Revista FUERZA NUEVA, nº 512, 30-Oct-1976
LA REFORMA DEL GABINETE SUÁREZ, CONTRARIA A LA DOCTRINA CATÓLICA
por JAIME TARRAGÓ
Obsesivamente, Adolfo Suárez ha repetido: “La meta última es muy concreta: que los gobiernos del futuro sean el resultado de la libre voluntad de la mayoría de los españoles”, como dijo en su primer mensaje televisado. En la declaración programática del Gobierno, Suárez afirmaba: “El Gobierno expresa claramente su convicción de que la soberanía reside en el pueblo”. Posteriormente, machacó: “El futuro no está escrito, porque sólo el pueblo puede escribirlo”, en su intervención del día 10 de septiembre. Y, como es ya corriente en el nuevo estilo, también lo ha declarado en la prensa extranjera y ante los parlamentarios de otras naciones, alguno de los cuales se ha permitido insultar a Franco, sin la reacción obligada.
Estamos en la Revolución francesa
Consecuente con esta línea heterodoxa -desde la doctrina católica y desde las Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional-, el proyecto de Ley de Reforma Política auspiciado por Adolfo Suárez desbarra ya, en su artículo primero, con este enunciado: “La democracia, en la organización, política del Estado español, se basa en la supremacía, de la ley, expresión de la voluntad soberana del pueblo”. No nos importan las correcciones que haya podido matizar el Consejo Nacional, sustituyendo la “voluntad soberana” por la “voluntad mayoritaria”.
El problema está situado en otro horizonte. La expresión de que la democracia radica en “la voluntad soberana del pueblo” es una mera copia textual de la Declaración de los Derechos del Hombre, de 1789, en su artículo tercero, que reza así: “El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación”. O sea, que estamos en la Revolución francesa. A esta decadencia, a este desastre, a este rosseaunismo, nos retrotrae la reforma Suárez.
Aunque quizá no impresione a muchos, digamos que la Declaración de los Derechos del Hombre, de 1789, está condenada por el papa Pío VI solemnemente. En la alocución de Pío VI en el Consistorio Secreto de 29 de marzo de 1790, el Papa anatemizaba tal declaración por “asegurar que cada uno tiene la libertad de pensar como le plazca, no sólo en materia religiosa, sino de manifestar su pensamiento públicamente con impunidad, y enseña que todo hombre no puede estar sujeto por otras leyes que aquellas que él ha consentido”. En la Encíclica “Adeo Nota”, de 23 de abril de 1791, el mismo papa enseñaba que tal declaración promulgaba unos derechos “contrarios a la religión y a la sociedad”.
La llamada “soberanía popular” jamás puede desplazar a la auténtica soberanía, que es la de Dios |
Lo que no era imaginable, razonablemente, sucede en España. Después de una guerra cruenta que nos impuso el comunismo, con unas Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional perfectamente sabios y encadenados en la tradición y en el bien común de España, al instaurarse la Monarquía, con unas características juradas por el Rey y su Gobierno, nos encontramos con presiones internacionales y obediencias desconocidas por el pueblo español, que nos imponen un texto legal opuesto totalmente a la doctrina católica y que será fautor de enfrentamientos y miserias sin cuento.
Lo que es la soberanía
Que la soberanía arranque de la mayoría del pueblo, originalmente, tiene su manantial en el protestantismo, en la filosofía de Descartes, Kant, Cousin, Bayle, Diderot y Voltaire. Y, principalmente, en Rousseau. Para Rousseau, en su “Contrato Social”, “cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros recibimos, además, a cada miembro como parte indivisible del todo”.
El cardenal Billot, uno de los teólogos gigantes, comentaba:
“Referir esta ficción es haberla refutado, porque a simple vista aparece impío en sus fundamentos, contradictorio en su concepto, monstruoso en sus consecuencias y completamente quimérico y absurdo. Impío, digo, en los fundamentos, porque del ateísmo se origina, esto es, de la radical negación de la sujeción natural del hombre a Dios y a su ley. Contradictorio en su concepto, porque si la innata libertad del hombre no puede limitarse antes del pacto por ninguna obligación ni derecho, no aparece por qué pueda enajenarse irrevocablemente, total o parcialmente, en virtud del pacto, ya que, excluida una ley superior que dé firmeza a los pactos y donaciones celebrados entre los hombres, no puede concebirse ninguna estable transferencia de dominio de uno a otro. Monstruoso en sus consecuencias, ya que doblega todas las cosas delante del ídolo de la voluntad general; y en lo que a los hechos se refiere, opone a los demás ciudadanos la violencia desenfrenada y la tiranía de los partidos dominantes”.
