los primeros relatos sobre él (Hombres Ilustres 83). Según él, Metodio fue obispo de Olimpo en Licia y luego obispo de Tiro. Pero esta última afirmación no es confiable; ningún autor griego sabe nada sobre que él fuera obispo de Tiro; y según Eusebio (Hist. De la Iglesia, VIII.13), Tiranio fue obispo de Tiro durante la persecución de Diocleciano y murió mártir; después de la persecución Paulino fue electo obispo de esa ciudad. Jerónimo además establece que Metodio sufrió el martirio al final de la última persecución, es decir, bajo Maximino Daja (311). Aunque él luego añada, “que algunos afirman” que esto pudo haber ocurrido bajo Decio y Valeriano en Calcis, esta afirmación (ut alii affirmant), la cual él presume falsa, no es aceptada. Se han hecho varios intentos por aclarar el error respecto a la mención de Tiro como el siguiente obispado de Metodio; es posible que él fuera llevado a tiro durante la persecución y que muriera allí.
    Uno de los adversarios más distinguidos de Orígenes fue Metodio. Era un hombre de refinada cultura y un excelente teólogo. Refutó la doctrina de Orígenes sobre la preexistencia del alma y su concepto espiritualista de la resurrección del cuerpo. Desgraciadamente, de su extensa producción sólo queda un reducido número de escritos.


    1. El Banquete o Sobre la virginidad (Συμττόσιον ή περί αyveías). Como asiduo lector de Platón, a Metodio le gustaba imitar sus Diálogos. Concibió el Banquete como la réplica cristiana de la obra del gran filósofo. Intervienen diez vírgenes que ensalzan la virginidad. Todas la encomian como tipo de vida cristiana perfecta y la manera ideal de imitar a Cristo. Al final Tecla entona un himno entusiasta (de 24 versos) en honor de Cristo, el Esposo, y de la Iglesia, su Esposa, en el cual el coro de las vírgenes canta un refrán. Empieza así: Tecla. En lo alto de los cielos, ¡oh vírgenes!, se deja oír el sonido de una voz que despierta a los muertos; debemos apresurarnos, dice, a ir todas hacia el oriente al encuentro del Esposo, revestidas de nuestras blancas túnicas y con las lámparas en la mano. Despertaos y avanzad antes de que el Rey franquee la puerta. Todas. A ti consagro mi pureza, ¡oh divino Esposo!, y voy a tu encuentro con la lámpara brillante en mi mano. Tecla. He desechado la felicidad de los mortales, tan lamentable; los placeres de una vida voluptuosa y el amor profano; a tus brazos, que dan la vida, me acojo buscando protección, en espera de contemplar, ¡oh Cristo bienaventurado!, tu eternal belleza. Todas. A ti consagro mi pureza, ¡oh divino Esposo!, y voy a tu encuentro con la lámpara brillante en mi mano. Tecla. He abandonado los tálamos y palacios de bodas terrenas por ti, ¡oh divino Maestro!, resplandeciente cual el oro; a ti me acerco con mis vestiduras inmaculadas, para ser la primera en entrar contigo en la felicidad completa de la cámara nupcial. Todas. A ti consagro mi pureza... Tecla. Después de haber escapado, ¡oh Cristo bienaventurado!, a los engaños del dragón y sus artificiosas seducciones, sufrí el ardor de las llamas y las acometidas mortíferas de bestias feroces, confiada en que vendrías a ayudarme. Todas. A ti consagro mi pureza... Tecla. Olvidé mi patria arrastrada por el encanto ardiente de tu gracia, ¡oh Verbo divino!; olvidé los coros de las vírgenes compañeras de mi edad y el fausto de mi madre y de mi raza, porque tú mismo, tú, ¡oh Cristo!, eres todo para mí. Todas. A ti consagro mi pureza... Tecla. Salve, ¡oh Cristo, dador de la vida, luz sin ocaso! ¡Oye nuestras aclamaciones! Es el coro de las vírgenes quien te las dirige, ¡oh flor sin tacha, gozo, prudencia, sabiduría, oh Verbo de Dios! Todas. A ti consagro mi pureza... Tecla. Abre las puertas, ¡oh reina!, la de la rica veste; admítenos en la cámara nupcial. ¡Esposa inmaculada, vencedora, egregia, que te mueves entre aromas! Engalanadas con vestiduras semejantes, henos aquí vástagos tuyos, sentadas junto a Cristo para celebrar tus venturosas nupcias. Todas. A ti consagro mi pureza... (11,2,1-7: BAC 45,1081s). Esta Reina, la Iglesia, está adornada con las flores dé la virginidad y los frutos de la maternidad: El Real Profeta comparó la Iglesia a un prado amenísimo sembrado y cubierto con las más variadas flores, no sólo con las flores suavísimas de la virginidad, sino también con las del matrimonio y las de la continencia, según está escrito: "Engalanada con sus vestidos de franjas de oro avanza la reina a la diestra de su esposo" (Ps. 44,10 y 14) (ibid. 2,7,50: BAC 45,1003). Se advierte la influencia de la doctrina de la recapitulación de Ireneo (véase p.284s) cuando afirma Metodio que, por haber pecado Adán, Dios determinó recrearlo en la Encarnación; pero Metodio propone una creación nueva, una re-creación mucho más absoluta y completa. Su eclesiología está íntimamente ligada a esta idea del segundo Adán. Para Ireneo, la segunda Eva es María; para Metodio es la Iglesia: Así Pablo ha referido justamente a Cristo lo que había sido dicho respecto a Adán, proclamando con derecho que la Iglesia nació de sus huesos y de su carne. Por amor a ella, el Verbo, dejando al Padre en los cielos, descendió a la tierra para acompañarla como a esposa (Eph. 5,31) y dormir el éxtasis del sufrimiento, muriendo gustoso por ella, a fin de presentarla gloriosa sin arruga ni mancha, purificándola mediante el agua y el bautismo (Eph. 5,26-7), para hacerla capaz de recibir el germen espiritual que el Verbo planta y hace germinar con sus inspiraciones en lo más profundo del alma; por su parte, la Iglesia, como una madre, da forma a aquella nueva vida para engendrar y acrecentar la virtud. De este modo se cumple proféticamente aquel mandato: "Creced y multiplicaos" (Gen. 1,18), al aumentar la Iglesia cada día en masa, en plenitud y belleza gracias a su unión e íntimas relaciones con el Verbo, que aun ahora desciende a nosotros y se nos infunde mediante la conmemoración de sus sufrimientos. Pues la Iglesia no podría de otro modo concebir y regenerar a sus hijos los creyentes, por el agua del bautismo, si Cristo no se hubiera anonadado de nuevo por ellos para ser retenido por la recopilación de sus sufrimientos, y no muriese otra vez descendiendo de los cielos y uniéndose a su esposa la Iglesia a fin de proporcionarle un nuevo vigor de su propio costado, con el que puedan crecer y desarrollarse todos aquellos que han sido fundados en El, los que han renacido por las aguas del bautismo y han recibido la vida comunicada de sus huesos y de su carne, es decir, de su santidad y de su gloria (3,8,70: BAC45,1010s). Después de leer tales pasajes, nos sorprende saber que Metodio fue uno de los adversarios de Orígenes, puesto que el Comentario sobre el Cantar de los Cantares de éste expone las mismas ideas y las mismas alegorías y sigue la misma interpretación mística. De hecho no fue sino más tarde cuando Metodio comenzó a refutar al maestro alejandrino. En cambio, parece que en sus primeros escritos le había prodigado grandes alabanzas. Según San Jerónimo (Adv. Ruf. 1,11), Pánfilo en su Apología de Orígenes recuerda a Metodio que también él anteriormente tuvo en gran estima a este doctor. El Banquete es el único escrito de Metodio cuyo texto griego se ha conservado íntegramente. De las otras obras tenemos solamente una traducción eslava más o menos completa y algunos fragmentos en griego.


