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Tema: El exceso de localismo como constante morbosa en la Historia de España

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    Re: El exceso de localismo como constante morbosa en la Historia de España

    V. La idea de España en la Edad Media

    Pero la destrucción del reino godo, seguida de tan prolongada disgregación, no consigo borrar de los espíritus el concepto unitario; lo oscurecieron, lo relegaron en la vida política, pero no en la esfera de las ideas y de las aspiraciones. Porque los reinos medievales no vinieron a romper la unidad gótica de un modo arbitrario, sino a remediar la ruina de esa unidad. Nacieron natural y oportunamente como las guerrillas del individualismo ibérico que se aprestaban a luchar contra el coloso del Islam cuando éste se hallaba en su mayor empuje expansivo. No servían esos reinos a ningún sentimiento localista. El localismo tiene como principal fundamento una diferencia lingüística, y ninguno de esos reinos, salvo el de Portugal, se fundó sobre una base idiomática. León, Castilla, Navarra, Aragón, todos fueron reinos bilingües. Todos nacieron como una primera forma de reintegración, única que podía producirse ante el tan superior poderío musulmán, y por eso la larga vida de tales reinos no borró la idea de unidad hispánica que se sobreponía a la fortuita división.

    Muy pronto, a poco de la invasión musulmana, los reyes asturianos se proclamaban parientes y herederos de los reyes godos. Luego, en 883, Alfonso III, al escribir la primera historia del pequeño reino ovetense, la titula Historia Visigothorum, afirmando con este título la continuidad no interrumpida de la monarquía goda, y declarando expresamente que el pequeño reino de Pelayo habría de ser la salvación de España, salus Hispaniae, pues no cesará de combatir “día y noche hasta que la predestinación divina decrete la expulsión total de los sarracenos”. Nótese bien, frente a la tan repetida negación del concepto medieval de España: el reino de Asturias en su insignificante pequeñez, no imagina que el suelo de España haya de quedar repartido entre los cristianos de siempre y los moros invasores, como era únicamente presumible dado el incontrastable poder de los dos centros políticos de Damasco y Córdoba, dada la realidad de la proporción entre las fuerzas de uno y otro contendiente, que exigió muchos siglos de lucha; Asturias no se contenta con menos sino con negar que el Islam puede quedar instalado a perpetuidad en España. Así la invasión musulmana, en vez de conseguir que los pequeños territorios cristianos del Norte, sintiéndose abrumados ante el resto de la España sólidamente islamizada, olvidasen el viejo concepto isidoriano, lo que consiguió fue robustecerlo, entroncando firmemente ese concepto con un ideal religioso a la vez que con un propósito nacional de recuperación del suelo patrio íntegro, concepción política que por lo mismo que era de ejecución dificilísima y lenta, fue hondamente formativa a través de los siglos.

    El haber concebido y expresado como ideal hispánico ese propósito de reconquista total, que en los siglos VIII y IX parecía un pensamiento de locos o de ilusos, supone un sentimiento nacional arraigado en extremo, ya que un propósito semejante no fue concebido ni intentado por ninguna de las otras provincias del antiguo Imperio romano caídas en Oriente y en Occidente presa de los musulmanes; ninguna de ellas reaccionó sino España, al comenzarse la gigantesca contienda que el Islam entablaba frente al cristianismo sobre el dominio del mundo (1). El Patriarcado de Antioquía, el de Jerusalén, el de Alejandría, el África Proconsular, a pesar de su brillante cristiandad, la Mauritania, todas esas provincias se dejaron islamizar para siempre.

    Y Asturias sirvió de iniciadora y maestra en el ideal hispano de resistencia y restauración total que, conforme van pasando los siglos, va siendo menos desproporcionado y menos megalómano. Los varios reinos surgidos después, todos pregonan el mismo propósito, que implica unidad de origen y de destino, todos reconocen su unidad de empresa hispánica en la reconquista total, repartiéndose por medio de tratados especiales las comarcas que cada uno de ellos ha de conquistar, o aliándose todos para rechazar nuevas invasiones africanas, aunque éstas sólo amenazaban a uno de los reinos, a Castilla.