Por esto los Papas han condenado esta aberración de que “la soberanía reside en el pueblo”. León XIII en la encíclica “Diuturnum Illud”, enseña:
“Las teorías sobre la autoridad política, inventadas por ciertos autores modernos, han acarreado ya a la humanidad serios disgustos, y es muy de temer que, andando el tiempo, nos traerán mayores males. Negar que Dios es la fuente y el origen de la autoridad política es arrancar a ésta toda su dignidad y todo su vigor. En cuanto a la tesis de que el poder político depende del arbitrio de la muchedumbre, en primer lugar, se equivocan al opinar así. Y, en segundo lugar, dejan asentada la soberanía sobre un cimiento demasiado endeble e inconsistente. Porque las pasiones populares, estimuladas con estas opiniones como con otros tantos acicates, se alzan con mayor insolencia y con gran daño de la república se precipitan, por una fácil pendiente, en movimientos clandestinos y abiertas sediciones”.
San Pío X, en “Notre charge apostolique”, nos recuerda la misma doctrina frente al sillonismo, gemelo de la democracia cristiana, desmontando los errores en que han caído Dom Sturzo hasta nuestros Ángel Herrera Oria, José María Gil-Robles y sus actuales discípulos.
Dice Pío X:
"El sillonismo hace derivar de Dios esta autoridad que coloca primeramente en el pueblo, pero de tal suerte que la "autoridad sube de abajo hacia arriba, mientras que, en la organización de la Iglesia, el poder desciende de arriba hacia abajo". Pero, además de que es anormal que la delegación ascienda, puesto que por su misma naturaleza desciende, León XIII ha refutado de antemano esta tentativa de conciliación de la doctrina católica con el error del filosofismo. Porque prosigue: "Es importante advertir en este punto que los que han de gobernar el Estado, pueden ser elegidos en determinados casos por la voluntad y el juicio de la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga esta elección. Con esta elección se designa el gobernante, pero no se le confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer".
Y Pablo VI, en la carta enviada a la Semana Social Francesa de Caen, renueva este magisterio, diciéndonos:
“La iglesia nos recuerda el origen divino de la autoridad y enseña a quienes la ejercen que su poder está limitado por los derechos de la conciencia y las exigencias del orden natural querido por Dios”.
Lo que es muy diferente de lo que intenta imponer a España la reforma Suárez.
Aclarando, que es gerundio
Tenemos muy presente la doctrina sobre la participación política de los ciudadanos. Sabemos que el ciudadano tiene derecho a la actividad política y social. Pero Pío XII, en su radiomensaje navideño de 1944, sobre la democracia, distingue entre el verdadero pueblo y la masa amorfa. La estructuración de la participación política debe ser orgánica. “El pueblo es un gran conjunto histórico y comprende todas las generaciones ligadas. No sólo las vivientes, sino las del pasado, las de nuestros padres y abuelos”, decía Nicolás Berdiaeff. El pueblo no está constituido por individuos sueltos. Esto será muy rousseauniano, muy de Adolfo Suárez, pero muy contrario a la verdadera filosofía.
En esta reforma todo es discutible, negociable y arbitrario bajo la borrachera del sufragio universal
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De ahí que el mismo Pío XII entiende la democracia dentro del principio de subsidiariedad, o sea en la autonomía de los grupos sociales frente al Estado, lo que realiza el justo equilibrio entre el ejercicio de la autoridad y la función específica de los órganos menores, de las sociedades infrasoberanas, en lo que respecta a sus atribuciones, intereses y derechos. Cada uno en su competencia y todos ellos complementándose.
Pero si tenemos la desgracia de que se degrade a España con esta malhadada reforma Suárez, caemos en este triste presagio de Pío XII:
“En el dominio de la vida nacional y constitucional, por todas partes, actualmente, la vida de las naciones está disgregada por el culto ciego del valor numérico. El ciudadano es elector, pero, como tal, él no es en realidad sino una de las unidades cuyo total constituye una mayoría o una minoría, que el simple cambio de algunos votos, o mismamente de uno solo, bastará para invertir… De su lugar y de su papel en la familia y en la profesión no se toma cuenta” (6-V-1951).
Si la vida de España se tiene que regir por “la libre voluntad de la mayoría”, sin límites, sin unas verdades indiscutibles, no hay orden jurídico asegurado. Entramos en el ateísmo social.
