El descubrimiento de América – y, sobretodo, el descubrimiento de los indígenas americanos (los «indios», como serían llamados por largas décadas) – puso primero a los españoles y luego a los europeos frente a algo totalmente nuevo, a personajes cuya existencia ni era sospechada, más
allá de alguna antigua premonición.
Se ha dicho que la impresión de los europeos frente a los indios americanos ha sido algo así como la que tendríamos hoy al entrar en contacto con los extraterrestres: un parangón que ciertamente fuerza los tonos, pero que, con una cierta aproximación, dice la sorpresa, justamente, que los europeos se llevaron al descubrir que no eran, junto con los asiáticos y los africanos, los únicos habitantes del mundo.
Así, empezaron a preguntarse quienes eran esos extraños seres, si eran hombres, y – en caso afirmativo (en principio, la respuesta negativa era rara, por lo menos en el ambiente latino) – si eran descendientes o no de Adán, con consecuencias teológicas y morales de gran relevancia.
Se preguntaban también cuál podía ser la edad real (sea relativa, sea absoluta) de ese mundo, de manera que el adjetivo nuevo, que le habían aplicado en seguida, era leído e interpretado en el sentido de una extrema juventud de América respecto al antiguo continente europeo, africano
y asiático. Aunque no faltaron quienes acudían a ese adjetivo simplemente para indicar la flora y la fauna del lugar, tan distintas a las del viejo continente.
Si así de fuerte fue el efecto del impacto, probablemente en eso podamos encontrar una llave de lectura de los acontecimientos posteriores: No la única, es obvio, pero ciertamente significativa. Nos permite, entre otras cosas, comprender mejor las polémicas de los últimos diez años, a
lo largo de los cuales se han fijado los siguientes «actores» del drama:
a) un imputado: la colonización hispánica;
b) un acusador: la colonización anglosajona;
c) un ausente: la colonización francesa.
Comprender con qué actitud mental los tres pueblos europeos se pusieron frente a los indios americanos, puede ayudarnos a comprender mucho de lo que ha sucedido en ese entonces y de lo que sucede hoy.
La colonización francesa.
Comencemos por el ausente. ¿Cuántos son, hoy, los que recuerdan que por largo tiempo, hasta la mitad del siglo XVIII, gran parte de América septentrional estaba en manos francesas? Pocos, ciertamente. Ni siquiera se sabe, por ejemplo, que, en el siglo XIX, cuando los pieles roja
hablaban del «Gran Padre Blanco», formalmente se referían al presidente de los Estados Unidos de América, pero recordando, en realidad, al rey de Francia, su más antiguo señor.
Es que en la América francesa había sido realizado el mejor modelo de comunidad de vida y de intereses entre blancos e indígenas. No todo, ciertamente, había sido bueno. Incluso, se habían dado enfrentamientos y combates muy duros. Pero habían sido combates entre hombres que se
consideraban tales de ambas partes. Se podría casi decir que los franceses fueron una tribu entre otras, metidos en los enfrentamientos entre iroqueses, hurones, etc.
Miembros de una sociedad aún preburguesa, rica en características feudales residuales, los franceses habían actuado en América con la misma mentalidad que tenían en la madre patria, conservando, cuando mucho, por más tiempo que en Francia lineamientos premodernos de mentalidad y organización social.
Raimondo Luraghi, que escribió la que a mi juicio es la mejor historia de los Estados Unidos de América existente hoy en el mercado, por lo menos de parte italiana, describe al caballero francés de América del siguiente modo: "mitad señor feudal, mitad coureur de bois, poco sensible a los intereses mercantiles (que, al contrario, despreciaba), y fascinado por la vida en los bosques y los campos; se encontraba muy cómodo cuando, a la cabeza de sus legiones indias y viviendo con ellas, las llevaba a descubrir y a luchar.
