Revista FUERZA NUEVA, nº 540, 14-May-1977
… Y AHORA, DE “CENTRO”
El presidente Suárez constituye la principal revelación política de la monarquía restaurada en Juan Carlos I. Procede del “antiguo régimen”, pero nadie, ni monárquicos ni republicanos, ni falangistas, ni requetés, ni liberales, ni antiliberales, ni conservadores, ni progresistas, pudo llegar siquiera a sospechar, solo un lustro atrás, que sería él quien empuñase el timón en la singladura hacia la democracia y la homologación con Europa. De ahí que, paradójicamente, deba atribuirse al sistema franquista la facilidad concedida para descubrir a Suárez y encumbrarle a la cima del Poder, pues, de haberse celebrado elecciones generales cuando don Adolfo alcanzó la presidencia del Gobierno de la Corona, seguramente nunca habría asumido la ingrata y abnegada obligación de ejercer la presidencia del Gabinete para hacer desaparecer al Estado en el 18 de Julio y devolver a España las, añoradas por tantos, estructuras decimonónicas de la liberaldemocracia, otorgando a ésta una nueva oportunidad para que ofrezca la cosecha que le es característica.
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Ahora, después de casi un año de ejercicio del Poder, en la forma en que le han propiciado los esquemas “autoritarios” del Estado franquista, y durante el cual ha brindado pruebas incontrastables de saber utilizar todos sus resortes hasta el punto de lograr el merecido título del “Gobierno del decreto-ley”, a Suárez le cabe ya la opción de inquietar a sus eventuales adversarios políticos con el anuncio de su candidatura en las próximas elecciones. Opción que, desde luego, nunca se hubiera dado hace tan solo un año porque, entonces, semejante anuncio no habría provocado la décima parte de la expectación actual. De ahí que hay que añadirla a las múltiples posibilidades que aquel Estado proporcionó al joven presidente del Gobierno de la Monarquía.
Adolfo Suárez, a través de su última alocución -en la cual, ofreciendo esta prueba más del grado de credibilidad de sus promesas, aseguró que “las elecciones serán libres, transparentes y claras: que el Gobierno, que presido, va a actuar con la máxima neutralidad, equilibrio y objetividad, comprometiéndose a no beneficiar ni perjudicar a ninguno de los grupos o partidos que participan en la contienda electoral” y que “concurro a las elecciones sin privilegio alguno de organización, sin apoyo que los órganos de Gobierno”, al mismo tiempo que estaba disponiendo de unos órganos de comunicación social privilegiados y gubernamentales -precisamente para anunciar su candidatura en un espacio y a una hora que hasta hoy no se han concedido a ninguno de los demás candidatos-, ha corroborado la impresión que albergábamos acerca de la incuestionable coincidencia de su talante político con el típico del hombre público clásico en la liberaldemocracia que hoy se procura reimplantar. Liberal- democracia que, como es de sobra conocido, se levanta sobre el escepticismo o, mejor, sobre el anti dogmatismo -recuérdese aquella afirmación de Hans Kelsen de que, el día que se demuestre la existencia de verdades objetivas, la causa de la democracia está perdida-.
Por eso, el político propio del tal sistema será aquel que jamás adopte, una posición dogmática y que sepa adaptarse a las decisiones cambiantes de la voluntad general. Decisiones que unas veces aparecen explicitadas y otras, el auténtico político de la democracia es capaz de intuirlas.
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Así se explica que Adolfo Suárez, siempre atento a los latidos del pueblo (IRONÍA…), cuando éste comulgaba todavía entusiásticamente con la Falange en los años 50, se identificó con el mismo para encuadrarse entre los militantes del sindicato estudiantil falangista SEU.
Cuando empezó a percatarse de enfriamiento de aquel entusiasmo a raíz de la entrada de los primeros tecnócratas en el Gobierno, atemperándose a la dirección del sentimiento popular que intuía, se aproximaría al equipo tecnocrático para prestar valiosos servicios en el Ministerio de Información y Turismo y en el Gobierno civil de Segovia.
Cuando su fino olfato le indicó que Carrero Blanco era el llamado por el pueblo para desempeñar el papel de hombre fuerte del Régimen, se mostraría adicto como pocos, al almirante, de quien logró su confianza.
Cuando el ministro de Gobernación de Carrero (Arias Navarro), encargado, por tanto, más que ningún otro de la defensa de la persona y política del almirante, después de probar su inhabilidad para lo primero sorprendiera con su carencia de identificación con la línea carrerista, a través del famoso “espíritu del 12 de febrero”, Adolfo Suárez se amoldó al giro copernicano de Arias, acorde con la voluntad popular intuida, y aceptó la Secretaría General del Movimiento a fin de configurar los partidos políticos que, a no dudarlo, anhelaba el pueblo, con lo que se iniciaba la liquidación del Movimiento, del que era consejero nacional además: liquidación, consumada, poco después, en fecha tan significativa como la del 1 de abril.
Cuando percibió que el querer popular se orientaba hacia el asociacionismo, desarrolló una intensa y eficaz labor para promover la UDPE, donde figuraba como presidente, si bien, al acceder a la Jefatura del Gobierno de la Corona, tendría el suficiente coraje para prescindir de los hombres de la UDPE, que ya no contaban con el respaldo intuido del pueblo y para formar equipo con los de Tácito.
Y ahora, cuando comprende la imperiosa necesidad de evitar que la panorámica política se bipolarice, se afana en dar satisfacción a lo que intuye como deseado por el pueblo y enarbola la bandera del “centro”.
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He ahí la trayectoria de quien, con sinceridad se confiesa demócrata. Huyendo del minúsculo resto de dogmatismo, ha revelado sus dotes para acoplarse siempre y en todo instante a la voluntad popular dominante. Ella ha representado el norte de la conducta de este ejemplo de hombre público de la democracia. Quien, con prejuicios, arcaicos y no homologables con Europa, no acierte a comprender cuanto de ejemplaridad tiene, es que aún no ha conseguido compenetrarse con el espíritu de esa democracia que se afirma va a imperar en España.
Vicente DEL COTO
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