Era natural que en España sobrevivieran las ideas del Imperio romano, ambición de enlazar fraternalmente todos los territorios de la después magna Europa y el Mediterráneo. Cuando Carlos entra en la península, los Reyes Católicos han asentado la primera piedra del edificio: la unidad. Y la segunda: el descubrimiento de América. Y la tercera: un estilo espiritual de vida, católico, o sea ecuménico, aunque de signo, lengua y ademán españoles. Carlos encuentra a su llegada esas dos nebulosas que prometen condensarse y forman un mundo apretado definitivo. El Imperio, según la idea española, está en el ambiente.
Él no pretendía del territorio que en virtud de herencia le caía en suerte, sino sacar de él lo necesario para sus designios centroeuropeos, en vista de las necesidades de la política de su Casa. Es un mozo poco entrado en conocimientos especulativos. Lisa y llanamente él va a arreglárselas con sus flamencos, sus alemanes y, sus cancilleres italianos. A su oído, como única incitación y espuela de acciones, sopla la musa de Mercurino Gatinara, el piamontés. Y esa musa le infunde el propósito de imperar dominando; es decir, lo corriente en los monarcas con apetito de tierras.
«Tanta fuerza tengo, tanto me asimilo, arrebatándoselo a quien pueda». La codicia como impulso, la absorción como fin. Gatinara y Carlos ven ante si anchas probabilidades de hacer una Monarquía rica, potente y brillante. La libertad y la variedad de los Estados no cuentan. Cuenta llenar los cofres con títulos de propiedad de porciones ajenas fruto de las armas o de la política; de cualquier política, incluso la de Maquiavelo.
Se le atraviesa a Carlos inmediatamente la idea del Imperio que ha nacido en la España que él desconoce. Un clérigo, el doctor Mota, apenas Carlos pisa La Coruña (1520) y reúne Cortes para solicitar dineros, en su discurso emite esta inesperada tesis:
«Carlos no es un rey como los demás. El solo en la tierra es rey de reyes, pues recibió de Dios el Imperio. Este Imperio es continuación del antiguo y, como, dicen los que loaron a España (Mota alude a Claudiano), que mientras las otras naciones enviaban a Roma- tributos, España enviaba emperadores, y envió a Trajano, Adriano y Teodosio, igualmente ahora vino el Imperio a buscar el emperador a España y nuestro rey de España es hecho, por la Gracia de Dios, rey de romanos y emperador del mundo. Este Imperio no lo aceptó Carlos para ganar nuevos reinos, pues le sobran los heredados, que son más y mejores que los tiene ningún rey; aceptó el Imperio para cumplir las muy trabajosas obligaciones que implica, para desviar grandes males de la religión cristiana y para acometer ia empresa contra los infieles enemigos de nuestra santa fe católica, en la cual entiende, con la ayuda de Dios, emplear su real persona. Para esta tarea imperial (y aquí viene una manifestación de la mayor importancia) España es el corazón del Imperio; este reino es el fundamento, el amparo y la fuerza de todos los otros; por eso, según Mota anuncia solemnemente, Carlos ha determinado vivir y morir en este reino, en la cual determinación está y estará mientras viviere. El huerto de sus placeres, la fortaleza para defensa, la fuerza para ofender, su tesoro, su espada, ha de ser España.»
(Copio la transcripción de Mota y los incisos de Menéndez Pidal.)
De modo que Carlos se halla, con sorpresa suya, incluido en un concepto imperial que ha nacido en España de su romanización, de su criterio sobre lo universal, de los prolegómenos y supuestos implantados por los Reyes Católicos. Y le seduce tanto la idea, que, en efecto, durante cuarenta años empuña la lanza para realizar... lo que España le impone a él para que él lo imponga en el orbe. Que es una reunión de reinos y reyes bajo más alta autoridad, exactamente cumplidora de la resolución individual de ser antes que naciones (reinos particulares, miembros de una comunidad; por ello con obligaciones, derechos y obras comunes a todos (Europa). Lo que no pudo realizar Roma, lo que tampoco alcanzó Carlomagno, lo ha de realizar el Carlos testamentario de los Reyes Católicos y capitán de un ideal de España.
Ese ecumenismo de Carlos se basa, en lo material, en sus Estados, en efecto extensísimos; en la América que le entrega España; en sus influencias italianas y mediterránicas; en su africanismo; nación trifronte que elige Europa pudiendo haber sido americana solamente, o solamente africana. Y ese ecumenismo se basa (en lo espiritual, moral y politico) en el concepto evangélico de la unidad del género humano, que España defiende ahincadamente y hace triunfar en Trento, y que es cardinal en toda su teoría filosófica.
El silogismo es así: Cristo es la verdad; la verdad es que somos hermanos; de ello, que debamos vivir unidos; de ello que haya que crear una organización que comprenda a todos; y para respetar los matices, los reinos han de acogerse a la autoridad suprema de un supermonarca, para lo terreno, a un Papa en cuanto religión. La cual, católica, por ser la única verdadera, excluye las herejías, cuñas de cainismo, dispersión y ruptura de la unidad. Como la rebelión contra el Emperante es otro medio de disociar los reinos y crear la confusión, la anarquía, y la debilidad de todos. Así, pues, «un monarca, un Imperio, una espada, una fe, un Papa»: el contenido del soneto de Hernando de Acuña.
Cuantos sueñan con reunir los pedazos destrozados de la Europa imperial, la de Carlos y Felipe, la de Carlomagno y Roma, deben estudiar la teoría del Imperio según España de Carlos, o tanto la de Carlos de Esgaña. Aquella médula para el organismo no se basaba tanto en los intereses materiales,que van y vienen, predominan o se agostan, sino en lo sustancial: en la creencia religiosa que no pasa ni muda, como es sobrenatural y verdad revelada por Dios. Y, en consecuencia, en una jerarquización en que no se agosta ni destruye nada, ni se priva a la espontaneidad de dar su fruto, pero evita el babelismo, la insolidaridad, las necias rivalidades del amor propio.
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