    2. El Tratado sobre el libre albedrío (Περί του αίπτεξουσίον). La versión eslava ostenta el título Sobre Dios, la materia y el libre albedrío, que corresponde más exactamente al contenido de la obra. Metodio quiere probar, en forma de diálogo, que el responsable del mal es el libre albedrío del ser humano. No se puede pensar que el mal provenga de Dios o que sea materia increada o eterna como Dios. En el transcurso de la discusión, Metodio rechaza la idea origenista de una sucesión indefinida de mundos. El tratado parece dirigido contra el sistema dualista de los valentinianos y de otros gnósticos. La mayor parte de la obra se conserva en fragmentos griegos. El texto íntegro, salvo unas pocas lagunas, existe en una versión eslava. Además, Eznik de Kolb, apologista armenio del siglo V, trae largas citas en su Refutación de las sectas, transmitiéndonos de esta manera en su lengua importantes pasajes de la obra de Metodio.


    3. Sobre la resurrección (Άγλαοφών ή περί αναστάσεως). El título original de este diálogo era Aglaofón o sobre la resurrección, porque representa una disputa que tuvo lugar en casa del médico Aglaofón de Patara. Refuta en tres libros la teoría origenista de la resurrección en un cuerpo espiritual y defiende la identidad del cuerpo humano con el cuerpo resucitado: No puedo soportar la locura de algunos que desvergonzadamente violentan la Escritura, a fin de encontrar un apoyo para su propia opinión, según la cual la resurrección se hará sin la carne; suponen que habrá huesos y carne espirituales, y cambian su sentido de muchas maneras, haciendo alegorías (1,2). Ahora bien, ¿qué significa que lo corruptible se reviste de inmortalidad? ¿No es lo mismo que aquello de "se siembra en corrupción y resucita en incorrupción"? (1 Cor. 15.42). En efecto, el alma no es ni corruptible ni mortal, porque lo que es mortal y corruptible es la carne. En consecuencia, "como llevamos la imagen del terreno, llevaremos también la imagen del celestial" (1 Cor. 15, 49). Puesto que la imagen del terreno que llevamos es ésta: "Polvo eres y al polvo volverás" (Gen. 3,19). Pero la imagen del celestial es la resurrección de entre los muertos, y la incorrupción, a fin de que, "como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva" (Rom. 4,6). Se podría pensar que la imagen terrena es la misma carne, y la imagen celestial algún cuerpo espiritual distinto de la carne. Pero hay que considerar primero que Cristo, el hombre celestial, cuando se apareció, tuvo la misma forma corporal que los miembros y la misma imagen de carne como la nuestra, pues por ella se hizo hombre el que no era hombre, de suerte que, "como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados" (1 Cor. 15,22). Si, pues, El tomó la carne por otra cualquiera razón que la de libertar a la carne y resucitarla, ¿por qué asumió El la carne en vano, si no quería ni salvarla ni resucitarla? Pero el Hijo de Dios no hace nada en vano. No tomó, pues, inútilmente la forma de siervo, sino que lo hizo con la intención de resucitarla y salvarla. Si él se hizo hombre y murió en verdad y no sólo en apariencia, lo hizo para mostrar que es el primogénito de entre los muertos, transformando la tierra en cielo, y lo mortal en inmortal (De resurr. 1,13). Metodio refuta también las opiniones de Orígenes sobre la preexistencia del alma y sobre la carne como cárcel del espíritu, y sus ideas sobre el destino y fin del mundo. Al principio el hombre era inmortal en cuerpo y alma. La muerte y la separación del cuerpo y del alma no tienen más explicación que la envidia del diablo. Por eso el ser humano tuvo que ser remodelado: Es como si un eminente artista tuviera que romper una hermosa estatua labrada por él mismo en oro u otro material, y hermosamente proporcionada en todos sus miembros, porque acaba de darse cuenta de que ha sido mutilada por algún hombre infame, demasiado envidioso para soportar la belleza. Este hombre se apoderó de la estatua y se entregó al vano placer de satisfacer su envidia. Advierte, sapientísimo Aglaofón: si el artista quiere que aquello a lo que ha dedicado tantos afanes, tantos cuidados y tanto trabajo, esté libre de toda infamia, se verá precisado a fundirlo de nuevo y a restaurarlo en su anterior condición... Pues bien, me parece que al plan de Dios le aconteció lo mismo que ocurre con los nuestros. Viendo al hombre, la más noble de sus obras, corrompido por pérfido engaño, no pudo, en su amor al hombre, abandonarlo en aquella condición. No quiso que el ser humano permaneciera para siempre culpable y objeto de reprobación por toda la eternidad. Le redujo de nuevo a su materia original, a fin de que, modelándolo otra vez, desaparecieran de él todas las manchas. A la fundición de la estatua en el primer caso corresponde la muerte y disolución del cuerpo en el segundo, y a la refundición y nuevo modelado de la materia en el primer caso corresponde la resurrección del cuerpo en el segundo: Te pido prestes atención a esto: cuando el hombre delinquió, la Grande Mano no quiso, como ya dije, abandonar su obra como un trofeo al maligno, que la había viciado y deshonrado injustamente por envidia. Por el contrario, la humedeció y la redujo a arcilla, lo mismo que un alfarero rompe una vasija para rehacerla, a fin de eliminar todas las taras y abolladuras para que pueda ser de nuevo agradable y sin ningún defecto (De resurr. 1,6-7). A pesar de que el diálogo adolece de cierta falta de claridad en la composición, con todo, la obra, tal como está, es una importante contribución a la teología. La refutación de las ideas de Orígenes se mantiene siempre en un nivel elevado, y las especulaciones del autor se remontan a la misma altura que las de su antagonista. San Jerónimo, que, en fin de cuentas, no era muy favorable a Metodio, señala (De vir. ill. 33) este tratado como un opus egregium. Solamente quedan fragmentos del texto griego. Afortunadamente, Epifanio incorporó a su Panarion (Haer. 64,12-62) un pasaje extenso y muy importante (1,20-2,8,10). La versión eslava abarca los tres libros, pero abreviando los dos últimos.


