Eugenio Montes
20 -X- 1936
LA FALANGE ESPAÑOLA
Fue en abril de 1931 cuando, a semejanza de la estación, con el orden numeroso del calendario y el rito justo de los ciclos cósmicos, un grupo de intelectuales españoles nos decidimos a consagrar la primavera. Aquellas primeras citas tuvieron todo el pudor, todo el amor y el encanto de las iniciaciones. Sin que lo buscásemos, nos envolvía esa atmósfera trémula, impaciente y metálica de las sinfonías de Stravinski: al fondo, un ruido sordo de descargas, y dentro la música acordada que traíamos.
Era en la casa de Rafael Sánchez Mazas. Por la ventana abierta se veían los collados de la Moncloa […]
Pero los caminos existen para ir y volver. De esta suerte, tras un recodo de trescientos años, el Occidente torna de nuevo a descubrir el Mediterráneo y descubrir América, o sea, a la política de unidad nacional de Isabel y Fernando –que tanto admiraba el fascista Maquiavelo- y a la gran codicia cesárea e imperial, que voló sobre el orbe con el águila heráldica de los Austrias. Gran mérito del general Primo de Rivera fue haberlo instituido por un secreto pálpito de su corazón de raza. Gran culpa de Manuel Azaña fue ignorarlo, partiendo de la calumnia maniática y rencorosa al pasado de un país que fatigó a la Historia y al cual lo por venir esperaba, amoroso, como espera la materia a la forma y al escultor el barro.
Evidentemente si hubiese continuado la dictadura, sin poner con el gobierno Berenguer y el 14 de abril las dos premisas de la anarquía, España sería, a estas horas, una gran potencia, quizá superior a Italia. Pero lo que pudo haber sido y no fue, no es tema de políticos sino de elegía. El hecho era éste: que todas las obras del general estaban aniquiladas, todas, menos la obra maestra: su hijo José Antonio, en quien, por raro milagro –por milagro cristiano- se hicieron carne, tomando cabal encarnadura y armadura, todas las virtudes caballerescas, éticas, del padre, y aquellas otras intelectuales o no éticas de las que el general sólo participaba por vislumbre. Pues José Antonio es esencialmente un intelectual, discípulo de Sánchez Román y de Ortega y, como buen discípulo, superador de sus maestros. Por sus gustos, sería un catedrático que profesase en la más severa universidad, o un poeta forjador de medallas en forma de sonetos. Porque él posee por la gracia de Dios, el imperio del idioma y la cadencia exacta del estilo. Nadie dice más en menos palabras, ni con belleza tan clásica y desnuda.
-Tu idioma es -le dije un día, conforme cruzábamos el campo de Alba de Tormes- de una hermosura absoluta, semejante a la de este paisaje puro de Castilla, sin decoración ni ornatos: tierra y cielo. ¿Para qué más? Así es España.
-Sí –me respondió-. Quiero un castellano apretado y duro. Por eso odio los resúmenes periodísticos. En cuanto se me abrevia la ya breve expresión, se me quedan las frases en los huesos. Quizá por tal causa –concluyó sonriendo- nadie me traga. Los huesos no se digieren.
Por sus gustos… Sólo que la milicia es la vida y la servidumbre, que, además de gustos, sabe de deberes. Estos le obligaban a capitanear el futuro español, porque en él –y sólo en él- concurre la integridad de valores de la capitanía. Entre ellos, el personal, el coraje del mando, del riesgo y del peligro. Sé muy bien cuán poco le gustará que yo –yo menos que nadie- aluda a su bravura serena y sonriente. Pero allá va.
Una tarde estaba citado conmigo en cualquier lugar. Llegó puntual, como siempre. Charlábamos del mayor o menor interés de la escuela de Marburgo. De un tema metafísico. Lo que menos me imaginaba era que dos horas antes había pasado por un grave riesgo físico. Atentaron contra él, pistola en mano. Lo supe por los periódicos. Porque una de sus características más nobles es el pudor. Y no deja de ser admirable esto de que un hombre pudoroso, haya creado, con éxito de fábula, un movimiento de técnica fascista, cuando el fascismo parece implicar grandes dosis de énfasis y retórica. Nosotros acertamos a crearlo con poesía. ¿Pero no escribió España su historia en verso?
Militarmente y helénicamente bautizamos el grupo con este nombre alejandrino: Falange. Y ¿no fue Alejandro Magno, a quien los árabes españoles llamaban el Bifronte, quien quiso por primera vez en la antigüedad, integrar Europa y Asia, encarnando cultura y armadura? De un modo análogo nos propusimos rehacer la España por una síntesis de los conceptos de nación y trabajo, puestos en marcha para vencer y convencer.
Tiempos duros, los de la amanecida. La hueste marxista, dócil a las órdenes de Moscú, agredía en las esquinas a nuestros camaradas, flor escolar de entusiasmo y alegría. Y la opaca derecha, creyéndose muy ducha, se burlaba sin gracia de que muriesen nuestros chicos: “Total –decían- por vender una revista literaria donde se habla de Platón”. ¡Como si no fuese más bello morir por hablar bien de Platón que por hablar mal de Jiménez de Asúa! (…)
¡Oh, gallos de Castilla, peleadores! ¡Dolor de ver en medio del desierto, cayendo, uno a uno, los falangistas jóvenes! ¡Qué tributo de sangre desde que vino el Frente Popular! Exanguis, non exanimis, reza la tumba de un capitán español en Nápoles. Sin sangre, son sin alma. Mas, ya lo dije antes, no admitimos nada parcial, nada incompleto. Con sangre y alma, pues, a la victoria. Porque el corcel más rápido es el dolor. De este modo, la ejemplaridad del heroísmo falangista preparaba el alzamiento militar. La Falange le devolvió al Ejército la fe en sí mismo y en su misión, y le devolvió a España el sentido guerrero de otros tiempos. Por eso ella es la animadora de este levantamiento por el cual un pueblo se alza, hasta la altura que le señalaron los sueños de sus muertos.
Predicando en desierto, es posible que el viento se lleve la palabra, o que se entrañe, raíz profética, en la arena. Nos decían que perdíamos el tiempo, que no teníamos dónde caernos muertos, y que no se enteraba nadie. Y eso era verdad, porque teníamos, para morir por ella, toda la triste y espaciosa España, y si no se veía el crecimiento de la Falange era porque le habíamos llegado a lo hondo de Castilla, amiga del silencio y del recato.
Hasta que, de pronto, calladamente, como una espiga, la patria, ya madura, estalló. El 18 de julio, en la madurez del grano, quiso la tierra castellana amanecer con haz. Los labradores de esos pueblos, que tienen resonancia de epopeya –Olmedo, Tordesillas-, levantaron el brazo con la liturgia falangista, y, abandonando las eras, se fueron al combate. “Yo soy siempre la misma Castilla”, dice un viejo mote señorial. Desnuda, quizás en los huesos, pero siempre alta, siempre meseta. Ahora, bien subida al carro del dolor, marcha hacia el horizonte del destino, cantando el himno que para la Falange compuso Alfaro. Y se va también al compás, ensanchando España, al paso grave y gentil del Romancero.
(La Nación [Buenos Aires] 20-X-1936)
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