Documentos a los que hace referencia Manuel de Santa Cruz: Documento del Almirante Carrero Blanco contra la libertad religiosa
Fuente: ¿Qué Pasa?, Nº 524, 12 de Enero de 1974, páginas 10 y 11.
OBSERVACIONES QUE EL MINISTRO SUBSCRETARIO DE LA PRESIDENCIA HACE AL ANTEPROYECTO DE LEY SOBRE LA CONDICIÓN JURÍDICA DE LAS CONFESIONES ACATÓLICAS EN ESPAÑA, PRESENTADO POR EL MINISTRO DE ASUNTOS EXTERIORES AL CONSEJO DE MINISTROS EN SU REUNIÓN DEL 10 DE SEPTIEMBRE DE 1964
En el Consejo de Ministros celebrado en el Pazo de Meirás el pasado día 10 de septiembre, el Ministro de Asuntos Exteriores, tras una amplia exposición de justificación y de las distintas fases de gestión del documento, entregó a los distintos componentes del Consejo un anteproyecto de ley sobre la «Condición jurídica de los acatólicos y de las confesiones no católicas en España», acompañado de una carta que, con fecha del 7 de septiembre, le había dirigido la Comisión designada por la Conferencia de Metropolitanos, constituida por su eminencia el cardenal primado y por los excelentísimos señores arzobispos de Madrid-Alcalá y Sión, en la que le manifiestan su conformidad con el texto del referido anteproyecto.
El Consejo de Ministros, de los que la inmensa mayoría tuvo entonces la primera noticia de esta negociación con la jerarquía eclesiástica española y del avanzado estado de la misma, un tanto sorprendido por el hecho y ante la evidente importancia de la remisión a las Cortes de un proyecto de ley sobre cuestión tan delicada, tomó el acuerdo de designar una ponencia de Ministros, constituida por los de Asuntos Exteriores, Justicia, Gobernación, Educación, Secretario General del Movimiento, Información y Turismo y Ejército, para que, por lo pronto, estudiara el anteproyecto entregado a fin de dar cuenta de su parecer al Consejo en una próxima reunión. Sin embargo, la importancia del asunto y el hecho de haberse repartido el documento a todos los Ministros, parece aconsejar que cada cual lo estudie por su cuenta, a fin de formarse su propio criterio, sin perjuicio del dictamen, que la Comisión designada en su momento emita, como elemento de juicio para el acuerdo que en su día tome el Gobierno.
Estudiado con todo detenimiento el citado anteproyecto de ley y ante la evidente importancia que la promulgación de una igual o similar a la propuesta habría de tener para España, por un imperativo de conciencia y servicio, me considero en el ineludible deber de formular las razones de mi discrepancia del proyecto. Considero también que estas razones debo darlas por escrito, para mayor facilidad de quienes quieran considerarlas, y que debo formularlas con toda claridad, sin que la enturbien mi sincero reconocimiento de la rectitud de intención y espíritu de servicio que estoy seguro han guiado al Ministro de Asuntos Exteriores en sus gestiones y mis sentimientos hacia él de verdadera amistad y compañerismo. Entiendo que la importancia del asunto es tal, tanto a los ojos de Dios como para el futuro de España, que obliga a exponer la propia opinión en conciencia, saltando por encima de cualquier otra consideración. Es posible que sea yo el equivocado, pero sólo puedo ver esta cuestión a la luz de mi conciencia y discurrir sobre ella con mi propio cerebro; si se me convence de mi error estoy dispuesto, en todo momento, a reconocerlo y a rectificar.
Para mayor facilidad en la exposición, voy a dividir mis observaciones en:
– Observaciones sobre la totalidad del tema.
– Observaciones del articulado.
– Observaciones de procedimiento.
OBSERVACIONES A LA TOTALIDAD
Con el anteproyecto de ley que nos ocupa se trata, en síntesis, de dar facilidades en España a la práctica y expansión de religiones distintas a la católica, a cambio de lograr una benevolencia, que siempre sería despectiva como son siempre las benevolencias que se postulan con claudicaciones, de los sectores extranjeros que, con mayor o menor frecuencia, atacan argumentando contra nuestra intransigencia religiosa. Se trata, pues, de un toma y daca, y parece natural examinar qué es lo que nosotros daríamos en una ley de ese tipo y cuál sería la efectividad de la posible contrapartida.
