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Tema: San Borondón: la octava isla

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DON COSME San Borondón: la octava isla 15/05/2007, 20:05
DON COSME Re: San Borondón: la octava... 15/05/2007, 20:19
Hyeronimus Re: San Borondón: la octava... 15/05/2007, 23:04
DON COSME Re: San Borondón: la octava... 16/05/2007, 19:37
DON COSME Re: San Borondón: la octava... 16/05/2007, 19:41
DON COSME Re: San Borondón: la octava... 16/05/2007, 19:43
Hyeronimus Re: San Borondón: la octava... 17/05/2007, 22:39
Val Re: San Borondón: la octava... 18/05/2007, 11:51
Val Re: San Borondón: la octava... 18/05/2007, 18:51
Hyeronimus Re: San Borondón: la octava... 19/05/2007, 05:15
Hyeronimus Re: San Borondón: la octava... 19/05/2007, 06:01
DON COSME Re: San Borondón: la octava... 19/05/2007, 06:47
Michael Re: San Borondón: la octava... 01/06/2013, 17:28
Hyeronimus Re: San Borondón: la octava... 12/08/2014, 18:02
Hyeronimus Re: San Borondón: la octava... 12/08/2014, 18:05
Hyeronimus Re: San Borondón: la octava... 12/08/2014, 18:10
Hyeronimus Re: San Borondón: la octava... 12/08/2014, 18:13
  1. #1
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Lo de la sombra del Teide me parece una barbaridad. Luego dirán que los andaluces somos exagerados... ¿Cómo va a proyectar el volcán una sombra tan grande y tan lejos de Tenerife?

    Esa web es impresionante. He leído y mirado con detenimiento todas sus páginas y aporta excelentes pruebas documentales de que en efecto hay una isla ahí. Con todo, sigue el misterio y es increíble que tan pocos se hayan topado con ella y tantas expediciones emprendidas en su búsqueda hayan fracasado. Lástima que las fotos no sean de mejor calidad, pero siendo de la prehistoria de la fotografía, qué le vamos a hacer.

  2. #2
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Hace unos años vi una reposición del programa “Más Allá”, presentado por el desaparecido Jiménez del Oso, psiquiatra metido a parasicólogo, ufólogo y demás hierbas, el Iker Jiménez de antes.
    El caso es que allí se hablaba de San Borondón y en un momento dado del programa se enseñaba una supuesta foto de la isla, relativamente reciente se decía, tomada desde la orilla de otra isla, puede que la del Hierro, separadas las dos tierras por poca extensión de agua. Se podía apreciar, en dicha foto, una línea de costa y unas lomas al fondo, la verdad es que, independiente de que la foto fuera un trucaje o no, me llamo fuertemente la atención, impresionaba.

    A mí esto de San Borondón me recuerda, de alguna manera, las historias de ciudades sumergidas, muy propias del folclore gallego, bretón o del sur de Inglaterra (Cornualles), con saborcillo celta, bueno, como esta de San Borondón, San Brandán irlandés.

    Estupenda información, muy interesante por cierto.

  3. #3
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Una supuesta foto de San Borondón.



  4. #4
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Otra foto, de una bahía en la isla de San Borondón. Es de la colección de Edward Harvey. La encontré más clara en otra web.


  5. #5
    Avatar de Hyeronimus
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Y esta foto es de la sombra del Teide proyectada hacia La Gomera. No se parece nada a las fotos de San Borondón, y por supuesto, siempre está en el mismo sitio, mientras que la isla misteriosa puede aparecer por cualquier lado, aunque generalmente se ve desde La Palma, Hierro o La Gomera. Además, la figura cónica del volcán le da un aspecto de pirámide, no de isla. En todo caso, no deja de tener su belleza.



    Y aquí hay otra foto de la isla, pegada a la misma que puso Val, de la que no la puedo separar.




    La mítica isla seguirá envuelta en el misterio como tantas otras leyendas. Nos vienen a la memoria historias de ficción similares llevadas al cine, como la Shangri-lá de "Horizontes Perdidos", o "Brigadoon", sobre aquella ciudad escocesa que una vez cada cien años emergía entre la niebla. Esta última estaba basada a su vez en la novela "Germelshausen", del alemán Friedrich Gerstäcker, escrita en el siglo XIX. Cuando se produjo "Brigadoon" a mediados de los años cincuenta todavía estaba muy cerca la Segunda Guerra Mundial y los alemanes no estaban bien vistos, así que se adaptó el argumento y se le dio un buen final, muy en la línea del Hollywood de entonces.

    Con todo, la más bella de esas leyendas de cíudades perdidas o invisibles quizá sea la de la Ciudad de los Césares, ubicada en algún rincón del sur de Chile o de la Patagonia argentina. Una ciudad invisible que se creía había sido fundada por náufragos españoles de expediciones en la zona del estrecho de Magallanes, si bien había varias versiones. La literatura oral y escrita embelleció considerablemente el asunto, añadiéndole grandes riquezas, con calles pavimentadas de oro y edificios cubiertos de plata u oro, asi como muchos objetos de uso cotidiano, porque abundan los metales preciosos. La ciudad es invisible y rara vez se deja ver, de suerte que uno puede pasar por ahí y pisar sus calles sin saberlo. A veces, se pueden percibir el Viernes Santo o al atardecer de cualquier día sus cúpulas en la distancia, y hay en la ciudad una campana gigantesca que si sonara se oiría en todo el mundo, anunciando el fin de este, y de hecho se dice sonará para anunciarlo. Sus habitantes son inmortales, porque en la Ciudad Encantada no muere nadie. Otros dicen que la ciudad es errante, por lo que uno puede toparse con ella en cualquier sitio (como San Borondón, que no siempre aparece en el mismo sitio).

    Hubo varias expediciones en busca de la mítica ciudad, como la Diego de Rojas en 1543, y Francisco de Villagra envió un destacamento desde Cuyo cuando regresó de Perú con refuerzos para Pedro de Valdivia. Al parecer, el mito duró hasta bien entrado el siglo XVIII.
    Última edición por Hyeronimus; 19/05/2007 a las 06:09 Razón: errata

  6. #6
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Val, Hyeronimus, fantásticos documentos.
    La Leyenda sigue viva!!!!

  7. #7
    Avatar de Michael
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    Re: San Borondón: la octava isla

    La Iglesia es el poder supremo en lo espiritual, como el Estado lo es en el temporal.

    Antonio Aparisi

  8. #8
    Avatar de Hyeronimus
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    Re: San Borondón: la octava isla

