SAN HERMENEGILDO, MÁRTIR CONTRA EL ARRIANISMO

13 abril, 2012

etiquetas: Mártires, Persecución Religiosa, Santos


Apenas quedó hecho dueño Leovigildo de casi toda España y de aquella parte de la provincia Narbonense, que estaba sujeta a su dominio, muerto su hermano Liuva, rey de los visigodos, el año 571, cuando resolvió hacer hereditaria a su familia la corona que hasta aquel tiempo había sido efectiva, e hizo reconocer por sucesores suyos a sus dos hijos Hermenegildo y Recaredo, consignando a Hermenegildo la Andalucía, y a Recaredo el reino de Aragón con todas las provincias Celtiberas.
Era Hermenegildo el príncipe más cabal que se conoció en su tiempo. Tuvo la desgracia de ser arriano, como toda la casa real, aunque era sobrino de san Isidoro, arzobispo de Sevilla, hermanos de la reina Teodosia, madre de nuestro santo. Muerta esta princesa, casó Leovigildo con Gosvinda, viuda de Anatigildo, su predecesor, princesa tan contrahecha de entendimiento como de cuerpo, maligna, violenta, y muy encaprichada en el arrianismo. Debilitado el partido de los católicos con la derrota de los griegos, que echó Leovigildo de todas las plazas que ocupaban a lo largo de la costa, dedicó toda su atención a buscar para Hermenegildo una esposa que asegurase con su alianza la paz que acababa de dar a sus pueblos, y la felicidad de todo el reino.
Fijó su elección en Ingunda, hija de Sigisberto, rey de Austrasia, en Francia, y de Brunequilda, y nieta por su madre de Atanagildo y de Gosvinda, su segunda mujer; princesa no menos distinguida por su hermosura y virtud, que por su alto nacimiento. Era católica, lo que hubiera hecho romper el tratado, si Ingunda no se prometiera, con el auxilio de la gracia, reducir a la fe a su esposo, y Gosvinda no esperara obligarla con artificio o violencia a que profesase el arrianismo. Hízose el desposorio, y apenas Ingunda arribó a España, cuando hechizó a toda la corte, menos a Gosvinda, que se consumía de envidia, y concibió contra Ingunda un odio y furor desenfrenado. Hízole al principio mil caricias, y viendo que por este medio no podía arrancarle de su corazón la fe católica, no hubo especie de maltrato que no le hiciese.
Sufría Ingunda esta persecución con una silenciosa paciencia, hasta que conociendo Hermenegildo la crueldad de Gosvinda por la palidez del rostro de su esposa y cardenales de los golpes que recibía, tomó la resolución de retirase con ella a Sevilla, capital de sus estados, donde logró Ingunda convertir a su marido, auxiliada de su tío san Leandro, después de haberle instruido en las verdades católicas. No bien llegó la noticia a Leovigildo la mudanza de religión del príncipe, cuando sin dar oídos más que a su pasión, y a los violentos consejos de Gosvinda, le despojó del título de rey, que le había concedido, y aún le hubiera despojado de todos los bienes y de la vida, a no haber resuelto tentar primero los medios de la suavidad, despachandole un señor de su corte con la carta siuiente:
«Hijo mío: Más quisiera hablarte que escribirte; porque si te tuviera a la vista, ¿que podrías negar a lo que te pidiese como padre y te mandase como rey? Traeríate a la memoria las muchas y grandes señales que te he dado del tierno amor que te profeso, de las que sin duda te has olvidado desde que ascendiste al trono, donde te coloqué yo mucho antes de que pudieses tu pensar en ocuparle. Esperaba tener en ti un compañero que me ayudase a conservar el florido imperio de los godos en el estado en que se ve hoy por mis victorias; pero nunca soñé pudiese llegar el caso de encontrar en la persona de un hijo mío un enemigo más peligroso que todos los que he vencido. No te contentas con que haya partido contigo mi corona; quieres reinar solo; y a este fin abandonando la religión de tus abuelos, has abrazado la de los romanos, que son los mayores enemigos del Estado. No ignoras que la nación de los godos principió a florecer desde que comenzó a ser arriana. También sabes que ninguna cosa enajena tanto los ánimos y los corazones como la diversidad de religión y consiguientemente que nada pudiste hacer más ofensivo para el mío como declararte católico. Acuérdate, pues, hijo mío, que soy tu padre y que soy tu rey; como padre te aconsejo, y como rey te mando que vuelvas prontamente sobre ti, y restituyéndote sin perder tiempo a tu primera religión, merezcas con tu pronto rendimiento mi clemencia. No haciéndolo así, te declaro que me obligarás a tomar las armas; y en tal caso, jamás tienes que esperar misericordia».