Pío XII enseñaba:
“Una profunda penetración de la Religión en la vida privada y pública es capaz de purificarlo todo; nada destruye, sino es el pecado; nada quita que sea justo a la autoridad de los que gobiernan; nada, tampoco, a la razonable libertad de los gobernados; a los unos y a los otros los educa con el sentido de la responsabilidad ante una ley eterna, que ha fijado los límites sagrados más allá de los cuales no pueden ir ni el abuso del poder, ni el exceso de la libertad. Dentro de tan inviolables fronteras, cuyos hitos son los más sólidos principios, los matices naturales de cada gente y de cada momento, las oscilaciones ocasionadas por los diversos sistemas o las distintas preferencias —dentro de lo puramente político— conservan y ejercitan aquella exacta libertad de actuación y de movimientos, sin la cual, en el campo de lo temporal, nunca podrá realizarse el equilibrio de las opiniones, encontradas acaso pero siempre admisibles, que deben circular como linfa vital en las venas del complejo organismo nacional”. (10-III-1952)
Coherentemente, el Vaticano II, en la “Gaudium et Spes” nos dice:
“El ejercicio de la autoridad política, así en la comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas, debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para procurar el bien común -concebido dinámicamente- según el orden jurídico legítimamente establecido o por establecer” (74).
Sí, los ciudadanos deben intervenir en la vida política en lo relativo, pero no para discutir los principios nucleares, objetivos y ciertos de la sociedad, como son Dios, la ley moral y la familia. Y, en el orden político, para España, la unidad nacional, la justicia social y la Monarquía, si es fiel a los juramentos de las leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional.
Si la democracia rousseauniana y de Adolfo Suárez agarrota nuestro presente y porvenir, para nosotros ya no vale la afirmación de San Pablo de que “no hay potestad que no provenga de Dios, y Dios es el que ha establecido las que hay”.
Si la autoridad en la España de la reforma y del perjurio, se amasa con la “libre voluntad de la mayoría”, las unidades sociales, la familia, el municipio, el sindicato, las corporaciones -, ya no tienen ninguna entidad. Estaremos bajo la tiranía de los comités, de los pistoleros, de las sociedades secretas, de las logias, de las internacionales, de los bancos mundiales. La razón política de España estará dirigida por la materialidad del número, de la fuerza bruta, de los votos. Aquí no hay otra metafísica que el artificialismo de los partidos políticos y el absurdo de que la mayoría de los votos puedan cualquier día proclamar la III República marxista, el aborto, el divorcio y el fin de España, descuartizándola según el arbitrio de las “nacionalidades” nacidas de las pasiones más elementales y groseras.
Lo que no podía faltar: el sufragio universal
En la reforma Suárez se proclama:
“Los diputados del Congreso serán elegidos por sufragio universal, directo y secreto, de los españoles mayores de edad”.
Dicen que Adolfo Suárez ha tenido contactos y relaciones con miembros del Opus Dei. Nosotros tenemos un inmenso respeto para el Opus Dei, pero desgraciadamente las amistades o contactos de Adolfo Suárez con dicho instituto religioso o con algunos de sus socios no han bastado, por lo visto, para impregnarle de que la doctrina católica es inconciliable con el sufragio universal sin limitaciones. Se puede admitir el sufragio universal sobre puntos concretos, sobre materias conocidas por los ciudadanos, sobre asuntos que les afecten y tengan conocimientos para deliberar. Pero es inadmisible e irracional el sufragio universal desprovisto de las verdades fijas y jurídicamente, ya por la Revelación o por el bien común nacional, intocables.
En la reforma Suárez, alegremente, se nos embarca en la democracia –“expresión soberna del pueblo”- y en el sufragio universal, sin que en el mismo proyecto, positivamente, se haga valer lo que nada ni nadie puede abolir. Todo es negociable, discutible y arbitrario bajo la borrachera del sufragio universal. Y esto está condenado, especialmente por el “Syllabus”, en que se asienta como imposible de conciliar con la doctrina católica que la autoridad provenga de la “suma del número y de las fuerzas materiales” (Proposición LX y Alocución “Maxima quidem, de 9-VI-1862).
El individualismo liberal destruyó la sociedad cristiana. El Estado levantado desde el 18 de julio de 1936 ha sido un camino logrado con éxito, pero que podía perfeccionarse muchísimo más en la reconstrucción de España y en la democracia orgánica de las Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional. Ahora hemos entrado en el vértigo suicida de la reforma ruptura. Sin ton ni son, al compás de las presiones masónicas y de intereses ajenos a España.