    La Isla Mágica, por Sabas Martín



    LA ISLA MÁGICA
    Decir que San Borondón es una isla mágica es adentrarnos en el territorio de los sueños, en la geografía de los visionarios, en el lugar de los elegidos. Ello se deriva, por supuesto, del carácter esquivo, volátil, intangible, quimérico, en suma, de un pedazo de tierra, emergente sobre el Atlántico y bajo sus aguas fugitivo, cuya verdadera naturaleza aún hoy sigue perteneciendo al ámbito de lo misterioso e inexplicable. La Isla de San Borodón, muy especialmente para los canarios, es patrimonio de la utopía.
    El enigmático Honorius Solitarius, en un remoto códice que bautizó con el título de Crónica, advertía ya de lo inaprensible de su condición: La Isla Perdida se encuentra por casualidad, nunca cuando se la busca. Y, si embargo, he de confesar que yo la he visto. Y por dos veces. A estas alturas, con el lento sucederse de los años, sé fehacientemente que vi la Isla. Lo que todavía no sé es si lo que sucedió después de vislumbrarla sobre el mar contra el horizonte fue una de esas ensoñaciones con que la realidad se divierte confundiendo sus límites con lo imaginario en las fronteras de los sentidos. Bien es cierto que, como quería Honorius Solitarius, las dos veces en que la vi, con testigos que pueden constatarlo, no iba en su busca y surgió ante mi mirada fruto del azar. O tal vez no. Repetiré lo que sobre esa experiencia he escrito en otro lugar.
    La primera vez que descubrí la Isla de San Borondón fue en 1975. Desde Valle Gran Rey, en La Gomera, divisé la Isla sobre las aguas. Intrigado por aquella aparición, indagué entre las gentes del lugar. Tan sólo un anciano que tenía una de esas tiendas de ultramarinos en las que bebidas y viandas, lápices de colores, cuadernos escolares y toda clase de objetos diversos se acumulan en sus estantes como en un bazar inclasificable y prodigioso, explicó la aparición diciendo que se debía a la “brisa lastosa”, una suerte de bruma espesa que, entre sus características, se contaba la de que “enfebrecía a los jóvenes enturbiándoles el sentido”. Fue la única razón que pudo darme aquel anciano en cuyo rostro se amontonaban los pliegues de la memoria del tiempo. Mi esposa me acompañaba. También la vio y también fue testigo del progresivo empequeñecimiento, como si encogiera, de la Isla. Era mediatarde y a medida que las sombras fueron ganando su batalla incruenta contra las luces, San Borondón desapareció entre el vuelo torpe de fulelés enormes y el cloquido agrio de las gaviotas que llenaba el aire.



    En octubre de 1979, esta vez en El Hierro, en Punta Orchilla, donde debía haber agua y nada más que agua, sólo mar y horizonte, se me reveló de nuevo. Mi mujer, que es fotógrafa, llevaba un teleobjetivo de 300 mm. entre los accesorios de su cámara. A través de él miramos. Nosotros y un amigo escritor que actuaba de guía y anfitrión. Como en una de esas malas películas de suspense en las que algo falla en el momento del clímax de la tensión, al intentar fotografiarla comprobamos que se nos había acabado el carrete de fotos. No pudimos apresar su imagen. Antes de que desapareciera por completo, distinguimos nítidamente la gran degollada entre las cimas extremas, y la abundante vegetación que allí había, delatándose por el color verde que menudeaba entre los tonos parduscos de la tierra. Años después sabría que hubo alguien que, con anterioridad a nosotros en aquella ocasión, tuvo más suerte y alcanzó a fotografiarla. La foto de la Isla aparecida en el diario madrileño ABC, el 10 de agosto, día de San Lorenzo, de 1958, lo certifica. De todo esto, en un juego de literatura, crónica y testimonio, he dejado constancia en el capítulo titulado “Epílogo en la Isla de San Borondón” que cierra mi libro Ritos y Leyendas Guanches, cuya primera edición apareció en la madrileña editorial Miraguano en 1985. De él tomaré algunos de los datos y referencias que expondré en las líneas que han de seguir a continuación.

    LA FAMOSA CUESTIÓN DE SAN BORONDÓN
    Así, “La famosa cuestión de San Borondón”, es como alude Viera y Clavijo a las páginas que dedica a la mítica Isla en su Historia General de las Islas Canarias, aparecida por primera vez en Madrid, en la Imprenta de Blas Román sita en la Plazuela de Santa Catalina de los Donados, en 1772. Allí, el “Arcediano que tenía la sonrisa de Voltaire”, como se le ha llamado, retratándolo, a nuestro ilustrado, allí, en su Historia, digo, el erudito canario impregnado de la certeza de la razón y del espíritu científico predominante del Siglo de las Luces, abordaba varios y diferentes aspectos relativos a la Isla prodigiosa, intentando despejar con su aproximación metódica las dudas e incertidumbres que envuelven las nieblas de su origen y su naturaleza. Un empeño sin éxito, a mi entender. El propio Viera, empírico y descreído, no acaba de pronunciarse. Porque la Isla de San Borondón ha seguido manifestándose escurridiza e inasible, ajena a los parámetros que quieren adscribir su fantástica condición a los dominios racionales.
    Después de aquella lectura comprobé que el capítulo de Viera y Clavijo referente a la Isla de San Borondón debía mucho a los capítulos finales de la Historia de la conquista de las siete Islas Canarias, de Fray Juan Abreu Galindo, otro de los grandes relatores que se han sumergido en nuestro pasado insular, y cuya obra editó Alejandro Cioranescu en Santa Cruz de Tenerife en 1955. Pero tanto Viera y Clavijo como Abreu Galindo, no fueron los únicos que se sintieron atraídos por el enigma de la Isla Ballena. La fascinación venía de antes. Ya Ptolomeo, en el siglo II, en vida de Marco Antonio, daba noticia de una isla mágica a la que llamó “Aprósitus” o “Inaccesible”. Una isla que en los artículos de paz del Tratado de Évora, entre Portugal y España, recibía el nombre de “Non Trubada” o “Encubierta”. Una isla que desde el año 530 de la Era Cristiana figuró en todas las mentes y todas las rutas de los arriesgados nautas que pretendían descubrir las últimas tierras occidentales. Una isla, en suma, y un misterio, por el que Aristóteles con su legendaria Atlántida, o Teofrasto, Torcuato Tasso y tantos otros, sintieron la misma fascinación que sigue suscitando siglos después.



    Y es que San Borondón forma parte de ese antiguo empeño humano por encontrar el Paraíso, durante mucho tiempo situado en fabulosas islas atlánticas, y que Colón, en su Diario, y los Cronistas de Indias, con sus relatos del Nuevo Mundo, se encargaron de avivar, excitando la imaginación hasta convertirla en territorio propicio para los mitos. El ser humano siempre ha soñado con tierras a donde la muerte no llegara o lo hiciese muy lenta y tardíamente. Ello se debe, al decir de los filósofos, a que a diferencia de las bestias, el hombre es consciente de su finitud, de su condición vulnerable de criatura herida por el tiempo. De ahí que para encubrir, mitigar e incluso olvidar esa naturaleza originaria de ser mortal, los hombres se hayan empeñado en imaginar territorios intactos, libres del dolor y la enfermedad, y en los que la pobreza, la fatiga o la vejez sólo fuesen un rumor desconocido. Poetas, artistas y sacerdotes, como propagadores de mitos y creadores de leyendas que son, cada uno a su manera y con propósitos diversos, se han encargado desde siempre de fomentar las imágenes soñadas de la tierra feliz donde la felicidad fuese eterna. Luego, los hombres quisieron hacer realidad sueños e imágenes, visiones y anhelos, y entonces fue cuando surcaron los mares, navegando entre las brumas del océano y los celajes del horizonte. Entonces fue cuando en los mapas aparecieron los dibujos de contornos imprecisos, los nombres maravillosos y remotos. Canarias, como bien sabemos, ha sido en la edad del tiempo uno de esos territorios intactos, asombro de navegantes y visión de iluminados, donde han fecundado mitos y leyendas. Jardín de las Hespérides, Campos Elíseos, vestigio de la Atlántida, Islas Afortunadas, Tierra de las Górgades, estancia y paradero de descendientes de Noé... Frente a las sombras y sus abismos, los antiguos quisieron ver en nuestro Archipiélago la claridad del goce y sus destellos. ¿Qué de extraño habría, pues, que en sus latitudes, en el extremo del mundo conocido, germinara otro espejismo con forma de Isla Fantasma?