Por otro lado, siempre bajo los franceses, los indígenas habían accedido también a la nueva economía mercantil, y con una facilidad asombrosa, ayudados quizás por su habilidad de agricultores. Ciertamente, de esta novedad se llevaron también los aspectos negativos: conocieron la riqueza en cuanto tal, y muy pronto aprendieron que riqueza y poder van muy
juntos. Pero no por eso podemos considerar automáticamente negativo el desarrollo económico. Sabemos, en efecto, que éste se vuelve negativo sólo cuando se convierte en motivo único y paradigmático de una determinada cultura.
"El hecho mismo de que el mercantilismo francés – escribe Luraghi – había atraído al hombre rojo dentro de la vorágine de la cultura europea, habría sido utilizado por la monarquía y por la iglesia para dar vida a un intento de imperio tolerante y paternal que América jamás había conocido antes, y que nunca volvería a conocer después. El nacimiento y el ocaso de la Nueva Francia, representaron para el indio el nacimiento y el ocaso de la única posibilidad que tuvo de convivir con la cultura europea sin ser aplastado por ella".
Oficiales y soldados franceses, al momento de la despedida, recibían tierras en propiedad, donde se instalaban con los indios del mismo modo como lo habrían hecho con los campesinos de Francia, y los indios, en esas inmensas zonas de su dominio en las que los bosques no desaparecían, convivían pacíficamente con ellos. Juntos pero separados, sin existir mezcla de razas. En todo el continente americano, jamás se vio algo similar. Ningún otro pueblo europeo - ni los españoles, ni los portugueses, menos los holandeses o los ingleses – supo ni siquiera imaginar (son ahora palabras de Luraghi) "ese inmenso proyecto de un imperio donde las naciones indias pudiesen vivir conservando las propias costumbres, la propia cultura, la propia estructura social y política, bajo el cetro del rey de Francia y la pastoral de la Iglesia. Si el proyecto hubiese prosperado, los franceses habrían cambiado la historia del continente y el destino del mundo:"
Para comprender cuán cerca estuvo este destino de ser diverso, baste recordar que los franceses de Canadá, bajando por el valle del Mississippi, llegaron hasta el Golfo de México, cercando completamente las propiedades inglesas.
Es que hubo un punto débil en ese sueño que Samuel de Champlain había imaginado ya en el siglo XVI. Pero un punto débil que no dependió tanto de los iroqueses, duros, por cierto, y valerosos combatientes, a los que ni siquiera los jesuitas habían podido atraer en la órbita católica y francesa, aunque estos singulares misioneros conquistaron el respeto de los pieles roja, por el valor que demostraron durante la tortura. El verdadero desastre (si así lo queremos llamar, por lo menos a la luz de los sucesos posteriores) fue que este modelo de colonización daba espacio solamente a un número muy limitado de franceses, puesto que éstos, al llegar de Francia, debían convivir con los pieles roja y utilizar sus mismos modelos de vida. Por consiguiente, cuando a mediados del siglo XVIII se llegó al choque final con los ingleses, las pocas decenas de millares de franceses no pudieron hacer frente al número enormemente superior de aquellos. Y los aliados indios tampoco fueron suficientes.
Así, la América francesa desapareció. Fue un sueño maravilloso, pero sólo un sueño. Compartido, claro está, por los franceses y por los indios. Mientras los protagonistas de la colonización inglesa están todos, o casi, enterrados en Gran Bretaña, los grandes franceses de América – como Champlain, como Frontenac, como Montcalm – yacen en cambio en el Québec. Y cuando se produjo el último enfrentamiento del siglo XVIII entre franco-indios e ingleses, los pieles roja dejaban a los cadáveres ingleses descabezados y con la boca llena de tierra: habían entendido
perfectamente qué pretendían, los ingleses, en América!
La colonización anglosajona
Muy distinta fue la obra de los Holandeses y de los Ingleses. De los holandeses se habla poco, pero tampoco ellos amaban a los indios, y los consideraban huéspedes indeseables que había que eliminar.
¡Lo peor viene pero con los ingleses! No con todos, a decir verdad, porque también entre ellos podemos distinguir dos tipos de mentalidad: los puritanos por un lado, y los del sur (de Virginia) por el otro. No es casualidad que en la guerra civil inglesa del siglo XVII, la Nueva Inglaterra se alineó con Cromwell, mientras que Virginia se alineó con la monarquía.
