VIII. EL ESPÍRITU DE LA EDAD MEDIA
1. En la agonía del Imperio
Teodosio el Grande es el último claro esplendor de una luz que agoniza en la lámpara imperial de Roma. Su valor y su genio lograron detener por un momento la disolución que se iba adueñando del organismo del Imperio y que amenazaba dar al traste con la obra de tantos siglos.
Dos son los méritos capitales de este español romano o romano español ante la cultura europea. El primero, haber refrendado mientras vivió el ímpetu de los bárbaros que llamaban a las puertas del Imperio, batiéndoles en todas partes y gobernando así sobre la totalidad indivisa del mismo. El segundo, haber salvado las esencias espirituales de Roma, sus valores culturales, su concepción jurídica, en especial, regenerándola con la gracia evangélica.
El paganismo, en efecto, como doctrina y moral imperante sobre los pueblos europeos, desapareció jurídicamente con los decretos que este emperador promulgó, prohibiendo bajo severas penas el culto de los dioses y consagrando la legislación romana con el crisma evangélico.
Si no se quiere admitir que esto sea mérito de la Hispanidad como patria, no se podrá negar, empero, el que lo sea del genio de la raza, del genio ibérico, que después de latinizarse completamente, sumergiéndose en el universalismo cultural y político de Roma, que tan bien cuadraba con su tendencia racial, supo hacer de la nueva y más alta catolicidad, representada por el Cristianismo, sangre de su sangre, motivo e ideal de todas sus empresas, visto que el ideal pagano era ya incapaz de satisfacer las aspiraciones de los pueblos que caían dentro de la órbita imperial de Roma.
Grande y muy grande fue, pues, la parte que cupo a los españoles en la conservación del legado cultural de Grecia y Roma, transfundido luego a los pueblos que hoy forman en el Occidente cristiano, y que nacieron a la luz de la civilización al ser ungidos con la gracia evangélica.
Si Grecia había puesto el alma, el pensamiento y el arte que enalteció al Imperio, Roma puso la organización, el impulso, la fuerza, la ley y la red nerviosa a través de la cual se difundía a todas partes la savia de vida que provenía del saber griego, pero que sin el poder romano y sin el sentido práctico y organizador de éste, no hubiese, tal vez, llegado a convertirse en sustratum humanum de la cultura occidental.
Pereció, por causas que no es del caso estudiar aquí, el magnífico organismo levantado por la fuerza de Roma. A los golpes de los bárbaros del Septentrión, el cuerpo del Imperio comenzó a disolverse y el alma salió de él como de morada que ya no le era conveniente.
Pero el alma no muere. El espíritu cultural que animaba al Imperio se fue a buscar otro asilo. Y como corruptio unius est generatio alterius, a la Roma de universal acción, de un solo cuerpo y de una sola cabeza, que no consentía diferencia de pueblos y nacionalidades, sino que a todos los refundía en la unidad compacta del Imperio, sucedió la Europa medieval, donde las nacionalidades se perfilan, las provincias se sienten desligadas de la cabeza del Imperio y los nuevos pueblos que van a llenar esta época se apropian e incorporan el espíritu de la Antigüedad clásica mediante la acción que en ellos ejerce la fuerza sobrenatural venida de arriba, que doblegó su cerviz y ablandó su corazón, haciéndole apto para vivir la vida del espíritu.
2. Los valores espirituales de la Edad Media
Es muy útil estudiar al llegar a la Edad Media (época en que el Cristianismo se convierte en aglutinante de los pueblos europeos, a los que aduna y conforma en unidad de cultura, haciéndoles comulgar en espíritu por encima de las diferencias de sangre o de tierras, creando así lo que hoy se llama comunidad, civilización y cultura occidental) la relación que el Cristianismo guarda con los demás elementos que intervienen en nuestra cultura, y la parte que le cabe en la consumación o adaptación de los mismos a nuestra vida.
Grecia y Roma suman el elemento grecolatino, expresión de lo bueno que la Naturaleza había producido antes de aparecer el cristianismo, y que tiene una sola palabra para que expresarse: romanismo. El otro elemento humano, posterior ya al Cristianismo, y que desde ahora comienza a intervenir en la cultura europea, se llama germanismo. El Cristianismo es puente, resumen, mejora y superación de ambos.
Grecia es el primer gran exponente del espíritu de los pueblos en la antigüedad. El período de su apogeo no fue muy largo: lo que va de la batalla de Maratón, 490 a. de Jesucristo, a la subyugación del país por Filipo de Macedonia, 336 a. de Jesucristo; pero el surco que dejó en la Historia, difícilmente podrá ser igualado por nadie.