    LA LEYENDA DE SAN BRANDÁN Y SAN MACLOVIO
    Generalmente se acepta que el enigma de la Isla de San Borondón entronca con un imaginario que nos remite a la mitología celta, más concretamente a la Leyenda de San Brandán y San Maclovio. El propio nombre de la Isla se quiere hacer derivar del nombre del santo tras un proceso fonético deformativo que pasaría de Brandán o Blandán a Barandán y, de ahí, haciendo oclusivas las vocales, a Borondón. Sea como fuere, lo cierto es que en esa Leyenda encontramos el viejo e inagotable impulso de la búsqueda del Paraíso.
    Fue un ermitaño llamado Barinthus quien le habló a su primo San Brandán de la existencia de un lugar edénico donde estuvo Adán el primero y donde Dios permitía a sus santos vivir después de la muerte. El propio Barinthus y su ahijado el monje Mernoc habían vagado por aquel maravilloso sitio que se encontraba más al oeste de la Isla de las Delicias. En aquella tierra abundaban las flores y los árboles frutales, y su suelo estaba pavimentado de piedras preciosas. Recorriendo el lugar, llegaron a un ancho río y, al ir a vadearlo, se les apareció un ángel que les prohibió seguir más allá. De regreso a su barco, Barinthus y Mernoc se dirigieron a la Isla de las Delicias donde quedó el monje. Barinthus volvió a Irlanda y, de camino a su monasterio, visitó a su primo Brandán y le relató su aventura.




    Tan impresionado quedó San Brandán por aquello que había oído, que al día siguiente propuso a San Maclovio y catorce de sus discípulos emprender viaje en busca de la Tierra Prometida. Durante cuarenta días se prepararon para las fatigas del viaje, ayunando un día de cada tres, y aplicados a la construcción de un velero de la clase curragh, cuyos costados y cuadernas eran de mimbre recubiertos con piel de vaca curtida y corteza de roble. Almacenaron provisiones para cuarenta días, así como pieles para reemplazar las que cubrían el entramado de la nave. Bautizaron el barco con el nombre de Trinidad, levantaron un mástil en medio de la cubierta y aprestaron una vela y un timón. Entonces surcaron los mares.
    Durante siete años erraron por el Atlántico. En su travesía avistaron muchas y muy extrañas islas, como la de San Albeus en donde vivían veinticuatro monjes que, excepto para cantar himnos, no pronunciaban palabra desde hacía ocho años y conversaban mediante un lenguaje de signos. Después de aprovisionarse, continuaron ruta y llegaron a otra isla cubierta de viñas que producían uvas del tamaño de manzanas y bastaba una de aquellas uvas para alimentar a un hombre durante todo un día. Y advirtieron también durante la travesía San Brandán, San Maclovio y sus monjes, una columna de cristal con una envoltura de plata o de vidrio que permanecía de pie en medio del océano. Y, asimismo, encontraron demonios, pigmeos, gatos marinos y marinas serpientes, dragones, buitres y ángeles. Y en una de tres islas volcánicas que avistaron, descubrieron a Judas sentado en una roca donde descansaba de su tormento, pues ese día era domingo. Y visitaron otra isla habitada sólo por grandes ovejas blancas. Y estuvieron en otra isla que era el Paraíso de los Pájaros, y en la que los árboles no tenían hojas, sino menudas criaturas cubiertas de plumas que se colgaban de las ramas por el pico, succionando el jugo de la corteza.
    Grandes y muchos fueron los prodigios que conoció San Brandán en sus siete años de peregrinar por el mar en busca de la Tierra Prometida. Y, como Barinthus el ermitaño, y el monje Mernoc, arribó también a aquella isla que le describiera su primo. El mismo ángel le prohibió cruzar el ancho río y le invitó a volver a su barco Trinidad, llevándose él y los suyos todas las frutas y piedras preciosas que pudieron cargar. Cruzó el anillo de niebla que envolvía el lugar y retornó a Irlanda San Brandán. Y allí contó repetidas veces a sus hermanos cómo fue su aventura, dónde disfrutaron con gozo, dónde pasaron aprietos y cómo, en cuanto les hizo falta, halló dispuesto y a punto todo cuanto a Dios pidiera.
    Y en su convento de Irlanda, con especial delectación relataba San Brandán a sus hermanos su estancia en la extraña isla que le decían “Aprósitus”, “Inaccesible”, “Non Trubada” y “Encubierta”, que por todos esos nombres la llamaban antes de que, al correr del tiempo, tomara del propio nombre del santo el nombre con que luego habrían de conocerla. Y así les narraba que llevaban largo tiempo navegando sin descubrir tierra, con lo que sobrevino el día de Pascua. Rogó entonces San Brandán para que les hiciese Dios la gracia de hallar algún enclave en el que poder decir misa. Oyó el Señor los votos de su siervo y dispuso que en medio del mar surgiese repentinamente una isla. Desembarcaron entonces y, a los primeros pasos que dieron por el lugar, descubrieron el cadáver de un gigante que yacía en su sepulcro. Por indicación de San Brandán resucitó San Maclovio al gigante, al que instruyeron en la religión cristiana dándole idea del misterio de la Trinidad y de las penas del infierno. Luego lo bautizaron, poniéndole por nombre Milduo, y le dieron permiso para morir de nuevo.




    Erigieron los viajeros un altar y celebraron la Pascua con un oficio lleno de fervor. Cogieron para guisarla la carne que habían guardado en la nave y, en seguida, acopiaron leña para asarla. Cuando estuvo aderezada la vianda se aprestaron a comerla. Mas de pronto todos se pusieron a dar gritos, llenos de temor, porque la tierra entera temblaba y se iba alejando mucho del barco. Calmó a los monjes San Brandán, recogieron las provisiones y embarcaron de nuevo.
    Aunque ya a diez leguas de distancia, desde el velero pudieron divisar con toda claridad el fuego que habían encendido sobre el suelo de aquella isla que, aprisa, iba desapareciendo. Y así, como una engañosa ballena, acabó por hundirse en el océano, dispuesta a resurgir de entre las aguas para asombro y maravilla de navegantes.




    DESCRIPCIÓN FÍSICA, CARTOGRAFÍA Y RELACIÓN DE EXPEDICIONES
    Asombro y maravilla, sí, los que aquella Isla, engañosa como una ballena, hace alentar en la Leyenda de San Brandán y San Maclovio. Asombro y maravilla que aumentan cuando de lo legendario pretendemos acogernos a lo concreto. Porque para una isla que se supone ilusión de la vista o exceso de la imaginación, espejismo de nubes o reflejo desde el cielo sobre el mar de tierras inmediatas, no deja de ser singular, y tanto más insólito, que se observen sus apariciones normalmente en el mismo sitio, a una distancia constante de las islas contiguas. Y aún más desconcertante es el hecho de que esa Isla muestre constante las mismas magnitudes y configuración. El propio Viera y Clavijo, tan positivista y renuente ante las tentaciones de lo ilusorio, da noticia y recoge la que aparece como la descripción geográfica y física de San Borondón:




    ISLA DE SAN BORONDÓN: CARACTERÍSTICAS FÍSICAS
    Medidas:
    87 leguas de largo.
    28 leguas de ancho.
    Localización:
    A 100 leguas de Hierro.
    A 40 leguas de La Palma.
    En dirección Oeste-Sur-Oeste de La Palma.
    En dirección Oeste-Nor-Oeste de Hierro.
    Descripción:
    Corriendo Norte-Sur, formando hacia el medio una considerable degollada o concavidad y elevándose por los lados en dos montañas muy eminentes, mayor la de la parte septentrional.
    Además de la descripción física de la Isla, otro elemento viene a corroborar su existencia, abundando con ello en el misterio de su naturaleza fantasmagórica. Me refiero a la abundancia de representaciones cartográficas en las que, en el sucederse de los siglos, geógrafos, dibujantes de mapas y meticulosos registradores de la fisonomía del mundo conocido, han situado la Isla:



