Fuente: The best of Triumph. Christendom Press. 2001. Páginas 469 – 473.

(Fuente original: Triumph. Septiembre de 1969).





TRASCENDIENDO LA DIALÉCTICA


Frederick D. Wilhelmsen



Los lectores habituales de esta revista habrán descubierto las dificultades que existen a la hora de tratar de ubicar la auténtica enseñanza de la Iglesia Católica en las categorías convencionales de Izquierda, Derecha y Centro. La visión ortodoxa acerca de la autoridad religiosa parecería “de derechas”; las limitaciones ortodoxas a la realización de una guerra parecerían tener consecuencias “de izquierdas”. El enfoque ortodoxo dado a la cultura a menudo parecería bastante “conservador”; el enfoque dado a la economía y al gobierno parecería de carácter alarmantemente “liberal”. En política, los católicos ortodoxos parecen como si fueran tradicionalistas románticos en un momento, y anarquistas a continuación. No hay nada más grotesco o fútil que el intentar ubicar la ortodoxia “en el medio del camino, o a mitad del camino”. Dicho claramente, los católicos ortodoxos no encajan en ninguna parte dentro de la dialéctica filosófica y política que gobierna al moribundo orden secular –lo cual, por supuesto, no deja de ser una enorme ventaja, ya que no hay espacio para ellos en los féretros convencionales en los cuales la historia está sepultando dicho orden.

Sería frívolo, sin embargo, el saborear simplemente este papel de disidente; el hacer algún tipo de juego con el hecho de ir saltando entre los dos polos de la dialéctica. Tal concepción necesariamente situaría a la ortodoxia, no importa lo intransigente y feroz que fuera, dentro de esa dialéctica; cuando resulta que todo el significado de la ortodoxia, en el contexto del mundo moderno, es precisamente que el cristianismo está fuera de esa dialéctica: toda la vocación política de los cristianos consiste en trascender consciente y deliberadamente dicha dialéctica.

Para este fin, nada podría ser más oportuno que la reciente publicación de una ponencia presentada hace más de un año a los Amigos españoles de la Ciudad Católica por Francisco Canals Vidal, editor de la revista barcelonesa Cristiandad. Canals identifica de manera exquisita la esencia de la dialéctica que constituye a la modernidad, y que inevitablemente envenena los remansos psíquicos de incluso los más ortodoxos y honorables hombres.

Brotando en su forma moderna a partir del funesto genio de Hegel y del amargo resentimiento de Marx, esta dialéctica insiste en revisar la realidad en términos antagonistas. El orden del ser no es ya la orquestación de la pluralidad en la unidad, sino un campo de batalla en donde la distinción conceptual se solidifica convirtiéndose en una oposición existencial. Canals demuestra su tesis con una gran riqueza de ejemplos ilustrativos. Las defensoras de los derechos de las mujeres son acusadas de feminismo; las feministas, por su parte, hacen la guerra a los hombres. La colegialidad se solidifica convirtiéndose en antipapismo; los papistas concluyen que la sucesión apostólica sólo ha generado un único obispo. Los ricos se oponen a los pobres; los pobres se oponen a los ricos. Esta feliz dialéctica avanza siempre hacia delante, incluso, podríamos añadir, hasta llegar a la aparición de clubes para mujeres altas, y para hombres gordos. Habremos captado la idea de Don Francisco desde el momento en que empecemos a ver al blanco sobre negro como un enemigo del negro sobre blanco.

De esta forma, las diferencias, que en el plan de Dios reflejan lo que Donoso Cortés llama la suprema ley del ser –Unidad en la Variedad, y Variedad en la Unidad–, son congeladas convirtiéndolas en oposiciones. En nuestro tiempo, este hábito de ver cualquier realidad como una tesis, destinada a encontrarse con su antítesis, ha dado nacimiento a la filosofía de la Revolución perpetua, cuyos más serios protagonistas hoy día son los Guardias Rojos de Mao. La ley de la vida es la guerra; y la perpetua destrucción de las diferencias existentes, en nombre de una uniformidad nihilista, es menos un objetivo a alcanzar que el imperativo de un espíritu que mira hacia el otro como algo hostil.

