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Tema: El “derecho” a la huelga: frente a la moral y la doctrina cristiana (por Blas Piñar)

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    El “derecho” a la huelga: frente a la moral y la doctrina cristiana (por Blas Piñar)

    El “derecho” a la huelga frente a la moral y la doctrina cristiana (por Blas Piñar)



    Revista
    FUERZA NUEVA, nº 97, 16-Nov-1968

    La Huelga

    Por Blas Piñar

    Decía León XIII en la “Rerum Novarum”, refiriéndose a la huelga, que la misma constituye un “mal frecuente y grave (al que) debe poner remedio la autoridad pública, porque semejante cesación del trabajo no solo daña a los amos y aun a los mismos obreros, sino que perjudica al comercio y a las utilidades del Estado; y como suele andar no muy lejos de la violencia y de la sedición, pone muchas veces en peligro la pública tranquilidad”. Por ello, añadía León XIII en la mencionada encíclica, “lo más eficaz y lo más provechoso es prevenir con la autoridad de las leyes e impedir que pueda brotar el mal, apartando a tiempo las causas que han de producir un conflicto entre los amos y los obreros”.

    ¿Ha variado (1968) la doctrina de la Iglesia sobre este particular? ¿Se halla el ordenamiento jurídico laboral español en contra de la nueva doctrina, en el supuesto de que el cambio se haya producido?

    He aquí dos preguntas de actualidad acuciante en el orden teórico y en el práctico a las que hoy quisiéramos dar cumplida respuesta.

    Para demostrar que la doctrina de la Iglesia ha variado con relación a la huelga se aportan dos documentos, a saber: el número 68 de la constitución pastoral “Gaudium et spes”, del Concilio Vaticano II y la declaración de la Conferencia Episcopal española hecha pública el día 23 de julio de 1966.

    El texto de la Constitución “Gaudium et spes” dice: “En caso de conflictos económico-sociales hay que esforzarse por encontrar soluciones pacíficas. Aunque se ha de recurrir siempre primero a un sincero diálogo entre las partes, sin embargo en la situación presente la huelga “puede” seguir siendo medio necesario, aunque extremo, para la defensa de los derechos y el logro de las aspiraciones justas de los trabajadores. Búsquese, con todo, cuanto antes, caminos para negociar y para fundar el diálogo conciliatorio”.

    El Episcopado español repite (1966), en parte, el texto conciliar citado y añade: “Bien entendido que se excluye la huelga política y revolucionaria”.

    Con estas fuentes en la mano, y atendiendo a la vez a su espíritu y a su letra, es claro que la doctrina de la Iglesia no ha cambiado con relación a las huelgas. En primer lugar, se excluye la licitud de las que tengan carácter político y revolucionario como instrumento de la lucha de clases preconizado por el marxismo, con su cortejo de “odios y destrucciones”, aunque “bajo el pretexto de no querer sino la mejora de la condición de las clases trabajadoras”, que hablaba Pío XI en la “Divini redemptoris” (I, 9 y 15).

    En segundo lugar, la huelga no política ni revolucionaria -difícilmente admisible en la actual situación del mundo- precisa de varios requisitos para su licitud: a) que continúe la “situación presente”, que la doctrina del Concilio contempla a escala universal; b), que se haya recurrido a un sincero diálogo entre las partes; c), que con ella se busque “el logro de las aspiraciones justas de los trabajadores”. Sólo en estos casos la Constitución “Gaudium et spes” y la Conferencia Episcopal española estiman que la huelga “puede” ser lícita.

    Para mí, resulta evidente la concordancia entre este punto de vista y el de León XIII. La huelga, en el fondo, es una guerra, y una y otra, es decir la guerra y la huelga, han de ser evitadas. Si, como decía la “Rerum novarum”, para evitar las huelgas lo mejor es “impedir que pueda brotar el mal, apartando a tiempo las causas que han de producir un conflicto”, tratándose de la guerra se requiere, para que “pueda ser absolutamente prohibida, el establecimiento de una autoridad pública universal reconocida por todos, con poder eficaz para garantizar la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos” (Gaudium et spes, núm. 82).