    4. Sobre la vida y las acciones racionales. Este tratado figura en la versión eslava entre los dos diálogos Sobre el libre albedrío y Sobre la resurrección. Del texto original griego no queda absolutamente nada. La obra consiste en una exhortación a contentarse con lo que Dios nos ha dado en esta vida y a poner toda nuestra esperanza en el mundo venidero.


    5. Las obras exegéticas. Al diálogo Sobre la resurrección siguen, en la versión eslava, tres obras exegéticas. La primera va dirigida a dos mujeres, Frenope y Quilonia, y trata de La diferencia de los alimentos y la ternera mencionada en el Levítico (cf. Num. 19). Es una interpretación alegórica de las leyes del Antiguo Testamento relativas a las diferentes clases de alimentos y a la vaca roja, con cuyas cenizas debían ser rociados los impuros. El segundo tratado, que se titula A Sistelio sobre la lepra, es un diálogo entre Eubulio y Sistelio sobre el sentido alegórico del Levítico 13. Además de la versión eslava quedan algunos fragmentos griegos de este tratado. El tercero es una interpretación alegórica de Prov. 30,15ss (la sanguijuela) y Ps. 18,2: "Los cielos pregonan la gloria de Dios." 6. Contra Porfirio. En varias ocasiones (De vir. ill. 83; Epist. 48,13; Epist. 70,3) San Jerónimo habla con grande encomio de los Libros contra Porfirio de Metodio. Verdaderamente es de lamentar que esta obra se haya perdido enteramente, puesto que Metodio fue el primero en refutar los quince libros polémicos Contra los cristianos, escritos por el filósofo neoplatónico Porfirio hacia el año 270. También se han perdido sus obras Sobre la Pitonisa, Sobre los mártires y los Comentarios sobre el Génesis y sobre el Cantar de los Cantares (De vir. ill. 83).


    Profecías


    Las revelaciones de San Metodio, se encuentran entre las más antiguas profecías post-cristiano bíblico. El manuscrito reunir estas profecías, la Monumenta Orthodoxographa Patrum , fue encontrado alrededor de 1000 años después de la muerte de san Metodio.Aquí hay algunos pasos de este manuscrito: " Llegará un día en que los enemigos de Cristo, se jacta de haber conquistado el mundo entero. Ellos dirán, ahora los cristianos no pueden escapar! Sin embargo, un gran rey se levantará para luchar contra los enemigos de Dios, Él los derrota, se concederá la paz en el mundo y la Iglesia será liberado de sus problemas. " Después de la clara condena de los "enemigos de Cristo", que se concentra en la maldad y la ingratitud Metodio, que, según él, tendrá que "el último período," el pueblo cristiano: " En el último período los cristianos no aprecian la gran gracia de Dios que ha enviado el gran monarca, de un largo período de paz y una maravillosa fertilidad de la tierra. Ellos son muy ingratos, llevará una vida de pecado , el orgullo, la vanidad, la falta de castidad, la frivolidad, el odio, la avaricia, la gula y otros vicios, para que los pecados de los hombres ante Dios, tendrá un hedor peor que una plaga .Mucha gente duda de que la fe católica es la verdadera y única que da la salvación y pensar que tal vez los Judios tienen razón en espera del Mesías todavía. Muchas son las falsas enseñanzas y que puede causar confusión tanto. Dios, en Su justicia, como consecuencia de esto le dará Lucifer y sus demonios el poder venir a la tierra y buscó a tientas las criaturas impías. "


    La acción demiúrgica de Dios


    En el segundo discurso del Symposion se intenta demostrar que la procreación no es mala y que el precepto de “creced y multiplicaos” del Génesis sigue vigente, “concurriendo el Creador todavía a la formación del hombre”. Dios Padre seguiría realizando su acción demiúrgica con la creación de nuevos seres humanos: “Es claramente manifiesto que también ahora continúa trabajando en el mundo como un artífice en su obra, según nos lo enseñó el Señor, diciendo: “Mi Padre sigue obrando todavía y yo igualmente”” Así pues, para san Metodio, Dios no sólo creó al primer hombre en el sexto día de la Creación, sino que prolonga su obra demiúrgica hasta el presente. Lógicamente, si Dios crea es que las criaturas son buenas y la generación humana, también. Pero, ¿cómo crea Dios? El hombre coopera en la acción creadora de Dios, pero es Éste el que crea y modela “con sus manos”, según Metodio. Dios formó al primer hombre, Adán, con ayuda del Hijo y del Espíritu Santo. De ahí el “hagamos al hombre a imagen y semejanza” del Génesis . La importancia del hombre radica, sobre todo, en su carne formada por Dios modelándola con sus propias Manos -Hijo y Espíritu Santo-. El barro humilde sería plasmado a imagen del Hijo, y según el Espíritu, Semejanza de Dios. Para ser viviente, Dios inspiró en su rostro un soplo de vida, de tal forma que, tanto por el soplo como por la carne plasmada, el hombre fuera semejante a Dios Metodio acepta esta idea, al menos en parte: “Y ¿quién, después de venido ya a luz el niño, aun cuando todavía tan débil y tierno, va dándole robustez, fuerzas y forma conveniente, sino aquel soberano Artífice, Dios, como antes dije, que con su virtud creadora va produciendo y configurando los seres humanos, teniendo como ejemplar a Cristo?” Cristo es el ejemplar según el cual Dios modela a los hombres. Lo fue con el protoplasto -Adán- y lo es con todos y cada uno de los seres humanos.
    La Iglesia es el poder supremo en lo espiritual, como el Estado lo es en el temporal.

    Antonio Aparisi

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    Re: Iglesia Primitiva

    SAN METODIO de OLIMPO
    Obispo y Mártir



    image.jpg


    Obispo y autor eclesiástico, se desconoce la fecha de su nacimiento; murió como mártir, probablemente en el año 311. Sólo nos han llegado muy pocos informes respecto a la vida de este primer oponente científico de Orígenes; y aun estos pequeños relatos presentan muchas dificultades. Eusebio no lo menciona en su “Historia de la Iglesia”, probablemente porque él se oponía a varias de las teorías de Orígenes. Le debemos a San Jerónimo por los primeros relatos sobre él (Hombres Ilustres 83). Según él, Metodio fue obispo de Olimpo en Licia y luego obispo de Tiro. Pero esta última afirmación no es confiable; ningún autor griego sabe nada sobre que él fuera obispo de Tiro; y según Eusebio (Hist. De la Iglesia, VIII.13), Tiranio fue obispo de Tiro durante la persecución de Diocleciano y murió mártir; después de la persecución Paulino fue electo obispo de esa ciudad. Jerónimo además establece que Metodio sufrió el martirio al final de la última persecución, es decir, bajo Maximino Daja (311). Aunque él luego añada, “que algunos afirman” que esto pudo haber ocurrido bajo Decio y Valeriano en Calcis, esta afirmación (ut alii affirmant), la cual él presume falsa, no es aceptada. Se han hecho varios intentos por aclarar el error respecto a la mención de Tiro como el siguiente obispado de Metodio; es posible que él fuera llevado a tiro durante la persecución y que muriera allí.
    Uno de los adversarios más distinguidos de Orígenes fue Metodio. Era un hombre de refinada cultura y un excelente teólogo. Refutó la doctrina de Orígenes sobre la preexistencia del alma y su concepto espiritualista de la resurrección del cuerpo. Desgraciadamente, de su extensa producción sólo queda un reducido número de escritos.


