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Tema: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

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    Re: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

    “Pluralismo partidista y derecho natural”


    Revista FUERZA NUEVA, nº 72, 25-May-1968

    PLURALISMO PARTIDISTA Y DERECHO NATURAL

    Como se ha escrito mucho, y se seguirá escribiendo, sobre el tema de los partidos políticos y sus excelencias y sobre que su prohibición, en España, constituye un atentado al derecho natural; y como en modo alguno esto que se dice tiene valor convincente, quiero salir al paso, en mi carácter de hombre independiente, de todo compromiso que sujete la libertad de mi conciencia, pretendiendo poner las cosas en claro.

    Para comenzar, formulo el siguiente interrogante: ¿Es el partido político resultado necesario del derecho natural?

    El problema no es sencillo de contestar sino para quien está formado en derecho por el previo estudio del mismo, la experiencia posterior y, además, tiene una regular capacidad asociativa.

    Creo que es necesario hacer constar que estamos educados excesivamente en derecho positivo, es decir, en derecho arreglado por los hombres de acuerdo con las circunstancias de cada época, y, por ello, muy diferenciado formalmente de un país a otro; pero se sabe muy poco de lo que en verdad es el derecho natural.

    Donoso Cortés opinaba que solo Dios tiene derecho, y el hombre solamente obligaciones. Esto frente a quienes opinan que el hombre tiene derechos por el solo hecho de ser hombre.

    Confieso que la lectura de esta opinión de un hombre célebre me produjo escalofríos. Mas el paso de la juventud a la madurez me ha proporcionado la comprensión de su certera verdad. Durante ese tiempo, el continuo roce con los problemas jurídicos humanos me ha hecho comprender lo que es la vida, y cuántas veces se toma a pecho la hojarasca confundiéndola con el tronco; o, dicho en clásico, el rábano por las hojas.

    Hoy no se escribe de esa manera tan teológicamente directa, como lo hizo Donoso Cortés; tenemos miedo a que nos llamen retardados. Nadie sabe nada de aquella época, o nos falla la memoria; pero en aquel tiempo también se perseguía con denuestos e ironías a quienes hablaban de los derechos de Dios.

    Sin embargo, sus tesis y otras semejantes son las únicas que explican el origen de los derechos naturales del hombre. Su autor es Dios porque es nuestro creador. Comienza por señalarnos obligaciones porque nos ha creado libres, con una mente capaz de distinguir y elegir, dominando nuestros instintos o nuestras apetencias.

    Pero si el hombre es sujeto de obligaciones, por su propia naturaleza, debemos obtener la conclusión de que tiene facultad de cumplirlas según su capacidad; y es a partir de esta facultad cuando el hombre puede considerarse titular del derecho natural.

    El hombre es sociable por naturaleza porque así ha sido creado. Por su facultad de elección puede vivir aislado; pero apenas vive así, sino que históricamente se muestra practicando vida comunitaria. Vida que va desarrollando la amplitud de la sociedad. De la familia a la tribu; de la tribu al municipio, que es una entidad extrafamiliar; del municipio la nación, cuando el desarrollo de la civilización proyecta sus necesidades más allá del ámbito localista; al imperio, a las alianzas internacionales. La facultad asociativa del hombre es infinita.

    Y no cabe duda de que la facultad asociativa del hombre es la mayor riqueza que Dios nos ha dado. Solos somos limitadísimos e incapaces de desarrollar nuestra personalidad; en sociedad nos civilizamos o educamos porque tenemos semejantes con quienes contrastar y con quienes intercambiar y enriquecer nuestras experiencias y conocimientos. La sociedad prolonga nuestros sentidos y potencias; nos da todas aquellas cosas que nosotros, solos, no podemos alcanzar porque carecemos de tiempo y espacio.

    Pero este derecho de asociación debe estudiarse en su doble aspecto: necesidad de asociarse de un modo estable; familia, municipio, nación, y necesidad circunstancial o accidental para fines particulares, para intereses concretos de carácter concreto también.

    El municipio, por ejemplo, responde a la necesidad que tiene el hombre de vivir una vida comunitaria estable, en la que realiza su vida establemente; y, asimismo, la nación, que en su origen más puro es una asociación de municipios, sin perjuicio de que muchos municipios y muchas naciones se hayan constituido por un poder superior a las comunidades; pero que por ser tal situación natural en el hombre se han consolidado por sí mismas.

    Por ello, estas sociedades estables exigen paz y autoridad internas. No se han constituido, como los frontones o los campos de fútbol, para ser teatro de contiendas entre hombres, en las que hay un vencedor y un vencido, sino para que los hombres se relacionan entre sí, se ayuden directa o indirectamente, y para que en sus accidentales disputas tengan una autoridad superior a su criterio individual, que solucione sus conflictos particulares.

    Cierto es que, para que las sociedades sean ideales es preciso que sus componentes observen conducta ideal en términos de justicia y caballerosidad; y no lo es menos que los hombres dejamos bastante que desear frente a tal ideal de conducta. Nos dividimos y disputamos demasiado.

    Pero ante esta fragilidad humana no creo que se justifique que por esas mismas razones los partidos políticos sean fenómeno inexcusable. La aceptación de esta teoría sería acto contrario al derecho natural, pues no hay que confundir la manifestación subjetiva de la naturaleza humana con este derecho. El hombre no puede alegar otro derecho consustancial a su persona, sino el de hacer el bien; pero no el de obrar de otro modo que los demás porque sea cojo o bizco.

    Es obligación que nos impone Dios la de amarnos los unos a los otros, y la de creer que no hay incompatibilidad esencial entre hombre y hombre, sino que el quehacer de todos es buscarnos, comprendernos y llegar a armonizarnos de tal manera que todas nuestras contiendas no tengan más categoría que las de una alegre partida de mus.

    De aquí que un día, 18 de Julio, se comenzó la barrida de los partidos políticos que iban desuniendo pavorosamente a la nación en su vínculo más acusado, el espiritual; en defensa de ese naturalísimo derecho de los hombres a vivir en paz y a desarrollar una política de armonía y de promoción social.