España, en cuestiones de fe religiosa, es indudablemente un caso muy particular que no se valora nunca fuera en sus verdaderas dimensiones, ni muchas veces, tampoco dentro. La unidad de nuestra fe católica se forjó a lo largo de nada menos que siete siglos de lucha contra el Islam, y constituye el verdadero aglutinante de nuestra unidad política. Esta unidad religiosa, tan eficazmente servida por la plausible intransigencia de nuestros grandes reyes, fue en el siglo XVI el dique irreductible que la herejía encontró en su expansión hacia el mediodía de Europa, y llega a tener tal consistencia que, pese a los embates antirreligiosos del liberalismo durante más de un siglo, cuando llega el momento de reaccionar contra la invasión comunista, el motor principal que impulsa el Alzamiento Nacional es, precisamente, la fe católica. Lo que a los españoles espanta del comunismo es su ateísmo y no las consecuencias de sus concepciones económicas. Millares de seres que nada tienen que perder en este aspecto, son víctimas de las checas y de los pelotones de ejecución, exclusivamente porque no quieren renunciar a su fe religiosa. Nuestra guerra de Liberación es realmente una Cruzada, en la que damos al mundo el impresionante espectáculo de muchos millares de mártires, sin que el ateísmo comunista pudiera registrar un solo caso de apostasía, no ya entre los religiosos atormentados y asesinados, sino tan siquiera en un solo seglar, entre los que hubo ancianos, mujeres y muchachos casi niños. Esto, en un mundo materialista como el actual, tiene, indudablemente, un extraordinario valor. Como el Caudillo dijo en su último mensaje de fin de año: «La unidad católica de España es la más preciosa joya moral de nuestro pueblo.»
Nuestro régimen político se asienta sobre doce principios fundamentales, de los que el segundo dice así: «La nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de conciencia nacional, que inspira su legislación.» ¿Creemos esto de verdad? ¿Estamos convencidos de que la única religión verdadera es la católica? La casi totalidad de los españoles, sí. Y entonces, ¿cómo vamos a legislar algo que favorece el mantenimiento y propagación del error? ¿Es que una disposición que legalice la formación de ministros de religiones falsas y la instrucción según estas religiones, puede considerarse inspirada en la doctrina católica? Evidentemente, no. Por lo tanto, entiendo que, desde un punto de vista legal, el anteproyecto de ley propuesto está en colisión con el segundo de los Principios Fundamentales del Movimiento y, lo que es aún peor, que su promulgación sería un mal servicio a Dios.
Sería, además, un mal servicio a España. Nuestra unidad política se asienta fundamentalmente sobre nuestra unidad religiosa y todo aquello que atente a ésta atenta evidentemente a la primera.
Esta es la razón por la cual nuestros contumaces enemigos tienen tanto interés en quebrantarla. Si recibimos tantas censuras por nuestra tan decadente intransigencia religiosa, no es porque a la masonería-liberal o al socialismo marxista o al comunismo, les importe si tal o cual protestante español tiene más o menos facilidades para la práctica de su credo en España; lo que les interesa es abrir brecha en nuestra unidad religiosa, porque ello sería tanto como abrirla en nuestra unidad política y avanzar con más facilidad por el camino de hacerse, en definitiva, con nuestra independencia.
No es difícil suponer las consecuencias que la promulgación de una ley como la propuesta podrían tener en el orden político. Por lo pronto, es casi seguro, que unas capillas protestantes y unos seminarios y escuelas establecidos por sus distintas sectas, que vivieran al amparo de una legalidad, y con la posibilidad de recurrir ante cualquier intervención gubernativa, acabarían enmascarando sectas masónicas y centros de oposición política y de subversión. Por otra parte, el impacto en la opinión pública española, que no es la de unos cuantos señores de tendencias progresistas que se sienten muy inclinados hacia las ideas nuevas y que consideran mucho más adelantado y conveniente lo que se lleva por fuera, sino la de la gran masa sana del pueblo, sería de una terrible decepción. Esta apertura a siniestra del Régimen, en materia religiosa después de veinticinco años, no sería fácilmente comprendida, porque en realidad no tendría fácil explicación. A las gentes que ya están, y con razón, escandalizadas con las libertades que en el orden moral se han manifestado en los últimos tiempos en playas, espectáculos, libros, revistas e incluso en la televisión, a las gentes, digo, que censuran esta tendencia, la ley propuesta les parecería un paso más hacia siniestra y una manifestación de debilidad del Régimen. Surgirían en seguida sectores ultras que encontrarían en ello una justificación para ponerse en la oposición, como podría suceder con algunos grupos tradicionalistas (los carlistas) y otros que, aunque sin estas preocupaciones religiosas, como los demócratas cristianos, socialistas, etc., aprovecharían el descontento de las verdaderas masas del Movimiento para arrimar el ascua a su sardina. Consecuencia: serio quebranto de la unidad, por activa y por pasiva, y, con ello, un pésimo servicio al bien común y, por lo tanto, a España.
