Fuente: Punta Europa, Número 39, Marzo 1959, páginas 77 a 85.


LA DESHUMANIZACIÓN DE LA MEDICINA

Por el Dr. Antonio Arbelo

Asesor de Demografía en los Servicios Centrales de Higiene Infantil


Al hacer público a una minoría intelectual el fenómeno de cambio de signo del ejercicio de la Medicina en nuestro tiempo, pienso en la valiosa ayuda que con ello puede recibir mi más querida meta profesional: defender la salud del niño desde la atalaya sanitaria donde habitualmente contemplo y estudio la población infantil de España.

A los no médicos que esto leyeren puede que cause sorpresa lo que aquí decimos. Es natural que así sea al no conocer otra Medicina que la tradicional, la del sacerdocio del médico, de la que todavía siguen recibiendo asistencia. Sin embargo, espero que ningún profesional de la Medicina de mi época o de la época anterior a ella, se sorprenderá porque un pediatra, un médico de niños como generalmente se le denomina, un pediatra-puericultor o simplemente puericultor como ahora se llama, y que hace veintisiete años se incorporó al ejercicio de la Medicina infantil en nuestra patria, formule hoy día la afirmación que da título a este artículo, con el que pretende únicamente dar a conocer las impresiones que la evolución de la práctica de la medicina viene determinando en su espíritu, con el fin de poner remedio a los males –y en lo sucesivo evitarlos– que su mal realizada colectivización viene causando, por su deplorable organización e imperfecta asistencia a la infancia, en la mente y sentir de muchos padres y de los pediatras.

Ignoro si soy el primer médico que en España hace público esta exteriorización de su sentir en relación con la nueva Medicina. Si así fuera, debería tenerse muy presente lo que creo la razón de ello. Todos los médicos, en general, de las distintas especialidades, en particular otorrinolaringólogos, tisiólogos, radiólogos, analistas, etc., conocen bien el exceso de trabajo que determina el alto cupo de familias asignadas, pero saben solamente de las impresiones recogidas en consultas por faltarles, en general, las percepciones múltiples de la asistencia domiciliaria del enfermo.

La más fina detectación del ambiente –espíritu, pureza, inocencia, cariño, ternura, desinterés, etc.– y circunstancias –pobreza, humildad, enfermedad, etc.– del niño permiten al pediatra ser quien, antes, mejor y más hondamente perciba las reacciones humanas de la familia y las de sus compañeros frente a la decadente evolución de la Medicina, que debemos evitar.

Los errores programáticos de nuestra Medicina Social –mejor sería llamarla colectivizada o de masas en tanto no se mereciera el calificativo de social– no debe tener nunca el silencio de quienes cada día ejecutamos los actos más valiosos de ella, porque podían ser interpretados como asentimiento, conformidad. Además, si seguimos casi callados como hasta ahora, la Medicina en nuestra Patria corre el riesgo de sucumbir, o lo que es peor, de transformarse en su «conato». De continuar la Medicina como hasta hoy, no siendo recibida y encausada con la inteligencia puesta al servicio de lo más grandioso y perfecto que alienta el corazón y anima el espíritu del hombre, de proseguir arrastrada anónimamente por los equivocados servidores de la marea demográfica, no la podemos vislumbrar otro fin. ¡Y en estas circunstancias se pretende la Seguridad Social!... Nunca existirá una seguridad social si nuestra Medicina Social no cambia de signo, si sigue con su mala estructuración, si el espíritu del médico se sigue perdiendo, si la vida de los humildes en sus depresiones no encuentra que hay algo organizado de carácter selecto y superior para atenderlas, y sólo ve en quien asiste aquéllas la rapidez y la prisa, mientras el médico, día tras día en la contemplación de estas imágenes se forja la idea de la deshumanización de la Medicina y de las vidas humanas transformadas en un hormiguero.

Por ahora el fenómeno está en su comienzo y sólo afecta a la tercera parte de la población española. Diez millones de habitantes están obligatoriamente servidos por esta medicina colectivizada, de los cuales alrededor de la cuarta parte palian las imperfecciones de la misma en Sociedades Médicas o en médicos particulares.


LA FALSA MEDICINA SOCIAL

Con la industrialización del siglo XIX se inició la época de la creciente intensidad evolutiva, cuyo ritmo progresivo ignoramos hasta cuándo y dónde podrá proseguir. Como consecuencia de ello, hoy vivimos una época de ritmo acelerado, de casi continuo cambio, sin que se prevea signo alguno de disminución ni detención.

A la Medicina y al médico también les ha correspondido ser transformados. El ritmo impetuoso del demografismo impera y manda en lo social, cuyo «cuantum» todo lo determina.

Sus servidores se sirven del avance terapéutico para interpretar al médico en sus actuaciones sobre mayor número de familias y de asistencias, mayor espacio, en el que ven sólo un simple servidor de la deslumbrante farmacología. Sobre esta base, Medicina y médico han sido adentrados y aprisionados en el campo de lo social. Resulta paradójico que, en el nombre de la Medicina y Seguridad Social, se cree una falsa Medicina y un médico también falso; a la medicina se la “masifica” y al médico, al desposeerle de sus deberes tradicionales, al profesional de la individualidad humana, se le convierte en un “adocenado”.

