Revista FUERZA NUEVA, nº 568, 26-Nov-1977
Blas Piñar en Salamanca
“DEMOCRACIA AFECTIVA”
(Discurso pronunciado por Blas Piñar en el salón de actos de la antigua Jefatura Provincial del Movimiento de Salamanca, el día 13 de noviembre de 1977.)
I
Azorín, que cantó a todas las regiones de España con aquella maestría singular de su verbo claro, luminoso y levantino, cuando sobre el papel escribió Castilla quedóse absorto, ensimismado y quieto. Y añadió, recobrando el hilo:
“¡Qué profunda y sincera emoción experimentamos al escribir esta palabra!”
¡Y nosotros también! No sólo porque la palabra Castilla nos trae a la memoria nuestra vinculación con la tierra, sino porque más allá, y por encima de esta vinculación geográfica y material -puro sitio de nacimiento- la palabra Castilla penetra en el alma y nos pone en trance de sintonía interior con todo aquello que, además de geográficamente, la región supone en lo histórico, en lo literario, en lo espiritual y en lo político.
Y ahora (1977), cuando el tema artificial de las autonomías se plantea con ruido, en un mar de confusiones que nadie aclara, tergiversando la reforma de la administración -que debe transformarla en un mecanismo instrumental ágil, próximo y flexible-, con la creación de unos gobiernos regionales, que duplicarán y encarecerán la burocracia, que deberán coordinarse entre sí en nuevos “pactos de la Moncloa”, y que, en muchos casos, lejos de coordinar, contribuirán a la dispersión de energía y el enturbiamiento y desaparición del sentido de unidad, bueno es que en Salamanca nos ocupemos, con la brevedad posible, de Castilla, de la que alguien dijo que tiene “fe de roca y esperanza de diamante”.
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• “Planimetría sin accidentes,
• mar convertido en tierra,
• uniformidad plana,
• horizontalidad lacustre,
• tristeza reconcentrada y soñadora”.
Eso es Castilla, nos dice Pérez Galdós.
Pero ese rostro pardo y austero de Castilla no basta para su entera definición. Parece como si Castilla estuviera privado de hermosura. Una mujer, Emilia Pardo y Bazán, la descubre:
“En Castilla, la hermosura se reviste de sayal penitente. Su atractivo no está en la superficie, sino en la entraña: sale de adentro y adentro vuelve. Por ello, porque goza de esa hermosura interior, no importa que Castilla sea a un tiempo grave y árida”.
Esa Castilla grave, y a la vez hermosa, es la que describe en versos magistrales Gabriel y Galán cuando, con el recuerdo de la esposa idolatrada y muerta, dice:
“Cantaba el equilibrio
de aquel alma serena,
como los anchos cielos,
como los campos de mi amada tierra.
Y cantaba también aquellos campos,
los de las pardas, onduladas cuestas,
los de los mares de enceradas mieses,
los de las mudas perspectivas serias,
los de las castas soledades hondas,
los de las grises lontananzas muertas.”
Pero hay algo más que llanura y belleza interior en la Castilla nuestra. Quizá porque haga falta perspectiva y distancia para contemplar mejor, ha sido un extranjero, Waldo Frank, el autor del “Mensaje a la América hispana”, el que, meditando sobre Castilla, escribe:
“Castillos y sierras como castillos existen aquí en todas partes. ¿Por qué, entonces -se pregunta- sólo a esta región del mundo se le ha llamado Castilla?
Y continúa:
“Pero, ¿qué es un castillo? Es un lugar cerrado que domina por medio de su clausura el espacio abierto que le rodea. Está edificado de la misma piedra de su mundo, y es eso, la piedra de su mundo”.
El castillo se apodera de la abundancia presente de su mundo y lo alza para preservarlo, para defenderlo y para salvarlo.
Pues bien, lo que hoy como ayer llamamos Castilla, es toda ella castillo, porque toda ella, al convertirse en castillo, ha salvado siempre la abundancia espiritual de su mundo y ha hecho de España en el curso de la historia pasada, y casi presente, una pasión recia, firme, contagiosa y creadora, fruto de su voluntad y de su coraje.
Castilla no tiene más razón de ser que la que es propia del castillo. Castillo para defender y salvar y perpetuar el alma de España. Castillo que sabe convertirse en alquería, en tiempo de paz, en molino, cuando rompe amarras, sobre las cresterías de Consuegra y Puerto Lápice, en fuerte militar en Cartagena de Indias o en San Agustín, y en morada para el desposorio místico de Santa Teresa.
Por eso, qué pena da oír esos gritos de autonomía, de abandono irreflexivo de la continuidad histórica, de negación brutal y hasta colérica del sentido de misión. Castilla no puede abdicar de sí misma y suicidarse, porque precisamente su personalidad se ahonda y robustece en la medida en que, frente al huracán que asola y dispersa, se alza como un castillo inconmovible, serena, y hasta me atrevería a decir que altiva, desafiando al viento, segura de que volverá la calma. Por eso, cuando los demás, torpes y alocados, contemplen el doloroso panorama de su propia ruina material y espiritual, Castilla, desde su castillo, donde todo habrá quedado indemne, podrá echar el puente levadizo y salir a campo abierto para restaurarlo todo, para rehacerlo todo, para devolver a España la unidad, la grandeza y la libertad, perdidas en un tiempo de locura.