Este enfoque dialéctico hacia lo real dio nacimiento a la política surgida de la Revolución Jacobina en Francia. Formar un partido político consiste en tomar partido, en ser una parte –no dentro de un todo, sino contra el todo. La política de partidos, de acuerdo con nuestro autor, refleja los prejuicios antagonistas que existen en cualquier interpretación dialéctica de la existencia. De ahí que, incluso, las resistencias históricas contra la Revolución durante los últimos doscientos años tendieran a ser definidas en términos de la tesis dialéctica a la que se oponían dichos movimientos. Los carlistas españoles, una masa de hombres pobres que constituían la inmensa mayoría de la nación en el siglo diecinueve, se levantaron en tres rebeliones sangrientas contra el gobierno centralista, capitalista y masónico de Madrid –en nombre de los derechos de la Iglesia y de las antiguas libertades de las provincias. Pero como simplemente estaban reaccionando, fueron malentendidos, y fueron acusados por sus enemigos, los liberales, de querer defender el Absolutismo, una posición que los carlistas aborrecían tanto en sí misma como en su criatura, el absolutismo liberal. Similares acusaciones acompañaron los estruendos de los cañones que destrozaron al levantamiento católico de la Vendée.

En resumen, hasta hoy ha sido imposible sostener un verdadero movimiento católico dirigido a la restauración de las bondades y la sensatez de la Cristiandad, bajo el derecho público cristiano, porque todos esos intentos han colisionado con una mentalidad colectiva que ha insistido en ajustar cualquier propósito y actuación políticas dentro de las convenciones dialécticas de la Izquierda, Derecha y Centro –las cuales a su vez están entretejidas en la mismísima tela de la modernidad. Esto ha sido cierto para cualquier explosión de vigor católico, desde el levantamiento de la multitud católica en Madrid contra los soldados de Napoleón hasta la calculada destrucción del Rey-Emperador de Austria-Hungría Carlos, con su final en la isla de Madeira. Como resultado de todo esto, la política de los católicos en todas partes, o bien se ha ahogado en cervezas y buenas conversaciones, destino del Distributismo Chesterbellociano; o bien ha sido asesinada –como le pasó a Dollfuss, a manos de los hombres armados nazis–, porque el momento aún no estaba maduro; o bien han sido cínicamente utilizados como instrumentos para la restauración del capitalismo liberal, como así lo hizo Franco con los Requetés carlistas. El penetrante estudio de Canals nos ayuda a entender cómo personas de buena voluntad y corazón católico –por ejemplo, los militares en Sudamérica– reaccionan magníficamente contra el marxismo y el liberalismo; pero, puesto que no saben cómo trascender esta dialéctica de la modernidad, tienden, una vez que están ya en el poder, a volver a caer en manos de sus enemigos jurados. Revolución-Contrarrevolución: estos son términos y conceptos que han hundido al Propósito Católico, una y otra vez, en las arenas movedizas de la dialéctica. Argelia permanecerá siempre como paradigma de esta tragedia: el General Massu y los coroneles, después de ocupar los edificios gubernamentales a través de un golpe militar –cuya bien engrasada precisión le daba toda la brillantez propia de una demostración cartesiana– se volvieron los unos a los otros y, con todo candor, formularon la pregunta cataclísmica: “¿Y qué hacemos ahora?”

Canals no deja lugar a duda acerca de dónde tenemos que encontrar los principios transdialécticos capaces de superar el actual colapso del orden secular. Tenemos que encontrarlos en la doctrina política y social de la Santa Iglesia Romana, impresas e inculcadas en una teoría política explícita dentro de una serie de encíclicas que se extienden a más de cien años de reflexiones papales acerca de las causas del colapso de la civilización moderna. Don Francisco intenta ponerse detrás de la modernidad a fin de poder enfrentarse con los más profundos y –como él dice– preternaturales motivos que inducen a la humanidad a destruir la armonía de la creación y reducirla al antagonismo y hostilidad de la dialéctica. Los primeros maniqueos fueron culpables de este “pecado original del orden público” cuando postularon la igualdad entre un principio de Dios y un principio del Mal, compitiendo en términos iguales por el dominio del cosmos. La teoría numeraria pitagórica, que veía toda la realidad en términos de paridad e imparidad, se dilató y extendió fácilmente hacia extravagancias gnósticas en las que se contrastaba o diferenciaba a los “iniciados” con respecto a los “no iniciados”; se oponía el espíritu a la carne; la doctrina definida a la inspiración privada; el celibato al matrimonio… En una palabra, convertía las cuestiones del tipo “o esto/o aquello”, que propiamente anteceden a las respuestas, en una realidad.