    Quienes se sintieron vencidos entonces, quienes tienen todavía amor propio de derrota, pueden invocar un régimen de partidos por si lograran revancha innecesaria; pero por su egoísmo, no por amor patrio. A quienes crecieron más tarde y no tienen referencia propia de aquella historia, puede engatusárseles con el derecho natural a los partidos políticos. Pero a quien tenga cuatro dedos de frente no ha de escapársele que no es justo apoyar la soberanía de una nación en la base de un partido mayoritario que impone su capricho sobre los demás; que el Poder público ha de ser independiente de las apetencias particulares y ser tutela y gestión del bien común, que es el bien de todas las personas que viven en la sociedad, sin discriminación de aficiones filosóficas, artísticas o recreativas.

    Porque no fue la Cruzada la que debeló una tradición histórica, sino que fue consecuencia del despertar del genio español que había sido sometido tabla rasa por los constitucionalistas, que proporcionaron a España un siglo vergonzoso; el mismo o semejante que le proporcionarían quienes despreciando la verdadera problemática española, intentan fomentar el desconcierto entre nosotros.

    Ramón ALBISTUR



    Última edición por ALACRAN; 09/07/2022 a las 13:09
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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    Re: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

    La tentación del éxito en política

    Revista FUERZA NUEVA, nº 539, 7-May-1977

    La tentación del éxito en política

    Para los creyentes en la fe católica, esto es, los que aceptan, toman como suya, y aplican la doctrina católica, desde el dogma hasta los efectos temporales y sociales de la fe (cosa bien distinta de los que adoptan apodos cristianos sin fidelidad alguna a las exigencias de aquella religión), la política tiene su fundamento, raíz y arranque en la fe, de modo que la acción política no es sino reflejo y exigencia de la profesión que se hace en el Credo.

    Pero no solo esto; sino que, además, por añadidura, la existencia política, el desarrollo y realización temporal, la vivencia de la lucha por los postulados religiosos en la ordenación temporal de la sociedad, se produce de modo análogo a como se desarrolla, se vive y se expresa la fe. También en este orden práctico y cotidiano, la política es reflejo e imagen de la fe.

    Por ello, el católico está muy atento al fenómeno religioso para aplicarlo analógicamente, al fenómeno político, que es prolongación y complemento de aquél.

    La religión católica no promete en modo alguno el éxito en el mundo, sino todo lo contrario. El fracaso rotundo, absoluto y total en las glorias del mundo constituyen la salvación, el triunfo y la gloria. El Crucificado es el Salvador, el mártir, el héroe y siembra de más mártires. El que da y pierde todo es el que gana la realidad radical, que es la visión de Dios.

    ***
    De modo semejante, y de acuerdo con estas ideas, el católico que vive el problema temporal de la política no busca el éxito del poder, la gloria de la elección a costa de lo que sea, ni el honor de la alabanza interesada. El político católico mantiene, por el contrario, la verdad, antes que nada, lucha por la justicia, los derechos de Dios y de los hombres, exige el respeto a la ley natural y defiende los sagrados intereses de su patria, antes y aun contra aquellas glorias mundanas que son, como tales, sucias y pasajeras.

    Pero siente, como hombre que es, la tentación al éxito rápido y temporal; quiere muchas veces tocar con las manos lo que los sentidos le dicen que es bueno, antes que esperar a tocar con el corazón y con el entendimiento. lo que sabe es mejor. Ahí está su lucha consigo mismo, interior, en su conciencia, y que tiene que resolver antes de lanzarse, como verdadero católico, a defender las exigencias de su fe en el orden social.

    Cristo fracasó mundanamente porque su reino no era de este mundo, pero salvó a la humanidad entera.

    José Antonio, Ramiro de Maeztu, Víctor Pradera, Ledesma Ramos, Onésimo Redondo, Calvo Sotelo y muchos más, perdieron mundanamente ante una ejecución sin gloria ni votos, de modo infinitamente inferior, pero no distinto a Cristo. Ahora bien, con su doctrina, con sus ideas, con su lucha, con su ejemplo y con su fe, salvaron a España, pues hicieron posible un Alzamiento Nacional que hoy recordamos con emoción, a la vez que se le desmantela, real decreto-ley tras real decreto-ley.

    ***
    Imitemos su ejemplo en estos días en que algunos sienten la tentación del éxito fácil y electoral.

    José María PIÑAR


    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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    Re: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

    Más sobre las críticas al “privilegio” franquista de presentación de obispos


    Revista FUERZA NUEVA, nº 69, 4-May-1968

    El privilegio de presentación

    La acreditada revista “Mundo”, en su número del 23 de marzo (1968), ponía en lugar destacado unas reflexiones sobre las “diócesis sin prelado”, que actualmente, en número de 20, existen en España, según cálculos del “Diario Montañés”; esto sin contar otras que, lógicamente, deberían haberse producido de renunciar al cargo, a causa de la avanzada edad, el prelado titular, como recomendó el Concilio y en otros países hemos visto hacer con edificación a destacadas figuras del Episcopado. Esta anómala situación de sede vacante -prosigue el editorialista-, que en algunos sitios se prolonga excesivamente en contraste con “la rapidísima provisión de sedes episcopales en algunos países extranjeros, puede resultar altamente perjudicial a la “salus animarum” de una parte muy numerosa de los ciudadanos españoles. Se da como causa más verosímil de esta anómala situación -afirma el editorialista- el hecho -¿vamos a calificarlo de triste?- de que la católica España sea prácticamente el único Estado que no ha renunciado al derecho de presentación de obispos, a pesar de que el Vaticano II ha expresado de forma explícita su deseo de que los Gobiernos afectados renuncien a estos privilegios históricos. Hasta aquí la revista “Mundo”.

    Confesamos que nos produce extrañeza tanta alarma, aunque es de agradecer que revista tan “mundana” se preocupe de asuntos que tanto interesan o pueden interesar a la Iglesia española, siquiera sean de la competencia de las más altas esferas. Nos extraña porque, sinceramente, no acabamos de comprender cómo un privilegio que no se estrena hoy, sino que es de siglos, sea hoy “la causa más verosímil” de esa anómala situación. ¿Cómo se explica que una causa que hasta ahora no había producido esas dificultades en el nombramiento de obispos empiece a producirlos ahora, precisamente en tiempos menos propicios al “cesarismo” que ninguno de los precedentes? ¿Estará la dificultad aquí o estará en otra parte?

