(III)
La vida catalana y el arte que le servía de expresión, habíase convertido a comienzos del siglo XVIII en mera representación teatral. La nobleza catalana, reducíase a elemento decorativo y adulatorio de la pequeña corte de los virreyes. La Historia descendió a historia regional, a dietario. Empezadas en catalán muchas historias, sus segundas partes o segundas ediciones se escribían o publicaban ya en castellano, como las de Pujades o de Beuter.
La ley del tiempo era absolutamente desfavorable a la lengua catalana.
Cuando estalló el conflicto de 1640 y fue preciso sostener la controversia doctrinal, surgen teólogos, juristas, argumentadores, patriotas ardientes; pero en todo el conjunto de opúsculos y panfletos que va desde la Proclamación católica de Sala hasta la Noticia universal de Martí, desde el Memorial de los Concelleres hasta Cataluña defendida de sus émulos, no se encuentra, artísticamente hablando, una página de elocuencia, ni en castellano ni en catalán, que se eleve sostenga el tono, no ya de Quevedo en la Rebelión de Barcelona, sino del mismo real cronista Pellicer de Tovar en sus refutaciones áulicas y de oficio.
Y era que en lugar de hacerse el genio de Cataluña ambidiestro en dos idiomas, se encontró zurdo de los dos . Pasron muchos años de peregrinación por el desierto, antes de llegar al primer oasis de fertilidad, que aparece en la obra de Capmany, al fin del siglo XVIII.
DON LUCIANO FRANCISCO “COMELLA”
Sin embargo, y como desautorizando a Capmany apareció, de un extremo a otro de la Península, la fatídica sombra de Comella, el infortunado y famélico dramaturgo de Vich, tristemente famoso en la historia del teatro español con la celebridad grotesca de los poetastros, cuando tienen la desgracia de que un satírico de talento (Moratín) los convierta en ejemplares de lo deforme, en clásicos al revés.
Tal autor fue don Luciano Francisco, el inagotable proveedor, pro pane lucrando, de los teatros madrileños; el autor de los dos Federicos, de las dos Cecilias, de La moscovita sensible, del Fénix de los criados y de cien engendros más, desarrollados en Cracovia, en Moscovia, en Pomerania y otros paises de la misma geografía teatral.
A su deplorable fecundidad sumó la de su hija, la célebre jorobadilla que tanto dio que reír a los desalmados de las tertulias literarias. Ni Nifo, ni Rabadán el librero de viejo, ni ninguno de los escribidores chapuceros de aquella época gozaron de una popularidad semejante.
Su labor fue apreciada, no sólo como un tejido de inepcias, sino como una intrusión que tras dos centurias de mutismo, osaba invadir el vergel de las musas del Manzanares, y lastimar la fina percepción castellana.
«Buen potaje—exclamó Moratín—para bodegón de Cataluña!»
Moratín encarnó, inconscientemente y por automatismo de raza, la repulsión contra esas ingerencias. La comedia nueva ( los personajes Eleuterio Crispín de Andorra y el pedante don Hermógenes) fue al mismo tiempo una sátira terrible contra la corrupción del gusto y un acto instintivo de defensa contra los advenedizos del litoral, que hasta entonces habían respetado el coto matritense.
ANTONIO CAPMANY
Capmany había dedicado sus mejores años al estudio de la lengua castellana y de su gloriosa literatura. Sin embargo, en su momento, otro purista famoso, Antonio Alcalá Galiano, recordando la polémica entre Quintana y Capmany, sostenida en el Cádiz de 1810, nos dirá que el opúsculo del gran barcelonés era de “un tono vituperable a todas luces, y no tan bien escrito como debia exigirse a juez tan severo, pues si no pecaba de galicista tampoco podía blasonar de natural y fluido; vicio éste de todos los escritos de un hombre cuyo idioma verdadero era el catalán, y en cuyas obras aparecía el castellano puro como traído con violencia”.
La acción del tiempo fue mermando la reputación de Capmany, por caer fuera de época gran parte de sus preocupaciones y entusiasmos. Se consolidó su prestigio como investigador de la historia catalana y por presentar el ejemplo de sus pasados esplendores, descubriendo su antigua vitalidad (Memorias históricas, el Consulado del mar).
Pero fue perdiendo interés la parte de su producción dedicada al purismode la lengual castellana contra la invasión galicista; sus elucubraciones de tendencia más nacional, según el concepto del siglo XVIII y sus vindicaciones de la antigua literatura castellana, a las cuales no es posible otorgar ahora más que un valor histórico y retrospectivo, como documento de época.
Después de la Guerra de Sucesión, la influencia francesa había corrompido el carácter nacional de las letras castellanas; la nitidez, el orden y la regularidad de los escritores franceses, el estilo ligado y lógico: la sucesión de «ideas contiguas»; todo eso que constituye la característica del talento francés, deslumbró a los literatos castellanos que se entregaron a la imitación, con el frenesí y la falta de tino de los neófitos, arriesgando las aptitudes propias sin adquirir definitivamente las ajenas.
El siglo XVIII no produjo en España un solo libro ni un solo autor genial. El libro más español de aquella centuria tuyo que ser el Gil Blas, obra de Lesage, un francés.
Contra los innovadores en materia lingüística, se levantó Capmany, que era, en otro sentido, un neófito del castellano y que estaba respecto de él en la misma posición de deslumbramiento que sus satirizados respecto de la cultura francesa.
Capmany consideraba perdido para siempre el pleito de la nacionalidad literaria de Cataluña. No cabía, a su juicio, más que aceptar el hecho consumado; asimilarse la cultura castellana, a la cual pertenecía el triunfo sobre las demás variedades peninsulares.
Y a este fin dedicó la primera y mayor parte de su laboriosa existencia: La filosofía de la elocuencia, el Teatro Histórico-crítico de la elocuencia española, el Arte de traducir son, por este orden, las principales manifestaciones de su espíritu crítico.
Capmany fue un preceptista más que un filósofo, un conocedor del lenguaje más que un artista puro. Su filosofía de la elocuencia puede llamarse con más propiedad «filosofía de la elocución.» Sus puntos de vista son retóricos antes que estéticos, y gramaticales más todavía que retóricos.
Como escritor pone a fray Luis de Granada por encima de fray Luis de León, y Cervantes sale mal parado por sus defectos de estilo. Que se escriba con pureza es la primera y casi única de sus exigencias.
Escribir en castellano: he aquí todo su ideal artístico. La superioridad del castellano sobre los demás idiomas latinos y especialmente sobre el francés: he aquí su tesis.
Hay en ella una exaltación de su españolismo que revistió caracteres de manía y que, aun antes de la invasión napoleónica y del Centinela contra franceses, le había llevado a pedir al Príncipe de la Paz el incremento de las corridas de toros para intensificar las costumbres nacionales y oponerse a la conquista de España por el espíritu extranjero.
Este era el juicio de Alcalá Galiano en su Historia de la literatura europea del siglo XVIII: «Capmany dio en presumir de purista, y aun se arrepintió de haberlo sido poco en sus primeras obras, dedicándose en sus últimos días con particular empeño a combatir la corrupción introducida en el idioma castellano. Para esta empresa tenia no pocos conocimientos; pero carecía de disposición natural para poner en práctica lo que recomendaba. Siendo catalán, y habiendo aprendido a hablar y aun á pensar en él manejaba en cierto modo como extranjero el lenguaje castellano, de lo cual seguía ser escabroso en su estilo y nada fácil en su dicción.»
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