    1. El Banquete o Sobre la virginidad (Συμττόσιον ή περί αyveías). Como asiduo lector de Platón, a Metodio le gustaba imitar sus Diálogos. Concibió el Banquete como la réplica cristiana de la obra del gran filósofo. Intervienen diez vírgenes que ensalzan la virginidad. Todas la encomian como tipo de vida cristiana perfecta y la manera ideal de imitar a Cristo. Al final Tecla entona un himno entusiasta (de 24 versos) en honor de Cristo, el Esposo, y de la Iglesia, su Esposa, en el cual el coro de las vírgenes canta un refrán. Empieza así: Tecla. En lo alto de los cielos, ¡oh vírgenes!, se deja oír el sonido de una voz que despierta a los muertos; debemos apresurarnos, dice, a ir todas hacia el oriente al encuentro del Esposo, revestidas de nuestras blancas túnicas y con las lámparas en la mano. Despertaos y avanzad antes de que el Rey franquee la puerta. Todas. A ti consagro mi pureza, ¡oh divino Esposo!, y voy a tu encuentro con la lámpara brillante en mi mano. Tecla. He desechado la felicidad de los mortales, tan lamentable; los placeres de una vida voluptuosa y el amor profano; a tus brazos, que dan la vida, me acojo buscando protección, en espera de contemplar, ¡oh Cristo bienaventurado!, tu eternal belleza. Todas. A ti consagro mi pureza, ¡oh divino Esposo!, y voy a tu encuentro con la lámpara brillante en mi mano. Tecla. He abandonado los tálamos y palacios de bodas terrenas por ti, ¡oh divino Maestro!, resplandeciente cual el oro; a ti me acerco con mis vestiduras inmaculadas, para ser la primera en entrar contigo en la felicidad completa de la cámara nupcial. Todas. A ti consagro mi pureza... Tecla. Después de haber escapado, ¡oh Cristo bienaventurado!, a los engaños del dragón y sus artificiosas seducciones, sufrí el ardor de las llamas y las acometidas mortíferas de bestias feroces, confiada en que vendrías a ayudarme. Todas. A ti consagro mi pureza... Tecla. Olvidé mi patria arrastrada por el encanto ardiente de tu gracia, ¡oh Verbo divino!; olvidé los coros de las vírgenes compañeras de mi edad y el fausto de mi madre y de mi raza, porque tú mismo, tú, ¡oh Cristo!, eres todo para mí. Todas. A ti consagro mi pureza... Tecla. Salve, ¡oh Cristo, dador de la vida, luz sin ocaso! ¡Oye nuestras aclamaciones! Es el coro de las vírgenes quien te las dirige, ¡oh flor sin tacha, gozo, prudencia, sabiduría, oh Verbo de Dios! Todas. A ti consagro mi pureza... Tecla. Abre las puertas, ¡oh reina!, la de la rica veste; admítenos en la cámara nupcial. ¡Esposa inmaculada, vencedora, egregia, que te mueves entre aromas! Engalanadas con vestiduras semejantes, henos aquí vástagos tuyos, sentadas junto a Cristo para celebrar tus venturosas nupcias. Todas. A ti consagro mi pureza... (11,2,1-7: BAC 45,1081s). Esta Reina, la Iglesia, está adornada con las flores dé la virginidad y los frutos de la maternidad: El Real Profeta comparó la Iglesia a un prado amenísimo sembrado y cubierto con las más variadas flores, no sólo con las flores suavísimas de la virginidad, sino también con las del matrimonio y las de la continencia, según está escrito: "Engalanada con sus vestidos de franjas de oro avanza la reina a la diestra de su esposo" (Ps. 44,10 y 14) (ibid. 2,7,50: BAC 45,1003). Se advierte la influencia de la doctrina de la recapitulación de Ireneo (véase p.284s) cuando afirma Metodio que, por haber pecado Adán, Dios determinó recrearlo en la Encarnación; pero Metodio propone una creación nueva, una re-creación mucho más absoluta y completa. Su eclesiología está íntimamente ligada a esta idea del segundo Adán. Para Ireneo, la segunda Eva es María; para Metodio es la Iglesia: Así Pablo ha referido justamente a Cristo lo que había sido dicho respecto a Adán, proclamando con derecho que la Iglesia nació de sus huesos y de su carne. Por amor a ella, el Verbo, dejando al Padre en los cielos, descendió a la tierra para acompañarla como a esposa (Eph. 5,31) y dormir el éxtasis del sufrimiento, muriendo gustoso por ella, a fin de presentarla gloriosa sin arruga ni mancha, purificándola mediante el agua y el bautismo (Eph. 5,26-7), para hacerla capaz de recibir el germen espiritual que el Verbo planta y hace germinar con sus inspiraciones en lo más profundo del alma; por su parte, la Iglesia, como una madre, da forma a aquella nueva vida para engendrar y acrecentar la virtud. De este modo se cumple proféticamente aquel mandato: "Creced y multiplicaos" (Gen. 1,18), al aumentar la Iglesia cada día en masa, en plenitud y belleza gracias a su unión e íntimas relaciones con el Verbo, que aun ahora desciende a nosotros y se nos infunde mediante la conmemoración de sus sufrimientos. Pues la Iglesia no podría de otro modo concebir y regenerar a sus hijos los creyentes, por el agua del bautismo, si Cristo no se hubiera anonadado de nuevo por ellos para ser retenido por la recopilación de sus sufrimientos, y no muriese otra vez descendiendo de los cielos y uniéndose a su esposa la Iglesia a fin de proporcionarle un nuevo vigor de su propio costado, con el que puedan crecer y desarrollarse todos aquellos que han sido fundados en El, los que han renacido por las aguas del bautismo y han recibido la vida comunicada de sus huesos y de su carne, es decir, de su santidad y de su gloria (3,8,70: BAC45,1010s). Después de leer tales pasajes, nos sorprende saber que Metodio fue uno de los adversarios de Orígenes, puesto que el Comentario sobre el Cantar de los Cantares de éste expone las mismas ideas y las mismas alegorías y sigue la misma interpretación mística. De hecho no fue sino más tarde cuando Metodio comenzó a refutar al maestro alejandrino. En cambio, parece que en sus primeros escritos le había prodigado grandes alabanzas. Según San Jerónimo (Adv. Ruf. 1,11), Pánfilo en su Apología de Orígenes recuerda a Metodio que también él anteriormente tuvo en gran estima a este doctor. El Banquete es el único escrito de Metodio cuyo texto griego se ha conservado íntegramente. De las otras obras tenemos solamente una traducción eslava más o menos completa y algunos fragmentos en griego.