    Si el filósofo Bacon -por no citar a Santo Tomás de Aquino- hubiese aplicado sus famosas tablas de “Ausencias y Presencias” para averiguar la causa de tan anómala situación, seguro que no se hubiese inclinado, al menos con la misma verosimilitud, por la que señala el editorialista. Posible es; pero por lo mismo hubiéramos agradecido que nos hubiese dado alguna razón que, sin duda, tendrá para pensar así. Tanto más cuanto que poner la causa de una situación tan anómala y tan perjudicial para la “salus animarum” en un privilegio concedido por la misma Santa Sede, puede ofender no solo a quien usa del privilegio -que siendo católico hemos de suponer lo usa con recta conciencia-, sino mucho más a quien lo concedió y no lo retira, teniendo además en esa “salus animarum” una superior responsabilidad. (…)

    De todas formas, la existencia de este privilegio se estima hoy como algo anacrónico y que representa una manera de intromisión del poder temporal en lo sagrado, tan contraria a los signos de los tiempos. No vamos a discutir ahora lo que pueda haber de anacrónico y nocivo -según dicen- para la libertad de la Iglesia en este privilegio de presentación de obispos, que deja siempre y con gran margen la última palabra al Sumo Pontífice en la designación del prelado, y que desde hace siglos vienen disfrutando los reyes españoles por concesión de la Santa Sede. Sea de esto lo que fuere, lo que sí resulta curioso es que cuando invocando “los signos de los tiempos” se quiere y se pide por ciertos sectores la renuncia por parte del Gobierno español a este privilegio, por considerarlo una intromisión en lo sagrado, nos encontramos con la noticia que se va haciendo lamentablemente frecuente, de la intromisión de ciertos clérigos en asuntos temporales. Intromisión como jamás se hubiera creído, ni por la forma clandestina y aun subversiva a veces, ni por el fondo tan poco sagrado del asunto. Tan extraña actitud, en quienes mejor deben leer los “signos de los tiempos”, no recomienda ni acredita la aceptación indiscriminada de esos “signos”, que tienen, como todo, su momento y su circunstancia. Más aún: si de algo sirven esas actitudes es para dar al Gobierno español razones, más que de sobra, para no ser él quien tome la iniciativa en la renuncia de este privilegio. Y esto precisamente por bien de la misma Iglesia española.

    Se insiste, con todo, que en asunto de tan clara referencia conciliar, hay que tener en cuenta una opinión pública nacional e internacional, que está a la expectativa. La cadena de Agencias Católicas Centroeuropeas acaba de difundir la noticia de que existen dificultades en las conversaciones sobre nombramientos episcopales en España. Admitido. Pero ¿se puede deducir de aquí que la razón de la dificultad está precisamente en el sistema de nombramiento y en concreto, en el privilegio de presentación y no en otra cosa? Porque pudiera ser que estuviera en otra cosa. Lo que sí hay que propugnar en todo caso y lo que verdaderamente interesa a la Iglesia y a los católicos españoles no es precisamente la rapidez de los nombramientos, sino el acierto en los mismos. De esto se trata. Subordinar el acierto a la rapidez o a otros considerandos, por respetables e internacionales que sean, sería insensato e irresponsable. Aquí es donde hemos de poner nuestro objetivo e insistir con la opinión en el acierto.

    Ahora bien, ¿estamos seguros de que, renunciando al privilegio de presentación, daremos con el sistema de nombramiento de obispos más apto para acertar con los mejores y más dignos? Puede ser. Con todo, no estaría de más a este propósito, recordar cuál fue la ocasión histórica de la concesión del privilegio. Y pensemos, para terminar, que ningún sistema de nombramiento está garantizado por sí solo y en todo caso como el más apto para acertar; que no son los sistemas, sino los hombres, que de una manera o de otra intervienen en los nombramientos, los que, en definitiva, hacen bueno o malo al sistema. (…)

    B. Pérez Argos, S. J.


    Última edición por ALACRAN; 19/06/2023 a las 13:01
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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    Re: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

    Las raíces agnósticas de la democracia liberal, opuestas a la democracia orgánica (del régimen 18 de Julio) que siempre defendió la Iglesia


    Revista FUERZA NUEVA, nº 553, 13-Ago-1977

    Educar para la democracia

    Parece que nadie se plantea la cuestión elemental de si es posible montar una democracia en España con hombres que no son demócratas. Hay otra cuestión fundamental a este respecto: la de si puede hacerse una democracia a la inglesa con ciudadanos españoles; Ortega, Marañón y Pérez de Ayala, en coyuntura semejante, contestaban que no, que no se puede instaurar en España una democracia arcaica y ajena a la idiosincrasia española. La Historia dio la razón a esta Agrupación de Intelectuales al Servicio de la República.

    Es claro que no se puede edificar una democracia con hombres de estructura mental, autoritaria, despótica, fanática.

    La cuestión inicial, pues, se reduce a preguntarse por el número de los demócratas en España. ¿Hay en España una inmensa mayoría o una conmensurable y exigua minoría de demócratas?

    Por un lado, basta con observar atentamente el comportamiento espontáneo de cualquier grupo humano, de cualquier pandilla, de cualquier peña, de cualquier asamblea, etc. para concluir que el hombre, sea niño, sea adolescente, sea adulto, sea varón o hembra, es naturalmente despótico, autoritario: en cualquier grupo o masa humana, de una o de otra manera, es una persona la que piensa, quiere y manda por todas las demás, que siguen más o menos dócilmente a su conductor; en la masa humana, lo mismo que en el rebaño o la manada.

    Por el contrario, la aparición del hombre democrático solo acontece en estadios muy refinados y hasta decadentes de la civilización humana. En efecto, en la civilización, lo normal es que el grupo humano o la Nación vivan de idénticos pensamientos, de unánimes propósitos y de la misma moral. Y entonces las decisiones de rango público o político son tomadas bajo los imperativos de esa unanimidad de criterio moral; en una sociedad cerrada y unánime huelgan la democracia y el sufragio universal, porque la inmensa mayoría estarán de acuerdo en las medidas que hayan de tomarse para el bien de la ciudad.