    ISLA DE SAN BORONDÓN:
    VARIA CARTOGRAFÍA DONDE APARECE REPRESENTADA

    - Mapamundi de Jacques Vitry (siglo XIII).
    - Imago Mundi de Rober d’Auxerre (1265).
    - Planisferio de Hereford, realizado por Richard of Haldinghan (finales del siglo XIII).
    - Planisferio alemán de Ebstorg. Con la inscripción “Isla Perdida. San Brandán la descubrió pero nadie la ha encontrado desde entonces” (finales del siglo XIII).
    - Carta de Piciano (1367).
    - Mapa anconitano de Weimar (1424).
    - Mapa genovés de Beccari (1435).
    - Mapa de Fra Muro (1457).
    - Mapa de la Isla de San Borondón de Torriani (1590).
    - Mapa francés anónimo (1704).
    - Perspectiva de Juan Smalley (1730).
    - Perspectiva de Próspero Cazorla (siglo XVIII).
    - Carta geográfica de Gautier (1755).
    Si los mapas la registran, es que debe hallarse donde se la sitúa. Eso es lo que dicta el sentido común. Sin embargo, nada es común ni previsible tratándose de San Borondón. Porque por más que la Historia registra numerosas expediciones lanzadas en su busca, por más que se conserven testimonios de náufragos y viajeros que afirman haber estado en ella, la Isla sigue haciendo buena aquella afirmación de Honorius Solitarius de que es el azar y la casualidad lo que rige el encuentro, no la voluntad de búsqueda. Bien que lo pudieron constatar sus múltiples expedicionarios:

    ISLA DE SAN BORONDÓN:
    EXPEDICIONES MÁS FAMOSAS EN SU BÚSQUEDA

    - Siglo XV: Fernando, Duque de Viseu, sobrino del Infante Don Enrique el Navegante, de Portugal. No la encuentra.
    - 1526: Hernando de Troya y Francisco Álvarez, vecinos de Gran Canaria. No la encuentran.
    - 1570, 3 de abril: Doctor Hernán Pérez de Grado, Regente de la Real Audiencia de Canarias. No la encuentra, mas afirma a su regreso que estuvieron en sus costas donde había perdido a los tripulantes.
    - 1570: Fernando Villalobos, Regidor de la Palma. Con tres navíos. No la encuentra.
    - 1604: Gaspar Pérez de Acosta, piloto marino, y Fray Lorenzo de Pinedo, de la orden de San Francisco y práctico sobresaliente en la marinería. Sólo hallaron una acumulación de nubes y celajes en el Occidente.
    - 1721: Juan Mur y Aguirre, Capitán General de Canarias. Dispone una expedición formada por una compañía de soldados y dos capellanes. No la encuentra.
    - 1732: Capitán de mar Gaspar Domínguez, vecino de Santa Cruz de Tenerife. Con una balandra llamada San Telmo. No la encuentra.
    La inutilidad de aquellas expediciones hizo que paulatinamente se fuese aceptando la idea de que no era posible localizar la Isla allí donde los mapas señalaban su presencia. Hubo otras expediciones, pero de todo aquel afán sólo quedó la certeza de lo inexplicable.





    MÁS ENIGMAS: LOS OJOS EQUÍVOCOS, LAS FRUTAS NÁUFRAGAS
    La Isla de San Borondón, cuando se ha revelado, lo ha hecho mostrándose en marcos y escenarios diferentes. Unas veces ha sido a cielo despejado, sin nubes ni brumas que deformasen la visión. Otras, con las alturas encapotadas, convertidos los cielos en un cúmulo de bardas, nimbos y celajes. Y otras, entre el estruendo de tormentas, nieblas y turbonadas. Esa diversidad de las condiciones climatológicas en las que se han visto envueltas las apariciones de San Borondón contradice la argumentación de “los ojos equívocos”. Esto es, la opinión de quienes sostienen que la Isla sólo es producto de una suerte de espejismo, una travesura óptica que engaña nuestros ojos haciéndonos ver sobre el mar el reflejo de una tierra que se proyecta en el cielo y que el cielo devuelve a las olas y a la mirada. Este es el fundamento, por ejemplo, de las tesis de las parhelias y paraselenes: los soles y las lunas aparentes, vistos por reflexión en las nubes especulares.
    Con similar talante hay quien mantiene que se trata de una acumulación de nubes y vapores que el viento Sur-Este reúne para formar con ellos una considerable masa, capaz de oscurecer el horizonte semejando tierra.

    Pero entonces, ¿cómo explicar la aparición de la Isla de San Borondón cuando en el cielo no hay nubes, o cuando es limpio y claro el horizonte, o cuando soplan aires del Poniente, o cuando es ninguno el viento? Y lo que es más decisorio: ¿cómo justificar la constante uniformidad de sitio, figura y extensión que presenta la Isla cuando se muestra ante los ojos asombrados?... Las hipótesis de explicación ceden ante los enigmas.
    Enigmas como el de las frutas y ramas náufragas. Y es que con frecuencia, y en especial después de las tempestades del Nor-Oeste, en las playas de La Gomera y El Hierro en más de una ocasión se encuentran encalladas unas ciertas frutas, ramas y hasta árboles casi enteros desconocidos, sin semejanza con los del Archipiélago. Su remota e ignorada procedencia es situada por algunos en la Isla de San Borondón.

    TESTIMONIOS
    El tiempo ha ido acumulando noticias de gentes que afirmaban haber visto o haber estado en la mágica Isla. Se trata de relatos más o menos objetivos, con visos de testimonio personal y pertenecientes al dominio de lo cotidiano, no leyendas o historias surgidas de la ficción imaginativa o de los derroteros de lo fantástico.
    Entre esos testimonios puede señalarse la conversación que nuestro Fray Abreu Galindo mantuvo con un aventurero francés que acababa de estar en San Borondón, y de la que dejó constancia escrita. Aseguraba el francés que en las proximidades de Canarias le sorprendió una tormenta y llegó desarbolado a cierta tierra incógnita, poblada de árboles robustos, donde desembarcó. Allí se aplicó con sus gentes a talar y labrar uno de aquellos árboles para reparar los daños de la nave. Al caer la noche, la atmósfera comenzó a cargarse tanto que no tuvieron por prudente pasar la noche en esa isla y volvieron a su navío, navegando a vela con tanta premura que al día siguiente arribaron a La Palma.
    Por su parte, Francisco Alcaforado, que acompañó a Juan González Zarco en la expedición a la isla de Madera en el año 1420, relata que al llegar a Puerto Santo, los portugueses establecidos allí dos años antes le contaron cómo al Sur-Oeste de aquel horizonte se veían ciertas tinieblas impenetrables que se levantaban desde el mar hasta tocar el cielo. Y que de esas espesas sombras surgía un ruido espantoso cuya causa era oculta, considerando aquel cúmulo de nieblas como un abismo sin fondo o la boca misma del infierno. Algunos de aquellos portugueses tenidos por más cultos, sostenían que aquello era la célebre isla de Cipango, tan nombrado en los escritos del veneciano Marco Polo, y que la Providencia la ocultaba bajo aquel velo misterioso para protegerla de los curiosos, porque a ella se habían retirado algunos obispos españoles y portugueses con muchos cristianos a fin de escapar de la opresión y esclavitud de los moros.