Sin Grecia, el despotismo y la barbarie asiática habrían prevalecido contra Europa. En las llanuras de Maratón, el espíritu triunfó de la materia. Grecia significa el triunfo de la libertad y del pensamiento sobre el despotismo, la esclavitud y la fuerza bruta.
Hay cosas que el genio de Grecia creó, que no han podido ni podrán ser jamás suplantadas o desvirtuadas. La especulación griega rayó tan alto como puede hacerlo el entendimiento confiado a sus propias fuerzas. Su arte no tiene parejo.
Las categorías de ser, de vida y acción establecidas por el genio de la filosofía helénica pasaron a Roma, de Roma al Cristianismo y éste las comunicó a todos los demás pueblos. La filosofía cristiana se sirvió de la trama conceptual elaborada por Grecia.
Y es que no todo el hombre se echó a perder por el pecado. “La razón -como ha dicho en un hermoso estudio sobre Catolicismo y nacionalismo el padre Victorino Capánaga- se extravió, oscureciéndose en grandes tinieblas y errores; pero guardó una viva centella, una conexión irrompible con las verdades axiológicas universales. El amor a los bienes sensibles ha debilitado las fuerzas sanas de la conciencia; pero ésta no ha perdido su orientación a la eternidad, patria de los bienes verdaderos. Ni se ha apagado aquel rumor de las sindéresis, murmur sinderesis, de que habla un ascético, que susurra en nuestra alma las leyes de la moral.
“El amor a la verdad, el amor al bien, el amor de la hermosura son bienes de la Naturaleza, bienes universales propios de todas las naciones y razas, y que pueden manifestarse en valores culturales de significación universal y humanística, creando una ciencia, un arte, una organización política asimilable por el catolicismo”. (1). Tal es el fenómeno de la asimilación grecolatina.
La aportación de Grecia a la cultura occidental fue más especulativa que práctica. La de Roma, más práctica que especulativa. Estudiadas ambas fuerzas concretamente, sin abstracciones que falsean la realidad, acaso suponga más para la cultura occidental Roma que Grecia. Roma, en efecto, parece trabajar sobre el hombre entero, mientras Grecia es pueblo de artistas y de filósofos. El individuo y la sociedad reciben de Roma espíritu, moderación, disciplina e impulso.
Pero a Roma, como a Grecia, le faltó el sentido de orientación a lo eterno, redujo al hombre a la estrechez de una mirada en la que no aparece más que espacio y tiempo, carne y placer sensual. El sentido de divinal progenie y sobrenatural destino, la vida y conciencia del espíritu no podía dárselo a nuestra civilización nadie más que Jesucristo.
Si, como ha dicho Sanderson, toda la historia antigua conduce a Roma a través de Grecia, toda la moderna, podemos decir nosotros, lleva a Cristo a través de Roma.
De las flores que brotaron del genio griego, de los productos de su saber y su arte, Roma entretejió una corona y fabricó una veste con que se coronó a sí y revistió a todo el cuerpo del Imperio. Grecia es la patria de los intelectuales y de los artistas; Roma, la de los hombres; el Cristianismo, la de los Santos.
La gracia no niega nada de lo bueno que trae la naturaleza, el santo es un hombre divinizado; el Cristianismo tampoco anuló nada bueno de cuanto el sabio y artista griego, o el hombre romano, habían creado, pero lo sobrenaturalizó, lo mejoró e inyectó nueva vida.
Fue la levadura que hizo fermentar toda la masa humana, sin diferencia de griegos, ni de judíos, de romanos o bárbaros. Más aún: por el Cristianismo iban a quedar constituidas las nuevas nacionalidades dentro de una comunidad de espíritu.
Si en aquella grave crisis histórica por la que atravesó el mundo, cuando los pueblos bárbaros cayeron como buitres sobre la carroña del Imperio romano, no hubiera la Iglesia intervenido para hacerse testamentaria de la cultura grecolatina y tutora de los pueblos jóvenes, quizá hoy el Occidente, que blasona de su cultura y desconoce con frecuencia la mano bienhechora a quien se la debe, estuviera convertido en una inmensa e intransitable selva.
La Iglesia, que presidió los funerales del Imperio, no consintió que muriera ab intestato, le ungió con el crisma de salud, se hizo albacea de sus tesoros culturales y los entregó sin regateos ni egoísmos a los nuevos pueblos que bajo su amparo llegaron a la mayoría de edad.
