«El Código Da Vinci» por Juan Manuel de Prada publicado en el periódico «ABC» el 9/II/2004.

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Leo en estos días El código Da Vinci, el más fulminante pelotazo editorial de los últimos años. La novela, escrita por el americano Dan Brown, se paseó sin fortuna por los despachos de las más pujantes editoriales españolas, antes de recalar en Urano, que adquirió los derechos de publicación por una cantidad muy inferior a la que hasta la fecha ha devengado la multitudinaria venta de ejemplares. Imagino que a estas alturas más de un editor se habrá tirado de los pelos, lamentando el despiste de sus olfateadores; aunque lo cierto es que El código Da Vinci, desde una perspectiva estrictamente literaria, deja mucho que desear. Quizá su escritura pedestre y funcional explique en parte su éxito rampante; pero esta condición la comparte con cientos o miles de bodrios autóctonos o foráneos que no han ejercido sobre el público tal poder de sugestión. Sin duda, el condimento que ha convertido esta novela en un best-seller fulminante es el potaje esotérico disfrazado de culturalismo que salpica sus páginas, sumado al morbillo que siempre suscitan las tramas conspirativas con ramificaciones vaticanas.


Alguna vez se ha incluido esta novela entre la progenie de El nombre de la rosa; nada más hiperbólico y alejado de la verdad. Donde Umberto Eco aportaba conocimientos enciclopédicos y bien digeridos de filosofía aristotélica, nominalismo, arte medieval o historia de las órdenes monásticas, el bueno de Dan Brown incorpora un batiburrillo de chorradas patafísicas en torno a la criptografía, el Santo Grial, los templarios y la pintura de Leonardo que no se le habría ocurrido ni a un discípulo de Jiménez del Oso empachado de anfetas. Su caracterización del Opus Dei como una especie de secta criminal que no hubiera desdeñado capitanear Lex Luthor, integrada por numerarios-sicarios que compaginan el asesinato y el uso del cilicio, depara algunas páginas de suculenta hilaridad. Todavía no entiendo muy bien por qué el Opus ha picado el anzuelo de arremeter contra esta novela, a la que acusa en su página web de «ofensiva para el honor de la Iglesia, porque juega con sus fundamentos». En fin, yo creo que combatir al bueno de Dan Brown como si fuera Nietzsche redivivo sólo contribuye a teñir de escándalo la paparrucha y la empanada mental.


Como escritor, lo que más me pasma de El código Da Vinci es la risueña tosquedad de sus mecanismos narrativos. El bueno de Dan Brown se muestra incapaz de sazonar su peripecia con una mínima dosificación de la verosimilitud (las doscientas cincuenta páginas que llevo leídas transcurren en unas pocas horas, en un apelotonamiento de acontecimientos propio de un serial de Fu-Manchú); sus transposiciones de planos temporales son burdas e infaliblemente chapuceras (como los flash-backs de un telefilm barato, que la impericia del realizador introduce para rellenar sobre la marcha las lagunas del argumento); sus digresiones seudo-eruditas parecen dirigidas a un lector que se chupa el dedo; su escamoteo de datos fundamentales para la resolución del enigma, que luego aporta cuando le conviene, resulta de una desfachatez exasperante; la machaconería con que repite ciertas pistas, por si el lector aún no se hubiese enterado a la primera, nos retrotrae a los métodos de enseñanza del parvulario... Pero no debemos rasgarnos las vestiduras: si una novela como El código Da Vinci, sin más pretensiones que la mera exposición de una historieta trepidante y rocambolesca, triunfa de modo tan apoteósico es porque, a fin de cuentas, «engancha». Y «enganchar» es el fin primordial de la literatura, según se han preocupado de divulgar quienes aspiran a integrar los libros en el «supermercado del ocio». Cada época tiene la literatura que se merece.

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