    2. El Tratado sobre el libre albedrío (Περί του αίπτεξουσίον). La versión eslava ostenta el título Sobre Dios, la materia y el libre albedrío, que corresponde más exactamente al contenido de la obra. Metodio quiere probar, en forma de diálogo, que el responsable del mal es el libre albedrío del ser humano. No se puede pensar que el mal provenga de Dios o que sea materia increada o eterna como Dios. En el transcurso de la discusión, Metodio rechaza la idea origenista de una sucesión indefinida de mundos. El tratado parece dirigido contra el sistema dualista de los valentinianos y de otros gnósticos. La mayor parte de la obra se conserva en fragmentos griegos. El texto íntegro, salvo unas pocas lagunas, existe en una versión eslava. Además, Eznik de Kolb, apologista armenio del siglo V, trae largas citas en su Refutación de las sectas, transmitiéndonos de esta manera en su lengua importantes pasajes de la obra de Metodio.


    3. Sobre la resurrección (Άγλαοφών ή περί αναστάσεως). El título original de este diálogo era Aglaofón o sobre la resurrección, porque representa una disputa que tuvo lugar en casa del médico Aglaofón de Patara. Refuta en tres libros la teoría origenista de la resurrección en un cuerpo espiritual y defiende la identidad del cuerpo humano con el cuerpo resucitado: No puedo soportar la locura de algunos que desvergonzadamente violentan la Escritura, a fin de encontrar un apoyo para su propia opinión, según la cual la resurrección se hará sin la carne; suponen que habrá huesos y carne espirituales, y cambian su sentido de muchas maneras, haciendo alegorías (1,2). Ahora bien, ¿qué significa que lo corruptible se reviste de inmortalidad? ¿No es lo mismo que aquello de "se siembra en corrupción y resucita en incorrupción"? (1 Cor. 15.42). En efecto, el alma no es ni corruptible ni mortal, porque lo que es mortal y corruptible es la carne. En consecuencia, "como llevamos la imagen del terreno, llevaremos también la imagen del celestial" (1 Cor. 15, 49). Puesto que la imagen del terreno que llevamos es ésta: "Polvo eres y al polvo volverás" (Gen. 3,19). Pero la imagen del celestial es la resurrección de entre los muertos, y la incorrupción, a fin de que, "como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva" (Rom. 4,6). Se podría pensar que la imagen terrena es la misma carne, y la imagen celestial algún cuerpo espiritual distinto de la carne. Pero hay que considerar primero que Cristo, el hombre celestial, cuando se apareció, tuvo la misma forma corporal que los miembros y la misma imagen de carne como la nuestra, pues por ella se hizo hombre el que no era hombre, de suerte que, "como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados" (1 Cor. 15,22). Si, pues, El tomó la carne por otra cualquiera razón que la de libertar a la carne y resucitarla, ¿por qué asumió El la carne en vano, si no quería ni salvarla ni resucitarla? Pero el Hijo de Dios no hace nada en vano. No tomó, pues, inútilmente la forma de siervo, sino que lo hizo con la intención de resucitarla y salvarla. Si él se hizo hombre y murió en verdad y no sólo en apariencia, lo hizo para mostrar que es el primogénito de entre los muertos, transformando la tierra en cielo, y lo mortal en inmortal (De resurr. 1,13). Metodio refuta también las opiniones de Orígenes sobre la preexistencia del alma y sobre la carne como cárcel del espíritu, y sus ideas sobre el destino y fin del mundo. Al principio el hombre era inmortal en cuerpo y alma. La muerte y la separación del cuerpo y del alma no tienen más explicación que la envidia del diablo. Por eso el ser humano tuvo que ser remodelado: Es como si un eminente artista tuviera que romper una hermosa estatua labrada por él mismo en oro u otro material, y hermosamente proporcionada en todos sus miembros, porque acaba de darse cuenta de que ha sido mutilada por algún hombre infame, demasiado envidioso para soportar la belleza. Este hombre se apoderó de la estatua y se entregó al vano placer de satisfacer su envidia. Advierte, sapientísimo Aglaofón: si el artista quiere que aquello a lo que ha dedicado tantos afanes, tantos cuidados y tanto trabajo, esté libre de toda infamia, se verá precisado a fundirlo de nuevo y a restaurarlo en su anterior condición... Pues bien, me parece que al plan de Dios le aconteció lo mismo que ocurre con los nuestros. Viendo al hombre, la más noble de sus obras, corrompido por pérfido engaño, no pudo, en su amor al hombre, abandonarlo en aquella condición. No quiso que el ser humano permaneciera para siempre culpable y objeto de reprobación por toda la eternidad. Le redujo de nuevo a su materia original, a fin de que, modelándolo otra vez, desaparecieran de él todas las manchas. A la fundición de la estatua en el primer caso corresponde la muerte y disolución del cuerpo en el segundo, y a la refundición y nuevo modelado de la materia en el primer caso corresponde la resurrección del cuerpo en el segundo: Te pido prestes atención a esto: cuando el hombre delinquió, la Grande Mano no quiso, como ya dije, abandonar su obra como un trofeo al maligno, que la había viciado y deshonrado injustamente por envidia. Por el contrario, la humedeció y la redujo a arcilla, lo mismo que un alfarero rompe una vasija para rehacerla, a fin de eliminar todas las taras y abolladuras para que pueda ser de nuevo agradable y sin ningún defecto (De resurr. 1,6-7). A pesar de que el diálogo adolece de cierta falta de claridad en la composición, con todo, la obra, tal como está, es una importante contribución a la teología. La refutación de las ideas de Orígenes se mantiene siempre en un nivel elevado, y las especulaciones del autor se remontan a la misma altura que las de su antagonista. San Jerónimo, que, en fin de cuentas, no era muy favorable a Metodio, señala (De vir. ill. 33) este tratado como un opus egregium. Solamente quedan fragmentos del texto griego. Afortunadamente, Epifanio incorporó a su Panarion (Haer. 64,12-62) un pasaje extenso y muy importante (1,20-2,8,10). La versión eslava abarca los tres libros, pero abreviando los dos últimos.


    4. Sobre la vida y las acciones racionales. Este tratado figura en la versión eslava entre los dos diálogos Sobre el libre albedrío y Sobre la resurrección. Del texto original griego no queda absolutamente nada. La obra consiste en una exhortación a contentarse con lo que Dios nos ha dado en esta vida y a poner toda nuestra esperanza en el mundo venidero.