Virginia y los otros estados meridionales eran manifestaciones de un mundo preburgués y precapitalista, similar en esto a la América francesa. Las grandes plantaciones eran estancias señoriales: ya no eran feudales, y todavía no eran burguesas en sentido capitalista. Además, en el
siglo XVIII, su cultura fue clásica y latina, influenciados por Francia.
Es cierto que también fue fuerte la influencia del iluminismo y la masonería, pero eran hombres que conocían el latín y el italiano y, como Thomas Jefferson, proyectaban mansiones con tendencia clásica de estilo paladiano. Thomas Jefferson, que todos conocen como el presidente de los Estados Unidos, fue el primero en excavar un sepulcro piel roja para comprender su finalidad y significado. Lo excavó con una sensibilidad científica tal como para dejarnos un documento utilizable todavía hoy.
Muy diferentes anduvieron las cosas allí donde se instalaron los puritanos. Éstos (como es conocido) eran protestantes extremistas, caracterizados por un profunda fe en Dios y en sí mismos. Perseguidos en Inglaterra, abandonaron en grupos, sucesivamente, a Europa para trasladarse a América, donde fundaron colonias permanentes sobre la costa más septentrional de los actuales Estados Unidos. El primer desembarco ocurrió en 1620: fue el arribo de los famosos Padres peregrinos, como serían llamados después, que cruzaron el Atlántico con el barco Mayflower.
Hay que tener muy en cuenta este origen suyo de perseguidos religiosos. Los puritanos se consideraban el único grupo verdaderamente cristiano, verdaderamente respetuoso de la palabra y del mandamiento de Dios. Todo en el entorno no era más que maldad y persecuciones de los inmorales contra los justos. El escape a América del malvado mundo europeo los conducía al nuevo surgimiento de la Tierra Prometida, y Dios mismo los guiaba, como (presuntamente) guió a los hebreos desde Egipto a Palestina, la primera tierra prometida del pueblo de Dios.
América era la "Tierra Prometida" por dos motivos complementarios. Por un lado, el Nuevo Mundo era para los puritanos la tierra de la libertad, libertad de las reglas y tradiciones europeas, libertad de los malvados perseguidores ingleses, libertad del contacto con los puritanos corruptos y papas servidores del demonio. Por otro lado, era la Tierra Prometida porque, allá abajo, más allá del Océano Atlántico y al reparo de la gran distancia de agua, era posible construir la Nueva Jerusalén. Un proyecto del tipo milenarista, como lo describió Eric Voegelin en las formidables páginas de Nueva ciencia política.
Pero ¿qué sucede cuando el hombre cree, espera poder construir el reino de Dios ya en esta tierra? La tierra y los hombres, que no perfectos sino limitados y débiles, no se adecuan a este proyecto, que nunca se realiza, menos aún si se corre en el tiempo a un futuro, siempre próximo
pero siempre postergado. Contemporáneamente, porque el proyecto mandado no puede estar en una discusión radical, los hombres que lo contrariaban eran necesariamente a los ojos de los puritanos y de todas las sucesivas oleadas, descrito por Voegelin, los malvados, los representantes del demonio, que obstaculizaban voluntariamente el nacimiento de la Nueva
Jerusalén (o del socialismo u otro deseo) y ellos retrasaban la realización.
En un ambiente natural y geográfico totalmente nuevo, sentido casi como el paraíso en la tierra, original ó construido, poco importaba, la presencia del indio, del piel roja, era percibida como un obstáculo a la comunidad de verdadero creyentes.
El piel roja era necesariamente una representación del demonio e incluso la reencarnación misma del demonio. ¿Cómo podía haber otros verdaderos seres humanos en un mundo perfecto o perfectible, creado para dar refugio a los verdaderos buenos que tenían la construcción del reino de Dios? No fue casualidad que en el propio mundo anglosajón, el francés libertino y calvinista, se discuta si estos individuos eran ó no descendientes de Adán. Y no es, por lo tanto, que en la América puritana fallara totalmente los intentos iniciales de la actividad misionera: no se puede
convertir al demonio o a la criatura del demonio.