El pediatra, como todos los médicos, excesivamente agobiado por el excesivo cupo de familias asignadas, está materialmente imposibilitado para hacer una anamnesis, una exploración meticulosa, ha de molestar a las pobres madres con traslados a que obliga los envíos al radiólogo, analista, etc., siempre que precisa estos valiosos métodos auxiliares…

Por esta causa se le ha puesto en el camino que conduce a actuar con prisa, a explorar con rapidez, lo que poco a poco le ha ido tergiversando el patrón de su deber y, por lo tanto, de su conciencia de médico, a participar de la angustia de la época, como si no fuera ya bastante con el peso que cada día mantiene en su conciencia y sentimientos.

Tenemos que ir contra la tendencia actual de la creación de un falsa Medicina Social, de una medicina de masas, de una Medicina de colectividades, en la que se ignora lo individual, lo personal; tenemos que ir contra el engendro de «una Medicina que es la antítesis de la misma Medicina, que sólo ve la enfermedad y no al enfermo», donde se pierden los mejores matices del ser, de sus dolencias, matices que mejor definen la individualidad, y es la razón suprema de ser del médico.

Hasta ahora la Medicina sólo fue colectiva sanitariamente, sobre la base primordial de haberse ejercido bien, individualmente, agrupando y clasificando luego los casos, bajo la visión conjunta que interesa, en general, de una protección sanitaria. El apellido de lo social, ni una superior colectivización y menos una obligatoria subordinación de enfermos, autoriza a nadie a tergiversar la Medicina, a olvidar sus eternos principios, pues siempre fue aquélla social en cada una y en todas sus magníficas actuaciones individuales, pues en ellas mismas radica el mejor y el más excelso exponente de lo social. Sólo tratando al ser humano como siempre, en su grandiosidad, es decir, individualmente, se está autorizado para considerarlo bajo la visión colectiva de relaciones de características, incluyendo hasta las presupuestarias, y sólo entonces tendremos en verdad una Medicina que, justamente, desea ser social.

A nosotros católicos debe importarnos mucho, más que a nadie, que la organización del movimiento de la Medicina Social sea auténticamente social, inspirado en la más grandiosa fe que poseemos los humanos, ya que de no ser así sabemos bien a dónde conducirá el camino de lo empezado: a la contribución del desarrollo de los pensamientos políticos que en los humildes abren las puertas de la negación, mediante la creación del medio preferido por los políticos de la negación: la falta o la falsa asistencia médica a los niños que integran el actual arrollador ímpetu demográfico (40.000 nacidos cada día en el mundo, de los cuales 1.780 pertenecen a España) que interpretan mal y angustian a algunas naciones, tergiversando y explotando en el mundo, lo que es más puro y grandioso del sentimiento humano.

Desde que comenzó la especialidad Pediatría-puericultura en nuestra llamada Medicina Social, tanto en la primera como en la segunda etapa o actual, el pediatra-puericultor y la enfermera puericultora han estado siempre agobiados por el excesivo trabajo y no disponer de tiempo para el mismo.

Pese a ello, los buenos resultados obtenidos en la Asistencia Infantil del S.O.E. se deben, como hace años he puesto de manifiesto, exclusivamente a los pediatras-puericultores y enfermeras, quienes, luchando con adversidades de toda índole, no considerados y mal remunerados, vencieron miles dificultades e incomprensiones, movidos de sus sentimientos cristianos y profesionales hacia los niños que cada día habían de atender.

La calidad del ejercicio diario del pediatra-puericultor, en lucha constante con las adversidades que origina la falta de tiempo por sobrecargas de asistencias, la están todavía manteniendo el espíritu cristiano, el deber y la mentalidad profesional de otra época, camino de desaparecer, ayudados por el grandioso progreso de la terapéutica que ha permitido con su mayor eficacia un periodo menor de control médico, un número menor de asistencias.

Causa profundo pesar ver a los hombres no médicos que dirigen nuestra naciente Medicina Social, indiferentes o complacidos en lo inmediato, en resultados engañosos sólo aparentemente buenos, y en hechos de posibles repercusiones políticas personales, mientras no ven o no quieren ver los importantísimos detalles prácticos del desarrollo del programa trazado, los males que ocasionan en el alma de los humildes, la proyección de los mismos en el futuro, las posibilidades para corregir sus imperfecciones, con el afán superior y eterno de toda obra bajo la inspiración de Dios.

¿Hasta cuándo durará este ambiente negativo que malforma, en general, a las nuevas generaciones pediátricas desde sus primeros pasos en el ejercicio profesional, y desencanta el espíritu de las viejas?

La nueva generación médica no debe tener miedo, debe tener fe en que todo se arreglará, en que la Medicina Social será auténticamente social y el médico será, de siempre, el protector constante sanitario-clínico de la individualidad humana. Esta seguridad nos la debe de dar el conocimiento que tenemos del poder espiritual de la vocación de prevenir a los sanos, de aliviar, cuidar y curar a los enfermos, fuerza espiritual que nadie podrá vencer, ni arrebatarnos, y menos los que pretenden servirse falsamente de ella.