    5. Las obras exegéticas. Al diálogo Sobre la resurrección siguen, en la versión eslava, tres obras exegéticas. La primera va dirigida a dos mujeres, Frenope y Quilonia, y trata de La diferencia de los alimentos y la ternera mencionada en el Levítico (cf. Num. 19). Es una interpretación alegórica de las leyes del Antiguo Testamento relativas a las diferentes clases de alimentos y a la vaca roja, con cuyas cenizas debían ser rociados los impuros. El segundo tratado, que se titula A Sistelio sobre la lepra, es un diálogo entre Eubulio y Sistelio sobre el sentido alegórico del Levítico 13. Además de la versión eslava quedan algunos fragmentos griegos de este tratado. El tercero es una interpretación alegórica de Prov. 30,15ss (la sanguijuela) y Ps. 18,2: "Los cielos pregonan la gloria de Dios." 6. Contra Porfirio. En varias ocasiones (De vir. ill. 83; Epist. 48,13; Epist. 70,3) San Jerónimo habla con grande encomio de los Libros contra Porfirio de Metodio. Verdaderamente es de lamentar que esta obra se haya perdido enteramente, puesto que Metodio fue el primero en refutar los quince libros polémicos Contra los cristianos, escritos por el filósofo neoplatónico Porfirio hacia el año 270. También se han perdido sus obras Sobre la Pitonisa, Sobre los mártires y los Comentarios sobre el Génesis y sobre el Cantar de los Cantares (De vir. ill. 83).


    Profecías


    Las revelaciones de San Metodio, se encuentran entre las más antiguas profecías post-cristiano bíblico. El manuscrito reunir estas profecías, la Monumenta Orthodoxographa Patrum , fue encontrado alrededor de 1000 años después de la muerte de san Metodio.Aquí hay algunos pasos de este manuscrito: " Llegará un día en que los enemigos de Cristo, se jacta de haber conquistado el mundo entero. Ellos dirán, ahora los cristianos no pueden escapar! Sin embargo, un gran rey se levantará para luchar contra los enemigos de Dios, Él los derrota, se concederá la paz en el mundo y la Iglesia será liberado de sus problemas. " Después de la clara condena de los "enemigos de Cristo", que se concentra en la maldad y la ingratitud Metodio, que, según él, tendrá que "el último período," el pueblo cristiano: " En el último período los cristianos no aprecian la gran gracia de Dios que ha enviado el gran monarca, de un largo período de paz y una maravillosa fertilidad de la tierra. Ellos son muy ingratos, llevará una vida de pecado , el orgullo, la vanidad, la falta de castidad, la frivolidad, el odio, la avaricia, la gula y otros vicios, para que los pecados de los hombres ante Dios, tendrá un hedor peor que una plaga .Mucha gente duda de que la fe católica es la verdadera y única que da la salvación y pensar que tal vez los Judios tienen razón en espera del Mesías todavía. Muchas son las falsas enseñanzas y que puede causar confusión tanto. Dios, en Su justicia, como consecuencia de esto le dará Lucifer y sus demonios el poder venir a la tierra y buscó a tientas las criaturas impías. "


    La acción demiúrgica de Dios


    En el segundo discurso del Symposion se intenta demostrar que la procreación no es mala y que el precepto de “creced y multiplicaos” del Génesis sigue vigente, “concurriendo el Creador todavía a la formación del hombre”. Dios Padre seguiría realizando su acción demiúrgica con la creación de nuevos seres humanos: “Es claramente manifiesto que también ahora continúa trabajando en el mundo como un artífice en su obra, según nos lo enseñó el Señor, diciendo: “Mi Padre sigue obrando todavía y yo igualmente”” Así pues, para san Metodio, Dios no sólo creó al primer hombre en el sexto día de la Creación, sino que prolonga su obra demiúrgica hasta el presente. Lógicamente, si Dios crea es que las criaturas son buenas y la generación humana, también. Pero, ¿cómo crea Dios? El hombre coopera en la acción creadora de Dios, pero es Éste el que crea y modela “con sus manos”, según Metodio. Dios formó al primer hombre, Adán, con ayuda del Hijo y del Espíritu Santo. De ahí el “hagamos al hombre a imagen y semejanza” del Génesis . La importancia del hombre radica, sobre todo, en su carne formada por Dios modelándola con sus propias Manos -Hijo y Espíritu Santo-. El barro humilde sería plasmado a imagen del Hijo, y según el Espíritu, Semejanza de Dios. Para ser viviente, Dios inspiró en su rostro un soplo de vida, de tal forma que, tanto por el soplo como por la carne plasmada, el hombre fuera semejante a Dios Metodio acepta esta idea, al menos en parte: “Y ¿quién, después de venido ya a luz el niño, aun cuando todavía tan débil y tierno, va dándole robustez, fuerzas y forma conveniente, sino aquel soberano Artífice, Dios, como antes dije, que con su virtud creadora va produciendo y configurando los seres humanos, teniendo como ejemplar a Cristo?” Cristo es el ejemplar según el cual Dios modela a los hombres. Lo fue con el protoplasto -Adán- y lo es con todos y cada uno de los seres humanos.


    Los escasos datos en existencia sobre la vida de San Metodio de Olimpo fueron recogidos en el Acta Sanctorum, sept. vol. V. En relación con la obra literaria del santo, las modernas investigaciones han descubierto el texto eslavo de varios de sus escritos, manuscrito éste que aprovechó N. Bonwetsch en su libro Methodius von Olympus (1891). Ver también el Altkirchuche Literatur de Bardenhewer (1913), vol. II, pp. 334 y ss., así como el DTC., vol. X, cc. 1606-1614.


    http://www.ssscruz.4t.com/S_Metodio_Olimpo_20-6.html
    Última edición por Michael; 16/10/2013 a las 10:51
    La Iglesia es el poder supremo en lo espiritual, como el Estado lo es en el temporal.

    Antonio Aparisi

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    San Esteban, Protomártir


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    Esteban era de origen judío. Su nombre significa: "coronado" (Esteb: corona) Dio honra a su nombre coronando su vida con el martirio.


    Se le llama "protomartir" porque tuvo el honor de ser el primer mártir que derramó su sangre por proclamar su fe en Jesucristo. Se desconoce por completo su conversión al cristianismo. La S. Biblia se refiere a él por primera vez en los Hechos de los Apóstoles. Narra que en Jerusalén hubo una protesta de las viudas helenistas (de origen griego). Las viudas decían que, en la distribución de la ayuda diaria, se les daba mas preferencia a los que eran de Israel, que a los pobres del extranjero. Cuando esa comunidad creció, los apóstoles, para no dejar su labor de predicar, confiaron el servicio de los pobres a siete ministros de la caridad llamados diáconos (que significa "ayudante", "servidor", grado inmediatamente inferior al sacerdote). Estos fueron elegidos por voto popular, por ser hombres de buena conducta, llenos del Espíritu Santo y de reconocida prudencia. Los elegidos fueron Esteban, Nicanor y otros. Esteban además de ser administrador de los bienes comunes, no renunciaba a anunciar la buena noticia. La palabra del Señor se difundió y el número de discípulos se multiplicó extraordinariamente en Jerusalén; también un gran número de sacerdotes se sometieron a la fe.


    Esteban hablaba de Jesucristo con un espíritu tan sabio que ganaba los corazones y los enemigos de la fe no podían hacerle frente. Al ver los ancianos la influencia que ejercía sobre el pueblo, lo llevaron ante el Tribunal Supremo de la nación llamado Sanedrín y, recurriendo a testigos falsos que lo acusaron de blasfemia contra Moisés y contra Dios. Estos afirmaron que Jesús iba a destruir el templo y a acabar con las leyes, puesto que Jesús de Nazaret las había sustituido por otras. Todos los del tribunal, al observarlo, vieron que su rostro brillaba como el de un ángel. Por esa razón, lo dejaron hablar, y Esteban pronunció un poderoso discurso recordando la historia de Israel.