Pero si los pieles roja son representantes ó la encarnación del demonio; los justos no sólo tienen el derecho de exterminarlos con el fin de que no obstaculicen el gran proyecto puritano, los justos tienen incluso el deber de sacarlos del medio. Esas eran la mentalidad y la voluntad que al final de los primeros momentos prevalecieron en el mundo puritano de América septentrional. Con consecuencias dramáticas para los indios, mucho más dramáticas de las que hubo donde llegaron los franceses o los españoles. Porque estos nunca desearon y planificaron el exterminio de los indios americanos, mientras que los puritanos lo desearon y lo planificaron.
Los testimonios, terribles, son numerosos y auténticos porque vienen de los mismos puritanos. También en el ambiente hispánico hay testimonios de actos de maldad contra los indios, pero son presentados como maldades, actos delictuosos que debían ser reprendidos y castigados. Que
después la Iglesia y la Corona tuviese éxito o que los representantes del rey y de la Iglesia quisieran siempre castigarlos es otra cosa; ningún clérigo, ningún laico eran totalmente santos en la América española del siglo XVI y XVII, tanto que Pío IV establece que los religiosos que regresaban de América podían traer con ellos sólo el dinero necesario para el viaje, si traían de más inexorablemente debía ser confiscado. Pero los documentos hablan de este acto siempre como de delitos y en la discusión sucedida en Valladolid en 1550-51, una junta real impide la
publicación del libro en el que Juan Ginés de Sepúlveda expone los motivos por los cuales, a su juicio, los indios podían ser justamente sometidos.
En el mundo anglosajón puritano en cambio, los actos de maldad y de extermino contra los pieles roja vienen narrados como actos meritorios y necesarios para el bien de la comunidad de los creyentes. Los puritanos son los justos a los que se les concedió la fundación de la Nueva Jerusalén; los pieles roja son los reprobados, los negados, contra los cuales cada ataque es admitido, es meritorio a la presencia de Dios. Así que los mismos puritanos cuentan satisfechos las tremendas acciones.
Incluso la epidemia, que destruyó a los indios, se interpretó como manifestación de la obra de Dios que así libera del mal de la tierra destinada a los justos: en 1621, Edward Winslow hablaba de la "maravillosa peste" mandad por Dios contra los indios, mientras que pocos años después, en
1634 John Winthrop aumentó la dosis afirmando que los indios "acá son casi todos mueren por la viruela, y de tal modo el Señor evidencia nuestro derecho a esto que poseemos"
Cuánto más significativa es la Brief history of the war, escrita por el reverendo Increase Marther y publicada en Boston y en Londres en 1767. Dios concedió a los ingleses puritanos la tierra americana de los pieles roja, los cuales después de un período de paz se oponen a los colonos
inexplicablemente. El hecho que pudo permanecer primero en paz es obra de la "maravillosa Providencia divina que inspiró en todos los indios el temor a los ingleses y a sus acciones, como hizo antiguamente con Jacob y después con sus hijos de Israel. El temor de Dios perturba sus
corazones" Como nota irónicamente el historiador Francis Jennings: "la ecuación no podía ser más clara: el temor hacia los ingleses era sinónimo del temor a Dios".
Si pasamos a los testimonios bélicos, William Bradford, gobernador de Plymouth describió así la destrucción y el incendio de la aldea de Pequot: "era un espectáculo tremendo verlos asarse...y el mal olor que venía. Pero la victoria pareció como un dulce sacrificio y por eso agradezco a Dios". Recordemos que entonces los hombres eran víctimas, las mujeres y los niños se vendían como esclavos. Treinta años después de la guerra del rey Felipe, el jefe indio dio mucho alambre de torcer a los anglosajones, otra no podía ser, según los puritanos, que un complot contra los justos.
