Fuente: Ecclesia, número 200, 12 de Mayo de 1945, páginas 5 y 6.


CONDUCTA DE ESPAÑA EN LA GUERRA Y EN LA PAZ

CARTA PASTORAL DEL ARZOBISPO PRIMADO


Carísimos hijos en el Señor:

Desde que en septiembre de 1939 estalló la guerra en Europa, unidos nosotros a los sentimientos y a las enseñanzas del Vicario de Cristo en la tierra venimos orando insistente y fervientemente con oraciones públicas y privadas por la paz: por la paz en Europa, por la paz en el mundo, para que Nuestro Señor la concediese a nuestra España, librándola de la guerra.

La guerra sólo es justa cuando es necesaria, pues es tan grande el cúmulo de males que engendra y en proporciones tan aterradoras la guerra moderna con el utillaje de formidable maquinaria de destrucción, que deben siempre intentarse con decidido ánimo y buena voluntad los medios pacíficos de solucionar los conflictos producidos por el antagonismo de intereses antes de acudir a la fuerza de las armas. Pero si tienen sus pasiones los individuos, las sufren y las padecen los Estados. ¡Tentación terrible la de creerse en un momento dado con fuerzas para aplastar al adversario! Tentación y engaño, sin embargo, como las vicisitudes y el final de la presente guerra han demostrado con evidencia meridiana, que ojalá sirvieran, al menos después de tan trágicas consecuencias, para Europa, deshecha y devastada, como solemne lección de la Historia para el porvenir.

La guerra que acaba de terminar en Europa ha sido un verdadero fratricidio de las naciones europeas, último fruto de la pérdida de [la] unidad cristiana en Europa, consumada en el siglo XVI.

No podemos, como Prelado, ensañarnos con los vencidos; pero no podemos tampoco equiparar ante la Justicia y el Derecho a los agredidos con los agresores; mas al fin, para nosotros, como cristianos y como españoles, era la presente guerra un fratricidio de las naciones europeas. ¿Podíamos o debíamos haber intervenido, siquiera en apoyo del que juzgáramos injustamente agredido? La absoluta no intervención es doctrina condenada por la Iglesia en el “Syllabus” (1). Pero la intervención en favor del oprimido es para un tercero oficio de caridad, no de justicia, y que debe regularse en la práctica según las posibilidades, la oportunidad y la eficacia. Las circunstancias no permitían en modo alguno la intervención de España en una guerra cuyas proporciones podían ya de alguna manera preverse desde el primer momento. España acababa de terminar una dolorosa y larga guerra interior al estallar la guerra, europea en sus comienzos, mundial dos años después. Necesitaba restañar sus numerosas heridas, había perdido un millón de hombres entre uno y otro bando, tenía innúmeras regiones devastadas, necesitaba emplear todas sus fuerzas en su reconstrucción.

Por otra parte, hay que decirlo bien alto, la guerra europea y mundial no tiene nada que ver con la guerra civil española. Fue lamentable que se tuviese que acudir a ella, y la Iglesia por su parte, que no se enfeuda nunca en ningún régimen político, había aconsejado en España, según la consigna de la Santa Sede, la colaboración para el bien común, aun dentro del régimen republicano. Éste fue desbordado para dar paso a una anarquía sangrienta comunista, con desprecio de los derechos de la persona humana, con millares y millares de víctimas seglares, con muchos millares de sacerdotes, religiosos y religiosas asesinados, con millares de iglesias devastadas. Este hecho público e innegable, ni siquiera tergiversable, se debiera siempre tener presente para todos los que se ocupen de España. Si son católicos, deberán reconocer en la guerra civil española el carácter de verdadera Cruzada por Dios y por España, como se la reconocieron con su bendición dos Romanos Pontífices y la reconoció la Jerarquía católica universal en sus contestaciones a la Carta Colectiva de los Obispos españoles. Si reconocen los fueros de la persona humana y abominan de la anarquía comunista, habrán de reconocer, por lo menos todos los amantes de la libertad, la legitimidad de emplear en último recurso la fuerza al servicio del Derecho natural atropellado.

La guerra que acaba de terminar en Europa fue empezada sin enterar a España, con finalidades que nada le atañían y, en realidad, por intereses de expansión y dominio. España, por sus intereses, no tenía que intervenir; por el estado en que se encontraba y por la distancia del teatro de la guerra en los primeros momentos de la lucha, no podía intervenir. Su misión era clara: salvar, junto con Portugal, siquiera un remanso de neutralidad y de paz en la Europa occidental, en beneficio de todos los beligerantes, para poder hacer oír, junto a la voz del Romano Pontífice, la voz de la serenidad y de la fraternidad cristianas y de la comunidad europea al fin de la lucha. El Gobierno español ha estado al lado del Romano Pontífice en los momentos difíciles de Roma. El pueblo español ha puesto en manos del Vicario de Cristo ingentes sumas para que, en beneficio de los necesitados de ambos bandos beligerantes, las repartiese y dispensase.

Al cesar en Europa el tronar de los cañones, el bombardeo de los aviones, el lanzamiento de las bombas volantes, que tantas ciudades han convertido en ruinas, España da gracias a Dios por haberse visto libre de tanta devastación; también por hacerse un alto en la devastación de Europa.