¿Es esto ponerse a la exaltación de la personalidad regional de Castilla? Al contrario; es reconocerla, amarla, y hacer, sin falsificaciones, todo lo posible para enriquecerla.
Y ya que hablamos de falsificaciones, y por ello mismo de propósito de enzarzar y dividir, conforme la dialéctica marxista, de una parte, y a la tolerancia y blandenguería liberal, de otra, pensemos en el pendón que como emblema de Castilla se nos ofrece, el pendón morado que unos manifestantes -que sin reflexión intelectual acuden al silbido del que manda- colocaron con violencia en el Gobierno Civil de Salamanca el pasado 30 de octubre.
Pues bien, ese pendón, mis queridos autonomistas, no es el pendón de Castilla. El pendón de Castilla es carmesí y lo atraviesa una banda de oro. Ese pendón fue el de la Reconquista castellana, el que, cuando la Reconquista terminó y volvió a rehacerse nuestra unidad geográfica y política, llevaron los Reyes Católicos hasta Granada.
El rojo y el amarillo son los colores de Castilla, como amarillos y rojos son los colores del reino de Aragón, y por tanto los de Cataluña, Valencia y Baleares. Por eso, cuando frente a la bandera blanca y dinástica de los Borbones, que se importó de Francia, alzamos un distintivo nacional y propio, fue creada la enseña nacional: sangre y oro. A su sombra han nacido y han muerto los españoles. Por ello se ha luchado y combatido. Y por ella (sépase bien claro), pese a la deserción y a la cobardía, somos muchos los españoles que estamos dispuestos a luchar y combatir.
Entonces, ¿qué significa y de dónde procede el pendón que enarbolan algunos, y que con riesgo, que ojalá se empleara por causa mejor, nos quieren imponer?
El pendón morado ni siquiera fue el de los comuneros de Castilla. Fue tan sólo el de una legión llamada comunera, creada en Madrid el siglo pasado. El morado es un color clerical, propio del estamento eclesiástico. El morado es un color real, que convirtió la reina Isabel II en divisa para su propio estandarte.
¡Fijaos hasta dónde llega la hostilidad cegadora! A que algunos marxistas-leninistas, que quieren la República y se proclaman ateos, enarbolen como signo un pendón monárquico, borbónico y clerical, sin saber, por supuesto, lo que llevan entre las manos.
Y así sucede todo. En este telégrafo de señales en que se está convirtiendo la heráldica española, surgen banderas inexplicables.
Pensad en la enseña blanca y verde de Andalucía. Es posible que vosotros, y muchos de aquellos que la enarbolan, ignoréis también lo que significa y de dónde trae su causa y origen.
Pues bien, la bandera blanca y verde de los autonomistas andaluces es la que trajeron a España los almohades africanos, enemigos no sólo de la civilización cristiana, sino de la musulmana y andaluza del Califato de Córdoba. Con ella derrotaron a Alfonso VIII en la batalla del Alarcos en 1195. Cuando Alarcos se recobró tres años más tarde, la bandera blanca y verde ondeó sobre la Giralda, y más tarde, cuando la rebelión morisca, fue alzada entre Estepona y Marbella.
¡Pues ahí la tenéis, la bandera blanca y verde, africana, almohade, anticristiana y antiandaluza, levantada como enseña de Andalucía!
Pero estamos en Salamanca, donde Castilla, sobre un fondo común a toda la inmensa comarca, adquiere perfiles propios y especiales.
Y es curioso el contraste de pareceres en torno a la ciudad. José Antonio habló de su “áspero decoro”, mientras que Unamuno dijo que Salamanca era “una ciudad abierta y alegre, muy alegre”.
¿Hay contradicción entre el modo de ver a Salamanca dos personalidades, sin duda fuera de serie? A mi juicio, no.
Lo que ocurre es que Unamuno ve en Salamanca la alegría de la piedra jubilosa que nace dulce y blanda y se torna ocre, dorada por la caricia del sol y de la lluvia. Pero esa alegría de la piedra románica, gótica, renacentista, plateresca y barroca, no se pierde en frivolidad, en superficialidad marginante, sino que lleva de la mano al silencio dulce, a la paz que exige el propio señorío.
Don Miguel lo dirá en sus versos de profesor:
“Bosque de piedras que arrancó la historia
a las entrañas de la tierra madre,
remanso de quietud, yo te bendigo
¡mi Salamanca!”
Pues bien, es este remanso de quietud íntima, de noble arquitectura clásica, de orden diría que casi matemático, de precisión y exactitud meticulosa, que representan, de un lado la Plaza Mayor -cuadro tan perfecto como un silogismo-, las dos catedrales y las dos universidades, es el que José Antonio, en su discurso de Salamanca de 10 de febrero de 1935, en el teatro Bretón, puso de relieve al hablarnos del “señorial decoro de la ciudad”; porque la aspereza, ya señalada, y el decoro nacional, constituyen las dos notas características de lo que el mismo José Antonio, y nosotros con él, deseamos para España en una hora como la presente, y en cierto modo tan parecida a aquélla, en que un tedio insoportable y una desgana pesimista se adueñan del alma nacional, hasta el punto de que el pueblo duda de su propio destino.