    Ahora bien; de la circunstancia realmente triste de que esta pretensión no se haya alcanzado, la Iglesia deduce que “mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de medios eficaces, una vez agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no se podrá negar el derecho de legítima defensa a los Gobiernos” (“Gaudium et spes”, núm. 79)

    La guerra defensiva encuentra, pues, su licitud en la imposibilidad de una solución pacífica amparada por un ordenamiento jurídico eficaz. Del mismo modo, la huelga -que es la lucha en el mundo de las relaciones laborales- puede ser lícita cuando el ordenamiento jurídico del Estado no evita las situaciones de conflicto y, una vez producidas, no cuenta con una mecánica que las solucione de manera equitativa; y teniendo en cuenta que la equidad, en este caso, contempla todos los intereses en litigio, y por ello tanto los de aquéllos a los que directa o indirectamente puede afectar el paro, como los del bien común de la nación.

    Lo que ocurre es que mientras la guerra, hoy por hoy, no puede ser eliminada, porque carecemos de esa autoridad internacional que se propone, la huelga es susceptible de eliminarse, porque un Estado en vía de perfección puede abandonar los esquemas liberales que le convierten en puro espectador del proceso económico e intervenir en el mismo imponiendo la justicia social. En suma, que lo que no es viable con relación a la guerra, porque no existe una super-soberanía que obligue a los Estados, es posible dentro de un país donde el Estado ejerce la soberanía.

    La transformación de un Estado liberal en un Estado social, como a sí mismo se define el nuestro (1968) ha requerido una experiencia histórica lo suficientemente cercana y sangrienta para que luego de acercarnos al ideal regresemos al punto de partida. Lo que en latitudes distintas “puede seguir siendo medio necesario, aunque extremo, para la defensa de los derechos y el logro de las aspiraciones justas de los trabajadores”, afortunadamente no lo es, ni lo ha sido en estos años de paz, para que aumente la consideración y el nivel de vida de nuestras clases más modestas. Desconocer una realidad tan evidente equivale a cerrar los ojos o a taparlos con la pasión del resentimiento o de la oposición política.

    En España, en efecto, como acabamos de leer en el “Boletín de Información de la Asesoría Eclesiástica de Sindicatos” (octubre-diciembre 1968), los medios para la solución de los conflictos son: “la conciliación y mediación sindical, el convenio colectivo, la intervención de la Inspección, de la Delegación o de la Magistratura del Trabajo…”. La huelga no figura en el catálogo de remedios señalados para estas situaciones de crisis, ya que, lejos de ser fórmula de composición de una discordia, es choque de fuerzas y no de razones, que el Estado trata a toda costa de evitar en interés del bien común, de la justa paz social y de los mismos encontrados factores humanos de la producción implicados en la pugna”.

    Las disposiciones más recientes (1968) de nuestro ordenamiento laboral señalan la distinción entre huelgas profesionales y huelgas políticas (decreto de 20 de septiembre de 1962). Ambas son ilegales, aunque las últimas, además, y de acuerdo con el artículo 222 reformado del Código Penal, se tipifiquen como delito. La huelga estrictamente profesional, aunque no se estime como sediciosa, continúa siendo ilegal, pues como dice la sentencia del Tribunal Supremo de 22 de noviembre de 1967, “un conflicto, aunque se inicie según la ley, deja automáticamente de ser legal desde el momento en que asume forma de huelga o degenerara en ella”.

    Esta doctrina no se halla en contradicción con la que mantiene la Iglesia, pues, como el propio alto Tribunal afirma, “la doctrina conciliar que admite la huelga como medio necesario y último, la condiciona -cosa que no sucede- a que en la ordenación jurídica española (no) se alcen causas viables, eficaces y auténticamente jurídicos para una solución objetiva de las pugnas generadoras de movimientos huelguísticos. Sólo a un Estado pasivo, inhibido o desatendido de los dictados de la justicia social y de los menesteres de solución jurídica de los conflictos laborales suscitados, podrá imputársele, con razón, en esta materia, ser conculcador de las libertades fundamentales de la persona humana”.