    La necesidad del sufragio universal y de la democracia debió nacer tardíamente, cuando adivino a la humanidad la creencia de que todos los hombres somos por naturaleza iguales ante la Ley a adoptar o por aplicar. Y cuando, además, quedara rota la unanimidad de creencias, de religión, de criterio moral, de intereses, de propósitos, etc.

    Hay que advertir que el hombre democrático sólo surge cuando cada cual opina y quiere a su manera, singularmente, al tiempo que se convence de que “su manera”, su singularidad, no vale ni más ni menos que la de su conciudadano, razón por la cual no hay otra manera de sustanciar las diferencias entre ciudadanos que el recurso al sufragio universal y la adopción de aquellas medidas o la designación de aquellas autoridades que cuentan con mayoría de adhesiones de sufragios, de votos.

    Hombre democrático sólo puede ser aquel que está convencido de que no hay verdades absolutas ni preceptos absolutos de la moral ni bien absoluto ni justicia absoluta, como tiene que serlo aquel que cree en la existencia de un Dios que se revela.

    ***
    Aquel que sea creyente en un Dios que se revela a la humanidad (como es el caso de los cristianos), lo mismo que aquel que sea creyente en una filosofía perenne, con principios metafísicos inamovibles, eternos, inmutables, “eo ipso”, está convencido de que hay verdades, preceptos morales, imperativos, de justicia, etc., que tienen valor absoluto, es decir, que deben acatarse, admitirse o respetarse independientemente de si es la mayoría o es la minoría de los hombres la que sufraga esos valores (la verdad, el bien y la justicia). Por eso el creyente en Dios no puede ser demócrata, es decir, no puede admitir como principio absoluto el que se haga en la sociedad, siempre y en todo, lo que sufraga la mayoría. Para el creyente en Dios, la verdad no es la opinión mayoritaria invariablemente. Para el creyente, el bien moral, el bien público, el bien político no es lo que apetece la voluntad de la mayoría. Para el creyente y el razonante, la política certera no es la que apetece la mayoría de los ciudadanos.

    Hombre democrático, verdadero demócrata, sólo puede serlo, y no necesariamente lo es, el escéptico, el cínico, el relativista, el nihilista, el amoral. En efecto, aquel que duda acerca de cuál es la verdad, el bien, la justicia y la política certera, lo mismo que a aquel que no cree en nada, igual que a aquel a quien todo le da igual, y como a aquel que considera que nada hay respetable absolutamente, que todo es según el color del cristal o según la subjetividad de quien lo mira, ¿qué más le da que se haga una u otra cosa, que se adopte una u otra medida política? En tal caso y no existiendo ningún criterio absoluto para conocer con certeza la verdad, el bien público, etc., y no existiendo tampoco imperativos morales de valor absoluto que hayan de guardarse, ni exigencias postuladas absolutamente por una justicia divina o trascendente al hombre, lo lógico, lo expeditivo, lo civil, es decidirlo todo por sufragio universal.

    Cuando hay unanimidad, concordancia o coincidencia en afirmar que no hay verdades absolutas ni justicia absoluta ni bien absoluto ni preceptos absolutos de moral, en efecto, lo lógico, lo civil, lo práctico, es decidirlo todo por sufragio universal, democráticamente, a menos que todos los ciudadanos hayan decidido unánimemente adoptar otro criterio o método de gobierno que no sea el mayoritario o democrático: el de sorteo o azar, aceptado por pensadores como Montesquieu y Rousseau y practicado en la Antigüedad.

    El creyente en Dios, por el contrario, cree que en la sociedad ha de hacerse lo debido, lo que quiere Dios, “aunque perezca el mundo”. ¿Estamos democráticamente educados?

    Eulogio RAMÍREZ


    Última edición por ALACRAN; 20/07/2023 a las 13:34
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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    Re: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

    SOBERANÍA SOCIAL (DIOS, EL PUEBLO, EL REY)


    Revista FUERZA NUEVA, nº 553, 13-Ago-1977

    SOBERANÍA SOCIAL (DIOS, EL PUEBLO, EL REY)

    Por Marcelino González Haba

    El Derecho público cristiano, iluminado por el pensamiento radiante de la Iglesia, madre y maestra, adivinó en la entraña viva del buen gobierno de un pueblo o nación tres soberanías: una absoluta, y las otras dos de índole relativa.

    La primera, atribuida a Dios Creador y Conservador. Las otras dos pertenecen: una, al jefe del Estado, rey o presidente, y van encaminadas al “buen gobierno” de la comunidad nacional. Es la soberanía actual y rectora. Y la otra pertenece al pueblo, en calidad de soberanía habitual, “in radice”.

    Situadas una y otra en el plano humano, no es tarea fácil señalar, de un golpe de vista, la razón de su poder, ni el encuentro de su justificación filosófica. Porque los hombres, por razón de su unidad de origen divino y de su destino eterno, son iguales. Ninguno es fin ni instrumento de otro. Todos somos hijos de Dios, herederos de su gloria y redimidos por Jesucristo, que es lo que da categoría y realce al hombre, a todo hombre.

    Por tanto, siempre que se hable de poder, por imperiosa necesidad hay que señalar, con mano segura, un punto de apoyo firme que no sea el hombre y que esté por encima de la persona humana. Hay que remontarse a algo trascendente, que posea categoría de último fin. Habrá que buscarlo en la sagrada Teología, ciencia sublime de Dios, de Dios Luz y de Dios Verdad, según diría San Agustín. (…)

    Con firmeza apodíctica, exclama San Pablo: “No hay poder que no venga de Dios”. Y el apóstol reitera, con singular interés, la obligación de obedecer a las autoridades, pensamiento dominante en el cristianismo.

    Tan fúlgidas enseñanzas trascendieron a los santos Padres de la Iglesia. Y sabido es que San Agustín tuvo especial destaque entre ellos. Sus escritos fueron guía segura en la antigüedad cristiana, como son ahora, altos hitos en nuestros días. Hasta Santo Tomás se gloriaba de llamarse discípulo suyo. El “doctor angélico” reitera la doctrina de San Pablo sobre el origen divino del poder, y hasta amplía su contenido teologal con nuevos matices de profunda sabiduría política y de valor sociológico permanente.