    En segundo lugar, los varios reinos reconocían también hasta el siglo XII, cierta unidad política en cuanto a los continuadores de los reyes godos asturianos, los reyes de León, tomaban el título de emperador, o ampliamente dicho: emperador de toda España, Imperator totius Hispaniae, y como tal eran reconocidos por el rey de Navarra, por el de Aragón, por el conde de Barcelona, lo mismo que por muchos reyes de taifas. Los reyes de Navarra y Aragón, Sancho Ramírez y Pedro I, acuden a defender la sede imperial de Toledo cuando Alfonso VI se ve atacado por los almorávides. Entonces también el héroe más popular, celebrado por la poesía heroica (el Cid), da nuevo vigor a la idea unitaria neogótica, pues en el difícil momento en que el poder bélico del “Emperador de toda España” cede ante la invasión almorávide, Rodrigo de Vivar se propone por sí solo restaurar la totalidad del reino godo, destruido hacia cerca de cuatro siglos, pero de anhelada reconstitución para todos. “Si un Rodrigo perdió España, otro Rodrigo la recobrará”; y tal amenaza, según Ben Bassam, llenó de pavor a todos los musulmanes, pues ya la liberación total del territorio no era un sueño quimérico de pura fe hispánica, como el que daba aliento al pueblo asturiano dos siglos antes.

    Además, como tercer fundamento unitario, todos los reinos se sentían incluidos dentro de cierta unidad cultural basada en una larga tradición política y religiosa común a la España romana y goda; todos, por ejemplo, siguieron en su comienzo rigiéndose por el código visigótico, que sólo en el siglo XI se ve sustituido por leyes consuetudinarias locales, entre las que igualmente se observan estrechas relaciones e influencias recíprocas ejercidas entre uno y otro de los reinos.

    En fin, y en cuarto lugar, todos los reinos se aproximaron cada vez más, llegando a una unidad dinástica, pues a partir del siglo XI los reyes de todos ellos descendían de un tronco común, parentesco que se renovaba con frecuentes alianzas matrimoniales. Y esa hermandad dinástica, además de implicar intimidad familiar en el gobierno de los varios reinos, era esperanza e incitante de unión; al intento de juntar Castilla con Aragón por el matrimonio desastroso de Alfonso el Batallador sucede la unión efectiva de Aragón con Barcelona, y más tarde la de Castilla con León, ambas efecto de matrimonios. Después, el compromiso de Caspe es un fortalecimiento de la unidad dinástica. Luego se hace, también por desposorio, la unión de Castilla con Aragón; y la aspiración reintegradora se remata con los varios matrimonios portugueses que los Reyes Católicos conciertan con tanta insistencia como infortunio (2).

    El propósito de recobro total del suelo patrio que nunca dejó de ser popular, se sintió cumplido en el siglo XIII, y tanto el pueblo como los reyes miran terminaba la gran obra, sabiendo que era empresa unitiva de la España total. Entre poetas gallegos y cronistas castellanos encontramos popularizada una frase bien expresiva: Fernando III y Alfonso X “ganaron a España de mar a mar”, esto es, desde el mar de las Asturias hasta el de Sevilla y hasta el de Cartagena, ámbito de casi totalidad que ningún otro reino tenía, sino el de Castilla, nuevo robur Hispaniae. Simultáneamente, Jaime I acaba la reconquista encomendada al reino de Aragón, y después de acabada, en una insurrección de los moros de Murcia acude a socorrer a Alfonso X, deseando él y sus catalanes alcanzar el alto prez de salvar a España, “que nos haiam tan bon preu e tan gran honor que per nos sia salvada Espanya”, según el mismo rey declara en su propia Crónica. La liberación total de la patria es llevada así a cabo como una obra conjunta de todos los españoles.

