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19. No sin razón, abrimos la marcha de los varones ilustres con el nombre de Séneca. Por la agudeza de su ingenio, por su múltiple ciencia, por la abundancia de sus escritos y además por su dignidad y riquezas -que le acarrearon muchas envidias criminales y lo hacían aun sospechoso de aspiraciones al reino-, jamás puse en duda la ventaja que a sus iguales llevaba este hombre, de memoria tan feliz que salía de lo corriente y llegaba a lo increíble y milagroso. Al momento, y sin vacilación alguna, en el mismo orden que se los dijesen, recitaba dos mil nombres; y él mismo nos asegura que repitió desde el último hasta el primero (y eran más de doscientos) todos los versos que al preceptor Márulo llevaron sus compañeros de Academia.
Uno de los testimonios más fehacientes de la casi eterna y divina memoria de Lucio Séneca, nos lo suministra el hecho de que, en la avanzada edad de más de ciento veinte años, sin alterar el orden de las controversias, recopiló todas las sentencias de los oradores de su tiempo, las que, a pesar de ser tan numerosas, él perfectamente recordaba y como perpetuo monumento de tan grandes dotes legóselas a sus hijos Novato y Mela, y a todos los estudiosos del mundo.
Entre tantas y tan excelsas cualidades de este varón, una sola cosa echaba de menos el agudo crítico Quintiliano: que hablaba más por cuenta de los otros que por la suya propia.
20. Por el camino de la oratoria quiso hacer carrera Julio Galion, al igual que su nieto Lucano por el de la poesía; pero una prematura muerte nos lo arrebató, y no hay duda de que, si hubiera vivido más, la belleza que campea por toda su Farsalia, hubiera movido a envidia a los gloriosos manes del mismo Virgilio. Ocultando en vano el despecho que en su ánimo despertaba la sublimidad de sus versos, quiso Claudio Nerón atajar la fama del poeta, que se dilataba por todas partes, y le prohibió mostrarse en público. Llevó tan a mal el poeta esta determinación, que, solamente por ello, no vaciló en conspirar con otros principales varones en el asesinato del emperador.
Séneca no cesa jamás en su admiración hacia Porcio Latron, ni interrumpe su éxtasis junto a la dorada corriente del río de su elocuencia.
Creo que si a favor de su larga vida hubiera llegado a oírlo recitar versos en alguna parte -al menos en aquel atrio en donde él mismo Séneca nos cuenta que acostumbraban declamar con él, los dos pretextados-, no hubiera tenido en más aprecio la divina voz de Cicerón.
21. La rica fluidez tan característica de Latron, que a la sombra de las escuelas, en inútiles escaramuzas y con una falsa visión de las cosas, se empleaba tan sólo en la educación de los jóvenes, carecía de la amplitud de horizontes lograda con los ejercicios en público; y tanto se encerró entre cuatro paredes para sus enseñanzas privadas, que cuando tuvo necesidad de defender la causa de su pariente Rústico Porcio reo en España, fue tanta su turbación y desconcierto, que empezó el discurso por un solecismo y no pudo llegar a las pruebas, hasta que los jueces accedieron a su petición del traslado de los escaños y del tribunal a un lugar cerrado. Las prácticas escolásticas crían demasiado delicadamente los ingenios para que puedan soportar el ruido, el silencio, la risa o un nuevo ambiente.
22. Por la edad y casi por igual aureola de oradores, estaban unidos con éste Víctor Estatorio, paisano de Anneo Séneca; Cornelio Hispano y el calagurritano Quintiliano, el viejo -venturoso padre del otro que escribió las Instituciones Oratorias-, y cuya fama, si hemos de creer a Lucio Séneca, no duró más que su vida. De aquí proviene el justo odio sentido por el hijo del célebre orador, contra Séneca y que -pese a su empeño en disimularlo- no lo pudo ocultar en el juicio que después dio sobre los oradores. Aunque se traten con familiaridad y se establezcan entre ellos lazos de unión a tiempo en que el emperador Galba, de regreso de la Península a Roma, allí consigo llevó a Quintiliano desde Calahorra, noble ciudad de España -como no existe concordancia ni con la época de Séneca, ni con el recuerdo del uno y del otro-, no creo ni equivocado ni temerario el convencimiento de que el Afranio borrado por Séneca del número de los oradores es el Quintiliano de referencia, quien con Lucano y con otros próceres, conjuró en la muerte de Nerón.
