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Tema: El filósofo M. García Morente, elogiado por Blas Piñar

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    Re: El filósofo M. García Morente, elogiado por Blas Piñar

    "EL VALOR DE GARCÍA MORENTE"



    Revista
    FUERZA NUEVA, nº 53, 13-Ene-1968

    EL VALOR DE GARCÍA MORENTE

    Por Jaime Montero

    No es un azar el hecho de que los llamados intelectuales se hayan caracterizado por su insolidaridad con la civilización cristiana. Ésta ha procurado siempre un orden atenido lo más fielmente posible a las exigencias de la naturaleza y a los datos de la realidad, en tanto que esos intelectuales pretenden, como escribe un filósofo europeo contemporáneo, construir un mundo nuevo, un hombre nuevo, una nueva sociedad y hasta un nuevo Dios, partiendo por supuesto, solamente, de las “exigencias de la razón humana”.

    Otra nota distintiva ha sido la frivolidad, como admitió Laín Entralgo; la actitud crítica no comprometida; la que Gambra dice un “intelectualismo de salón o de club político, siempre propicio a la retirada despectiva, nunca a la aceptación de una responsabilidad concreta”. Fueron caso típico en España los que se pusieron “al servicio de la República”, pero durante la Monarquía: Ortega, Marañón y Pérez de Ayala. Bastó el transcurso de unos meses después de proclamada en 1931, para decir tranquilamente “no es esto, no es esto” dejando al pueblo en la estacada, de paso hacia el tobogán de fango, sangre y lágrimas por el que empujó a España la República.

    El mundo moderno viene padeciendo hace dos siglos su malsano influjo. Los regímenes nacidos de la Revolución, fruto de las lucubraciones de sus cerebros, reñidos por tanto con la realidad y conformadores de las cosas según sus representaciones ideológicas (tendencia que llega al paroxismo con la tecnocracia y el sistema colectivista), forzosamente tenían que poner los instrumentos precisos para el logro de ese imperio avasallador en manos de los intelectuales, dispuestos a facilitar esa labor con la propagación de sus ideologías. (…)

    El que un hombre, prácticamente solo; formado él y a la vez formador paradigmático en ese medio social y cultura, como fue García Morente, se plantara sin arrogancia, pero con denuedo ante los intelectuales sus antiguos compañeros fraternos, señalando sus fallos y la urgente necesidad de emprender una ofensiva que los desaloje de sus posiciones, en bien de la civilización cristiana, poniendo en juego para ello la fuerza operante de la hispanidad intacta, tiene una grandeza tal, que únicamente puede darse cuando se es hijo de un pueblo cuyos veneros manan un sentido de la vida que es imposible contrariar.

    Gambra ha mostrado cómo uno de los estratos más hondos y arraigados de la personalidad de García Morente fue el ideal clásico, incorporado a sus más íntimas vivencias. Por eso pudo cumplir, al fin, magistralmente, su oficio intelectual, llegando a merecer el premio de captar las realidades profundas, privilegio reservado a los humildes y fieles a la verdad, poniendo al servicio de su hazaña la magnanimidad de su esfuerzo comprometido. Ese es el valor de García Morente. La suya fue la primera batalla que en el campo del pensamiento contemporáneo se dio en España contra las mesnadas de lo que Thibaudet llamaba la “República de los profesores”.

    Están sin extraer las consecuencias de aquel cartel de desafío clavado por García Morente en Pamplona, el 12 de octubre de 1941, cuando frente a la escandalosa sofisticación del espíritu científico -opresor de las realidades vivientes e históricas, asesino de toda comunidad auténtica e inventor del colectivismo de la masa uniformada- lanzó el guante que nadie ha tenido el valor de recoger en el campo contrario, donde se odia en silencio. Y al año siguiente, en Madrid, abriendo el curso académico 1942-43, puso ante los ojos de quienes sean capaces de verla y tengan corazón para vivirla, la realidad palpitante de nuestra Patria, entonces recién fecundada por la virilidad de los hombres que la amaron ardientemente deseando de ella unas generaciones dignas de continuar su destino, a medio realizar todavía.

    El silencio de los adversarios ha empezado a romperse ahora, sin embargo. Y es que han sido muchas las muestras de incapacidad para aprender y aprovechar las lecciones supremas de Morente, las de su plenitud humana y científica, las que le susurró la voz misteriosa de la gracia, que él sintió de forma irresistible en su corazón primero y en su mente y toda su alma después.

    Ahora, como en tiempos del general Primo de Rivera, hay pasividades hijas del cansancio, la ineptitud y la falta de ideales o la sobra de apegos y prebendas. Igual que Primo de Rivera y la Monarquía dieron sus favores a su enemiga Institución Libre de Enseñanza, se regalan hoy al intelectualismo espúreo y antiespañol las tribunas de medios oficiosos o católicos, por miedo a su vacío doctrinal culpable, y así nos encontramos, en gran parte, con un espectáculo parecido al que describió Lerroux en su “Pequeña Historia” de aquella triste República: “la clase media, anegada en el rebaño de la masa neutra y retraídos o disfrazados en sus empleos los profesionales de las ciencias y las artes, los intelectuales por antonomasia, afectando unos el desdén de una superioridad de clase y otros cultivando como diletantes sus preferencias en la regalada comodidad de sinecuras burocráticas, o prefiriendo la crítica banal a la abnegación creadora del magisterio por el trabajo y el ejemplo”.

    Pero hay algo ahora muy fuerte y muy distinto. Está por medio la epopeya histórica y reciente de nuestro pueblo, cuyo sentido han de captar las jóvenes generaciones que darán vida a la gran empresa cultural que lleva en su entraña nuestro Movimiento. Somos muchos todavía los que podemos repetir auténticamente, sin que nadie pueda avergonzarnos, delante de la juventud española de hoy, las siguientes palabras de un editorial del diario madrileño La Nación, fechado en 7 de diciembre de 1933: “Luchamos por ideales. Hoy los afirmamos con más fe que nunca y decimos a los españoles que se pongan en pie y no se entreguen al pesimismo si recogen un nuevo desengaño, si ven a los católicos el maridaje con los judíos y masones, y a los patriotas en discreteo con los separatistas”.

    Las tareas son sugestivas. Aprendan los jóvenes la lección de Morente; cobren aliento con su ejemplo de valor; estudien sus páginas sobre la fe de Cristo y el cientifismo soberbio; procuren calar hondo, cómo él, en la estructura de la historia, y, cuando hayan asimilado sus ideas para una filosofía de la Historia de España, empezarán a estar en condiciones de abrir la gran era de la cultura hispánica en esta punta de Europa y más allá de los mares.

    Tienen la enorme suerte de encontrarse con todo apenas sin tocar. Dios ha querido dejarles a ellos, a los que ahora tienen menos de treinta años en España, un enorme yacimiento virgen para sus afanes: revisar absurdas interpretaciones de la historia; aprovechar las fuentes de energía que la desorientación docente y científica y la incuria pedagógica no ha sabido poner en movimiento; recoger el legado de nuestro Renacimiento cristiano, y extraer de la doctrina viva de la Iglesia la esencia del humanismo a lo divino, que nadie mejor que los españoles fieles sabrá transformar en impulso progresivo hacia el futuro.


    Última edición por ALACRAN; 28/04/2022 a las 12:58
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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