    A Santo Tomás no le basta con la proclamación del origen divino del poder y su obligada obediencia. Es indispensable que el poder que viene de Dios derrame sus benéficas influencia sobre el pueblo, según la mente divina. Porque la autoridad ha de vivir consagrada a la mayor procuración del bienestar social de la comunidad, única razón que justifica su existencia.

    “Los que mandan -dice un autor sagrado- tienen el poder de Dios, pero no siempre hacen lo que Dios manda, y el que no hace lo que debe pierde su categoría de delegado de Dios, es un impostor y mucho más”. En nombre de Dios gobernaron los de Israel y llevaron al Calvario a Jesús y lo hicieron morir en una cruz.

    Por las páginas de los libros santos pasa la ira del Señor sobre los abusos de los que mandan en nombre de Dios y agobian a los pueblos con terribles injusticias.

    ***
    Santo Tomás, en sus “Comentarios sobre las Epístolas” expone con magisterio ejemplar brillantes perspectivas sobre el Derecho político, referido a la soberanía, al exacto cumplimiento de la justicia social y las relaciones de la Iglesia y del Estado: son claros reflejos de las enseñanzas de San Agustín. Y las influencias del célebre obispo de Hipona, sobre los escritos de Santo Tomas, sólo son comparables con la ejercida por la sabiduría de San Isidoro de Sevilla, preclaro autor de las “Etimologías”.

    En la autoridad del santo obispo hispalense se refugió el “angélico doctor”. Santo Tomás ha asimilado los conceptos democráticos de pueblo y ley y tantos más, al gran estilo español, con profundo estilo evangélico.

    Bastaría citar la famosa sentencia lapidaria de San Isidoro, primer capítulo de las constituciones monárquicas que en el mundo cristiano han sido, para situar a España en cabeza de los demás pueblos europeos, en orden a la ciencia política. Es la forma, única y sustancial, de una nación anti-absolutista, que sólo ha reconocido como soberano eterno a Cristo Rey, y como a su celestial Señora, la siempre Virgen María. Dice así: “Rex erit si recta facis, si autem non facias non erit”. O su equivalente, en forma de proverbio: “Rey serás si fecieres derecho, si no lo fecieres, non serás rey”. Y el Derecho es el orden de los justos: el “sui cuique”de los romanos: “A cada uno lo suyo”.

    Sabia y profunda declaración, iluminada por el Derecho público cristiano, peculiar del alto sentido, ético y jurídico del pueblo español.

    Y todavía señala un más elevado exponente de la participación del pueblo en la vida política aquella otra máxima feliz, reguladora de la potestad habitual en la elección del príncipe: “Nosotros, que cada uno es tanto como vos y que juntos valemos más que vos, os nombramos por nuestro rey y señor”.

    Vivo y permanente testimonio del nombramiento del rey, según la normativa del Derecho público cristiano: Dios, autor y origen del poder, comunica a la sociedad política la potestad habitual para elegir el jefe que la ha de gobernar, según Dios y según Fuero. El pueblo y el rey quedan vinculados por una corriente recíproca de amor del soberano a su pueblo y del pueblo al soberano, iluminados, uno y otro, por la Soberanía de Dios, de la que ambos dependen: el pueblo y el rey, el rey y el pueblo.

    El proceso es claro como la luz del día: el pueblo recibe la potestad de gobernarse del Supremo Hacedor. Se la comunica al rey. El rey no es Vicario de Dios, sino del pueblo o nación, a diferencia del Papa, que es Vicario de Cristo y no de la Iglesia. La figura señera y mayestática del rey depende colectivamente del pueblo o nación. No es superior a él, sino a cada uno de los componentes de la comunidad nacional, según el pensamiento de las grandes figuras históricas del catolicismo nacional de nuestro Siglo de Oro, que rayaron en la ciencia del Derecho político a una altura a la que no llegaron los que vinieron después.

    Habían de aparecer en la escena nacional los tiempos inciertos que hoy vivimos; de importación democrática, del revuelto cajón de sastre de la Europa socialista, del marxismo y del comunismo internacional y ateo, con la cabalgata de terroristas, huelgas revolucionarias, ataques esenciales para la vida de los pueblos…

    Hoy por hoy (1977), la democracia europea padece una grave crisis, víctima de sus propios pecados. Allí, como en España, hay que descuajar y separar de ellas el oro cristiano que todavía atesoran, el saber equivocado que se les ha ido añadiendo con los delirios de Rousseau a los que han seguido la anarquía del liberalismo, del que decía Ortega que era “un vaso inane”, “un continente sin contenido”, y después se han sumado las violencias del socialismo, con su peculiar plaga de errores de toda clase, que ponen en grave peligro el desarrollo de la cristiana civilización y hasta su propia existencia.

    Por fortuna, en España, nada tenemos que aprender ni imitar de nadie en libertades legítimas, en política y sociología. A los españoles nos basta y nos sobra con el recuerdo honroso de nuestro estupendo pasado, limpio espejo que nos legaron nuestros mayores.

    España fue templo de la teología y altar mayor de la mística mundial. Nuestra raza, única en el mundo, florecida de la más rica espiritualidad, fue también, lo es y será, el pueblo más idóneo para el despliegue de los valores divinos y humanos que guarda como en depósito sagrado, el “alma mater” de esta gran nación.

    ***
    La Iglesia, en su alta calidad de educadora de pueblos, presenta ante la humanidad pecadora el candelabro de oro fino de su inmensa riqueza doctrinal, ungido con el óleo sagrado de la inmensa santidad que atesora, que es la santidad de Jesús, que es la misma santidad de Dios.

    Digamos que el Derecho público cristiano, en conjunción feliz con la espiritualidad de nuestra legislación histórica, nos dan la hermosa fórmula de la soberanía social que, en concreto, es la señalada por el dedo invisible de Dios, del que los hombres, siervos suyos, desde el más encumbrado hasta el más humilde, vienen obligados a la fiel observancia de sus preceptos.