    Esta ha sido, y creemos que sigue siendo, la noble ambición de la empresa política inaugurada en el albor mismo de la guerra liberadora. “Nuestro Movimiento -decía Franco en su mensaje de 31 de diciembre de 1951- no se ha sentido ligado jamás a intereses y prejuicios que entorpecieran la edificación del Estado social que nos hemos propuesto. No cedemos a nadie prioridad ni ventaja en este campo, y por si no fuera bastante la obra realizada en los años de mayor adversidad, el futuro probará que nuestra resolución es inquebrantable y que el trabajador español ha de encontrar satisfacción cumplida a sus anhelos en la revolución nacional”.

    Refiriéndose a la huelga, declaraba Franco a un periódico yanqui en 1957: “Se olvidan los críticos en esta materia que la acción directa y la justicia por la mano es sólo la ley de las sociedades primitivas, la ley de la selva, y que el juez es el símbolo de la civilización y de la sociedad moderna. En todas las actividades de una nación existe un cauce judicial para resolver los conflictos y las diferencias entre los hombres y las empresas… En todos los casos es obligada a la intervención del juez y de los tribunales, aun cuando el interés no suele rebasar el círculo de lo privado. Y, en cambio, en lo social, que afecta y repercute en toda la vida nacional en forma grave y trascendente, se abandona la solución del conflicto a aquella ley punitiva, que suele acabar en represión y caos”.

    Tal era, sin duda, el pensamiento de la Falange, expresado en el punto 11 de su “Norma programática”, en la que leemos: “El Estado nacional-sindicalista no se inhibirá cruelmente de las luchas económicas entre los hombres ni asistirá impasible a la dominación de la clase más débil por la más fuerte. Nuestro Régimen hará radicalmente imposible la lucha de clases, por cuanto todos los que cooperan a la producción constituyen en él una totalidad orgánica”.

    Con todos los defectos que quieran imputarle los adversarios políticos, la Organización Sindical española ha aspirado y ha conseguido, con un balance cuyo saldo óptimo es innegable, que la huelga, como instrumento de la lucha de clases, desapareciese casi por completo de nuestro país.

    Si hoy la huelga reaparece, una de dos: o viene motivada por móviles políticos y debe ser reprimida como sedición o viene motivada por razones profesionales. En este segundo supuesto lo que hay que averiguar es si el Estado sigue siendo fiel a sus principios animadores, en cuyo caso la huelga no sólo es ilegal, sino moralmente ilícita, o si por un retroceso indecoroso los ha abandonado, convirtiéndose en un Estado liberal, en cuyo caso podría hablarse de ilegalidad de la huelga, pero habría que preguntarse seriamente acerca de su licitud como medio necesario y último “para la defensa de los derechos y la satisfacción de las justas aspiraciones de los trabajadores”.

    Si llegásemos a esta última consecuencia, el regreso al conflicto laboral en su fase más crítica sería fruto de un asalto al Poder realizado a hurtadillas por quienes tratan de desnaturalizar y de desacreditar la obra de un Estado que había hecho imposible la huelga.

    Y ello sería fatal en lo político y en lo económico. En lo económico, porque, como decía Franco, “aceptando el principio del sacrificio del interés particular al interés general, no puede explicarse en forma alguna la aceptación de la huelga como instrumento coactivo para el logro de la justicia”. En el orden político, porque, como señalaba el Presidente de Colombia, Lleras Camargo, a raíz del viaje de Pablo VI a Bogotá, “el derecho a la huelga pertenece al pasado y no es susceptible de continuar en la sociedad moderna”.

    Sólo, subrayaba Franco, el “mundo liberal, viejo y caduco -que es sin duda el que tiene a la vista el texto conciliar-, puede decir que es una tiranía el negar el derecho a la huelga”.

    ¿Quiere alguien, de verdad y en serio, que volvamos al punto de partida? Para ello basta con destruir el Estado social. Puede intentarse el golpe bajo para conseguirlo o continuarse en el intento, si es que ya fue iniciado. Pero esa maniobra tendrá en nosotros una posición tan constante como enardecida.

    Blas Piñar

    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: El “derecho” a la huelga: frente a la moral y la doctrina cristiana (por Blas Piñ

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