Habiendo recibido Hermenegildo esta carta, respondió a ella con el mayor respeto: que sabía bien lo que debía a su padre y a su rey, pero que tampoco ignoraba lo que debía a su Dios; que esperaba desempeñar estas dos obligaciones de manera que, sin faltar al rendimiento y a la obediencia que debía al uno en lo que no se opusiese a lo que mandaba el otro, conservaría hasta la muerte la religión que había abrazado, persuadido a que fuera de ella no podía haber salvación.
Irritado Leovigildo, excitó una cruel persecución contra la Iglesia. Hizo Hermenegildo que su esposa y el infante su hijo, niño de pocos meses, se retirasen al África para no estar expuestos a los artificios de los arrianos. Leovigildo partió a Sevilla a sitiar a su hijo. Temiendo exponer la ciudad, y respetando la sangre de sus vasallos, se retiró el santo al campo de los romanos, donde conociendo la traición que habían cometido corrompiéndose con el dinero de su padre, corrió a refugiarse en Córdoba. No teniéndose allí por seguro, se encerró con trescientos hombres escogidos en la ciudad de Oseto, plaza por entonces muy fuerte, cuya iglesia, célebre en España, era respetable aún a los mismos godos por los milagros que obraba Dios en ella.
Sitió y tomó la plaza Leovigildo, y apurado el santo rey se refugió en la iglesia. Pasó a hablarle Recaredo, que procediendo de buena fe, le representó que ya no se hablaba de religión, sino únicamente de pedir perdón al rey, que se daría por satisfecho con esta sola demostración de rendimiento. Creyóle el santo, y yendo con él a arrojarse a los pies de su padre, le recibió éste cariñosamente, hablándole con palabras amorosas, hasta que conducido insensiblemente a su campo, de repente mandó allí que despojado de las insignias reales y encadenado, le llevasen prisionero al castillo o Alcázar de Sevilla. Quiso obligarlo con promesas y amenazas a que volviese al arrianismo; y viéndole inflexible, mandó encerrarle en un obscuro y hediondo calabozo, y que le tratasen con todo el rigor imaginable.
Entró el príncipe alegre en el calabozo, y se dispuso como soldado de Cristo, con oración, ayuno y otras penitencias, al combate que esperaba. Vistió un áspero cilicio, no usando de más cama que la desnuda tierra, con otras mortificaciones voluntarias, cuando pareciéndole a Leovigildo que estaría ya quebrantada con tanto rigor su constancia, llegada la fiesta de Pascua le envió un obispo arriano para que de su mano le diese la comunión. Horrorizado el santo príncipe, le afeó su impiedad, riñéndole severamente su atrevimiento, y mandándole a que no volviese a su presencia. Informado Leovigildo de su invencible firmeza, mandó en el mismo punto que le quitasen la vida.
San Gregorio el grande, que dejó escrito el triunfo de su martirio, atribuye a la intervención y méritos del santo la conversión del rey Recaredo, su hermano, y de toda la nación de los godos de España, que se siguió luego a su glorioso triunfo. Leovigildo, añade el santo Pontífice, sintió vivísimamente haberse dejado llevar de su furor; y conociendo ya la verdad, pudo más con él la razón del Estado y el miedo de perder la corona, y quiso morir arriano. Fué el martirio de san Hermenegildo la noche del Sábado Santo del 13 de abril de 586. Su santo cuerpo está en Sevilla, menos la cabeza, que fué llevada a Zaragoza cuando los moros se apoderaron de Andalucía. En el Escorial y colegio que en Sevilla tiene la advocación del santo, como en Ávila de Castilla la Vieja, y Plasencia en Extremadura, se conservan también parte de sus preciosas reliquias.




Ecce Christianus