    Este ingente y maravillosa soberanía social ocupa un plano superior a las dos soberanías relativas: la habitual del pueblo y la rectora del príncipe o rey. Porque, bajo la mirada misericorde y justiciera de Dios, abarca la protección de todos los derechos inalienables del hombre y de la comunidad a ser bien gobernados.

    La verdadera soberanía no es ni la cesarista ni la popular, desbordadas. Contra ambas, la Iglesia católica viene luchando desde su aparición en la Historia. La total soberanía es la de los fines sociales del hombre, de todo hombre, la soberanía de la paz y de la razón y de la justicia, la soberanía de la dignidad del trabajo y del trabajador, la soberanía del bienestar social del pueblo, la soberanía del perfeccionamiento humano, en su caminar incesante hacia la tierra prometida… Es decir, la soberanía de Dios en las instituciones jurídicas, culturales, humanas y divinas, en sus planes sobre los hombres y de sus eternos designios sobre el mundo.

    Muy por encima del pueblo y de sus gobiernos existe una zona, sagrada e intangible, a todo gobernante: contra el Decálogo; frente al Evangelio; contra la familia y el individuo; contra los atributos esenciales del hombre y de la sociedad; contra el sagrado de la Patria, contra el bienestar general…, nada pueden jurídicamente el Estado ni esa democracia bullanguera y anarquizante. Ni los piquetes y comandos socialistas; ni las huelgas revolucionarias, que van contra el bien común y arruinan los pueblos, impulsándonos a la desesperación, fin primario, para el logro del triunfo, del marxismo y de su ejecutor el comunismo. En los pueblos libres no todo es del César ni de la revolución. Hay mucho que es de Dios, que hay que respetar como algo sagrado. (…)

    Son, toda la filosofía y la ética, de ahora y de siempre, del socialismo, del marxismo, del comunismo internacional y ateo, eternas, enemigas de la España nacional.


    Última edición por ALACRAN; 31/07/2023 a las 13:04
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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    Re: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

    Contra las críticas de Ruiz Giménez y otros católicos “progresistas” al derecho de presentación de obispos que establecía el Concordato de 1953.

    Sobre la vida y hazañas de ese peculiar "católico" Ruiz -Giménez, ver: http://hispanismo.org/biografias/279...-catolica.html


    Revista FUERZA NUEVA, nº 95, 2-Nov-1968

    Política y obispos

    Recientemente (1968) “Cuadernos para el diálogo” ha publicado un artículo en el que se propugna la renuncia del derecho de presentación de obispos y otras dignidades eclesiásticas.

    No creo, contra la opinión del articulista -Ruiz Giménez-, que la renuncia deba hacerse lisa y llanamente, cuando el derecho tiene un fundamento contractual, cuando existe en otros países y cuando el indudable y real carácter de autoridad de los obispos en España hace que su nombramiento lleve implicaciones sociales, que seguramente no desconocen las altas autoridades que pueden denunciar y no denuncian el citado privilegio.

    Pero esta discrepancia de opinión no me hubiera movido a tomar la pluma de no ser por los argumentos que para basar la suya emplea el señor Ruiz-Giménez.

    Alega que el derecho de presentación origina una serie de daños espirituales, considera que una de “las claves fundamentales” para la influencia moral y la “credibilidad” de la Iglesia es la renuncia al privilegio de presentación y cree que éste es la causa del “explicable” desconcierto de ciertos sectores cristianos de nuestra tierra, especialmente en Cataluña.

    ¡Buen razonamiento! Por lo visto, la espiritualidad dependería del procedimiento concordatario para el nombramiento de obispos. Y a la renuncia del mismo se condicionaría, ¡nada menos!, que la influencia moral de la Iglesia e incluso la “credibilidad”. La autoridad del Magisterio de la Iglesia y la propia fe (¿qué otra cosa sería la credibilidad?) quedarían vinculadas a la renuncia por España del derecho concordatario de presentación.

    La argumentación resulta disonante. Pero Ruiz-Giménez cree que tal modo de sentir es patrimonio de “los cristianos más sinceros y más conscientes”. Esto parece todavía más raro si no fuera porque luego la cosa se va aclarando.

    El derecho de presentación, sigue diciendo el articulista, puede acarrear “efectos desagradabilísimos en la conciencia de muchos creyentes, cabalmente de los más fieles a la enseñanza conciliar” y -añade- en los grupos sociales universitarios y del trabajo.

    Bien. La intención política asoma clara: hay una crítica al Régimen español, una referencia a los grupos sociales -no ya religiosos- del trabajo y de la Universidad, es decir, a los posiblemente inquietos, y la gran tapadera de la fidelidad al Concilio.

    Claro es que para ser fieles al Concilio hay que serlo a la Iglesia, que nació antes del Concilio, que tiene como fuentes de verdad la Escritura y la tradición y que ha proclamado sus dogmas antes del Vaticano II, único Concilio que nada ha definido ni querido definir.

    Me temo que los “fieles al Concilio” no lo sean tanto a la Iglesia. Y que a veces ni siquiera a la letra de aquél, como cuando -según Ruiz-Giménez- cambian “el ruego delicado… efectuado por los convenientes tratados” (Decr. sobre ministerio de los obispos, 20) por el “requerimiento solemne”, que no es precisamente lo mismo.

    Dejemos de usar la cortina religiosa para hacer política en la que se denuncien defectos del Régimen. Este los tiene, como todo lo humano. Y creo que en ellos puede haber influido más quien fue embajador con el Concordato y ministro del “sector social universitario” (J.Ruiz-Giménez) , que quienes no pusimos la mano en el timón del Gobierno.

    Yo pienso si la contrición no es también necesaria en política, y si el silencio no sería una fórmula aceptable para los hombres que pasaron sin fortuna.

    Leopoldo STAMPA


    Última edición por ALACRAN; 01/11/2023 a las 14:11
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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    Re: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

    Prelados españoles en los órganos del Estado



    Revista
    FUERZA NUEVA, nº 106, 18-1-1969

    Os juro sobre el Evangelio -ha confesado monseñor Morcillo- que es la misma Santa Sede la que ha expresado sus deseos de verme ejercer todas estas funciones políticas que actualmente ejerzo”

    PRELADOS ESPAÑOLES EN LOS ÓRGANOS DEL ESTADO

    Algunos obispos de la Iglesia Católica pertenecen (1969) a las Cortes Españolas y al Consejo del Reino. Durante la Monarquía tomaban también asiento, por derecho propio, en el Senado.