    En el año 1570, como resultado de una encuesta que ordenara el doctor Hernán Pérez de Grado, Primer Regente de la Real Audiencia de Canarias, el Gobernador de la isla de El Hierro, Alonso de Espinosa, recibió el testimonio jurado de más de cien personas que afirmaban haber visto San Borondón. Sostenían todos ellos haberla divisado al bando Norte de El Hierro y a sotavento de La Palma. Y era tanta y tan apacible la tranquilidad del día, según afirmaban, que pudieron ver ponerse el sol por detrás de una de las puntas de la Isla.
    El mismo año de 1570, el piloto y práctico de navegación brasileño Pedro Vello, y sus dos compañeros portugueses de Setúbal, declararon haber estado en la Isla de San Borondón a donde arribaron inopinadamente empujados por una tempestad. Pedro Vello declaró que saltó a aquella isla con dos marineros de su tripulación, que bebieron agua fresca de un arroyo y que observaron impresas en la arena unas huellas de pisadas mayores del doble de las de un hombre normal, manteniéndose la misma proporción en la distancia entre los pasos. Descubrieron también una cruz fija con un clavo en el tronco de un árbol que les pareció barbusano y la cabeza del clavo era del tamaño de un real de a cuatro. Pedro Vello siguió diciendo que cerca de allí estaban tres piedras colocadas en triángulo, con indicios de haberse hecho fuego entre ellas, quizás para cocer algunas lapas, según se podía deducir por las conchas vacías de alrededor. Con el propósito de aprovisionarse, persiguieron algunas de las vacas, cabras y ovejas que pastaban por los contornos, penetrando en el bosque en la persecución. Pero al caer la noche, se ennegreció el cielo y comenzó a soplar un viento fuerte y recio que hizo temer a Pedro Vello por la integridad de su nave. Retrocedió solo a la playa donde tomó la chalupa y se retiró a bordo precipitadamente, dejando a sus dos hombres en la espesura del bosque. Desde el barco contempló cómo la isla desaparecía y, una vez pasado el huracán, no fue posible volver a descubrirla, quedándose Pedro Vello muy apenado especialmente por no saber la suerte que habían corrido los dos hombres que quedaron en el bosque.
    Si el relato de Pedro Vello, con la aparición de esas huellas de pisadas descomunales, nos remite a la posible presencia del gigante Milduo que encontraron San Brandán y San Maclovio, en el testimonio de Marcos Verde hallamos de nuevo el terror de la noche y los fuertes vientos, común en las narraciones de quienes afirmaron haber estado alguna vez en la Isla. Según le refirió al licenciado Pedro Ortiz de Fúnez, Canónigo Inquisidor y Visitador del Obispado quien inició en Tenerife una investigación sobre la mágica Isla en torno a 1570, Marcos Verde regresaba de la armada de Berbería cuando avistó a la altura de Canarias una tierra enteramente nueva, sin las señales características con que se distinguían las otras del Archipiélago. Costeó la isla hasta anclar su navío en una hermosa ensenada que formaba la embocadura de un barranco y, aunque el sol estaba ya puesto, bajó a tierra con algunas personas que anduvieron un trecho considerable por diferentes sendas, alejándose hasta no oírse unos a otros por más que gritasen. Con la noche se desataron torbellinos de viento tan horribles que tuvieron que embarcar a toda prisa, alejándose de aquella isla que Marcos Verde no dudaba ni un instante que no fuese otra que San Borondón.

    Acompañado de un dibujo de la Isla que había avistado desde La Gomera, un religioso franciscano, en el año 1759, escribió una carta a un compañero de congregación narrando su experiencia y hablándole con el estilo sincero de quien no dice más que lo que cree. Esa carta se conoce como “el testimonio del franciscano de la Gomera” y dice así:
    Muy R.P.D. Mucho deseaba yo ver a San Blandán y, hallándome en Alajeró, el día 3 de mayo de este presente año, a las seis de la mañana, con poca diferencia, la vi en esta forma; y puedo jurar que, teniendo presente al mismo tiempo la de Hierro, vi una y otra de un mismo color y semblante y se me figuró, mirando por un anteojo, mucha arboleda en su degollada. Luego mandé llamar al cura don Antonio Joseph Manrique, quien la tenía vista por dos ocasiones, y cuando llegó sólo vio un pedazo; y noté, estándola mirando, corrió una nubecita y me ocultó la montaña y, pasando hacia la degollada, me la volvió a descubrir, viéndola como antes sin diferencia por espacio de hora y media, y después se ocultó, estando presente más de cuarenta personas. A la tarde volvimos algunos al mismo puesto, mas nada se veía, por estar lloviendo lo más de la tarde. El horizonte del poniente estaba tan claro que resplandecía como el oro en el cristal, y también noté con el anteojo el mar y traviesa que hay de Hierro a San Blandán. Esto que llevo dicho vi y noté, sin añadir ni disminuir ni un punto. El no verse el fin de la punta que corre hacia La Palma del puesto referido, lo estorba el repecho que llaman Areguerode, y discurro que se hubiera visto mejor de Chipude, de donde se descubre la isla de La Palma. A los dos o tres días que salí de Alajeró se volvió a descubrir, según me dice el hermano fray Juan Manrique, que la vio juntamente con el señor cura y otras personas.





    Así han llegado hasta nosotros los ecos de algunas de las voces que han dado fe del avistamiento o la estancia, fugaz, con prisas imprevistas y sustos múltiples en la partida, en la inquietante Isla de San Borondón. Un códice renacentista anónimo afirma en una confusa y ambigua sentencia: Sólo los elegidos pueden ver la Isla de San Borondón. ¿Qué criterios?, ¿cuáles son los signos que señalan al elegido?... ¡Quién puede saberlo! El códice no nos lo aclara. Lo cierto es que como una Ítaca atlántica, la Isla prodigiosa aguarda en el mar, bajo las aguas, a punto de emerger según ignotos designios para desvanecerse luego también, presta, inaccesible, según otros igualmente inexplicables designios. Pero a diferencia de la Ítaca homérica, nuestra Isla no es un destino de arribada, no es la morada familiar que aguarda el retorno tras años de ausencia del hogar. La Isla de San Borondón es un destino a inaugurar. Es una geografía por descubrir, imagen y reflejo, tal vez, de ese ideal que guardamos en nuestros más íntimos sueños y en nuestros más secretos deseos. San Borondón es el territorio de la utopía. Y, en este sentido, puede que quizás sí sea el suyo un destino de retorno: el de la vuelta a ese Paraíso del que los hombres fuimos expulsados en un tiempo en que éramos dioses.