    Contenido del discurso de Esteban: (Hechos 7, 2-53)


    Demostró que Abraham, el padre y fundador de su nación, había dado testimonio y recibido los mayores favores de Dios en tierra extranjera; que a Moisés se le mandó hacer un tabernáculo, pero se le vaticinó también una nueva ley y el advenimiento de un Mesías; que Salomón construyó el templo, pero nunca imaginó que Dios quedase encerrado en casas hechas por manos de hombres. Afirmó que tanto el Templo como las leyes de Moisés eran temporales y transitorias y debían ceder el lugar a otras instituciones mejores, establecidas por Dios mismo al enviar al mundo al Mesías.


    Demostró no haber blasfemado contra Dios, ni contra Moisés, ni contra la ley o el templo; que Dios se revela también fuera del Templo. Confrontó a sus acusadores con estas palabras: (Hch 7, 51-54)


    ¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo! ¡Como vuestros padres, así vosotros! ¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres? Ellos mataron a los que anunciaban de antemano la venida del Justo, de aquel a quien vosotros ahora habéis traicionado y asesinado; vosotros que recibisteis la Ley por mediación de ángeles y no la habéis guardado.


    La reacción de Esteban y sus enemigos pone en relieve que se trata de una batalla espiritual, cada bando con sus características propias: Dios y el demonio (54-60)


    Al oír esto, sus corazones se consumían de rabia y rechinaban sus dientes contra él. Pero él (Esteban), lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a la diestra de Dios; y dijo: «Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios.» Entonces, gritando fuertemente, se taparon sus oídos y se precipitaron todos a una sobre él; le echaron fuera de la ciudad y empezaron a apedrearle. Los testigos pusieron sus vestidos a los pies de un joven llamado Saulo. Mientras le apedreaban, Esteban hacía esta invocación: «Señor Jesús, recibe mi espíritu.» Después dobló las rodillas y dijo con fuerte voz: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado.» Y diciendo esto, se durmió.


    La violencia contra Esteban se propagó contra toda la Iglesia (Hch 8,1-3)


    Saulo aprobaba su muerte. Aquel día se desató una gran persecución contra la Iglesia de Jerusalén. Todos, a excepción de los apóstoles, se dispersaron por las regiones de Judea y Samaria. Unos hombres piadosos sepultaron a Esteban e hicieron gran duelo por él. Entretanto Saulo hacía estragos en la Iglesia; entraba por las casas, se llevaba por la fuerza hombres y mujeres, y los metía en la cárcel.


    Las circunstancias del martirio indican que la lapidación de San Esteban no fue un acto de violencia de la multitud sino una ejecución judicial. De entre los que estaban presentes consintiendo su muerte, uno, llamado Saulo, el futuro Apóstol de los Gentiles, supo aprovechar la semilla de sangre que sembró aquel primer mártir de Cristo.


    Los restos de Esteban fueron encontrados por el sacerdote Luciano en Gamala de Palestina, en diciembre del año 415. El hallazgo suscitó gran conmoción en el mundo cristiano. Las reliquias se distribuyeron por todo el mundo, lo cual contribuyó a propagar el culto de San Esteban, obrando Dios numerosos milagros por la intercesión del protomartir.


    San Evodio, obispo de Uzalum, en Africa y San Agustín, dejaron descripción de muchos de los milagros. San Agustín dijo en un sermón: "Bien está que deseemos obtener por su intercesión los bienes temporales, de suerte que, imitando al mártir, consigamos finalmente los bienes eternos". Ciertamente, la misión principal del Mesías no es remediar los males temporales, pero a pesar de ello, durante su vida mortal, Jesús sanó a los enfermos, libró a los posesos y socorrió a los miserables a fin de darnos pruebas sensibles de su amor y de su poder divino. Las sanaciones físicas son además una señal de la obra de sanación espiritual que Jesús hace. Sabemos que, aunque no otorge una sanación física, siempre sana los corazones que a El se abren.


    La fiesta de San Esteban siempre fue celebrada inmediatamente después de la Navidad para que, siendo el protomartir, fuese lo mas cercano a la manifestación del Hijo de Dios. Antiguamente se celebraba una segunda fiesta de San Esteban el 3 de agosto, para conmemorar el descubrimiento de sus reliquias, pero por un Motu Propio de Juan XXIII, fechado el 25 de julio, de 1960, esta segunda fiesta fue suprimida del Calendario Romano.


    San Esteban
    Benedicto XVI, 10 enero 2007 (ZENIT.org)


    Queridos hermanos y hermanas:
    Después de las fiestas, volvemos a nuestras catequesis. Había meditado con vosotros en las figuras de los doce apóstoles y de san Pablo. Después habíamos comenzado a reflexionar en otras figuras de la Iglesia naciente. De este modo, hoy queremos detenernos en la persona de san Esteban, festejado por la Iglesia el día después de Navidad. San Esteban es el más representativo de un grupo de siete compañeros. La tradición ve en este grupo el germen del futuro ministerio de los «diáconos», si bien hay que destacar que esta denominación no está presente en el libro de los «Hechos de los Apóstoles». La importancia de Esteban, en todo caso, queda clara por el hecho de que Lucas, en este importante libro, le dedica dos capítulos enteros.


    La narración de Lucas comienza constatando una subdivisión que tenía lugar dentro de la Iglesia primitiva de Jerusalén: estaba formada totalmente por cristianos de origen judío, pero entre éstos algunos eran originarios de la tierra de Israel, y eran llamados «hebreos», mientras que otros procedían de la de fe judía en el Antiguo Testamento de la diáspora de lengua griega, y eran llamados «helenistas». De este modo, comenzaba a perfilarse el problema: los más necesitados entre los helenistas, especialmente las viudas desprovistas de todo apoyo social, corrían el riesgo de ser descuidadas en la asistencia de su sustento cotidiano. Para superar estas dificultades, los apóstoles, reservándose para sí mismos la oración y el ministerio de la Palabra como su tarea central, decidieron encargar a «a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría» para que cumplieran con el encargo de la asistencia (Hechos 6, 2-4), es decir, del servicio social caritativo. Con este objetivo, como escribe Lucas, por invitación de los apóstoles, los discípulos eligieron siete hombres. Tenemos sus nombres. Son: «Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás, prosélito de Antioquia. Los presentaron a los apóstoles y, habiendo hecho oración, les impusieron las manos» (Hechos 6,5-6).