23. Pícame la oreja al llegar aquí y acude a mi memoria el agradable recuerdo de Pomponio Mela y Junio Moderato Columela, quienes durante el principado de Cayo César, sin desmerecer de los mencionados ha poco, escribieron en un estilo más culto y elegante que los demás. Uno, De re rústica, nada rústicamente; otro, intentando, como él dice, describir la Situación del Mundo, logró con la singular propiedad de su lenguaje, salvar las dificultades de una empresa tan embarazosa y tan escasa de recursos de expresión. Ambos fueron de la Bética; si bien la antigua colonia de los fenicios, la nobilísima Gades, crio para Roma al primero; mientras que el segundo nació fluyendo mieles de dulzura en el pueblo de Medina, actualmente de la jurisdicción de los Duques de Medina Sidonia.
24. Sin apasionamiento en la crítica. Yo antepondría la elegancia y gracia de Columela en un asunto tan poco delicado y exquisito, no ya a la sencillez de Paladio, sino a los primitivos oráculos de Catón, a la majestad Pliniana y aun a las musas de Varrón.
Me figuro desfilando por la mente del doctísimo Columela a los reyes y encumbrados emperadores que en otro tiempo sometieron la tierra al imperio sus arados, adornados de laurel; a los triunfadores y al mismo Senado romano, dueño del orbe, dispersos por los campos, donde los que fueron a ofrecerle los poderes encontraron sembrando a Serano: desde donde Quincio Cincinnato, que araba sus cuatro yugadas de tierra en el Vaticano, con la cabeza descubierta y el rostro todavía lleno de polvo, fue conducido directamente hasta la dictadura por un caminante… Y cautivada su imaginación por este cuadro, que los mismos reyes afanosamente hicieron realidad, nos da su interpretación justa y precisa en su elegante y espléndida obra.
25. Muy a propósito y oportuna me parece la colocación de Pomponio Mela al lado de los más doctos geógrafos, hasta el punto de que su erudición no tiene nada que envidiar a la de Estrabón Cretense: su exactitud, a la de Plinio; su arte, a la de Tolomeo.
A éste es al único a quien, puesto a exagerar sus alabanzas, no tengo inconveniente en concedérselo todo. Mas, si quiero contenerme dentro de los límites de la verdadera ponderación, recomiendo sobre todos los otros, su brevedad y elegancia.
26. Poco después, en tiempo de Domiciano, abrió su casa como escuela para enseñar a toda la juventud de Italia -tal como lo hizo durante veinte años con singular aprobación- el grande orador, perfecto maestro y notable tribuno Fabio Quintiliano.
El emperador Galba (como afirma San Jerónimo) lo trajo a Roma, con su padre, desde la antigua Calahorra, en la que, evacuada de tropas, quiso Julio César, poner a seguro su vida y afianzar el poder del Imperio, en un leal e inexpugnable refugio. Esta pequeña y pobre ciudad española (cuyo nombre no puedo pasar en silencio) fue la madre de los hombres que entonces sirvieron de sostén al Imperio romano y de salvación a la lengua latina.
Por lo demás, no recuerdo que nadie tuviese el gran ingenio y memoria de Quintiliano. La prueba es que cuando declamaba, y por la llegada imprevista de algún noble personaje, se veía obligado (como es de rúbrica) a repetir las cosas desde el principio, lo hacía sin la menor alteración de voz, ni inmutación de rostro. Esta facultad, extemporánea por otra parte, por la fuerza y movilidad del entendimiento cuando están en su plenitud, le sirvió de mucho, ya en edad más provecta.
Tuvo a su cargo algunas causas notables con otros oradores, a quienes se les imponía la obligación de hablar primero; del mismo modo que Hortensio, cuando compartía las causas con Cicerón, solía dejarle los epílogos para que allí tuviera más lucimiento su arrebatada elocuencia.
27. Todavía no era demasiado viejo Quintiliano, cuando se labraron una reputación Silio Itálico -que de su tierra natal tomó el nombre y de su patria adoptiva el apellido- y el Bilbilitano Valerio Marcial, incluidos entre los divinos poetas por su nativa disposición, por el cultivo de sus dotes naturales y por la casi celestial inspiración que en ellos alentaba. A invitación de Virgilio, a cuyos manes todos los años ofrendaba sacrificios, Silio Itálico describió las guerras Púnicas. Marcial, en cambio, derramaba sal y gracia por todos sus amenos y elegantes escritos, en tal grado, que Elio Severo hizo cuidado suyo el bienestar del poeta favorito y lo designaba con el elogioso nombre de su Virgilio.
Nadie, entre tantos, mereció como él la prodigalidad de las Musas. La finura, cortesanía y gracia que, a manos llenas, sobre él se derramaron, le dieron el cetro de los epigramáticos.
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