    EDWARD HARVEY
    En el discurrir postrero del siglo XVIII, una época imbuida del espíritu racionalista, marcada por el deseo del conocimiento y el afán de hacer cierto el Paraíso sobre la tierra aboliendo diferencias de clases y estableciendo los principios de la igualdad entre los hombres como se propuso la Revolución Francesa, poco a poco menudean los documentos y testimonios que atañen a San Borondón. Nuestro Viera y Clavijo, como hemos visto, se aproximó al tema con el objetivo de explicar científicamente lo que no puede ser aprehendido por los dictados de la razón. Viera, en “La famosa cuestión de San Borondón”, recopila datos, acopia teorías, transcribe mapas y documentos, pero no se pronuncia sin ambages. Todo lo más a que llega el Arcediano de Fuerteventura es a aventurar una hipótesis de efecto de espejismo. Pero deja dudas sin solventar. Muchas. No podía ser de otra manera.
    Habrá que esperar al siglo XIX y a los exaltados principios del Romanticismo para encontrar de nuevo un personaje y una expedición que retome nuevamente el asunto.
    Nacido en Edimburgo en 1840 y fallecido en Londres en 1903, viajero y naturalista, Edward Harvey recorrió al parecer el litoral africano, adentrándose en el interior del continente y dejando constancia de su tarea en su tratado Flora desconocida de la costa Africana. Fue la Royal Society quien debió de financiar esa expedición. En 1862 se supone que emprendió un nuevo periplo que hubo de llevarlo hasta las Canarias. Desde entonces, la idea de ir en busca de la enigmática Isla del Poniente se convirtió en uno de sus objetivos prioritarios. También él debió de sentir la fascinación de la Isla Non Trubada, atrapado hasta la médula en su leyenda. Y no habría de descansar hasta cumplir su propósito.
    Las crónicas quieren que el 7 de enero de 1865, conseguidos los fondos necesarios, contratada al fin una tripulación y habiendo fletado un pequeño barco, parta del puerto de Santa Cruz de Tenerife hacia lo desconocido. Una tormenta le hace arribar a un territorio inexplorado que recorre tomando fotografías, realizando bocetos y dibujando croquis que se llevaría luego a Londres a fin de elaborar una memoria de lo que él mismo definió como “El gran descubrimiento”.
    Lamentablemente, una enfermedad contraída en su primer periplo africano empezó a manifestársele en medio de los delirios de la fiebre y la suma de inconexas alucinaciones. Inútilmente intentó dar a conocer su hallazgo en la Royal Society ante el descrédito de la comunidad científica que sólo veían en él a un loco y un demente. Sus trabajos sobre Canarias, Madeira y aquel territorio desconocido en el que pasó largas jornadas, no llegarían a ver la luz. Su muerte en su casa londinense hubo de producirse en el más oscuro de los olvidos.




    Quizás fuese el destino inexorable, o los difusos caminos que hacen confundir los límites entre la realidad y la imaginación, entre la ciencia y los sueños, entre la vida y la literatura, el que dispuso que Edward Harvey sea un enigma más añadido a los misterios de la Isla de San Borondón. Él supo también de la diferencia entre el sueño visionario capaz de abolir fronteras y certezas, de enmarañar lindes inaprensibles para inaugurar mundos fantásticos, contrapuesto al ocurrir estéril del que niega y se niega a la aventura.
    En él se cumple ese complejo entramado que aúna e interrelaciona ciencias humanas y naturales, universos de sugerencias y culminaciones, las huellas que permiten remontarse a las raíces originarias a partir de las que se han ido modelando los mitos en el devenir del tiempo.
    Quizás ese, al cabo, y no otro, sea el sino de los elegidos por San Borondón.
    Sabas Martín.


    La Isla Mgica por Sabas Martn

  9. #9
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Biografía de Edward Harvey


    Nace el 29 de mayo de 1840 en Edimburgo, Escocia, en el seno de una familia acomodada. Su padre, Ian Harvey, fue un próspero comerciante de la ciudad escocesa y su madre, Josephine Truman, era hija de un influyente político. Esta vida cómoda le permitió realizar estudios de botánica y mineralogía, complementándolos con conocimientos de física.

    En 1858 se traslada a Londres para reforzar sus estudios. Gracias a su amigo John List logra entrar en la Royal Society. En 1859 es elegido por la misma para formar parte de una expedición que realizarán durante seis meses a las colonias africanas, bordeando la costa del continente desde Mogador al cabo de Buena Esperanza. Es una espléndida oportunidad para formarse y llevar a la práctica los conocimientos adquiridos durante estos años. Edward posee una gran facilidad para el dibujo, lo que supone un fuerte complemento para sus descripciones.

    A su vuelta a Inglaterra prepara durante meses sus trabajos, presentando en 1861 su tratado Flora desconocida de la costa Africana. A partir de aquí, se convierte en un respetado naturalista dentro del mundo científico. En 1862, la Royal Society le subvenciona un viaje de investigación a las islas africanas de Madeira y Canarias. Junto a otro prestigioso naturalista, Theodore Booth, desembarca en el puerto de Funchal en mayo de 1862, permaneciendo en la isla durante tres meses y catalogando tres nuevas especies de flora.
    Durante este periodo se alojan en Funchal pasando la mayor parte del tiempo en el Jardín Botánico, del que Edward escribe:
    El Jardín Botánico de Madeira posee una de las colecciones de plantas exóticas más importantes de Europa. El clima estable durante todo el año ha favorecido sin duda el desarrollo de diferentes tipos de especies”.

    En septiembre de 1862 llegan al puerto de Santa Cruz de Tenerife. Su primera intención fue visitar las islas de Tenerife y La Palma. En Tenerife suponemos que se alojaron en uno de los hoteles ingleses de la capital. Visitó Las Cañadas y El Teide, bosques de pinos, y los montes de laurisilva de Anaga. Lamentablemente, de su estancia en Tenerife no hay muchas anotaciones.

    Sobre Tenerife escribió:
    Es una isla de gran diversidad de paisajes y climas, su costa soleada contrasta con las nieves de las cimas”.

    Su primera referencia sobre la isla de San Borondón es la siguiente:
    Dicen las gentes de este lugar que más allá de las islas, hacia poniente, se encuentran otras islas que no pertenecen a las colonias…sería de gran interés para la Royal Society poder acceder a estas tierras y estudiar su naturaleza”.

    En enero de 1863 Edward Harvey y Theodore Booth regresan a Inglaterra. Desde ese momento en la mente de Edward sólo cabe ya una idea, descubrir las islas de poniente. En su estancia en Tenerife tuvo noticias de la leyenda de la isla de San Borondón y encontrarla se convirtió en el único objetivo del joven Edward.
    Las leyendas siempre se basan en algo real, esa isla debe existir. Tantas expediciones han ido en su busca y tantos testimonios hay de su avistamiento. He de ser el primero en encontrar San Borondón”.

    Tal fue la entrega de Edward a este nuevo proyecto que abandonó sus obligaciones con la Royal Society, perdiendo el importante apoyo que tenía de ellos. Comenzó una vertiginosa carrera de estudios e investigaciones sobre las islas del Atlántico. Estudió los mapas en los que figuraba la isla, portulanos de gran valor que avalaban la existencia de unos nuevos territorios aún por descubrir.
    Es esta etapa de su vida Edward sólo vive para organizar una expedición, que partiendo de Canarias le lleve a la isla de San Borondón.



    En septiembre de 1864 Edward Harvey llega procedente de Londres al puerto de Santa Cruz de Tenerife a bordo del vapor inglés Imperial. Consigue los fondos suficientes para organizar su expedición y se propone fletar un barco y una tripulación que le lleven a su destino. La tarea no es fácil, ya que se encuentra en Tenerife con muchas dificultades.
    Se aloja en Santa Cruz de Tenerife y contacta con las autoridades militares y civiles de la ciudad. Sus objetivos se encaminan cuando conoce a Hamilton, mandatario de la compañía de vapores inglesa African Steam Ship Company, el cual le acoge con los brazos abiertos y se interesa mucho por su proyecto, facilitándole todas las gestiones necesarias y poniéndole en contacto con un armador para fletar el barco.
    Tras varios meses en la isla, en los que continúa su labor de investigación y una primera salida fallida de la expedición en diciembre de 1864, logra partir en enero de 1865 rumbo a La Palma, donde tiene acceso a unos interesantes escritos y parte hacia el océano en busca de San Borondón. Tras luchar varios días con una terrible tempestad que daña parte del barco, el 14 de enero de 1865 avistan tierra, llegando a un lugar desconocido en medio del océano. Entre los días 14 y 21 de enero de 1865 permanecen en este nuevo territorio. El relato de lo que en esas tierras halló se encuentra encerrado entre estas páginas.