    El gesto de la imposición de las manos puede tener varios significados. En el Antiguo Testamento, el gesto tiene sobre todo el significado de transmitir un encargo importante, como hizo Moisés con Josué (Cf. Números 27, 18-23), designando así a su sucesor. Siguiendo esta línea, también la Iglesia de Antioquía utilizará este gesto para enviar a Pablo y Bernabé en misión a los pueblos del mundo (Cf. Hechos 13, 3). A una análoga imposición de las manos sobre Timoteo para transmitir un encargo oficial hacen referencia las dos cartas que San Pablo le dirigió (Cf. 1 Timoteo 4, 14; 2 Timoteo 1, 6). El hecho de que se tratara de una acción importante, que había que realizar después de un discernimiento, se deduce de lo que se lee en la primera carta a Timoteo: «No te precipites en imponer a nadie las manos, no te hagas partícipe de los pecados ajenos» (5, 22). Por tanto, vemos que el gesto de la imposición de las manos se desarrolla en la línea de un signo sacramental. En el caso de Esteban y sus compañeros se trata ciertamente de la transmisión oficial, por parte de los apóstoles, de un encargo y al mismo tiempo de la imploración de una gracia para ejercerlo.


    Lo más importante es que, además de los servicios caritativos, Esteban desempeña también una tarea de evangelización entre sus compatriotas, los así llamados «helenistas». Lucas, de hecho, insiste en el hecho de que él, «lleno de gracia y de poder» (Hechos 6, 8), presenta en el nombre de Jesús una nueva interpretación de Moisés y de la misma Ley de Dios, relee el Antiguo Testamento a la luz del anuncio de la muerte y de la resurrección de Jesús. Esta relectura del Antiguo Testamento, relectura cristológica, provoca las reacciones de los judíos que interpretan sus palabras como una blasfemia (Cf. Hechos 6, 11-14). Por este motivo, es condenado a la lapidación. Y san Lucas nos transmite el último discurso del santo, una síntesis de su predicación.


    Como Jesús había explicado a los discípulos de Emaús que todo el Antiguo Testamento habla de Él, de su cruz y de su resurrección, de este modo, san Esteban, siguiendo la enseñanza de Jesús, lee todo el Antiguo Testamento en clave cristológica. Demuestra que el misterio de la Cruz se encuentra en el centro de la historia de la salvación narrada en el Antiguo Testamento, muestra realmente que Jesús, el crucificado y resucitado, es el punto de llegada de toda esta historia. Y demuestra, por tanto, que el culto del templo también ha concluido y que Jesús, el resucitado, es el nuevo y auténtico «templo». Precisamente este «no» al templo y a su culto provoca la condena de san Esteban, quien, en ese momento --nos dice san Lucas--, al poner la mirada en el cielo vio la gloria de Dios y a Jesús a su derecha. Y mirando al cielo, a Dios y a Jesús, san Esteban dijo: «Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios» (Hechos 7, 56). Le siguió su martirio, que de hecho se conforma con la pasión del mismo Jesús, pues entrega al «Señor Jesús» su propio espíritu y reza para que el pecado de sus asesinos no les sea tenido en cuenta (Cf. Hechos 7,59-60).


    El lugar del martirio de Esteban, en Jerusalén, se sitúa tradicionalmente algo más afuera de la Puerta de Damasco, en el norte, donde ahora se encuentra precisamente la iglesia de Saint- Étienne, junto a la conocida «École Biblique» de los dominicos. Al asesinato de Esteban, primer mártir de Cristo, le siguió una persecución local contra los discípulos de Jesús (Cf. Hechos 8, 1), la primera que se verificó en la historia de la Iglesia. Constituyó la oportunidad concreta que llevó al grupo de cristianos hebreo-helenistas a huir de Jerusalén y a dispersarse. Expulsados de Jerusalén, se transformaron en misioneros itinerantes. «Los que se habían dispersado iban por todas partes anunciando la Buena Nueva de la Palabra» (Hechos 8, 4). La persecución y la consiguiente dispersión se convierten en misión. El Evangelio se propagó de este modo en Samaria, en Fenicia, y e Siria, hasta llegar a la gran ciudad de Antioquía, donde, según Lucas, fue anunciado por primera vez también a los paganos (Cf. Hechos 11, 19-20) y donde resonó por primera vez el nombre de «cristianos» (Hechos 11,26).


    En particular, Lucas especifica que los que lapidaron a Esteban «pusieron sus vestidos a los pies de un joven llamado Saulo» (Hechos 7, 58), el mismo que de perseguidor se convertiría en apóstol insigne del Evangelio. Esto significa que el joven Saulo tenía que haber escuchado la predicación de Esteban, y conocer los contenidos principales. Y San Pablo se encontraba con probabilidad entre quienes, siguiendo y escuchando este discurso, «tenían los corazones consumidos de rabia y rechinaban sus dientes contra él» (Hechos 7, 54). Podemos ver así las maravillas de la Providencia divina: Saulo, adversario empedernido de la visión de Esteban, después del encuentro con Cristo resucitado en el camino de Damasco, reanuda la interpretación cristológica del Antiguo Testamento hecha por el primer mártir, la profundiza y completa, y de este modo se convierte en el «apóstol de las gentes». La ley se cumple, enseña él, en la cruz de Cristo. Y la fe en Cristo, la comunión con el amor de Cristo, es el verdadero cumplimiento de toda la Ley. Este es el contenido de la predicación de Pablo. Él demuestra así que el Dios de Abraham se convierte en el Dios de todos. Y todos los creyentes en Cristo Jesús, como hijos de Abraham, se convierten en partícipes de las promesas. En la misión de san Pablo se cumple la visión de Esteban.


    La historia de Esteban nos dice mucho. Por ejemplo, nos enseña que no hay que disociar nunca el compromiso social de la caridad del anuncio valiente de la fe. Era uno de los siete que estaban encargados sobre todo de la caridad. Pero no era posible disociar caridad de anuncio. De este modo, con la caridad, anuncia a Cristo crucificado, hasta el punto de aceptar incluso el martirio. Esta es la primera lección que podemos aprender de la figura de san Esteban: caridad y anuncio van siempre juntos.


    San Esteban nos habla sobre todo de Cristo, de Cristo crucificado y resucitado como centro de la historia y de nuestra vida. Podemos comprender que la Cruz ocupa siempre un lugar central en la vida de la Iglesia y también en nuestra vida personal. En la historia de la Iglesia no faltará nunca la pasión, la persecución. Y precisamente la persecución se convierte, según la famosa fase de Tertuliano, fuente de misión para los nuevos cristianos. Cito sus palabras: «Nosotros nos multiplicamos cada vez que somos segados por vosotros: la sangre de los cristianos es una semilla» («Apologetico» 50,13: «Plures efficimur quoties metimur a vobis: semen est sanguis christianorum»). Pero también en nuestra vida la cruz, que no faltará nunca, se convierte en bendición. Y aceptando la cruz, sabiendo que se convierte y es bendición, aprendemos la alegría del cristiano, incluso en momentos de dificultad. El valor del testimonio es insustituible, pues el Evangelio lleva hacia él y de él se alimenta la Iglesia. San Esteban nos enseña a aprender estas lecciones, nos enseña a amar la Cruz, pues es el camino por el que Cristo se hace siempre presente de nuevo entre nosotros.

    http://www.corazones.org/santos/este...omartir_ni.htm
    La Iglesia es el poder supremo en lo espiritual, como el Estado lo es en el temporal.

    Antonio Aparisi

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