¿Y qué lograríamos de este mal servicio, a la vez a Dios y a España? Pues, todo lo más, una temporada de mansos ataques en la prensa extranjera y hasta algún elogio, más o menos socarrón, sobre la favorable evolución del Régimen, pero después las cosas seguirán igual o peor.
Yo comprendo que debemos hacer lo que sea posible, dentro de lo que la dignidad nacional impone, y desde luego sin perjuicio de lo que en nosotros debe de ser básico e intangible, para que nuestras relaciones internacionales sean favorables y para que la opinión mundial nos reconozca tal y como somos, pero considero pueril el esperar que, en la situación mundial actual, se nos elogie y aplauda con unanimidad si no hacemos dejación total de nuestro verdadero ser. Nuestro catolicismo, nuestra independencia y nuestra concepción política tienen que ser la enemiga de los totalitarismos internacionales, llámense comunismo, socialismo-marxismo o liberalismo masónico, y hasta pudiéramos agregar democracia cristiana, y mientras estos totalitarismos dispongan de órganos de prensa, y los tienen en abundancia, los ataques, las calumnias y las injusticias contra España no cesarán. ¿Qué debemos hacer, pues? Pues yo entiendo que lo que hemos venido haciendo hasta ahora: mantenernos firmes en lo que nos es fundamental; ser fieles a nosotros mismos y a los principios por los que tantos murieron; y confiar con fe en la ayuda de Dios, que puede mucho más que todos los humanos juntos. Difícilmente pueda existir una ofensiva más encarnizada, por parte del mundo entero, que la que España sufrió en los años cuarenta y, sin embargo, a la vista está, cómo Dios nos ha ayudado. Esta ayuda vale más que nada, pero hay que merecerla, y para merecerla, si proclamamos como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios según la doctrina católica, seamos fieles de verdad, con todas sus consecuencias, a esta declaración, y… no tengamos miedo a nada, porque Dios nos ayudará. A lo que debemos de tener miedo es a dejarnos llevar por snobismos y a tratar de parecernos a lo que en el mundo debiera ser corregido. Los pecados colectivos, que los cometen los gobiernos, se pagan en este mundo, y los pagan, colectivamente, las naciones.
Por todo cuanto antecede considero que, en modo alguno, debe promulgarse la ley propuesta.
El artículo 6 del Fuero de los Españoles, dice:
«La profesión y práctica de la Religión Católica, que es la del Estado español, gozará de protección oficial.
Nadie será molestado por sus creencias ni el ejercicio privado de su culto. No se permitirán otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la Religión Católica.»
Si hay que regular este principio, que claramente tolera el culto en privado de las religiones acatólicas, a la vez que prohíbe todo proselitismo de las mismas, ello puede perfectamente hacerse mediante instrucciones del Ministro de la Gobernación, que pudieran incluso ser aprobadas en Consejo de Ministros, a los Gobernadores Civiles de las provincias, quienes conocen perfectamente quiénes son los acatólicos de su jurisdicción.
OBSERVACIONES AL ARTICULADO
Aunque con lo que queda expuesto parece ocioso ocuparse del articulado, voy a señalar algunas observaciones sobre determinados artículos del proyecto que, a mi juicio al menos, no están claros.
Artículo 2.º: Entiendo que los derechos de los acatólicos no pueden ser los mismos que los de los demás ciudadanos, porque deben quedar restringidos en todo aquello que pueda ser proselitismo (conferencias, actos, artículos, revistas, etc.).
Artículo 3.º: Según dispone la ley de 19 de abril de 1961, todo funcionario del Estado debe jurar, antes de tomar posesión de su cargo, acatamiento a los Principios Fundamentales del Movimiento, sin excepción. ¿Puede un acatólico jurar acatamiento al principio segundo, en el que se declara que la Religión Católica es la única verdadera? Por otra parte, ¿es prudente para el Gobierno de un Estado católico, consentir que haya maestros de escuela o catedráticos de Universidad que sean acatólicos y que puedan aprovechar su cátedra para hacer proselitismo?
Artículo 5.º: En él se dice que no se impedirá a los acatólicos durante el servicio militar, el cumplimiento de sus deberes confesionales siempre que la disciplina general lo consienta. Esto es muy elástico y queda a la interpretación de innumerables autoridades militares. No es aventurado suponer que en la práctica, esto daría lugar a un semillero de conflictos, con sus consiguientes recursos, y su inmediata repercusión en la prensa extranjera.
La modalidad sobre el juramento a la Bandera de los acatólicos no es necesaria. El juramento a la Bandera, regulado por el decreto de 13 de septiembre de 1936, no es un rito de la Iglesia Católica. Lo toma el Jefe del Cuerpo con la fórmula de: «Juráis a Dios y prometéis a España…» Existe la costumbre de que al final, después que el Jefe del Cuerpo dice: «Si así lo hacéis la Patria os lo agradecerá…», el capellán agregue: «En nombre de mi sagrado ministerio pido a Dios que si así lo hacéis os lo premie y si no os lo demande», pero esto no es reglamentario, sino simplemente una costumbre piadosa arraigada entre nosotros, como lo es la previa celebración de una misa de campaña.