    Tras su estancia en el territorio desconocido regresa a Inglaterra. En su estudio de Londres, Edward se encierra durante meses preparando su “gran descubrimiento”. Día y noche sólo vive para su trabajo. No quiere tener contacto con nadie.

    De su anterior viaje por el continente africano no sólo se trajo nuevos conocimientos y experiencias, latía en su interior una extraña enfermedad que debilitaba su cuerpo. Edward es presa de delirios febriles y alucinaciones. Su salud fue empeorando paulatinamente. Nunca llega a recuperarse, y el abandono de su proyecto le hace perder el rumbo. Un Edward desorientado y confuso carece de todo crédito ante sus colegas científicos, quienes le tachan de “loco” y de “demente”. Ha perdido todo el prestigio y pasa la última época de su vida dedicado a su familia.

    Fallece el 8 de febrero de 1903 en su casa de Londres, rodeado por sus familiares. A su entierro acudió su familia y unos pocos allegados. Ningún representante del mundo científico.
    Edward Harvey fue uno de los naturalistas más inquietos del siglo XIX, pero debido a sus particulares circunstancias y los acontecimientos que rodearon su existencia, nunca fue reconocido por la sociedad científica. Publicó su tratado Flora desconocida de la costa africana en 1861. Sus trabajos sobre Madeira y Canarias nunca vieron la luz y sus escritos sobre los territorios desconocidos han permanecido en el anonimato hasta hoy.


    Tarek Ode. David Olivera.





    Biografa de Edward Harvey

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    Re: San Borondón: la octava isla

    Una leyenda documentada


    Uno de los motivos que sin duda, y entre otros, ha contribuido a la realización de viajes expedicionarios, es aquél originado por el mito y la leyenda.
    No faltan en la bibliografía sobre Canarias importantes referencias a este tipo de viajes expedicionarios, ya sean de conquista, comerciales, religiosos o científicos, y que de alguna forma, tuvieron su origen en esa mezcla de vagas noticias que a través de los años han ido entretejiendo entorno a las islas un corpus legendario.





    Algunos documentos que suponemos o sabemos perdidos o fragmentados, a veces casualmente hallados, o buscados y recuperados, son también, en ocasiones, los que impulsan el viaje a la búsqueda de su origen, siguiendo una atrevida e intuida certeza que se transforma en propósito firme, el de atrapar una leyenda y convertirla con método científico, en un verdadero descubrimiento.

    Las islas desde siempre aparecen rodeadas con una aura de territorios atractivos, casi siempre lejanos, poblados con animales, plantas y monstruos desconocidos, por lo que suelen estar abonados por la imaginación resultando fértiles para la creación, donde además, la frontera ancha del tiempo, que ciertamente difumina la memoria, lleva a confundir en ocasiones el objetivo del propio viaje.
    Mediante la lectura de su diario, el caso de Edward Harvey parece encuadrarse dentro de los viajes expedicionarios de descubrimiento con claros objetivos científicos. La fotografía, en la época que se realizaron los viajes por parte de Edward Harvey a los archipiélagos de Madeira y Canarias, ya contaba con una larga trayectoria como instrumento de descripción, difusión y documentación, como demuestran las tempranas iniciativas llevadas a cabo, entre otras, por las excursiones daguerrianas publicadas en 1842, la misión arqueológica en Egipto iniciada por Du Camp en 1849, o la conocida expedición científica a Tenerife realizada por C. Piazzi Smyth en 1856 y publicada en Londres bajo el título de Tenerife an astronomer`s experiment en 1858. En la década de 1860-1870, con el avance de las técnicas fotográficas cada vez más accesibles, proliferan numerosos estudios de fotógrafos comerciales, así como frecuentes viajes hacia distintos lugares del mundo donde el registro fotográfico se presenta como garante de veracidad.




    El viaje de Harvey no deja de sorprender por su falta de pertrechos en general y especialmente, por la carencia de conocimientos y útiles relacionados con la fotografía, arma que como se menciona anteriormente, ya era de uso bastante común en la época. La cámara fotográfica que compra con apresuramiento en Londres, la viene a completar con otros accesorios y productos necesarios para la realización de las fotografías estando ya en Tenerife. Aunque desconocemos cual de los dos hermanos Belza, Rafael o Bartolomé, establecidos ambos en Santa Cruz, fue el que inició en las técnicas fotográficas tanto a Harvey como a su contratado Simon, sí se puede afirmar, a la vista de los resultados, que las instrucciones fueron muy bien recibidas y empleadas, sobre todo si tenemos en cuenta el grado de dificultad que representaba tanto el transporte como la fragilidad de los numerosos materiales, así como lo engorroso de su manipulación, para lograr con éxito captar, a pesar de las vicisitudes sufridas, las imágenes de la isla de San Borondón.





    Cuando los autores e impulsores del proyecto de investigación me mostraron algunas de las fotografías ya restauradas, les solicité su colaboración para convenir con la familia de E. Harvey la posibilidad de depositar en Tenerife para su conservación, estudio y difusión futura, todo el material fotográfico fruto de aquella aventura expedicionaria.

    Quizá ello nos anime a mantener la esperanza, levantar la vista y buscar en el horizonte aquel territorio esquivo sólo ahora documentado.



    Antonio Vela.
    Director del Centro de Fotografía Isla de Tenerife.







    Una leyenda documentada

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    Re: San Borondón: la octava isla

    Harvey y la fauna sanborondiana


    En un lugar del Atlántico, perdido entre las islas Afortunadas, donde la leyenda dibujó sueños idílicos referidos por muchos viajeros antiguos, tomó nombre la misteriosa Atlántida.
    Los sueños y leyendas enmarcan un mundo inmaterial y conforman un espacio irreal, por ello, nunca pensó Harvey que aquellos se convirtieran en un mundo real, tangible y apreciable con los sentidos.





    De lejos, la isla parecía un espejismo, se divisaban grandes escarpados tamizados por los diversos colores que producía el guano de las colonias de unas aves que denominó Stokedensis agilis, las cuales no podían volar pero tenían una gran capacidad natatoria; los múltiples colores que adornaban el plumaje de su cabeza producían un paisaje cambiante lleno de colores que se agitaban entre las suaves olas de la costa. Todas estas colonias de aves extrañas le trajeron a la memoria aquellos grupos de pequeños personajes que, como vestidos para una fiesta con corbata de lazo, parecía que daban la bienvenida a los visitantes que se aventuraban por aquellas lejanas tierras del Antártico.
    Conforme se adentraba en la isla podía comprobar como la misma presentaba multitud de paisajes diferentes que albergaban especies tan diversas y únicas, que eran sin lugar a dudas, atribuibles a aquel espacio natural.
    En las playas de un intenso color basalto alternado con zonas de rubias arenas, pudo distinguir a un extraño animal, con características semejantes a una tortuga, que se mantenía inmóvil en los charcos formados por la bajamar, y que con la boca abierta esperaba atraer alguna presa que incauta se acercara a la misma. Igualmente y contrastando con el caparazón de color verdoso presentaba una franja de un intenso color naranja la cual la hacía única y diferente a todas las que había conocido hasta ahora.





