EL CATOLICISMO ESPAÑOL ANTE LA FUNDACION DELA MONARQUIA LIBERAL

(Francisco Canals, 1972)
(I)
En los temas “balmesianos” hay siempre mayor propensión a un rutinario “sentir lo que se dice” que a un sincero enfrentamiento con la realidad que obligue a un inoportuno y oportuno “decir lo que se siente”.
“Lo que se dice” es en muchos casos esto: en un país de cerrada intransigencia y de partidismos fanáticos fracasó el programa conciliador de Balmes, que se inspiraba en una mentalidad amplia y clarividente. Balmes tuvo razón antes de tiempo.
Y al hablar así, aunque se afecta aludir convencionalmente a “unos y otros”, se condena preferentemente, y en el fondo exclusivamente, la intransigencia “absolutista” y reaccionaria de quienes quedaron de parte de la España antigua al abrirse en 1833 el tremendo abismo: los “ultras” de entonces, los partidarios de don Carlos.
Prestigiosos escritores, considerados como “tradicionalistas”, figuran entre los principales responsables de la difusión de este juicio histórico. Es falso e injusto. Una comparación imparcial mostró, por el contrario, al P. Ignacio Casasnovas, S. I., el contraste innegable entre “la nobleza, generosidad y patriotismo” de los carlistas, brillando gloriosamente sobre “el fondo oscuro de egoísmos y malas pasiones que dominaron entonces en el partido moderado”.
Incluso hay que notar que el “entonces” del biógrafo de Balmes, sobra. Siempre la tradición liberal moderada ha perseverado en su injusticia. Y al utilizar el nombre y la gloria póstuma del filósofo de Vich para intimar a las conciencias tradicionalistas a la adhesión al Estado creado por el liberalismo, estos “balmesianos” proceden como quien edifica mausoleos a los profetas siendo hijo de los que arruinaron su obra.
Al escribir esto pensamos en un aspecto esencial del problema que se trata frecuentemente de olvidar: el propio Balmes, el “conciliador”, insistió siempre en que el edificio de la monarquía española carecería de cimiento en tanto no se arraigase el trono en los principios por lo que habían combatido en la guerra civil los defensores de Carlos V.
Mas bien habría que reconocer que su intento conciliador había de fracasar, precisamente porque la guerra civil había enfrentado dos mundos irreconciliables por su espíritu y por sus principios.
Es sorprendente que quienes están muy inclinados a invocar, con el de Balmes, el nombre de Menéndez y Pelayo, como bandera de un tradicionalismo conformista, olviden las palabras del autor de la “Historia de los heterodoxos Españoles”, al juzgar el pecado de sangre de la monarquía isabelina en 1834:
“La sangre de aquellas víctimas abrió un abismo invadeable, negro y profundo como el infierno, entre la España vieja y la nueva…, y se grabó como perpetuo e indeleble estigma en la frente de todos los partidos liberales, desde los más exaltados a los más moderados; …y desde entonces la guerra civil creció en intensidad, … por la instintiva reacción del sentimiento católico, brutalmente escarnecido, y por la generosa repugnancia a mezclarse con la turba en que se infamaron los degolladores de frailes y los jueces de los degolladores, los robadores y los incendiarios de las iglesias y los vendedores y compradores de sus bienes”.
Cierto especial estilo, que nos atrevimos a calificar de cuasi “anglicano”, del catolicismo español más “visible” y ostentoso, efecto de la pertenencia o vinculación de sus núcleos dirigentes a las clases conservadoras de la revolución, que surgieron precisamente de la desamortización eclesiástica de 1835, puede poner obstáculos subjetivos e inconscientes a nuestro examen de conciencia colectivo.
Un estado de espíritu que nuestro maestro, el P. Ramón Orlandis, caracterizaba como de “segundo binario” podría perturbar nuestro discernimiento de espíritus en el campo de los deberes de justicia política y social.
Este perturbador efecto impide tal vez reconocer la esencia “macabeica” de la lucha y la resistencia española frente al Estado creado por la Ilustración y el liberalismo.
En este punto los “dirigentes católicos que descienden de los enriquecidos por el inmenso latrocinio”, reconciliados con la Iglesia después del Concordato de 1851; y más tal vez todavía los nietos de matrimonios que podríamos llamar, en un sentido cruelmente irónico, “balmesianos” –los hijos, ya aburguesados, de los arruinados por su fidelidad a la causa carlista, enlazaron con las familias situadas en la nueva sociedad isabelina en torno al nuevo Trono levantado sobre las bayonetas revolucionarias- todos estos estarán siempre más inclinados a buscar pretextos y a atender sofísticamente a lo accidental.
Para estas conciencias en “segundo binario” resultó siempre más agradable pensar que los vencidos por las traiciones de 1839 no habían luchado tanto por una tradición gloriosa y por los principios perennes de nuestra vida nacional, cuanto por “los peores abusos del régimen antiguo en su degeneración y en sus postrimerías”.


La historia escrita por los vencedores ofrece para esto los falsos tópicos oportunos. Se trata de poner en continuidad la lucha carlista en la guerra de los siete años con el último período de la monarquía absoluta en España.
La década de 1824-1833 dejó tras de sí recuerdo aburrido y enervante. Del hombre clave de aquellos años, Calomarde, no parecen saber sino las anécdotas aludidas por frases célebres: “manos blancas no ofenden” y “Calomarde abrió una escuela de tauromaquia y cerró las universidades”.
Lo que no se quiere recordar entonces es que Calomarde, personificación del absolutismo fernandino, receloso y hostil frente al realismo popular y al liberalismo revolucionario, disponible y propicio en cambio para afrancesados y economistas, jansenistas e ilustrados, tuvo principal iniciativa en el cuarto matrimonio de Fernando VII y en la Pragmática de 1830, que, preparando la sucesión femenina, apartaba del trono al infante don Carlos.
Sólo en esta perspectiva se comprenden adecuadamente los sucesos de la Granja de 1832. La evidencia del proceso revolucionario llevó a Calomarde a su impotente cambio de actitud…
La represión obscurantista de 1830 a 1832 corona un período histórico de anquilosamiento, de pedantería academicista y de frialdad recelosa, pero hay que entender que es una represión al servicio de un reformismo que se pretende culto y prudente, que se sabe antitradicional, y que finalmente hace inevitable el hundimiento del edificio secular de la monarquía española.. (continúa)