    No será así en los países musulmanes de Asia o África, ni en los protestantes de Europa o América (aunque por excepción, el misionero leonés, padre Segundo Llorente, hace unos años, fue elegido, sin presentarse, para la Cámara de Representantes del Estado de Alaska). Los países que se proclaman laicos, por su constitución o por su procedimientos, según el antiguo y peor sentido de este vocablo, tampoco designarán prelados católicos para sus Cámaras legislativas.

    Sólo sucede eso en un Estado católico como el español. Los mahometanos y judíos que haya por aquí no torcerán el gesto al saberlo, ni los protestantes o los laicos, en el sentido dicho: les parecerá lo más natural del mundo. Pero claman contra esa designación algunas personas o grupos que se consideran católicos auténticos, sinceros, militantes.

    Simplismo y presunción

    Ante todo, el juicio sobre la conveniencia o disconveniencia, oportunidad o inoportunidad de un asiento en las Cortes o en el Consejo del Reino para un prelado parece que debe corresponder a ellos mismos. Hombres de ciencia y de conciencia, saben que no pueden comprometer su movimientos ni aceptar una investidura que ponga en peligro el libre ejercicio de sus funciones específicas tan sagradas, como son las episcopales, mientras no se sigan provechos suficientemente compensadores de este riesgo, que ellos entonces sabrán prevenir y sortear.

    Censurarlos en seguida, “a priori” y en general por esta actitud, demuestra el simplismo característico de esos hombres que no ven en los acontecimientos sino la corteza y las apariencias, incapaces de comprender a fondo la totalidad de los problemas, y proclives a estimar las ambiciones personales como única motivación de los actos ajenos. En nuestro caso, esa censura puede obedecer también a cierto énfasis y prurito de modernismo, y a mohines de anti-triunfalismo, mezclado todo con antipatía y oposición sistemática a cuanto se relaciona con el régimen político imperante.

    La presunción o vanidad de estos hombres, y sus prejuicios, los lleva a considerarse así como más juiciosos, más prudentes, más comprensivos de las realidades, más desprendidos, más observantes y más fieles servidores de la Iglesia que los mismos obispos. Sin excluir al de Roma, cuyo criterio es diametralmente opuesto.

    En efecto, el arzobispo de Madrid, monseñor Morcillo, ante una comisión de sacerdotes que le pedía renunciar a su cargo de procurador en Cortes, pronunció estas palabras: “Os juro sobre el Evangelio que es la misma Santa Sede la que ha expresado sus deseos de verme ejercer todas estas funciones políticas que actualmente ejerzo”.

    Copio estas palabras de la revista “Informaciones Católicas Internacionales”, preferida y la más citada por los enemigos de España y de su Régimen. Lo publicó en su edición española de Méjico, número 312, página 12, y corresponde a la primera quincena de mayo de 1968.

    Los Estados por derecho divino

    Un teólogo de talla cimera, H. de Lubac, muy grato a los católicos que se precian de avanzados, escribió esta frase: “La Iglesia ha de esforzarse por retener a la sociedad civil dentro de ciertos límites”.

    Durante el medievo, los “espirituales” discutían a la Esposa de Cristo, y quisieron prohibirle lo que ellos consideraban como una injerencia inoportuna en medio del mundo. Clérigos y prelados habían de reducirse a sus funciones sagradas de predicar y absolver, y dejar libre las manos al príncipe. Llevada la doctrina hasta el extremo, dio origen a los reyes por derecho divino, que llegaron a negar a la iglesia facultad de pararles los pies en sus ambiciones césaro-papistas.

    Ahora (1969) no son pocos los que desean enterrar la era postridentina y la del Vaticano I. Como esa expresión levantaría un griterío, la suavizan y hablan del “réquiem al constantinismo: ver
    http://hispanismo.org/crisis-de-la-iglesia/29026-jesuitas-marxismo-desintegracion-y-aniquilacion-tras-el-vaticano-ii-y-el-p-arrupe.html#post177894. Es igual. Aunque aparentemente intentan todo lo contrario, estas maquinaciones desembocarán en una especie de Estado por derecho divino, libre de las trabas que en su legislación puedan imponerle otras leyes superiores.

    Albergada o recluida, mejor dicho, en esa estructura tan soberana, la Iglesia, sin interferencia ninguna con el Estado, se vería desposeída; no solo de sus privilegios seculares, que ella siempre reclamó (y que significan, como dice don Blas Piñar, el reconocimiento explícito, por la sociedad civil, de su naturaleza divina), sino también de su dominio indirecto “ratione peccati”, y aun de sus atribuciones como organización de derecho público.

    Sustraído de esa manera todo soporte natural a la Iglesia, ésta no podrá retener dentro de sus límites a la sociedad civil, que la invadirá y la dejará por fin “a merced de los dioses de la época”, concluye H. de Lubac.

    “Encarnarse en la sociedad”

    Después del Concilio Vaticano II, que estos hombres no cesan de mentar, una tesis así, sobre la inhibición de los prelados, parece que desentona y desorienta. A primera vista, debería prevalecer entre nosotros el criterio contrario.

    En efecto, la aspiración del cristiano y, sobre todo, del sacerdote en los tiempos actuales ha de ser “encarnarse” en la sociedad para sacralizarla. Los clérigos, según nos dicen hoy, deben meterse no sólo en colegios y Universidades, sino en el muelle, entre los cargadores, y en la fábrica, entre los obreros; han de ir al tajo, con los mineros, y a las obras en construcción, con los peones.

    Ahora bien; ese testimonio específico, constante, omnipresente, activo, eficaz y trascendente que los eclesiásticos deben dar de los valores escatológicos lo necesitan, y no menos, los legisladores. Y por motivos más profundos y justificados. Si los obispos, a fin de sacralizar otra clase social, se “encarnan” en las Cámaras legislativas, la obra de éstas preparará, sin duda, entre los cargadores del muelle y los obreros de las fábricas, entre los mineros del tajo y los peones de la construcción, un ambiente mucho más acogedor y más propicio para los clérigos inferiores que, a su vez, deseen “encarnarse” también en esos distintos grupos sociales.