Tal y como Canals insiste (Gilson formuló la misma idea hace unos años en un contexto puramente epistemológico), no existen las situaciones del tipo “o esto/o aquello” en lo real: la realidad está constituida por “ambos”. La ortodoxia se gloría en la variedad de “ambos”. Tal y como lo habría expresado Santo Tomás de Aquino, los seres se asemejan precisamente y exactamente a través de aquello en lo que se diferencian. Canals ve este pensamiento reafirmado en la suprema ley del ser de Donoso Cortés: la interacción de la Unidad y la Variedad. Si Dios es Uno solamente siendo Tres, y es Tres solamente siendo Uno, entonces Su creación encuentra su unidad a través de su misma diferenciación. Lo Real no está gobernado por un Monismo –“los ricos ganando sobre los pobres”, “los pobres ganando sobre los ricos”; “la libertad ganando sobre la autoridad”, “la autoridad ganando sobre la libertad”– que se presenta para aplastar un pluralismo que está concebido antagonísticamente.

En consecuencia, Canals rechaza vigorosamente la oposición modernista de “liberalismo vs. totalitarismo”. Ambos pertenecen a la situación dialéctica. Por tanto, él se opone a la dicotomía artificial entre un Orden Católico y la supuesta supremacía de la conciencia individual. Los totalitarismos de Derecha e Izquierda son históricamente y lógicamente consecuencias del liberalismo. El liberalismo produjo, a su vez, el totalitarismo solipsista de la conciencia individual que clama por sus “derechos” en contra del bien común. ¡Pero la libertad del individuo fue existencialmente creada por el Orden Católico! En ninguna otra parte en la historia se la puede encontrar. Por tanto, la libertad de la conciencia individual difícilmente podría oponerse dialécticamente a la res publica christiana. La cuestión de la libertad religiosa constituye una tautología una vez que se la somete a un análisis filosófico. Nadie puede coaccionar el asentimiento a la Fe, ni siquiera Dios mismo. Los formadores de un Orden Católico miran hacia una sociedad cuyas costumbres e instituciones han sido acuñadas en lo sacro: cuya existencia corporativa constituye, de esta forma, un sacramental y una gracia actual signada al mundo, como lo es la bendición de un padre a su familia o la de un sacerdote a su rebaño. El Orden Católico exhorta a los demás al “manifestar” la Fe. No coacciona, como lo haría un intimidador o perseguidor; pero tampoco puede ser coaccionado por aquéllos que no ven su gloria porque carecen de los ojos de la Fe. Una lectura de Canals nos lleva más allá de la falsa dialéctica que produjo la híbrida Democracia-Cristiana de Jacques Maritain, las contorsiones pluralistas del fallecido John Courtney Murray, S.J., y todo el resto de bagaje de complejos de inferioridad impuestos a los cristianos, intimidados por el hechizo de la dialéctica.

Esta dialéctica fue teóricamente deshecha hace mil quinientos años por San Agustín en su obra La Ciudad de Dios. El mal no es nada en el ser, opuesto a alguna otra cosa en el ser. El mal es la falta o carencia de lo que debería ser, una laceración del Bien. En un sentido profundo, el Mal no puede ni siquiera oponerse al Bien, porque el Mal “es” solamente cuando se alimenta negativamente del ser: todo lo que es –en la medida en que es– es Bueno. Pero si la metafísica cristiana no puede generar ahora suficiente energía para desmantelar esta dialéctica, sí puede hacerlo la historia y, de hecho, está haciendo eso mismo de otra forma. Históricamente, esta dialéctica fue destruida en Hiroshima y Nagasaki: la alternativa a conservar y orquestar en un orden todas las cosas que son, con todas sus diferencias, es la de volarlas todas ellas llevándolas a la nada. Como he escrito en otro lugar, la alternativa cristiana interrumpe y detiene esta dialéctica, porque no reconoce ninguna antítesis al ser; este sustituto demiúrgico del cristianismo también la interrumpe y detiene con la misma efectividad, porque en la nada ya no hay más oposiciones.

Uno ha de estar agradecido a Don Francisco Canals Vidal, como se lo está a un mentor. Su forma de pensamiento, supremamente contemporáneo y profundamente tradicional, debe constituir el centro intelectual de cualquier educación católica superior de hoy día que oiga la llamada, a todos nosotros, a restaurar la soberanía de Cristo a nuestro mundo sangrante. Canals terminó su discurso magisterial con un saludo a su Señor, un ejemplo que bien haríamos en seguir: ¡Viva Cristo Rey!