Sin pararse en diferencias de razas ni de nacionalidades, el espíritu de Cristo flotó sobre las aguas que acumulara el turbión bárbaro, e hizo amanecer un nuevo mundo, como el espíritu de Dios al sacar el universo del caos. (...)
(1) Religión y cultura, junio de 1936
3. Germanismo y cristianismo
Por el germanismo no se alteraron las categorías de serie de valer que la tradición grecolatina, sublimada por la fe, había comunicado al pensamiento europeo.
No creció la cultura occidental de fuera a dentro, sino más bien de dentro a fuera; por extensión más que por intensión. Fue un nuevo tronco al que se comunicó la inserción de vida espiritual alimentada por la fe.
La cultura europea comienza a manifestarse con tonalidad desconocida, dada la novedad de la caja de resonancia a que alcanzan sus vibraciones.
“El servicio prestado a la Iglesia por los germanos -ha dicho el cardenal Faulhaber- fue la fundación de una cultura cristiano-germánica. Con la iniciativa robusta de un pueblo mozo acogieron el mensaje evangélico, no sólo por el lado intelectual o institucional, sino también por el de sus fuerzas internas, despertadoras de la vida. El Cristianismo se hizo carne de su carne y sangre de su sangre. Cuando se acabó el proceso, se obtuvo una nueva síntesis: junto al cristianismo grecorromano surgió el cristianismo germánico. Su peculiaridad se halla determinada por la fisonomía germánica, por el carácter activo y creador de su espiritualidad” (1).
No se puede hablar, por tanto, del germanismo como de una categoría de ser, de vida o de cultura que pueda sostenerse independientemente de lo representado por el cristianismo grecolatino, por la civilización occidental; es sólo una modalidad del mismo ser, una nueva nota en una misma sublime melodía orquestado por la religión de Cristo.
El Cristianismo, como ha hecho notar muy bien Sertillanges (2), sin ser, rigurosamente hablando, una filosofía, contiene toda la buena filosofía de antes y después de Cristo. “Sin Cristianismo no existiría ninguna filosofía aceptable, y si todas las filosofías aparecidas después de él le deben lo mejor que tienen, las que le preceden, por más que le hayan prestado no pequeña utilidad incorporándosele, no habrían valido para nada por sí solas en orden a nuestra civilización”. Ni el Evangelio ni el Cristianismo son formalmente una filosofía, sino, sencillamente, una norma de vida. Pero en ella reciben aclaración todos los problemas vitales. No a la luz del dato filosófico, sino a la luz del dato revelado, dato que da la certeza no a modo de conquista, sino de aceptación de la verdad bajada del cielo.
La filosofía pagana puede considerarse al respecto de la cristiana a modo de prólogo o prefacio. En el concepto de prólogo no se implica la idea de causa respecto del libro que le sigue; tampoco la filosofía pagana es causa del Cristianismo. Bergson ha explicado esto diciendo que “el Cristianismo ha sacado más de los filósofos griegos y de las religiones antiguas que cuanto de ellos ha podido recibir”. El Cristianismo se levanta por encima de todas las filosofías para iluminarlas a todas, darlas vida y calor.
Todos los valores humanos, sin distinción de origen ni de pueblos, hallan cabida en el Cristianismo. La vieja cultura grecolatina pasó toda entera a manos de los modernos pueblos de Europa, merced a los cuidados solícitos de la Iglesia católica. El Cristianismo es el principio viril de la cultura occidental, salida del seno de Judea, Grecia y Roma. El que reniega de Cristo reniega, por consiguiente, de su padre, de su patria y de toda auténtica cultura que no puede ser otra que humanismo integral y cristiano.
El humanismo, a secas, es imposible sin el aditamento del cristianismo. No es posible la moderación del hombre sin la gracia, tampoco lo es la perfecta cultura sin el Cristianismo. El humanismo, confiado a sus solas fuerzas, se hunde en los vicios más infrahumanos. Sería curiosa una historia secreta de la vida privada de los más celebrados humanistas, viviendo de espaldas al Cristianismo. La cultura es fundamentalmente espíritu y el espíritu reclama como su atmósfera apropiada la religión. Fuera de ella el espíritu del hombre se arrastra por los suelos y hunde en la abyección la corona de su realeza con el agravante de no tener esperanza de reponerla.
La cultura que no ven formada por la religión se convierte a la larga en la mayor enemiga de los pueblos y del progreso humano. Desemboca en la barbarie intelectual y social de que han llegado a ser representantes. Conspicuos, aunque por caminos diferentes, según observa Berdiaeff, Nietzsche y Carlos Marx. (...)
(1) Cit. por V. CAPÁNAGA en Religión y Cultura, abril 1936
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