    Influir, por tanto, en la elaboración de las leyes, y de una manera oficial y directa, debe ser aspiración de todos los militantes que, por haber abierto de par en par la puerta de su espíritu a las auras actualizantes y reconfortantes del último Concilio, quieren ocupar todos los caminos del mundo para orientarlo hacia Dios.

    Para incorporar los valores cristianos

    Su Santidad Pablo VI se queja, con frecuencia, de la “desacralización creciente” y de la pérdida del sentido religioso en la sociedad.

    ¿El remedio? Discurramos. Para juzgarnos, corregirnos y perfeccionarnos a nosotros mismos, incorporar los valores cristianos a nuestra conducta y orientarnos hacia Dios, la ascética perenne siempre propuso, como medio muy eficaz, el consejo y la dirección de un sacerdote prudente y experto. Del mismo modo, si aspiramos a ejercer una actitud crítica, y bajo perspectivas trascendentes y ultramateriales, de las leyes en proyecto, si queremos orientarlas por caminos cristianos e infundir espíritu religioso en ellas, y a través de ellas, en las costumbres cívicas y sociales del país, los obispos en las Cortes serán los mejor situados. Y con más garantías aún en nuestra Patria, que desea ver penetrada toda su actividad pública por las enseñanzas de su religión oficial, única verdadera, como lo ha consignado en sus Leyes Fundamentales.

    En una palabra, “encarnarse” los obispos en los órganos legislativos de un país parece que podría ser un medio, y muy útil, para contener esa “desacralización creciente” de la sociedad de que se lamenta Pablo VI.

    El peso de las actividades puramente temporales del quehacer político y su responsabilidad definitiva no han de gravitar sobre los eclesiásticos, sino sobre los laicos, guiados por su clara conciencia cristiana. Pero sabemos también que no todas las expresiones o manifestaciones de ese quehacer político son indiferentes, ni tienen para la Iglesia igual valor.

    Interferencias morales en la legislación

    La obra legislativa versará, muchas veces, sobre cuestiones mixtas, y en casi todas las demás son inevitables las interferencias morales y aun canónicas. La Iglesia tiene entonces el derecho y la obligación de hablar y de exponer su criterio. Porque a ella corresponde no sólo la tutela del orden ético y religioso, sino la autoridad para intervenir, cuando llegue el momento de aplicar esos principios éticos y religiosos a los casos concretos, en la legislación y administración temporal.

    Estas ideas fueron expuestas por “L’Osservatore Romano”, diario oficioso de la Santa Sede, el 15 de febrero de 1968, a propósito de las elecciones italianas.

    Ahí está, por ejemplo, el problema inminente (1969) del divorcio, en el Parlamento de Italia. La intervención de los obispos, con su voz y con su voto, podría ser utilísima, necesaria y aun decisiva. Ahí están el caso reciente de la libertad religiosa en nuestra Patria, y en otros países, los proyectos de ley sobre la regulación de nacimientos, a cuyas discusiones no serán admitidos los prelados, sin voz ni voto en aquellos Parlamentos. Para tener en cuenta adecuadamente los puntos de vista de la otra parte interesada, que es la Iglesia, nada mejor sino una representación oficial de ella en las Cortes.

    Los seglares, por muy cultos y entendidos que sean o se precien de ser, ajenos a las perspectivas teológicas y a las interferencias de la casuística moral, pueden deslizarse fácilmente hacia esas inexactitudes, imprecisiones y aun aberraciones, como las que hemos leído, oído y lamentado en artículos y conferencias de algunos de esos teólogos laicos, improvisados o pseudoteólogos, como han dicho ciertas revistas. Otros seglares más juiciosos, sinceros y humildes prefieren callar ante esos problemas y dejárselos a los clérigos. Los órganos legislativos pueden entonces verse auxiliados y orientados por la voz autorizada, sin recelos ni cortapisas, de verdaderos teólogos, moralistas y canonistas, representantes, a la vez, del pueblo en las Cortes.

    El talento de nuestra unidad

    Con palabras más autorizadas podemos fácilmente confirmar cuanto llevamos dicho. Según una exhortación de nuestro episcopado, escrita a principios de año, queda excluido el “concepto de Estado arreligioso o indiferente”. Así lo declaró y repitió muchas veces el magisterio eclesiástico.

    El Concilio, en efecto, admite y sanciona un especial reconocimiento civil a una comunidad religiosa determinada “en atención a peculiares circunstancias de los pueblos”. La conciencia colectiva del nuestro y su realidad histórica y sociológica exigen que ese reconocimiento especial se tribute a la Iglesia Católica por parte del Estado en el ordenamiento jurídico de la nación española, como afirma la exhortación episcopal citada.

    Esa unidad, siguen diciendo los obispos, es un talento que nos ha confiado la bondad divina para hacerlo más productivo, como el de la parábola.

    Pablo VI afirma a su vez que corresponde “en primer lugar a los sacerdotes encauzar la unidad católica hacia su dinamismo más profundo, para convertirla en un foco más luminoso de irradiación evangélica”.

    Según esto, un Estado religioso, oficialmente católico en nuestro caso, pues no va a ser budista, ni mahometano, ni protestante, que ha de cultivar ese talento de su unidad religiosa, debe acudir a la colaboración oficial de los más altos representantes de la Iglesia católica, en la confección de sus leyes. Porque si éstas han de dar consistencia al ambiente y a la estructura jurídico-social de un país, en ellas debe manifestarse, ante todo, esa irradiación y ese dinamismo a que aspira Pablo VI, y que los obispos españoles, dentro de las Cortes, pueden, como nadie, encauzar y promover, hasta rendir así productivo el talento de la unidad.

    Eso no merma la soberanía del Estado, podemos repetir con el documento episcopal a que nos estamos refiriendo, ni traba la libertad de los representantes de esa confesión religiosa.

    V. FELIU



    Última edición por ALACRAN; 13/03/2024 a las 14:11
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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