Peor fue cuando en el siglo XIX a la mentalidad puritana se le sumó el positivismo y la fe inquebrantable en el progreso, identificado con el desarrollo del mundo burgués y capitalista. Los tres aspectos juntos dieron a la guerra india del siglo XIX una dureza espantosa. La misma
dureza que fue puesta contra el sur señorial, destruyó radicalmente durante y sobre todo después de la guerra de secesión que (¡no lo olvidemos!) fue una guerra sagrada de independencia de hombres que no eran y no se sentían legales a la mentalidad puritana y capitalista de los yankees.
Se ofrece aquí una lista demasiado larga de testimonios estadounidenses de hombres que dijeron abiertamente los propósitos y las acciones de exterminio. Como los puritanos de los primeros siglos, son siempre los exterminadores los que hablan directamente, refiriéndose a los indios y
refiriéndose al sur. Aquí algunas citas. Francis Parkman: "por lo tanto eran destinados a disolverse y desaparecer ante los avances de la potencia americana...no hay nada de progresivo en la rígida, inflexible naturaleza de un indio. Él no puede abrir su mente a la idea de progreso..."; Thomas Hart Benton, senador: "Parece que la sola raza blanca había revivido el mandamiento divino de conquistar y llenar la tierra!... por mi parte, no me siento a criticar esto que resulta ser el efecto de una ley divina. Civilización ó destrucción ha sido el destino de todos los pueblos que se han atravesado en el camino de los blancos, y la civilización, siempre preferida por los blancos, ha sido llevada adelante como un objetivo mientras que la extinción es consecuencia de la
resistencia." Entre dos despiadados generales, William T. Sherman y Philip Sheridan, este último devastó durante la guerra civil el valle del Shennadoah, debe atribuírseles la definición según la cual "el único indio bueno es el indio muerto"
Será bueno citar al menos dos sucesos de signo opuesto, subrayando cómo fue de distinto el modo de pensar de los hombres del sur. Cuando durante la guerra por la independencia del sur, el coronel sureño John R. Baylor (caso prácticamente único) propone resolver el problema de Arizona con el extermino de la capital, el presidente Jefferson Davis lo destituye inmediatamente; durante la misma guerra pocas tribus indias bajaron del campo, pero aquellas que lo hicieron se alinearon con los estados confederados del sur. También esta vez los indios habían entendido de
qué parte venía para ellos el mayor peligro: después de los franceses, los mexicanos, los sureños, ellos serían tocados.
Si pasamos a la América española, en el campo de la historia de las ideas encontramos diferencias relevantes con cuanto hemos dicho hasta ahora. En efecto, es intenso a fines de los primeros tiempos la actividad misionera con acentos milenarios.
Además, para todo el siglo XVI y las primeras décadas del siglo XVII, se desarrolla un intenso debate político sobre la nueva tierra, sobre los indígenas, los motivos que pueden justificar la conquista española. Es un debate del cual participaron las mejores inteligencias españolas
de la época, teólogos, juristas, políticos. Nada similar podemos encontrar en otro lugar. También por los motivos circunstanciales: ni los franceses ni los ingleses ni los portugueses se encontraron con organismos políticos desarrollados y organizados en Estados, como los reinos
azteca e inca que encontraron los españoles.
En España gracias también a la decisión tomada de posiciones papales, se supera rápido el problema de la naturaleza del indio. Pablo III con la célebre bula Sublimis Deus de 1537, declara a los indígenas hombres con todos los efectos y capacidades de cristianos. Es cierto que esto no
parece suficiente porque quedaba en vigor el requerimiento y la bula Inter coetea promulgada por Alejandro VI en 1493, sobre la cual Juan López de Palacios Rubios y Matías de Paz de 1512 fundaban jurídicamente la ocupación de América. Lo que se quiere notar aquí es que siempre en los treinta años del 1500 dos teólogos dominicos de la celebérrima Universidad de Salamanca, Francisco de Victoria y Domingo de Soto, enfrentaron el problema de los principados indígenas americanos.
