Revista FUERZA NUEVA, nº 87, 7-Sep-1968
LA MONARQUÍA.
…y III.-LA MONARQUÍA SOCIAL
Por Xavier DOMÍNGUEZ MARROQUÍN
La monarquía es un problema de razón. Estoy dispuesta a conceder, así, en abstracto, que el sistema monárquico hasta 1789 es el ápice de las formas políticas de Occidente. Estoy dispuesto a conceder que la propia Europa, en su mayor y mejor parte, es la obra de esas Monarquías.
Pero cuando la Monarquía tuvo en sus manos todos los poderes disfrazados de Constitución, cuando la Monarquía trituró la sociedad europea, cuando la burguesía “pedestre, municipal y espesa” entró a saco en esa caja de Pandora, en ese “sancta santorum” que es el recinto del Poder y cuando la burguesía, allí, en el Poder, se coronó a sí misma como soberana sin límites, Europa empezó a oler a podrido.
La Monarquía, que es un problema de razón, exige muchas cosas, y entre ellas una entrega a su vocación de servicio que supere el egoísmo burgués del interés. Pero exige también una autoridad del rey. Exige, por parte de la sociedad, una valoración carismática del sistema. Exige unos frenos al poder real, y los únicos que son eficaces son los que la sociedad establece.
Es un error muy común creer que una Monarquía se instaura o se establece al coronar a un hombre como rey. Para que exista una monarquía mucho más necesario que el rey, es una sociedad capaz de disfrutarlo. Para que la sociedad pueda ser un freno del poder hace falta que esa sociedad exista y que esté viva, jerarquizada, organizada, constituida de forma justa, racional y humana, con sus corporaciones naturales ágiles, con sus libertades vigorosas, con unos hombres que busquen menos el Estado-nodriza y la seguridad y la tranquilidad, que el servicio y la entrega.
Cuando todo esto existe y se armoniza, el rey es la clave del arco. Cuando no hay arco, la clave se cae sola. Pueden Talleyrand, Mussolini, Primo de Rivera sujetar esa clave sola, sin arco, y demorar con ella su caída. Es lo mismo. Cuando falte ese hombre, la piedra caerá fatalmente y sin remedio.
El apoyo de un rey no puede ser otro que una complicadísima conjunción de fuerzas sociales que empujan y soportan, vibrantes y tensas y, entre ellas, el rey es la sujeción última y definitiva de todo el complejo. El rey es la solución a un teorema social, pero -para que sea solución- hace falta tener planteado el teorema y tenerlo planteado correctamente.
El rey no es el poder moderador, el legislativo o el ejecutivo. El rey es la autoridad indivisible. La autoridad con Poder que, si para algo es, es para servir. La autoridad y el Poder son entidades eminentemente sociales, pero, como exigencias sociales, precisan del cuerpo social para subsistir y cumplir su soberana misión, su vocación divina de servicio y de mando. Esta es la conducta histórica en la que España se encuentra hoy (1968) frente al problema de su propia continuidad política.
España es un reino porque el país lo decidió en un apoteósico referéndum (1947). La Monarquía cayó sola (1931), en cuanto se descompuso y rompió la sociedad que la sustentaba. Pensar que ahora (1968), por virtud de un texto legal, puede revivir pletórica y joven es, por lo menos, ingenuo. Acaso suicida.
Una Monarquía -problema de razón- es la culminación política de una obra previa. Entonces procede pasar detenida revista a su futuro emplazamiento. Procede analizar la sociedad española, las libertades políticas, el Poder que tendrá el rey, los cauces de desarrollo de las unidades naturales de convivencia en las que el hombre es libre y puede vivir con dignidad y en integridad.
Es perfectamente fácil sentar un rey en un trono. Lo difícil, lo que ha de ser dictado por la más exigente sabiduría política, es qué ámbito queda para la vida de esa rey. Si las fronteras se sitúan en la puerta de su alcoba, el poder estará en manos de la sociedad descompuesta. Si no se sitúan o se sitúan en la puerta de cada ciudadano, la sociedad inexistente será invadida por el Poder y quedará paralizada y sin libertad. Entre la cámara real y mi casa es preciso que se constituyan una serie de habitaciones, edificios y puertas -los ámbitos sociales de convivencia- que impidan al rey llegar hasta mi casa y me impidan a mí entrar libremente en la cámara real.
Si en el rey y en la sociedad no ha arraigado un profundo sentido del servicio, la Monarquía semejará una almoneda o una liquidación por derribo. Pero, sobre todo, si el rey no encuentra una sociedad viva, jerárquica, orgánica, actuante y dinámica, se asentará en el vacío sin que le salven los textos legales ni las invocaciones grandilocuentes de los tribunos. (Y… piénsenlo plumas que “escriben en monárquico” cuando lanzan sus dardos contra lo poco social de que disponemos en España, que apenas es más que los Sindicatos y las incipientes asociaciones familiares).
Aquí no caben sensiblerías ni sentimentalismos, ni nostalgias decadentes, ni rencores irracionales. Se trata de hacer a España. Y guardamos el suficiente respeto para la Augusta institución como para decir a todos los españoles que esta instauración es tarea de hombres que sientan un profundo empuje de sacrificio y de servicio, un insobornable sentido de su libertad y una clara escala de valores en la que su vanidad y su egoísmo figuren en último lugar o no figuren.
Al rey no le pediremos sino servicio. Legitimidad en la transmisión del Poder. Límites a ese Poder establecido por la vitalidad social, sindical, municipal, familiar. Servicio en la Majestad. Unidad en la Patria. Y Dios sea con todos.
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