    El nunca pudo pensar que en un lugar como aquél pudieran existir especies de una agresividad tal que la hacía el animal más temible de toda la Macaronesia. Comprobó que abundaban en los espacios abiertos en los que capturaban sus presas a la carrera y que además, cosa insólita en una isla, tenían capacidad para cazar en grupo. Era la reina raptora (Regina raptoris), podía llegar hasta cinco pies de altura y tenía una cabeza de cuyo rostro, totalmente desprovisto de plumas, emergía un pico con una hilera de pequeños colmillos, lo que le daba una apariencia feroz y le dotaba de una gran capacidad depredadora.
    Muy hacia el interior de aquella asombrosa e insólita isla que siempre había sido la menos creíble de todas aquellas que formaban el legendario mito de la Atlántida, observó la presencia de una extraña especie de galápago terrestre, con un caparazón de color ocre, con dos hileras de duras protuberancias dorsales y una larga cola con espolones en el extremo, que utilizaba en caso de peligro como arma defensiva.





    Cristóbal Colón nunca se hubiera imaginado, pensó Harvey, que algún día lo que él había anotado en su diario de a bordo que juraban muchos hombres de bien, “que cada año veían tierra al Oeste de las Canarias”, así como tanta gente, navegantes y aventureros, que aseguraban haberla avistado al oriente de la isla de La Palma, fuera como un espejismo hecho realidad. La isla se abría ante sus ojos con aquella diversidad de flora y fauna, entre esos paisajes agrestes y escarpados, que se alternaban con declives del terreno y que daban una señal o referencia de los cataclismos geológicos sufridos por aquellas islas.


    Tomás Azcárate Bang.
    Presidente de la UNESCO en Canarias.





    Harvey y la fauna sanborondiana

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    Re: San Borondón: la octava isla

    Harvey y la flora sanborondiana


    No era para menos, Harvey no podía dar crédito a lo que veía antes sus ojos: formas extrañas, hojas nunca vistas, frutos de tamaños gigantescos, flores de atractivos colores que se descolgaban entre ramas y troncos con cortezas de reflejos metálicos en los riscos junto a la cascada. Higueras que no eran tales, mimosas de extravagantes hojas, trepadoras con garfios largos y retorcidos, flores casi colgantes en el vacío, suspendidas por tallos delgados, transparentes, cristalinos... plantas que manaban blanca y dulce leche de uso medicinal...
    Intentaba encontrar en sus archivos mentales alguna similitud con las extrañas plantas que llegadas de remotos confines, recientemente descubiertas, había estado estudiando, meses antes de su partida, en las ricas colecciones de los jardines e invernaderos de Kew, donde junto a las sabias instrucciones de Hooker vio los maravillosos dibujos para su Flora Exótica que ya había comenzado a publicar. Ni siquiera allí recordaba haber visto algo semejante a lo que ahora acababa de descubrir.




    Tampoco lograba encontrar los caracteres adecuados que le permitieran asignar los extraños vegetales en alguna de la 24 clases botánicas del sistema sexual que el botánico sueco Linneo había establecido años antes, en 1735, en su Systema naturae. Extraños estambres, gineceos y no menos complicados frutos no eran reconocibles en tal clasificación. Eran inútiles sus esfuerzos para poder determinar tan anómalos vegetales que estaban dejándole fascinado haciéndole pensar en todas las maravillas que aún podría encontrar en aquellos extraños parajes, de coordenadas imposibles de establecer. Sorprendentes volúmenes vegetales se dibujaban en lejanos horizontes, semiocultos entre brumas misteriosas surcadas por múltiples arcos iris, dentro de los cuales, los reflejos metálicos de los árboles lanzaban mensajes inquietantes a los exploradores.
    Habían oído hablar de las extrañas plantas que en las Fortunatae Insula habían sido descubiertas desde un par de siglos antes, comentadas, descritas y grabadas por Plukenet, a fines del siglo XVII, en su gabinete londinense. Algunas publicadas a color, por Commelino en el remoto jardín de Amsterdam, otras, incluso, descritas e iconografiadas en manuscritos olvidados como los del padre Feuillée. No recordaba nada parecido en las publicaciones del propio Linneo que incluían la descripción de la bella Campanula (Canarina canariensis) de sabrosos frutos y llamativas flores flamígeras, ni recordaba algo semejante en las herborizaciones que, de las islas Macaronésicas, el recolector Masson había llevado a los jardines de Kew, las cuales el propio Aiton y el hijo de Linneo publicaran. Ni siquiera en la exhaustiva Historia Natural de las Islas Canarias de los sabios P. Webb y S. Berthelot recordaba haber visto alguna de aquellas formas. Nada de lo que allí comenzaba a descubrir podía identificarse con esas floras.




    Y mas aun, vinieron a su mente extraños relatos escritos en un viejo pergamino que hablaban de un “periplo rojo” y una isla misteriosa envuelta en brumas donde vivían grandes lagartos y extraños seres vegetales de fantásticas formas, poblaban sus montañas y recordó las charlas con el explorador Boivin, en los jardines del Rey de París, que le habló de una isla remota, la bendecida por las nieblas, donde extraños árboles destilaban resinas olorosas mientras otras cortezas dracaenoides sudaban gomas rojizas de milagrosos usos. Una isla de la que poseía algunas referencias y que algún día le gustaría visitar. Boivin también le habló de extrañas plantas con monstruosos tallos, como gigantescas botellas, colgando en los riscos y árboles de troncos semejantes, elevándose varios metros sobre el suelo, con pequeños pero exquisitos frutos escondidos entre un ramillete de diminutas hojas en su cúspide. ¿Habrían llegado por recónditos caminos a la Dioscorida plineana, perdida mas allá del eritreo mar? ¿Por alguna rocambolesca razón habrían sido transportados por corrientes marinas misteriosas a esos parajes?. Los conocimientos geográficos estaban en contra pero en su mente se barajaban todas las posibilidades para tratar de identificar lo que ante sus extasiados ojos se ofrecía.
    Buscando explicaciones a lo imposible de razonar, también recordó haber escuchado el testimonio de un viejo y asombrado marinero que en alguna perdida taberna del viejo Londres, a orillas del Támesis, había comentado como sobrevivió cuando navegaba con el capitán Baudin a una tremenda tormenta que les tuvo en vilo entre Madeira y Azores y como, en medio de ella, creyeron entrever en un tenebroso y encrespado mar cubierto de oscuros nubarrones un territorio, ¿una isla?, que no figuraba en sus derroteros y que quizás podría ser su salvación, sin embargo, ante su desesperación, la tormenta les apartó de la visión salvadora y al amanecer no había rastro de tan misterioso lugar.




    ¿Podría el sabio ginebrino A. De Candolle sacarle de sus dudas? Conocía que este célebre botánico había recopilado recientemente en un sola obra, de numerosos volúmenes, que estaba publicando, todas la plantas descubiertas en el mundo, algunas descritas por primera vez en dicha obra.
    Mientras estas ideas cruzaban por su mente, sus ojos quedaron extasiados ante la presencia de nuevos vegetales que iban presentándose a cada paso, hojas de extrañas formas que no recordaba haber visto en ninguno de los manuales que había estudiado para su formación, ni las otras que había leído a la sombra de los tejos que cubrían la colina de Arturo, plácido lugar donde daba rienda suelta a sus ensoñaciones, pensando que algún día navegaría por remotos territorios, allende los mares, que aún no habían sido descubiertos, deseando emular los pasos de Humboldt en la selvas amazónicas, pero, aun más, sentía la atracción de mar, como un obsesión que le llamaba sin descanso, invitándole a dirigirse a los jardines del Paraíso, unos jardines de los que nunca tuvo la certeza que había descubierto.


    Arnoldo Santos.
    Jardín de aclimatación de La Orotava.





    Harvey y la flora sanborondiana


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