    Con este final de la reconquista coincide el renacimiento de los estudios históricos sobre España, comprendida ésta en su unidad a pesar de la división en reinos diversos. En este sentido componen sus relatos el obispo Tudense, que era un leonés, y el arzobispo Toledano, que era un navarro castellanizado; los dos escriben bajo el reinado de Fernando III. (3)

    El arzobispo toledano, por su erudición muy superior, por sus dotes de claridad y estilo, tuvo mayor difusión, influjo más duradero. Su obra De rebus Hispaniae se abre tomando como base la unidad de población por Túbal y por Hércules; sigue la multisecular unidad romano-goda, rematada con un loor de España imitando el de San Isidoro, pero seguido (y esto es novedad importante) de un poético lamento por la destrucción de España, que es anuncio de su restauración, comenzada en Asturias y continuada por los demás reinos. La unidad dinástica de estos reinos es el principio organizador de la segunda parte de la obra, a la que sirve de núcleo el reino leonés-castellano.

    Dentro de estas mismas líneas directivas concibe Alfonso X su gran Estoria de España más extensa, más rica en narración que la del arzobispo toledano. En el prólogo nombra siempre como sujeto de la historia a los españoles, y con frase lacónicamente unitaria (mejorando el título De rebus Hispaniae) dice que va a contar el fecho de España, y el daño que a ella vino por la división de los reinos, “por partir los regnos”, pues esto retardó el recobro de lo ocupado por los moros; pero ya la ayuntó Dios, añade, esto es, Dios juntó en uno los reinos principales. Se aplica después a contar como ya está ganada toda la tierra “del mar de Santander fasta el mar de Cádiz”, y acaba refiriendo como San Fernando dejó toda España conquistada al morir, haciendo tributario el reino de Granada, que le lloró como a señor y amparo (4).

    De este modo, la Historia se corona considerando terminada la Reconquista; y en realidad lo está virtualmente, si bien ese vasallaje granadino de que San Fernando moría satisfecho, fue para los reyes sucesores un filtro soporífero que les anubló el sentimiento de su deber anti-islámico, olvido que les censuraba el rey aragonés Jaime II. (5)

    En fin, hay que destacar, sobre todo, en esta concepción de la Historia, el mirar la división de reinos como un daño pasajero al que Dios va poniendo remedio; pensamiento político esencial para explicar la constante tendencia reintegradora que va obrándose pacíficamente a través de toda la baja Edad Media. Y este juicio adverso a la fragmentación como algo anormal e indeseable, no era sólo propio de historiógrafos y estadistas, sino que era también popular: los juglares en sus cantos épicos argumentaban contra la partición de los reinos hecha por Fernando I: “Ca los godos antiguamente ficieran su postura entre sí que nunca fuese partido el imperio de España, mas que fuese todo de un señor”. Canto juglaresco autorizado y divulgado hasta el extremo de haberlo prosificado la misma Estoria de España en sus páginas. (6)

    Así, frente al localismo ocasional, el concepto unitario de España, primeramente expresado en la vieja crónica de Alfonso III, llega a su perfección y a su divulgación máxima en las páginas latinas del arzobispo toledano y en la prosa romance de Alfonso X. Estas dos obras sirvieron de guía a todos los historiógrafos posteriores, lo mismo de Castilla que de Aragón, Navarra o Portugal, y fueron lectura constante de doctos y de vulgo durante cinco siglos; en ellas conformaba su espíritu todo hombre que sentía el aliento del pasado vivificador del presente.

    (1) Véase La España del Cid, 1929, págs. 71-73. (1947, págs. 64-66)

    (2) Amplío esto en mi volumen “El Imperio Hispánico y los Cinco Reinos”, Madrid, 1950. págs. 201-227.

    (3) La Historia de Lucas, obispo de Tuy, fue acabada en 1236. La historia De rebus Hispaniae del arzobispo de Toledo, Jiménez de Rada se termina en 1243. Trad.

    (4) Primera Crónica General, edic. 1906. (…) Esta Primera Crónica General, iniciada por Alfonso X hacia 1270, se acabó bajo Sancho IV hacia 1289.

    (5) La España del Cid, 1947, pág. 639, texto de la crónica de Muntaner.

    (6) La Primera Crónica General, pág. 494.

    (continúa)
    Última edición por ALACRAN; 01/02/2022 a las 13:57
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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