Eugenio Montes
Ejemplos al revés
(22-I-1937)
El arma predilecta del enemigo, la única que quiere y sabe manejar, no es el fusil, ni la ametralladora, ni el cañón, sino un gas asfixiante, corruptor y corrompido que por donde va, va envenenando el aire: la mentira.
El heroico general Queipo de Llano denuncia cada noche, con la ira justa de su temple hidalgo, esa sistemática transgresión de la verdad por parte de los rojos. Y la denuncia, por insistente que sea, nunca será excesiva. Porque hay muchos a quienes el Señor dio ojos, pero no saben ver, y se dejan empañar la mirada poco a poco por la niebla espesa y amarillenta que los bolcheviques forman con el vaho de sus envidias, sus resentimientos y sus potentes impotencias tristes.
Primero ha sido la plebeya fiebre comicial, origen de las peores decadencias. Pues democracia y oratoria son casi lo mismo, exclamó Hobbes cuando ya Europa comenzaba a perder el sentido, a adorar flatus vocis y a encandilarse con sofismas. Después vino la insidia constante de la Prensa, que al recodo de cualquier noticia segregaba una pequeña calumnia, babeando lo noble, lo elevado y lo perdurable, invirtiendo las tablas de la ley y los valores hasta hacer creer que lo tonto es lo inteligente, el mal es el bien, lo jorobado es lo bello y el profesional de la confusión es el profesor intelectual, el que profesa el entendimiento. Y por último, para más ancha difusión de falsedades, ha utilizado, más que ningún otro medio, la radio, cosa natural en el Enemigo, pues ya decía el Apóstol que el diablo entra sobre todo por los oídos, y la esencia de la revolución es literalmente luciferina. Así el proceso revolucionario se identifica cada vez más con la perversión, hasta el punto de que se es perverso en la medida que se es marxista, y viceversa: se es marxista en la medida que se es perverso. Por eso tenía que concluir sovietizando el pervertido e invertido André Gide, y como él sus torpes remedos españoles Angel Ossorio y Bigardo, Rafael Alberti, desangelado rebelde, y el mosquito José Bergamín, que comenzó por hacer diabluras para terminar por ser demoníaco partidario del mal por el mal, poseído hasta las entrañas –hasta sus malas entrañas- por el Maligno.
De este modo están endemoniados, con las serpientes en el alma y en el cuerpo, retorciéndose y devorándose a sí mismos, comiéndose, monos de imitación y revolución, la cola. Devorándose a sí mismos, porque no tenían hambre y sed de verdad, sino hambre y sed de mentira.
El que tiene hambre y sed de verdad se magnifica y eleva. La verdad tiene tal grandeza objetiva, tal grandeza cósmica, que agiganta a quien se le aproxima. En cambio, la mentira empequeñece al mentiroso, y no dejándose desmenuzar, desmenuza a quien por ella es poseído. Por eso los mentirosos, los perversos, se reconocen en su impotencia de hacer cosa alguna de ancho aliento, un poema épico, con trote de paladines y de estrofas; una arquitectura lírica capaz de sustentar el firmamento; un plan con razón de Estado; una metafísica de gran estilo o una abarcadora agustiniana, síntesis histórica. En vez de hacer poesía hacen poemitas; en vez de un mundo divino, hacen diablos mundos o diablos mundillos; en vez de un Estado, hacen jarana demagógica; en vez de hacer Filosofía, aforismos; en vez de “grande y general Historia”, hacen historietas, chistes, chismes, malicias.
Con todo ello se va progresivamente al caos, es decir, a la disolución de lo inteligible y lo inteligente. De tal manera los intelectuales mentirosos, los cultivadores de la paradoja, los sofistas, han ido llevando a España al caos y llevándose a sí propios hasta pudrir y consumir su inteligencia.
Hay que ver, o hay que oír por la radio, los romancillos de Rafael Alberti a mayor gloria de los milicianos, para comprobar cómo el comunismo es una musa al revés, musa de pervertidos o invertidos, que enarena de prosa, de fealdad y desierto, el ánimo poético, donde un día hubo oasis, música de aguas y rosas frías patinadoras de la luna. No; esa no era, es cierto, poesía aristocrática, pues le faltaba el soplo ardiente de Dios, zarza profética y auténtica raíz de tierra y patria, surco, espiga, labranza y camposanto. No tenía virtudes señoriales y populares, profundas en lo eterno, y sí, en cambio, vicios de señorito o señorita. De señorito del barrio de Salamanca, que ve el Guadarrama desde el punto de vista del esquiador y no con la mirada del amor, como aquel arcipreste bien garrido que la corrió a lomos de mula, a la grupa, la Edad Media. Para Alberti no ha existido jamás el drama cósmico, nacional y aldeano de la lucha entre un tallo que quiere subir madurando en fruto y el viento regador que pugna por abatirlo y tronchar su rendimiento. Ignora siempre por igual las fuerzas ciegas de la naturaleza y las claras angustias defensivas de la cultura. Pero aun así, ignorándolo todo, sin letras y sin sangre, su poesía de poetiso era bonita, y porque era bonita no era plebeya. Si no palpitaba en sus versos un corazón tembloroso de noche y de infinito, tampoco esa epidermis lírica, tan débil, se sarpullía de granos, reventando en pus.
Bastó, no obstante, que isidro en Rusia, se aturdiese con la tesis marxista del materialismo histórico, para que ya de sus versos se alejara la gracia fugitiva, embarullándose en charanga arrabalera la armonía inicial. Es que la poseía únicamente tiene sentido bajo la música pitagórica de las esferas y el cielo sereno, plateado, de Fray Luis, con un orden de números platónicos. Y ese orden sólo se percibe amándolo, y sólo regala su llovizna de coros evangélicos si el alma del poeta es armoniosa –ordo est amoris-, en paz con Dios y con Satán en guerra.
No hay, pues, contra lo que creía o fingía creer el aturdimiento romántico, ninguna especie de satanismo poético, ni flores del alma ni hermosura o vida en el desorden. El satanismo es prosaico y el desorden afea y es mortal. Quien lo cultiva perece como ser de espíritu, o pervive en un infierno bolchevique, donde, por hambre y sed de mentira, se condena dantescamente a no saciarse nunca de crímenes y horrores y a horrorizarse de sí mismo, arrancándose los ojos para no verse, de miedo a la verdad.
Pero aun así Goethe advierte que ni el endemoniado ni el demonio pueden realizar, como desearían, el mal absoluto. El grandioso símbolo de Fausto nos consuela con optimismo generoso y cierto al decirnos que Lucifer, agente directo del Socorro Rojo, es agente indirecto de alegría. Su ejemplo triste y recto prevalece sobre su torcida intención. Él quisiera perdernos, pero nos salva con su propia pérdida. Así, estos pobres diablos españoles, con su ejemplo y su suicidio, han contribuido y contribuirán aún más en la memoria del futuro, a salvar una generación que aprendió, escarmentando en mala cabeza ajena, a distinguir la inteligencia auténtica de la falsa. Generación que, un momento incierta, ahora ha encontrado la hermosura de la norma: y la certidumbre en la mentira: y en la guerra, la paz.
(ABC, 22-I-1937)
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