Claro es que todo esto se arreglará por la acción profiláctica social de los mismos médicos, ayudados por el hecho de que el sistema de Seguridad Social no puede existir sin la seguridad de la auténtica Medicina. El sistema colectivo de la Medicina Social no podrá vivir sin la consulta tradicional, individual, médico-tiempo, médico-enfermo. El sistema Social no podrá vivir si los médicos encuentran sus posibilidades limitadas y sus fuerzas vocacionales no están satisfechas de los medios y forma en que actúan.


LA RELACIÓN MÉDICO-TIEMPO

No se nos esconde el hecho básico de los medios económicos en la realización de cualquier programa. Hace ya tiempo lo señalamos para la Medicina Social con la frase que sigue: «La piedra angular del Seguro radica en la relación médico-tiempo, donde todas las relaciones se encuentran limitadas por el trasfondo de posibilidades económicas».

Pese a las advertencias que entonces se hicieron, se llegó a la estructuración tan deseada de pediatras-puericultores convertidos en médicos generales de niños, pero en la forma absurda en que ha sido ordenada, dando origen a lo peor que la medicina ha podido ver en nuestro tiempo.

Los tradicionales valores del espíritu en la «relación médico-enfermo-familia» han descendido grandemente desde que la relación médico-tiempo ha menguado por imperativo del abuso del colectivismo médico. Es cierto que el progreso de la Medicina, especialmente el terapéutico, permite hoy un menor tiempo en el acto médico, pero no al extremo que absurdamente han supuesto los malos organizadores de nuestra Medicina Social, y pese a las advertencias que para la Medicina Infantil sobre este particular se le formularon antes de llevar a la práctica la segunda etapa de la misma.

Con la obligación «menor tiempo» que han impuesto al acto médico se ha iniciado el comienzo de la desaparición o tergiversación de lo más excelso de la Medicina, la atmósfera cristiana, deber-dignidad, consejo-guía, que siempre reinó con el médico en la relación médico-enfermo-familia, hasta el extremo de hacer innecesario el prestigio del médico.

La medicina, al despersonalizarse, se deshumaniza, o lo que es peor, se descristianiza, se desposee del espíritu religioso que siempre signa y determina los actos del médico. Todo parece conducirnos a un estado igual a lo que existe en los países materialistas, ateos, de allende el telón: el acto práctico formulario, sin repetición, sin trascendencia ante el valor de los resultados, dada la nula o escasa importancia de la vida individual familiar, cuando sólo se finge, o cree inspirarse en la superioridad de una comunidad rebosante, como si ello fuera posible sin la elemental, básica, previa y cristiana consideración individual del sujeto humano.

El problema de la asistencia sanitaria médica a nuestra infancia adquiere máxima importancia porque el espíritu católico y el carácter emigratorio de nuestra patria, exigen un esfuerzo para obtener la más perfecta y ejemplar organización, que sirviera de modelo a las naciones europeas y facilitara la adopción de nuestra fe y de nuestro sistema en Hispanoamérica y en el resto del mundo. Además, en la nueva idea unitaria que la necesidad de pervivir ha hecho brotar en la cristiana Europa, la nación más representativa no puede concurrir sin el matiz propio de su tradicional sentir y hacer por la infancia, que la concepción de una falsa Medicina Social comienza arrebatarle, minando la más poderosa base del hogar familiar.

Faltaron hombres bien dotados y dispuestos en el planteamiento de la estructuración de la especialidad de Pediatra-puericultura, y más juiciosos y experimentados al ordenar su realización. Es cierto que en los puestos directrices no faltaron médicos bien dispuestos, por cuyos espíritus vive la Medicina tradicional, que vieron las medidas superficiales e incompletas, y hasta que previeron los males que iban a causar, pero sus opiniones no fueron suficientes, nada pudieron evitar.

El momento actual es que los médicos de niños llevamos a cabo el ejercicio de la segunda etapa de la Pediatría-puericultura del S.O.E., descontentos, pero fieles cumplidores a nuestros tradicionales deberes, resignados, silenciosos, pero llenos de caridad y agradecimiento hacía los pobres y humildes padres, que toda comprensión nos ayuda grandemente en nuestra labor, reduciéndonos el número de asistencias, etc., mientras el alma se nos impresiona angustiosamente ante los males que determina la decadente evolución de la Medicina.

La existencia de una buena o mala Medicina Social es un problema de civilización y organización cristiano social, bien resuelto en la mayoría de los países civilizados occidentales. A nosotros nos urge mucho tener una buena Medicina Social, para lo que bastaría una transformación profunda de nuestra actual Medicina Social, especialmente de la Infantil, que permita en las familias que asistimos y en nuestro «yo» profesional la pervivencia del espíritu cristiano tradicional en nuestra patria.

En la formación de la infancia, es donde mejor se deposita la esperanza para el futuro; por ello, desde el puesto que Dios me ha permitido alcanzar en la vida, una vez más, bajo la inspiración de la divisa católica «Por un mundo mejor», lucho para lograr una mejor asistencia sanitario-médica del niño español.