Colocados en el camino que conduce a la más moderna teoría del Estado, construyeron un camino paralelo a aquel de Maquiavelo y de Jean Bodin, los dos, pero sobre todo el primero con la fuerza de la novedad y gran vigor polémico, que era de los eclesiásticos (por esto propia fuerza)
corría lentamente la discusión de lo religioso a lo político y declararon la legitimidad política de las regiones y de los soberanos indígenas americanos.
Ellos no eran ni paganos ni pecadores para sacarles la soberanía india y la legitimidad de sus gobernantes, ya que la sociedad y el poder están fundados sobre la naturaleza y no sobre la gracia, como decía Santo Tomás de Aquino (los dos son dominicos y Victoria introduce como libro de texto la Suma Teológica de Santo Tomás en Salamanca). La legitimidad del poder no depende por lo tanto del hecho que el gobernante sea ó no cristiano, como habían sostenido primero algunos herejes para los cuales era después un poder pagano legítimo y la afirmación de nuestros dos españoles, si nunca lo han conocido, sólo podían estar en las aberraciones demoníacas papistas.
Pero hay más. Para demostrar la racionalidad de los indios americanos, Francisco Victoria recurre a lo político. Demuestra que eran razonables y que podían tener una vida política, fundándose en abundantes noticias que llegaban de América a su convento de San Esteban, afirma que había
vida social y política y por lo tanto son racionales. De esta manera va más allá de lo que afirmó Pablo III en su bula de 1537, cuando era la racionalidad el reconocimiento de la naturaleza humana de los indios.
Para Victoria la existencia de una vida asociada, con leyes, con comercio, instituciones, gobierno, es lo que cuenta. De un lado, por lo tanto, Victoria y Soto reconocen la legitimidad de los príncipes americanos; por el otro niegan la existencia de poderes universales: ni el Papa ni el emperador son los señores del mundo. No hay entonces valor político alguno en la bula Inter coetera con la que en 1493 el papa Alejandro VI había dividido el mundo en meridional para los españoles y portugueses. Victoria y Soto deben preguntarse después cuál es ó puede ser el motivo legítimo que permite estar a España en América. Victoria dará una larga lista de motivos, muchos ilegítimos y puestos premeditadamente, otros legítimos, por lo que la presencia española en América queda a salvo, pero lo que aquí interesa es el reconocimiento a la política americana y de los estados americanos.
Las razones que en él aduce para justificar la legitimidad de la presencia española en América son motivos que también se dan en Europa, por ejemplo entre franceses y españoles. No es casual, en efecto, que Carlos V permanezca desconcertado de las dos relectiones de Indis que Victoria escribe al sacerdote del convento de San Esteban, donde Victoria vivía, para prohibir los debates posteriores a su argumentación. Sin peros (es significativo) saca su favor a Victoria que años después quisiera enviar a Trento como teólogo imperial.
Esta fue por años y decenios la línea dominante. No faltó también en el mundo hispano negadores radicales de la humanidad del indio o de su posibilidad de civilización; mucho menos faltó quien explotó a los indios en su propio interés. Pero el plan de debate de aquellas ideas que declaraba el derecho hispánico a la sumisión de los indios por su naturaleza inferior, fueron voces minoritarias y perdedoras. De este punto de vista me parece que se puede decir que resulta en cambio cuanto
insatisfactoria la posición de Bartolomé de Las Casas, el dominicano defensor de los indios, que muchos trabajos han estado y se han aprovechado de la polémica sobre la colonización española y católica.
