“[San Maximiliano Kolbe escribe:] Hace unos días vino una señora para pedirme que fuera a un enfermo que no quería confesarse. Había ido ya el sacerdote don H. , el cual me había enviado a aquella señora, ya que sus tentativas habían fracasado.
- ¿El enfermo ora a la Virgen rezando al menos un avemaría al día? -le pregunté.
- Se lo propuse, pero él contestó que no cree en la Virgen.
- ¡Se lo ruego, llévele esta medallita! -dije yo dándole una medalla milagrosa- ¡Quién sabe si la aceptará por respeto a usted y permita que se la ponga al cuello!
- La aceptará por respeto a mí.
- Bien, llévesela y ruegue por él; por mi parte trataré de ir a visitarlo.
Entretanto me encontré con don H. , quien me comentó: “Fui a ver al enfermo como si se tratara de una persona conocida, sin embargo no conseguí nada. Le ruego a usted que vaya también. Tengo que añadir que el enfermo es una persona culta; acaba de terminar los estudios universitarios de silvicultura”.
No mucho tiempo después, aquella señora regresó para decirme que el enfermo estaba empeorando y que sus padres, que estaban junto a él, no se preocupaban de llamar a un sacerdote por temor de impresionarlo. Pensaba para mí: “El enfermo no desea un sacerdote y sus padres tampoco: ¿merece la pena ir?”. Pese a todo, fui, aunque en lo profundo de mi alma me atormentaba la duda sobre el resultado de la visita. La única esperanza estaba en la medallita que el enfermo tenía consigo.
Durante el trayecto recé el rosario. Después de un penoso camino llamé a la puerta del hospital. Me acompañaron enseguida al pabellón de enfermedades contagiosas, donde se encontraba el enfermo. Me senté junto a su cama y empecé una conversación. Me enteré de su estado de salud, pero en breve la conversación se centró en temas religiosos. El enfermo me manifestaba sus dudas y yo trataba de aclarárselas. Durante la conversación vi en su cuello un cordoncito azul, precisamente el de la medallita. “Tiene la medalla -pensé- entonces la batalla está ganada”. De improviso el enfermo me dice:
- Padre, ¿podríamos llegar a la conclusión?
- Entonces, ¿usted quiere confesarse? -le pregunto.
Por toda respuesta un llanto copioso trastornó su pecho enflaquecido... Los sollozos duraron un buen rato. Cuando el enfermo se calmó, inició la confesión. Una vez recibido el Viático y la unción de los enfermos, el enfermo quiso manifestarme su agradecimiento, abrazándome y besándome. No obstante el peligro de infección de la enfermedad, le di de buen agrado el beso de paz. ¡Gloria a la Inmaculada por esta victoria!”
“Maximiliano Kolbe” - Padre Ángel Peña O. A. R.
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