Prólogo
Contemplamos el panorama nacional profundamente doloridos. Cierto es que aumenta la afición al deporte; que contendemos, incluso con alguna fortuna, en los torneos internacionales; que los jóvenes se alistan en las filas de los Legionarios de la Salud o instituciones similares: vislumbramos pródromos de revigorización física de la raza. Empero trátase de fugaces destellos, y la triste realidad es que increméntase más cada día el cretinismo racial iniciado en las postrimerías de la dinastía austríaca, hallándonos al borde de la desaparición de la raza a partir del último heroico esfuerzo de la guerra napoleónica.
Parece como si se hubieran agotado los manantiales de energía y vitalidad de la raza. Atribuyen algunos el agotamiento a la inoculación de savias y virus exóticos, inadecuados a la especial fisiología del conglomerado de pueblos que, luego de innúmeros cruzamientos, ha cristalizado en un genotipo de propiedades tan peculiares, que necesita para vivir estar sometido a temperaturas extremas, atmosféricas o ideológicas.
Del grado degenerativo de la antaño viril raza hispánica sabemos tanto los médicos como los moralistas, sociólogos y políticos. Balmes, Menéndez y Pelayo, Nocedal, Silvela, Costa, Ganivet, Unamuno, Ortega Gasset y otros pensadores aplicaron cantáridas que apenas produjeron escozor en la paquidérmica epidermis del cuerpo racial. Quizás debieron inyectar forzadamente el reconstituyente, en lugar de limitarse al anuncio de panaceas. Acaso el alcaloide activo estuviera diluido en excesiva cantidad de excipiente. O la degradación haya llegado a tal grado que sea imposible galvanizar un cadáver.
Mientras subsistieron los hidalgos, templo de la caballerosidad, redoma continente de esencias y virtudes patrióticas, contaba la raza con una fuerza de reserva. Absorbidos los restos de la pequeña nobleza por la burguesía engendrada por una democracia aplebeyada, el instinto de adquisitividad hipertrofiábase en perjuicio de cualidades ancestrales excelsas. El fenotipo amojamado, anguloso, sobrio, casto, austero, transformábase en otro redondeado, ventrudo, sensual, versátil y arrivista, hoy predominante. Tiene tan estrecha relación la figura corporal con la psicología del individuo, que hemos de entristecernos de la pululación de Sanchos y penuria de Quijotes.
Sin pretensiones de originalidad, ni alardes literarios, queremos contribuir en la medida de nuestras modestas posibilidades a la regeneración de la raza. Abocetamos en la presente monografía temas que adquirirán amplio desarrollo en manos especializadas y más expertas. Contamos con la indiferencia de las masas. Ilusiónanos la esperanza de entusiastas ignorados, futuros apóstoles de los postulados eugenésicos conductistas, germen de la nueva aristocracia racial, incubada al calor de supremos ideales.
La aristocracia racial brotará del pueblo ansioso de alcanzar la investidura de selecto. La regeneración de la masa necesita de la autorregeneración del individuo. El autoperfeccionamiento de muchos terminará a la larga por regenerar a la inmensa mayoría. Renuncian el sabio y el atleta a infinitos goces y placeres si quieren mantener el vigor del ingenio o del músculo. También habrá de renunciar a la sensualidad el superselecto que quiera ser tronco de noble descendencia.
Discutida y discutible la órbita de la eugenesia, también sus fines y medios, renunciamos a la infalibilidad. Señalamos un camino, posiblemente equivocados, mas el trato con dementes nos ha enseñado la causa de la locura, la más triste de las degradaciones humanas. Por eso creemos que luchando contra la locura hacemos política racial, pues preservando al espíritu de enfermedad, también resguardamos al cuerpo de muchas enfermedades e impedimos la degeneración del genotipo.
Trazamos las presentes líneas mirando a nuestros hijos, a las futuras generaciones, nacidas posiblemente en un ambiente más puro que el actual, propicio al florecimiento de aquellas virtudes raciales que fueron pasmo y envidia del mundo en pasados siglos. Sembramos en terreno árido y pedregoso, cuyo mantillo desapareció arrastrado por torrentes y tempestades desatados por las bajas pasiones. Labradores minifundistas, trabajamos de sol a sol en el cultivo de nuestra parcela, sin desanimarnos la desolación del latifundio hispano. Descansaremos satisfechos en el crepúsculo de nuestra vida si el leve jardín que cultivamos ha merecido algún que otro gesto de benevolencia.
A. Vallejo Nágera
Madrid, marzo, 1936.
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