Artículos 10 al 20: Me parece muy peligroso el derecho de asociación con fines acatólicos. ¿Cómo controlar que no sean instrumentos de proselitismo y que sus reuniones, que podrían celebrarse sin previo permiso de las Autoridades (artículo 19), no sean en realidad reuniones con fines políticos contrarios al Estado?
Por otra parte, las facultades ejecutivas de la Comisión Interministerial de Asociaciones Confesionales (la CIAC) me parecen excesivas. La responsabilidad, en cosa tan grave, quedaría muy diluida.
Artículo 20: ¿Qué quiere decir que los actos de confesiones acatólicas puedan ser anunciados discretamente? Todo anuncio, en la prensa, en la radio, en la televisión, en prospectos repartidos en la calle, etc., es indiscreto por su propia naturaleza, porque es indiscreto todo lo que pueda ser conocido por todo el mundo. El anuncio es proselitismo. El único anuncio discreto es la carta personal a domicilio.
Artículo 21: La exención del servicio militar de los ministros de los cultos acatólicos, me parece una ventaja injustificada y nociva.
Artículos 23 y 24: El derecho a establecer centros de formación para ministros acatólicos y centros de enseñanza para los hijos de los miembros de la sociedad acatólica, es un derecho en cierto modo a ejercer el proselitismo. Ya el artículo 27 del vigente Concordato dispensa a los hijos de los acatólicos de la enseñanza de la Religión. Esto parece suficiente.
Artículo 26: Este es el más grave. En él se dice que las confesiones acatólicas deberán evitar el proselitismo y toda forma proselitista de propaganda pública y domiciliaria que signifique alguna manera de ataque a la Iglesia Católica.
Yo entiendo que toda forma de proselitismo ataca a la Iglesia Católica, y además está, en todo caso, prohibido por el Fuero de los Españoles. Las publicaciones acatólicas no deben poder circular más que entre los acatólicos.
OBSERVACIONES AL PROCEDIMIENTO
Por último, creo que debo de señalar que el procedimiento de negociación del texto del anteproyecto que nos ocupa, no ha sido correcto. Puesto que era el Gobierno quien debía aprobarlo en última instancia, el Gobierno debió conocer y aprobar el texto inicial antes de ser enviado a la Jerarquía.
La realidad ha sido una negociación entre el Ministerio de Asuntos Exteriores y una Comisión de tres Prelados designados por la Conferencia de Metropolitanos, y, sin que se le encuentre justificación, se ha dado estado en la prensa, reproduciendo una innecesaria y hasta perjudicial preocupación entre las gentes, a un asunto que está aún inmaduro y sobre el que hay mucho que hablar.
Al día siguiente del Consejo en el que el Gobierno tuvo conocimiento por primera vez del asunto, apareció en la prensa la conocida nota de la Secretaría de Cámara del Cardenal Primado, cuyo objeto no logro explicarme, y la ampliación a la referencia al Consejo de Ministros terminaba diciendo: «El acuerdo ha sido de plena satisfacción para ambas partes –subrayó el Ministro–, porque hubo en todo momento compenetración perfecta entre la Jerarquía eclesiástica y el Gobierno». Esta declaración no se ajusta a la realidad. La compenetración perfecta habrá existido entre el Ministro de Asuntos Exteriores y los tres Prelados que firman la carta que se nos entregó, pero no entre la Jerarquía y el Gobierno. Lo mismo que creo que hay muchos Ministros –yo uno de ellos– que no están conformes con el texto del anteproyecto, estoy seguro de que hay muchos Prelados –me atrevería a asegurar que la mayoría– que tampoco lo están. La información no fue, pues, correcta.
Por último, una disposición de este tipo, con un texto concertado, no puede ser nunca una ley, pues las Cortes tienen perfecto derecho a modificar los textos de las proposiciones de ley. Sólo en el caso de ratificación de convenios, los textos son inmodificables. Si el asunto se tratara como una ampliación del Concordato vigente con la Santa Sede, la cosa sería muy distinta desde el punto de vista religioso, pero aun así tendríamos que analizar muy detenidamente si lo aceptado por la Santa Sede, y no por tres Prelados, de una manera terminante y en una ampliación del Concordato, podría sernos perjudicial desde el punto de vista político, porque todas las libertades, por sagradas que sean, tienen que tener las limitaciones que imponga el bien común.
Madrid, 18 de septiembre de 1964.
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