En sus ideas, en sus posiciones intelectuales y políticas hay algo que grita y contrasta con el mundo que está naciendo. Se enfrentaban sus ideas con las de Victoria y Soto, paradójicamente, Las Casas aparece más cerca de Juan Ginés de Sepúlveda, el célebre autor de grandes textos
políticos y filosóficos donde se sostenía, casi solo entre los teóricos políticos y contrario a la autoridad de Carlos V, pero como buen aristotélico, la esclavitud natural de los indios americanos. El gran amigo de los indios, Las Casas, y el gran enemigo de los indios, Sepúlveda, tuvieron también un durísimo encuentro público en Valladolid ante una comisión de estudiosos, teólogos, juristas, encargados de evaluar las respectivas posiciones. No obstante, los dos adversarios pensaban del mismo modo ambos de nuevo a esquemas políticos de tipo medieval, legados de la
vieja concepción de la teocracia pontificia, aquella que siguiendo la bula de Alejandro VI constituía título legítimo de infundamento y de dominio político.
Desde este punto de vista, Las Casas y Sepúlveda razonaban ambos en términos de república cristiana. Victoria y Soto en cambio, pertenecen ya al tiempo del jus publicum europaeum. Y ella es la verdadera y principal línea doctrinaria española en materia de teoría del Estado, y contemporáneamente son los que mayormente recordaron la dignidad de los indios. Porque Las Casas reconoce más aún la dignidad humana, pero Victoria reconoce la dignidad política.
No se crea que las afirmaciones y las protestas de Francisco de Victoria y de Domingo de Soto, así como la de otros teólogos, filósofos, políticos, juristas españoles quedaban sin efecto práctico. Eran hombres de grandísimo prestigio intelectual, escuchados en la corte, con gran influencia sobre los españoles; así como las ideas contribuyeron fuertemente a la legislación de protección promulgada en aquellos años. Carlos V escuchaba las protestas de Las Casas; la Corona y el Estado se ubicaban entre los colonos y los indios, de modo que el drama tuvo tres protagonistas: los colonos, los indios y el Estado. Ese Estado que perderá como tercer protagonista en las otras colonizaciones. Más tarde, uno de los motivos de la rebelión contra Madrid será también el deseo de terminar la relación con los indios, el control, por cuanto eran lejanos y débiles a la Corona. Los intermediarios a favor de los indios por parte de la Corona no estuvieron ausentes ni siquiera en Inglaterra (un decreto en tal sentido de 1763 provocó la rebelión de las colonias), pero por la diversidad de mentalidades y la diversidad de estructuras sociales y políticas de la colonia tuvo efectos nulos y limitados.
Es necesaria ahora una precisión. De la sensación en los Estados Unidos de América y de la convicción de vivir en un mundo que era refugio y tierra prometida a los justos nace al principio del siglo XIX el concepto de "hemisferio occidental", que viene consagrado en la famosa declaración Monroe de 1823.
América y Europa, en esta visión de la América anglosajona, son uniformes en un meridiano, que debe constituir una frontera infranqueable. Al este de Europa, tierra de maldad y de opresión; al oeste de América, tierra de promesa de libertad y justicia. De ambas derivan las posiciones fundamentales de la política exterior actual estadounidense. O mejor, de la postura de los estadounidenses hacia la política exterior, que no es la misma cosa. De un lado se considera que está bien para los americanos quedarse de este lado del meridiano, para evitar así ser contaminados por los males de Europa; del otro quieren pasar más allá para salvar y redimir al mundo.
Actualmente, desde la primera década del siglo XIX, prevalece la segunda postura. Los Estados Unidos de América son invadidos de espíritu mesiánico, alimentado y bien recibido en Europa, lo cuales, ya intoxicados, afirman que los estadounidenses han cruzado dos veces el Atlántico para
"defender" nuestra libertad.
Lo que es falso: los estadounidenses han cruzado dos veces el Atlántico para aplastar Europa, sus tradiciones, su modo de pensar, casi como el regreso vengativo de los padres peregrinos fugitivos hace un tiempo de la Europa mala y listos a construir acá también la Nueva Jerusalén,
aparentemente un poco más laica pero sustancialmente siempre igual. El mundo estadounidense, en esta versión actual, conserva la convicción profunda de los puritanos de construir la mejor sociedad posible; y de los puritanos conserva, más bien ha crecido, la sorpresa indignante de quien descubre que existen hombres que no aprecian sus valores y se permiten
discutirlos.