España, que tanto, tan poderosa y tan beneficiosamente ha influido en la Historia descubriendo y civilizando junto con otras naciones el Nuevo Mundo, no tiene ante la tragedia que finaliza por qué avergonzarse de ser fidelísima al espiritualismo cristiano. Ha presenciado el derrumbamiento de los novísimos sistemas que divinizaban la fuerza y el Estado, y que han llevado a la mayor ruina a los pueblos donde se implantaban. Ella continúa fiel a la doctrina de los grandes maestros clásicos del Derecho internacional: Vitoria y Suárez.

Ojalá que la paz futura se procure asentarla sobre el derecho de grandes o pequeños, no sólo sobre lo que entre sí acuerden los más grandes y poderosos, cuya inteligencia nunca será muy durable. Ojalá que esa misma paz se asiente en el dogma cristiano de la verdadera fraternidad humana, cuya universalidad católica tan fuertemente siente España. Ojalá que por todos se ame esta fraternidad; se ame en adelante por todos los pueblos, cuyas diferencias accidentales de condiciones y de cultura tan admirablemente pueden contribuir al bienestar de los distintos pueblos y al progreso de la Humanidad, en vez de convertir en ídolo la sangre o la raza.

Demos gracias a Dios por haber librado a España de la guerra y por haber terminado el horrísono fragor de las armas modernas en la atormentada Europa; pero sigamos rogando por la paz. En primer término porque, cesada la lucha en Europa, sigue todavía en otras partes del mundo. En segundo lugar porque la cesación de la lucha armada es sólo el elemento negativo de la paz. Ésta es “tranquillitas ordinis”, y para que renazca un nuevo orden se requiere que éste se funde en una justicia, no en la mera fuerza, ni menos en el odio y la venganza. Debe brillar la justicia en el nuevo orden y no la mera fuerza. La piedra de toque será la suerte que se depare a la católica y heroica Polonia. El motivo de la entrada en guerra de poderosas naciones occidentales fue para salvaguardar su integridad e independencia. Al principio de la guerra sufrió un nuevo reparto entre naciones que luego se han enfrentado en durísima lucha. Sería un escarnio a la justicia y un indicio de la fragilidad del nuevo orden que, con los arreglos territoriales que la equidad aconseje, y contando con el verdadero pueblo polaco, no se conservase incólume la verdadera independencia de la católica Polonia.

Seguiremos rogando por la verdadera paz entre los pueblos. La Iglesia condena el comunismo, como los excesos del Estado, pero ama a todos los pueblos. Es contraria al comunismo, pero ruega y anhela la conversión de Rusia y la pide por la intercesión de la Virgen María. Grandes necesidades exigen la continuación de las plegarias por la paz.

También, queridísimos hijos, requieren la continuación de estas plegarias la confirmación y consolidación de la paz externa e interna de nuestra España. Paz externa, para que nadie se entremeta en los asuntos internos, que sólo a España afectan. Paz interna, que consolide nuestra unidad y perfeccione y corone la obra de nuestra Cruzada. Nunca hemos cejado en nuestros escritos pastorales y en nuestras alocuciones en pedir unidad de los que amen el verdadero espíritu tradicional, que tan grande hizo a nuestra España en los siglos de oro, y amplio espíritu de generosidad y comprensión aun para los extraviados. Que sea una realidad la liquidación [de la justicia] represiva de la última y dolorosa guerra, como se ha ya decretado. Que la generosidad comprensiva dé anchos cauces y medios de vida a todos los españoles. Que todos vean los peligros de que en momentos tan difíciles y trascendentales no esté muy firme la autoridad del Estado. Que éste, cesada ya la gran dificultad que en muchos momentos podían representar las incidencias de la guerra en Europa, adquiera la solidez de firmes bases institucionales, conformes con las tradiciones históricas y acomodadas a las realidades presentes. Que se coloquen los intereses comunes sobre meros intereses particulares. Que se busque y se preste una verdadera colaboración de todos los ciudadanos, no por medio de una masa amorfa, sino por las instituciones naturales de la familia, profesión y municipio. Sobre todo que se acuda pidiendo al Sacratísimo Corazón de Jesús y al Purísimo Corazón de María que sigan protegiendo a España, iluminen al Jefe del Estado y a cuantos tengan mayores responsabilidades en los futuros destinos de nuestra España.

A estos fines ordenamos:

Primero. Que en la santa iglesia catedral primada, el día de la Ascensión, a las doce de la mañana, se celebre un solemne tedeum con exposición de Su Divina Majestad por haberse visto libre España de la guerra y por el fin de la misma, añadiendo preces por la obtención de una paz justa y equitativa.

Segundo. Que en las parroquias de fuera de la capital se celebren dicho tedeum y preces el primer día festivo.

Tercero. Que hasta nueva orden continúen tanto la oración en la santa misa por la paz como las especiales preces prescritas para la misma en el presente mes de mayo.

Toledo, 8 de mayo de 1945

† Enrique, Arzobispo de Toledo, Primado de España.




(1) Proposición LXII.