Frente al maridaje de logias y sacristías, pidió entonces José Antonio la nacionalización del Estado beligerante contra los peores enemigos de España, el separatismo y el marxismo, y una fe audaz y salvadora que evitara nuestra andadura torpe, sin bastón y sin meta, al modo del ciego que no sabe dónde está y que cuando marcha lo hace palpando, a tientas y sin tino.
También entonces, en medio de la confusión abajo y del maridaje arriba, españoles llenos de juventud caían abatidos en las calles.
José Antonio, en Salamanca, pasó en vela el aniversario de Matías Montero. ¡Y cómo hablaba a sus escuadristas, con un sentido católico de su empresa!:
“Cuando dudemos, cuando desfallezcamos, cuando nos acometa el terror de si andaremos persiguiendo fantasmas, digamos ¡No! Esto es grande, esto es verdadero, esto es fecundo; si no, no hubiera ofrendado la vida por la causa –(esa vida) que él estimaba en su tremendo valor de eternidad- Matías Montero”.
***
Hoy –por qué cuesta tanto aprender las lecciones- vuelven a ofrendar la vida por idéntica causa otros españoles. Por desgracia, nos vamos acostumbrando. Nuestra sensibilidad se curte, se embota, se pierde entre la monstruosidad diaria. Una cortina de humo nos hace olvidar con rapidez el delito horrible. Más tarde, el asesino, liberado, se nos muestra como un héroe.
¡Pero eso sí! La infracción pequeña, fruto de la ira justificada, o el delito mayor, pero aislado, de quien no forma parte del grupo victorioso, quedarán petrificados, sin amnistía posible, recordado a cada hora para obnubilar a la opinión. ¡Así es la democracia de los liberales y de los marxistas!
Es curioso que después de habernos salvado del liberalismo se produzca un regreso para su busca; que otra vez volvamos a escuchar y a dejarnos seducir -pagando un precio de pobreza y de sangre- por las voces de aquellos que nos llevaron a la disolución y a la ruina.
Permitidme que traiga a colación el criterio de dos hombres a los que un lugar común cualquiera consideraría como portadores tipificados del liberalismo que hoy se predica: Ortega y Gasset y Joaquín Costa.
Pues bien, Ortega dijo: “A la esencia de la verdad le son indiferentes las vicisitudes del sufragio. La coincidencia de todos los hombres en una misma opinión, no daría a ésta un quilate nuevo de verdad”.
Y Joaquín Costa escribió: “El liberalismo rechaza la soberanía de derecho divino, pero tampoco acepta la del pueblo. El día de las elecciones el aspirante a legislador proclama al pueblo César. Pero cayó la papeleta en la urna y se acabó la soberanía. El diputado, el senador, el ministro, desciñen al pueblo la corona, echan una losa sobre su voluntad, llevándola al Calvario del Congreso, lo crucifican a discursos y a leyes, y le condenan si se permite opinar en contra”.
Acaso no se explica así que José Antonio, que pertenecía a una estirpe que había servido con las armas la causa liberal, no estalle indignado: “Queremos menos palabrería liberal y más respeto a la libertad profunda del hombre”, añadiendo: “Ya veréis cómo rehacemos la dignidad del hombre para, sobre ella, rehacer la dignidad de la Patria”.
Esta fue la gran obra de Franco. Rehacer la dignidad del hombre y sobre ella la dignidad de la Patria. La dignidad del hombre, empezando por la del trabajador. ¿Cuándo fue más respetado? ¿Cuándo, sin convertirse en muñeco de fuerzas ocultas, consiguió lo que parece milagroso, en una nación empobrecida por el liberalismo, arrasada por la guerra a que el liberalismo nos llevó, odiada por las potencias vencedoras del último enfrentamiento mundial?
La Seguridad Social, la anulación del despido libre, la participación en los beneficios de la empresa, el nivel de vida más alto, las becas de estudio, ¿fueron conquistas sociales del marxismo, o fue la obra de Franco?
Y sobre ello, la dignidad de la Patria. En lo económico, en la moral interna, en la política internacional, sin peregrinaciones mendicantes ridículas y abusivas.
Se acerca el 20 de noviembre, conmemoración común de José Antonio y de Franco. Nosotros hemos encabezado una solicitud para concedernos en Madrid, en la Plaza de Oriente, en la mañana de ese día. (…)
Y aquí venimos también nosotros, casi en vísperas del segundo aniversario de su muerte, a Salamanca, hecha sabiduría política, a la Salamanca universitaria que salvó la unidad de la Iglesia, que ganó América para la verdad cristiana, que iluminó, en lo humano, a los místicos y a los gobernantes.
Pidamos a Dios como quería José Antonio, que la inteligencia asuma otra vez su función rectora para impedir que la acción pueda convertirse en barbarie. |
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