Como en una época se destruyeron a los pieles roja porque eran la encarnación del demonio, después los mexicanos y los franceses de Louisiana y poco después los sureños, hoy los estadounidenses consideran que para purificar del todo al viejo continente se debe terminar de destruir los viejos enemigos usuales: los españoles y los papistas.
Es cierto que no se pensaba, por lo menos no abiertamente, en la destrucción física, difícil en su plano práctico así como en el de la opinión pública. Sí en su lugar una destrucción religiosa, psicológica y cultural, que golpeaba duramente a América Latina. Esta está al oeste del famoso meridiano, perteneciente al hemisferio occidental, debe llegar a ser protestante y asimilar el modo de vida americano estadounidense.
Aquí porque si atacan a Isabel de Castilla, Cristóbal Colón, la Iglesia Católica. Porque de un lado es necesario olvidar a los puritanos de los orígenes, los herederos del siglo XVIII y los malhechores. ¿Qué mejor instrumento para dirigir la atención de los malhechores, verdaderos ó imaginarios, reales ó multiplicados por arte, de algún otro? ¿Utilizando a fondo también al discutible Las Casas, hoy casi celebrado por doquier? ¿Y torciendo falsamente en instrumento de acusación propio de aquellos testimonios, que documentan en cambio la preocupación española de poner remedio a las malversaciones y a los delitos cometidos contra los indios?
Por otro lado se quiere continuar la obra de salvación del mundo, trayendo al menos todo el continente americano en la orbita salvífica de la mentalidad estadounidense. Y también aquí, ¿qué instrumento mejor de demostración que el posible concurrente es un malvado irrecuperable? ¿Y
contemporáneamente arrancarles lo humano, trayéndolos al protestantismo y a sus tradiciones de secta y al modo de vida estadounidense? Esto explica porque la lucha encuentra hoy su campo más practicable en lo historiográfico y en lo religioso.
No es que exista un complot de historiadores y políticos por alcanzar un objetivo. No, es la mentalidad puritana que aún funciona y esta hoy robustamente al ataque en su plano de la propaganda misionera con el aumento de las sectas.
Contra este ataque historiográfico, que fuertemente refleja en la prácticas del plano de la propaganda, y contra esta mentalidad puritana que pretendiendo aún un volver a ser la única válida y honesta al mundo, quiere a toda costa equipararse, debemos defendernos recordando que para hacerlo eficazmente debemos defender los propios objetivos aún hoy inmediatamente bajo ataque del las elites gobernantes y de poder estadounidense: la historia de España y de la
Iglesia Católica.
Claudio Finzi
Aquí corresponde hablar de aquella horrible y nunca bastante execrada y detestable libertad de la prensa, [...] la cual tienen algunos el atrevimiento de pedir y promover con gran clamoreo. Nos horrorizamos, Venerables Hermanos, al considerar cuánta extravagancia de doctrinas, o mejor, cuán estupenda monstruosidad de errores se difunden y siembran en todas partes por medio de innumerable muchedumbre de libros, opúsculos y escritos pequeños en verdad por razón del tamaño, pero grandes por su enormísima maldad, de los cuales vemos no sin muchas lágrimas que sale la maldición y que inunda toda la faz de la tierra.
Encíclica Mirari Vos, Gregorio XVI
Comentarios en este otro hilo:
Contraste entre la colonización española, anglosajona y francesa en América
Aquí corresponde hablar de aquella horrible y nunca bastante execrada y detestable libertad de la prensa, [...] la cual tienen algunos el atrevimiento de pedir y promover con gran clamoreo. Nos horrorizamos, Venerables Hermanos, al considerar cuánta extravagancia de doctrinas, o mejor, cuán estupenda monstruosidad de errores se difunden y siembran en todas partes por medio de innumerable muchedumbre de libros, opúsculos y escritos pequeños en verdad por razón del tamaño, pero grandes por su enormísima maldad, de los cuales vemos no sin muchas lágrimas que sale la maldición y que inunda toda la faz de la tierra.
Encíclica Mirari Vos, Gregorio XVI
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