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46. Durante el florecimiento de estos escritores murió Teodosio. La indolencia y desidia de su hijo y sucesor, Honorio (por no decir nada de su hermano Arcadio), acarreó el desmoronamiento del Imperio Romano.

47. La peste gótica se desbordó de repente, y, al amparo de una perniciosa impunidad, extendida por Italia y las Españas, derribó, con bárbaro furor a la misma capital del mundo en el año 1164 de su fundación.

48. El reinado de Isáurico dio nuevo pábulo al contagio de aquella cruelísima guerra; y tanto avivó su fuego, que las crepitantes llamas (para hablar como Virgilio), además de la gran parte de la ciudad que ya habían consumido, en un solo día, fatal y calamitoso para las letras, redujeron a cenizas ciento veinte mil libros; entre ellos pereció -y lo digo llorando- un poema del divino Homero, escrito con doradas letras en la piel de un dragón de ciento veinte pies.

¡Qué beneficioso hubiera sido el fuego para algunos libros, si es que hubiese tenido lugar en nuestros tiempos o en los de nuestros abuelos!

49. No fue difícil para los godos expulsados de Italia, vencer la poca o ninguna resistencia de España, donde pronto comenzaron a resonar sus armas. Imposibilitados los españoles, por su innata soberbia, espíritu engreído y el hastío del Imperio romano, para someterse a un orden, seguir a un jefe, hacer leva de gentes y acudir a un llamamiento, resultábales vergonzoso obedecer los mandatos de los otros; y así, mientras rehúyen someterse a sus caudillos, caen en la servidumbre de los extraños.

50. Secuela de circunstancias tan desfavorables y de la violencia de los inquietos godos, la inmensa noche de la barbarie obscureció el firmamento de las letras con manto tan impenetrable, que hasta la aparición en la Bética del salvador agüero de los hermanos Castores, no hubo estrella alguna que rompiese la negrura de la herejía arriana, que entre los godos había tomado carta de naturaleza. Fueron éstos los tres hermanos, luz y ornamento de nuestra república, Leandro, Fulgencio e Isidoro, esclarecidos por su nobleza, insignes por su erudición y venerables por su santidad; quienes, conocedores a fondo de la literatura griega y latina, y no ignorantes de la hebrea, fueron los maestros de la religión cristiana entre los godos inficionados por el sacrílego crimen del emperador Valente.

51. Estaban entonces en todo su vigor las letras hebreas, introducidas en España por los judíos, que muchos siglos antes, sajo Tiberio César, por mandato del Senado, y pocos años después, expulsados de Roma y de Italia por órdenes de Claudio, aquí se refugiaron.

El lenguaje delicado y jovial, afinado en el cultivo de la literatura griega y latina, que se practicaba en la región hispalense por aquel entonces, conducía, como de la mano, a nuestros hombres en el camino de la civilización y de la cultura.

52. Nuestro Isidoro enseñaba aquí: precisamente donde después estudió el malvado Gilberto Galo, el que por artes del demonio y con pactos inconfesables, llegó al supremo poder en la Iglesia Romana con el nombre de Silvestre II.

53. Armados estos tres caballeros de la Bética con el conocimiento de las tres lenguas, arremetieron contra el inoportuno y nunca oído monstruo infiltrado en las entrañas y costumbres de los godos; y parte por medio de los sínodos y concilios eclesiásticos celebrados en Toledo y Sevilla, parte por la docta y elocuente fuerza persuasiva de las exhortaciones, avisos y súplicas, lograron atraer al verdadero culto de Dios a aquellas fieras salvajes con forma de hombres.

54. Asistieron los reyes godos a los concilios de Toledo y de Sevilla. Fue la principal gloria y resultado de éstos el haber transformado en mansedumbre y clemencia la fiera temeridad y el espíritu irascible y dominador de aquellos hombres bárbaros e insumisos a todo derecho, leyes y religión, que resolvían las cuestiones guiados sólo por los cánones de la violencia y la tiranía.

55. El proceso gradual de la conversión de Recaredo -que escucha a Leandro disertando acerca de la fe y la religión, primero con sorpresa a causa de la poca costumbre, con creciente atención luego, y, por último, vencido por la fuerza del discurso, con afanoso interés- confirma la razón de estas mutaciones.

56. Gozaba Leandro de tanta autoridad y tan justificada opinión de erudito, que aquel gran caballero Gregorio, primer Papa de la Iglesia Romana con este nombre, tuvo a gran honra dedicarle los Comentarios que compuso sobre Job.

57. Una de las principales victorias conseguidas por la elocuencia de Isidoro tuvo lugar cuando el concilio reunido en la capital hispalense quebrantó las fuerzas de los acéfalos, engreídos con la protección del rey Sisebuto, el que expulso de su reino a los judíos.

58. El godo Chintila admiró la doctrina de Eugenio; y Wamba y Ervigio quedaron estupefactos al oír la defensa de la virginidad y pureza de la Madre del Salvador, contra Elvidio, hecha por el Obispo Alfonso (*).

59. La serie de obispos godos concedida al pueblo español, fue don providencial y beneficioso para que con él se consolidase o recobrase la libertad del nombre cristiano.

Jamás en España se celebraron, ni pudieron celebrarse, ni celebrados, llevarse a más perfección, tantos concilios, si no hubiera sido merced a los profundos conocimientos de los españoles en las Sagradas Escrituras y en la lengua que Cristo consagró en la Cruz y que. no hace muchos años, introdujo en las escuelas públicas, asignando crecidos salarios, el Sínodo de Viena.

60. Y no faltaron prelados españoles, preceptores de poderosos reyes y verdaderos maestros de la nobleza goda, que vieron el fruto de sus prudentes y piadosas enseñanzas en el solemne juramento -con que éstos ante los altares se comprometían- de combatir siempre a los enemigos del nombre cristiano. Promesa fiel y valerosamente cumplida desde el santo rey Pelayo hasta la última guerra contra los sarracenos en Granada, en las almenas de cuyos alcázares vimos por fin flamear la espada teñida en sangre y la bandera victoriosa del rey Fernando, quien mientras vivió no cesó de guerrear contra los hijos de la vecina Mauritania.

61. No olvidando este juramento, el cristianísimo César Carlos V empeñóse en la doble empresa de sofocar la rebelión de los germanos -gente numerosa y bárbara- embriagados con la impiedad de Lutero, y en la otra de acabar de descubrir más allá del océano, las tierras ya presentadas en tiempos de Alejandro.


(*) Obispo Alfonso: San Ildefonso