La consejera de Inmigración de la Comunidad de Madrid, Lucía Figar, explica en el diario La Razón que se está produciendo un "proceso de solidaridad recíproca entre inmigrantes y Comunidad. Por cada euro de atención al inmigrante que gastamos... éste devuelve a la región doce". Además, "en diez años la Comunidad de Madrid necesitará 800.000 inmigrantes que vengan a trabajar para mantener su ritmo de crecimiento económico (que es del 3%)". Según la consejera, los inmigrantes impiden la "parálisis" de la hostelería y la construcción y "soportan una carga social al garantizar el reemplazo generacional. Las madrileñas tendrían que tener siete hijos y medio cada una si no fuese por los hijos de padres extranjeros".
Estos razonamientos encierran una síntesis del discurso neoliberal que posibilita la inmigración irregular, convertida a posteriori en legal mediante la claudicación del Estado: insinúan implícitamente que el fin de la política es un porcentaje de "crecimiento económico" al alza aunque ello nos cueste la balcanización multiétnica. Esta tesis omite, sin embargo, que una misma cantidad de "crecimiento económico" es compatible con situaciones socioeconómicas diferentes. El 10% de crecimiento anual no hace de China un país deseable para vivir. Por eso el fin de la política no es garantizar una cifra de "crecimiento económico", sino el bienestar, en el sentido más amplio, de la comunidad de ciudadanos.
Además ese "euro" que produce "doce" esconde un sofisma. Según el mismo diario, en Madrid existe una "clara discriminación salarial": los inmigrantes regularizados cobran hasta un 30% menos que los españoles y los ilegales hasta un 50% menos. Estos datos son consistentes con el informe del Servicio de Estudios Económicos de la Fundación BBVA (3-3-2005), que afirma que la inmigración favorece la "moderación salarial". Es decir, la inmigración abarata la mano de obra de manera que, dado que la contribución de los inmigrantes al Estado es por impuestos y por seguridad social, resulta que con la inmigración la arcas públicas pierden dinero, pues los españoles, al estar mejor pagados, pueden ingresar más impuestos y pagar más seguridad social. En consecuencia, la inmigración contribuye a la precariedad laboral y a la erosión progresiva del Estado de Bienestar.
Por último, lo de los "siete hijos por inmigrante" rebasa los límites del ridículo. Con el abaratamiento de los salarios y la precariedad laboral, las familias españolas carecen de recursos para criar hijos en las condiciones establecidas por su patrón cultural. Según este discurso subvertido, Madrid podría necesitar más inmigrantes que madrileños para sostener un crecimiento suficientemente alto.
En definitiva, es de esperar que la inmigración –no los inmigrantes- castigue duramente en el futuro a la clase trabajadora española y que una nueva forma de esclavitud a manos de elites tecnoeconómicas sea el futuro de la joven generación. Por eso la policía del pensamiento pretende acallar el descontento mediante un sutil terror ideológico. Esta, y no otra, es la razón de la profunda frivolidad que destila la "tercera" del ABC de la radical Irene Lozano, un texto que pretende que todo el mundo diga amén a la debacle del sistema so pena de incurrir en "xenofobia".
Eduardo Arroyo
http://www.elsemanaldigital.com/arts/49618.asp
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