Hemos hecho todo lo contrario de lo que enseña Santo Tomás:
“Se modifica la ley sólo cuando mediante su mutación se contribuye al bien común. Pero el mero cambio de una ley es ya en sí mismo un perjuicio para el bien común, porque la costumbre ayuda mucho al cumplimiento de las leyes, hasta el punto que se consideran graves todas las cosas establecidas en contra de la costumbre común, aun si son en sí leves. Por esto, cuando se modifica una ley disminuye su poder coactivo en la medida en que impide la costumbre. De ahí que no deba modificarse la ley humana, si por una parte no se favorece el bien común en proporción a lo que por otra se perjudica. Esto acontece siempre que del nuevo estatuto proviene una utilidad máxima y evidentísima, y cuando hay suma necesidad del cambio de razón de que la ley vigente implique manifiesta iniquidad o de que su cumplimiento sea extremadamente nocivo”.
A los que hoy cantan sus deliquios a Rousseau, no les entra esto en la cabeza. Propugnan, en cambio, la ruptura, caminos inmediatos del comunismo y del ateísmo.
El verdadero planteamiento
Pío XII, en su radiomensaje de 1955, nos dice:
“Entonces, ¿en qué dirección se debe buscar entonces la seguridad y la íntima firmeza de la convivencia sino haciendo volver a las mentes a conservar y despertar los principios de la verdadera naturaleza humana querida por Dios? Es decir, hay un orden natural, a pesar de que sus formas cambien con los avances históricos y sociales: pero las líneas esenciales fueron y serán siempre las mismas: la familia y la propiedad, como base de proveimiento personal; luego, como factores complementarios de seguridad, las entidades locales y las uniones profesionales, y, finalmente, el Estado”.
En esta órbita están nuestras Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional. Pero se prefiere a Rousseau y a Kerenski.
No puedo menos que rememorar a mi gran maestro don Julio Meinvielle, que tanto me enseñó, me distinguió y me orientó en mis largos años inolvidables en Buenos Aires. Decía Meinvielle:
“Tanto la dialéctica histórica como las exigencias metafísicas de la democracia reclaman hoy que el universo sea entregado a la dominación comunista… De aquí que no sea simplemente táctica la razón de la propaganda comunista hecha en nombre de la libertad y de la democracia. La razón es metafísica. Rusia ha llevado a sus consecuencias más lógicas el desarrollo del igualitarismo, anidado en los conceptos de libertad y democracia… En nombre, entonces, de la libertad y de la democracia, le corresponde al comunismo soviético el cetro del universo”.
España era la única nación del mundo con un Caudillo y con unas Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional que sólidamente podía librarse de esta catástrofe. Había mucho que purificar de la vida política española, corrompida parcialmente en muchos aspectos, ya por limitación del propio Caudillo, ya por las interferencias de tantos malvados y sectas que han querido desbaratar el sentido de la política nacional. España era la nación ideal, con su fortaleza católica, con su familia tradicional, con la moral de sus costumbres, con su desarrollo económico, con su gallardía patriótica, que podía realizar la democracia orgánica, sin adherencias ni gangas socialistas ni totalitarias, y con una integración plena de sus hombres, corporaciones y grupos sociales en la responsabilidad de sus derechos y la vigencia de la autoridad legítima.
Se quiere echar por la ventana esta oportunidad por el sufragio universal, ciego e inmoral, y que jamás puede definir auténticamente la verdad y la mentira, la justicia y la injusticia, el bien y el mal.
Toda una desesperación
Que nadie lo dude: si la reforma Suárez cuaja, entraremos en el huracán de la democracia de las bombas atómicas, del Watergate, del laicismo, de la descristianización, de la pornografía. Se podrá defender a Marx, pero no a Vázquez de Mella ni a José Antonio. Se podrá propagar el ateísmo bajo todas sus formas, pero se hará astillas de su unidad católica, gracias a los demócratas rousseaunianos. Finalizará su unidad nacional bajo la hipnosis de la “ikurriña”, del separatismo catalán, y de todos los cantonalismos que la fantasía devastadora inventará. Exquisitamente, se arrasa la obra de Franco y de los héroes y mártires que murieron por la España cristiana, civilizada y literalmente progresiva. Es toda una desesperación. Pero… no desesperemos. Con Maurras, afirmamos:
“Las naciones son amistades. Esta aseveración mide la profunda malignidad de todo sistema de lucha entre los miembros de una nación. Importa esencialmente que todas las buenas cabezas y los buenos corazones de los hombres hoy día en vida arrojen la fórmula de Marx, cuyo único sentido es la ruptura de la larga amistad a la cual pertenecemos”.
Confiemos en que “las buenas cabezas y los buenos corazones” de España nos liberen de la tiranía anticatólica que supone la reforma Suárez. Porque lo más parecido a la muerte es la anestesia, sobre todo cuando uno no se despierta.
Jaime TARRAGÓ |
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