(…) El “partido fernandino” tuvo pues que preferir finalmente, a través de sus aliados naturales del despotismo ilustrado, la entrega a sus adversarios liberales, por exigencia de su recelo y hostilidad al sentimiento popular y tradicional de los realistas.
No fue anecdótico ni accidental. El propio Vicente Pou señaló muy precisamente el entronque del “justo medio” español con la escuela ilustrada que a partir de Carlos III inspiraba la política borbónica y el ambiente social de las clases dirigentes.
(Incluso…) en la actualidad se pretende ganar adhesiones para tareas y actitudes siempre carentes de popularidad, insistiendo en el sentido democrático, -destructor de privilegios estamentales y nobiliarios- de aquella generación de “amigos del país” que elevaron España “al nivel de la cultura moderna europea”.
Se trata de una propaganda. Se quiere así interpretar la alianza de la grandeza de España con el liberalismo revolucionario, que hizo posible el trono de Isabel II, como fundada en un sincero espíritu popular de una nobleza culta.
Esta visión de las cosas, contradicha por casi toda la historia de aquel reinado, no tiene tampoco nada que ver con la conciencia que tenían de sí mismos los hombres de 1834, que eran en buena parte los mismos de 1824. He aquí cómo hablaba Nicolás Garely ante el Estamento de los Próceres, el 3 de septiembre de 1834, apoyando la exclusión de don Carlos y su descendencia de la sucesión a la corona española:
“Si don Carlos reinase en España, ésta volvería en breve a los siglos bárbaros. Porque, ¿quiénes serían los que se apoderarían de las riendas del Estado? Las dos clases peores y más perjudiciales de la sociedad, a saber, la teocrática ínfima, poco ilustrada, y la proletaria; las dos que tienen menos interés en la verdadera felicidad de la nación; porque las más cultas, las más poderosas, todas ellas, con rarísimas excepciones, se han pronunciado por nuestra Reina y Señora Doña Isabel II: volvamos si no la vista a este mismo Estamento de Próceres, y en él veremos lo más esclarecido de España, por las armas, por las letras, por la nobleza.”
Errores de perspectiva, que proyectan sobre los años de originación de la “España nueva” algunos aspectos de situaciones posteriores, dificultan que se comprenda su sentido, o más bien diríamos facilitan el encubrimiento de lo que no se quiere pensar.
Enumeramos simplemente algunos datos:
Ya en 1851, el non sunt inquietandi concordatario posibilitaba la recepción de los sacramentos a los compradores de “bienes nacionales”, fruto de la expoliación de la Iglesia, que no se sintiesen decididos a una difícil restitución.
Sería muy importante no olvidar esto entre los temas de sociología religiosa española. Seguramente los resultados de una investigación detallada y rigurosa serían de gran interés y sorprenderían a muchos.
Tal vez durante algunas décadas un inmenso porcentaje de sacerdocio surgía de las familias procedentes de la España vencida y era protegido y subvencionado por los beneficiarios de la desamortización eclesiástica, o por sus hijos o nietos.
Las clases dirigentes españolas, protagonistas principales de la erección del trono isabelino, serían contempladas anacrónicamente si se las juzgase como una alta clase social que mantiene su apoyo al poder establecido. Ciertamente su actividad muestra la continuidad del liberalismo isabelino con el despotismo ilustrado y el absolutismo borbónico; pero por lo mismo hay que reconocer en ellas partidismo ideológico y espíritu antitradicional con despectiva afectación “antiteocrática”.
Sería imperdonable inconciencia proyectar sobre los tiempos en que el conde de Toreno decretaba la expulsión de los jesuitas los esquemas mentales de la beatería dinástica de un marqués de Comillas o las equívocas ilusiones de don Alejandro Pidal y Mon.
En cuanto al “clero de primer orden” de cuyo apoyo al trono isabelino se gloriaba también Garely, al tiempo que dirigía, como Ministro de Estado del Reino, violentas circulares al episcopado español denunciando su conducta política “facciosa”, el hecho es que, en los años de la guerra civil (1833-1839) y de la regencia de Espartero (1840-1843) el apoyo activo al nuevo poder se dio casi exclusivamente entre clérigos u obispos de pensamiento galicano y tendencia jansenistizante.
Para situarse en la verdadera perspectiva hay que recordar el conflicto con la Iglesia, frecuentemente calificado por Gregorio XVI como hostilidad y persecución antirreligiosa, que acompañó, podríamos decir “constitucionalmente” la génesis de la monarquía liberal española.
En el plano político, a su vez, la Santa Sede no reconoció durante aquel pontificado la legitimidad de la nueva línea dinástica, y no aceptó formalizar sus relaciones con el Estado. Puede verse incluso en la correspondencia del P. Rotan, General de la Compañía de Jesús, cómo se citaba a Carlos V como rey de España.
La alianza entre la Revolución y el Trono, que resultó de la situación creada en la Granja en septiembre de 1832, tuvo por factor esencial la mentalidad e ideología de la Grandeza de España en aquellos años.
Los sectores “moderados” del realismo fernandino y del propio liberalismo “doceañista” se nutrieron básicamente en las filas de la gran nobleza. Pero insistimos en que no hay que confundir los planos ni las épocas: en la fase generadora de la monarquía liberal los diversos sectores “cristinos” no diferían sustancialmente en su actitud ante lo religioso y lo eclesiástico.
Junto a la exaltación de las turbas demagógicas estaba la “Ilustración” en las clases elevadas. Pudo haber una fuerza aristocrática en una revolución liberal porque había entonces en España también un anticlericalismo aristocrático.
Mientras la nobleza francesa, escarmentada por las catástrofes de la Revolución y del Imperio, se incorporaba en los años de la Restauración a la religiosidad que caracterizó muchos sectores del legitimismo, se daba en España uno de los característicos desfases de nuestra modernidad heterodoxa. La nobleza creadora de la monarquía liberal prolongaba las actitudes y el ambiente de las luces del siglo XVIII.
(Política española: pasado y futuro, 1977 )
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